miércoles, 23 de noviembre de 2011

Misa de réquiem

MISA DE REQUIEM (Guillermo Blanco)

Uno
Esto es el fin, pensó el sacerdote, con una especie de escalofrío interior.
Como independientes de él —dos palomas—, sus manos revolotearon en el aire limpio de la mañana y fueron a juntarse sobre el misal. Había en ellas una suerte de nimbo blanco: el reverbero del sol recién amanecido, bajo cuyo toque se tornaban difusos los contornos, produciendo un eco de luz que traía a la memoria la imagen del Espíritu Santo.
Pero el sacerdote no pensaba en el Espíritu Santo, ni en palomas.
Pensaba: No tengo escapatoria.
Y a medida que sus dedos operaban con mecánica eficacia, buscando la página del libro que correspondía a la misa de hoy; a medida, luego, que descendía las gradas del altar, trémulo el cuerpo, la vista huida, el pie vacilante—vacilante por dentro, en cada músculo y cada nervio y cada articulación, aunque por fuera conservase el aspecto calmo y solemne de todos los días—; a medida que pronunciaba las primeras frases latinas, su mente, ajena a las plegarias, martillaba con insistencia casi física, semejante a un latido:
Es imposible. Es imposible.
Oyó que su voz decía:
—Introibo ad altare Dei.
Y era una voz externa, remota.
Le confortó, sin embargo, comprobar que sonaba como de costumbre impermeable a su jadeo interno. Revestida, gracias al hábito y al tiempo, por esa serena majestad profesional; ese aplomo del actor experimentado, que conoce a sus personajes y no defrauda. Que en el drama fingido sabe ser el Rey, o Pedro Crespo, o don Álvaro, sin flaquear —perfecto ciudadano de las tablas—, aun cuando entre tanto le oprima por dentro un violento drama real. Aun, se estremeció, cuando acabe de recibir el anuncio cierto de su propio fin.
—A Deun qui latifica juventute mea—replicó el sacristán con mascullar monótono.
(También el sacristán era, a su modo, un actor de experiencia. De más experiencia que él, en la profesión y en la vida. Años y años representando papeles similares en el ámbito de la liturgia y en el mundo. Frente a ambos era el perenne sancho irredimible. El ser prosaico cuyos pies se apegaban naturalmente a la tierra, intentado por el vago vuelo de la mística, inconmovido por el valor simbólico de los actos o los gestos que realizaba, distorsionando sin piedad esos latines tras los cuales no conseguía divisar nada que no fuera el mecanismo preciso de su empleo.
Su trabajo.
Otros sembraban papas o repartían leche o levantaban muros para ganarse el sustento: Lucho barría la iglesia y dialogaba los oficios. Así, en el mismo plano las papas y la escoba y los adobes y la leche y las oraciones. Para él, pensaba el sacerdote a veces, sería una sorpresa mayúscula llegar a descubrir que Dios existía en realidad, y era algo más que un Cristo de yeso. O un simple nombre vacío: las siglas de una abstracción patronal de donde en forma indirecta emanaba su sueldo.)
No, se dijo. El sacristán no había visto al hombre. Su tono era parejo; el inalterable tono de la indiferencia:
—Adjutorium nostrum in nomine Domini. . .
Pero ¿qué estaría esperando el Negro? ¿Por qué no disparaba de una vez? ¿O por qué no venía, en fin, hasta él y lo acuchillaba?
Le atenaceó un deseo casi invencible de volverse a la puerta. De averiguar si el bandido permanecía allí, con su silueta—oscura como su apodo— recortándose contra el paisaje exterior, en contraste con la luminosidad mansa de los lomajes costinos. Quizá hubiera penetrado en el recinto de la iglesia. O quizá hubiera resuelto marcharse.
Sí: quizá...
Trató de escuchar, de percibir algún indicio a través del Confiteor que chapurreaba el sacristán, mas no descubrió nada. Sólo el peso de la estolidez de sus feligreses y el denso tedio que parecía flotar en el aire.
No debe de haber entrado—pensó—. Seguirá en la puerta.
La alternativa, antes deseo que esperanza, pugnaba por ahincarse en su mente:
¿Se habrá ido?
Ah, si fuera verdad esto. Y si no, ¿por qué el Negro no disparaba? No podía detenerle un inimaginable temor a las mujeres y ancianos congregados allí. Ni siquiera a los escasos hombres jóvenes, tímidos todos y demasiado respetuosos de su prestigio de bandolero. Ninguno de ellos osaría interponerse. ¿Por qué, pues, no actuaba en cualquier forma? Era absurdo dudar de que había venido para matarle. Sin embargo... ¿Sería que aun para el Negro era pecado dar muerte a un sacerdote?
No. Seguro que no.
¿Entonces? ¿Entonces? De nuevo quiso girar hacia él, gritarle: ¿Entonces, Negro? ¿Entonces?
Pero eso, claro, habría sido un disparate.
—. . . Deun nostrum, amén—terminó el zumbar monocorde del sacristán.
Hubo una pausa. Un breve instante de silencio. Ladró un perro, fuera. En la grava del camino resonó el andar crujiente de una carreta. Algún chiquillo gritó algo. Otro le respondió, más lejos. Era la vida.
El sacerdote no pensó ahora que ni el carretero ni los chicos asistían a misa, sino sólo se repitió—fugazmente—que eso era la vida. Y amó fugazmente a los tres. Y a los bueyes. Y al perro que ladraba en la distancia. Amó el camino, que él ya no vería, y que se vería a esa hora cubierto de sol; que era una imagen de la libertad, de ser, de andar, de ser, de ser. El camino, con su polvo sereno, suave, con sus baches y sus curvas y su modesto puente sobre el estero, con sus álamos alineados marcialmente pero no marciales. No duros y fríos: alineados a la fuerza. Llenos, diríase, de un deseo profundo de quebrar la fila y desparramarse eglógicamente por el llano, a beber inclinados junto a los sauces.
A beber la vida.
En veloz remolino, ideas y recuerdos volaron por un instante en el alma del sacerdote. En seguida tornó al miedo como a su estado natural, mientras sus labios pronunciaban, con la prodigiosa autonomía del hábito, cualquier frase breve del oficio:
—Deus tu conversus vivificabis nos.
O:
-Domine, exaudi orationem meam.





Y luego:
—Oremus.
Y sus pies, por sí solos, le llevaron de nuevo al altar, a través de tres gradas que fueron tres siglos de angustia: ¿Será ahora? ¿Será ahora? ¿Será ahora?
Comenzó a leer el Introito, intentando al mismo tiempo aclarar la nebulosa que había en su mente y analizar la situación. Buscar la posibilidad de una salida. Su cerebro, no obstante, era una suerte de masa informe. Una pulpa cálida y abigarrada y rotante, confusa, de la cual era imposible sacar nada en limpio. Sintió que el cuerpo entero se le estremecía con un temblor similar al de la fiebre, y el corazón le golpeaba dentro con ahogadora prisa. Trató de discernir desde cuándo le ocurría eso, si recién o desde el principio, y no consiguió recordar. Podía ser una cosa u otra. En seguida le asaltó el temor de que su estado se manifestara al exterior, y el Negro lo percibiera y lo percibieran sus feligreses.
—No—se dijo—, por lo menos hay que salvar las apariencias.
Su voz, siempre solemne y tranquila—como si fuese independiente, como si ella perteneciera en forma exclusiva al rito, y sus sentimientos no poseyeran voz propia—, articuló con energía un poco superior a la habitual los Kiries. Después entonó el Gloria con verdadera ostentación, henchido por un sentimiento casi de orgullo, plenamente.
—Gloria in excelsis Deo, et in terra pax homínibus bonnae voluntatis. . .
Había una vibración épica en las palabras latinas, que semejaban elevarse desde sus labios a la minúscula bóveda que cubría el altar, y expandirse en seguida por el aire, flotando sobre las cabezas indiferentes de los fieles, repercutiendo en el eco de los muros:
—. . . Deum de Deo, lumen de lúmine . . .
El cántico de gloria era un grito, un alarde. Una bravata. Y a medida que la profería se iba modulando oscuramente otro canto en su interior. Un himno soberbio, nada sacerdotal, nada cristiano. Un torrente indescriptible, en tropel, de imágenes que eran potros ciegos lanzados al galope, ebrios, flamígeros, ajenos a toda ley o razón:
que venga que dispare que aseste su golpe no importa aquí estoy aquí me tiene y si cree que voy a flaquear se engaña y aunque yo tiemble por dentro no lo sabrá él y aunque me aterre no lo sabrá y caeré sin quejarme sin darle ese gusto como no se lo dio mi padre ni deben de habérselo dado mis hermanos no no anda negro atrévete de una vez y dispara negro no temas estoy indefenso mi sotana es de género vulgar y corriente no oculta nada no detendrá la bala ni la hará rebotar contra ti no hay riesgo negro dispara
Y esto último suavemente, cual si la serenidad y la invitación contuvieran el íntegro vigor del desafío:
dispara no más negro
Suave, suavemente:
anda no temas
Pero terminó el Gloria, cesó en la iglesia el resonar sonoramente marcial de los versículos, y el sacerdote percibió de pronto, con toda su fuerza aplastadora, la impresión de la soledad en que se hallaba. Su desgarrada soledad en medio de tanta gente y sin embargo—o quizá por eso mismo—tan honda y sin remedio.
Ahora la bravata murió en él, barrida por el brusco reflujo del miedo, que tornaba a cogerle.
solo estoy solo nadie puede ayudarme nadie me defenderá y este hombre quiere matarme ha venido a eso ha jurado que me mataría igual que ya mató a mi padre y a mis dos hermanos sin piedad y a lo mejor incluso sin odio ya
No. Sin odio. Eso era lo peor: el Negro iba ejecutando su serie de venganzas con una especie de frialdad judicial, aritmética, comparable a una resta en la cual cada uno de ellos: su padre, su hermano Carlos, su hermano Pedro, él, constituían otras tantas cifras que era preciso ir descontando de una cifra mayor, hasta llegar a cero. Y en esta contabilidad macabra no poseía la venganza mayor papel que el del móvil inicial. Era sólo el primer remoto impulso a la rueda. A estas alturas, ya el rencor del Negro sería no más que algo frío—no muerto, sino frío únicamente—. Un hielo oscuro en la mirada, en la mano, en el acero del puñal o del revólver; en los dientes apretados y la marcha inflexible, lenta, sorda, segura, áspera, con que avanzaba por el camino que se trazara—sin mirar hacia atrás, sin recordar casi, sin decirse: Hago esto por tal o cual razón—, pensando apenas, si es que pensaba, si es que se detenía siquiera sobre eso: Le toca a éste. Debo eliminar a Fulano. No: Porque me hicieron aquello. No: Porque los detesto. Simplemente: Debo. Una sentencia. Una especie de fórmula judicial. Tampoco una sentencia grave. Tampoco. Nada que en su ánimo revistiera trascendencia esencial. Un simple fallo de menor cuantía, pero inapelable.

Dos
En la memoria del sacerdote apareció la imagen de su padre. Era alto, duro. Tenía los hombros cuadrados de un atleta, las manos grandes y toscas los ojos azules. Hablaba con voz plena, en tono a la vez enérgico y profundo. Montado a caballo evocaba la sensación de centauro que a los indios produjeran los primeros jinetes de la conquista. Una unidad indestructible, superior a lo humano. Poseía la apostura de un conquistador, su padre; la apostura de un Aries castellano, con sus botas, sus espuelas, su poncho marcial y su andar lleno de aplomo. Su risa bronca, su barba, sus puños.
Cuando murió, él era niño aún.
Desde la memoria, su retina de niño comenzó a devolverle ahora—en un torbellino veloz y sin orden, con el caprichoso deshilván del sueño— las estampas trágicas de su infancia. De cuando no era todavía el padre, Miguel, sino sólo el manso Miguel de gestos apacibles y blanda sonrisa, que no galopaba casi nunca junto a sus hermanos y se iba, en cambio, al paso de su montura, por esas quebradas y esos cerros y esos bosques, a divagar.
Eran las suyas unas meditaciones difusas, y la vida constituía a sus ojos un espectáculo en el cual jamás se sintió con el deber o siquiera con el derecho de intervenir. La vida era lo ajeno, lo prohibido poco menos, o lo vagamente aterrador, y apenas si le estaba concedido verla pasar desde una orilla. Si las vidas son ríos, él no era más que un muchacho sentado en la ribera, disfrutando del eco, mirando, acariciando las imágenes, pero sin tocar jamás los objetos que las provocaban.
Su padre era el polo opuesto. Carlos y Pedro también.
Rebosaban los tres una bravía, violenta virilidad de puño. Un vigor masculino que precisaba manifestarse chocando. La autoridad absoluta de que disfrutaban en el fundo, por ejemplo, era para ellos un atributo legítimo, connatural. En su concepto, los inquilinos les debían sujeción por la ley misma de las cosas. Una especie de vasallaje sin condiciones ni trabas ni límites, no ligado a principios o a rendición de cuentas.






A pesar de eso, eran en general buenos patrones, con la bondad caprichosa del monarca que condesciende. Mano abierta, cordialidad, campechanía fácil desde la distancia. Aunque pudieran, en un rapto, llenar la mesa de uno de sus pobres, no llegaban nunca a compartirla. La normalidad —su normalidad—perduraba mientras no descubrieran algún gesto rebelde, o siquiera digno, de parte de sus subalternos. A los campesinos de la Treilera no se les reconocía el lujo de la dignidad. Y, en su código, la rebeldía era un crimen para el cual no había atenuantes, y cuya comisión desencadenaba la ira irrestricta del monarca convertido en déspota.
Rebeldía. Ira.
La primera escena del drama pudo titularse así. Los personajes eran su padre, el Negro y él. O él no. El permanecía en un rincón, como de costumbre. Sin actuar. Hablaba su padre. Con ira, pero aún no esa ira desbocada, gigante, que en él engendraba cualquier resistencia. Con una ira normal todavía, dispuesto a perdonar, o a castigar sin alejarse demasiado de lo justo. Increpaba al Negro:
—¿Tú tomaste esa montura? ¿Es cierto?
El Negro callaba, y en su rostro moreno se iba haciendo piedra el silencio.
—¿No me oyes? ¡Contesta!
Y el Negro mudo.
—Contéstame, hombre: es por tu bien.
Nada. Las dos respiraciones silbaban con suavidad absurda al salir de las tensas narices.
¿Por qué no responde, o por qué no huye?— se preguntaba Miguel—. ¿Por qué espera? ¿Qué espera?
Y el temor, la premonición, le atenaceaban ya, ahogándole.
—¿Tú tomaste esa montura?—repitió don Pedro.
Cualquier espectador habría percibido calma en su tono. Pero Miguel y el Negro sabían que no. Sabían lo que ardía bajo ese aparente dominio de sí, lo que se estaba acumulando, apretando, en el interior del patrón. Y al fin toda esa explosiva energía contenida estalló, brusca:
—¿No vas a contestar, ladrón?
Era al crepúsculo. A la hora de las luces opacas, cuando las figuras adquieren contornos difusos, de lo que no son, y el álamo es un monstruo sombrío, y el sauce una vieja curcuncha, y en el agua de los charcos se ocultan objetos de plata. Era el crepúsculo. Ahora, la estampa de don Pedro cobró en integridad su esplendor épico, revestida por una furia de contorno imperial. Con cierta majestad espantosa, y a la vez en forma imperceptible—no imperceptible para él, ni para el Negro—, sus dedos atenacearon la fusta. Luego, en un instante, a la velocidad del relámpago que apenas rasga la penumbra, un latigazo cruzó el rostro del joven inquilino con un son siseante.
Fue un segundo.
En el segundo siguiente, el Negro recogió del suelo un guijarro, lo arrojó a la cabeza de don Pedro y le arrebató de un tirón la fusta, que partió en dos con la rodilla. No devolvió el golpe. No era ésa su intención todavía. Todavía no. Era más altivo, le igualaba más con el ofensor destruir el instrumento de la injuria, que era también el símbolo de la tiranía patronal.
En seguida se fue. Mientras desaparecía—tranquilo ya, frío ya: yéndose, no huyendo—entre los eucaliptos que rodeaban las casas, gritó:
—Ehto no va'quear así, on Peiro. Noh vamoh a ver.
Nos vamos a ver.
Fue una tarde, también, también poco después de la puesta del sol. Venía don Pedro de regreso de San Millán, donde había dejado a los dos hermanos de Miguel, que ingresaban en el colegio, internos.
Al llegar al jardín exterior, junto a la tranquera, el Negro emergió—quizá si en el punto preciso por donde se marchara la otra vez—, más alto ahora, más hombre. Cargaba tres años de correrías y odio encima. Tres años de monte y escaramuzas y sangre. Se veía siniestro bajo la semiluz del ocaso.
—Güenah tardeh, patrón.
Desde lo alto de su montura, por la postrera vez capitán, don Pedro no replicó.
Espoleó su cabalgadura—¿porque sabía, porque presentía, porque buscaba una postura airosa para la muerte?—y trató de seguir hacia adentro. Igual que si no hubiera un bandido, sino un simple mozo de cuadra frente a él. O igual que si le diera lo mismo una cosa u otra. Señor.
Veloz, el Negro cogió el poncho que colgaba de sus hombros y golpeó con él los belfos del caballo, que se encabritó y arrojó al suelo al desprevenido jinete. Allí, sin darle tiempo para levantarse, sin emoción tampoco—veloz, veloz: todo era veloz y helado, con la helada celeridad de la serpiente—, en la forma en que se ultima a una res, el Negro se inclinó sobre don Pedro y le hundió el corvo en el pecho. Una puñalada sola, certera, sin ensañamiento: justo lo necesario. Y antes de retirar su arma para que huyera del cuerpo del otro el postrer soplo de vida, pronunció en la penumbra de su agonía la sentencia:
—Yo le 'ije, on Peiro. Y a los niñoh leh va' pasar lo mihmo cuando crehcan. Se lo juro.
Ante el asombro estático de los peones y de Miguel, con sereno a la vez que ostentoso desafío, el Negro montó en la cabalgadura de su antiguo patrón, vuelta trofeo de venganza, y se marchó hacia los cerros.
Miguel tenía doce años, entonces, y sus hermanos quince y diecisiete. Hacía tiempo que la madre había muerto. Quedó, pues, solo en el caserón aquella noche. El viento y luego la lluvia, afuera, entonaron un largo canto de réquiem para su insomnio.

Tres
—Christum, Dominum nostrum —oyó que decían sus labios.
¿Qué era esto? ¿Qué era? Ah, sí: terminaba la Epístola.
La Epístola. La misa.
Durante unos instantes permaneció inmóvil, paralizado por su repentino retorno a la realidad. ¿Qué venía ahora? De pronto todo el edificio de su hábito—la eficacia automática, acumulada a través de un lustro de sacerdocio—se fue derrumbando con la fragilidad del castillo de arena que arrasa una ola. La ola hecha de miedo y de sorpresa y de la sostenida pregunta que martillaba en su inconsciente:
qué espera qué espera lo hará en este momento o luego o espera a que concluya todo y por qué por qué no lo hace de una vez.




De pronto recordó, y en forma simultánea comprendió, y para las dos preguntas hubo contestaciones yuxtapuestas, casi congruentes:
corresponde el evangelio me matará en cuanto dé muestras de flaqueza debo leer el evangelio está esperando a que yo me vuelva y me aterre porque cree que no lo he visto hasta ahora y él no mata sin anunciarse sin su único goce de felino o de cuervo de mirar como muertos a los hombres que están aún vivos y hablarles tal vez igual que a mi padre cuando se apaga la existencia cuando existen sólo lo suficiente para entenderle y llevarse consigo sus frases heladas y crueles el broche de su venganza
Lentamente—debía mantenerse firme, no darle el gusto: que lo matara, pero sin disfrutar su agonía— pasó al centro del altar, pronunció con morosa meticulosidad la oración del rito, mientras el sacristán trasladaba el libro al costado izquierdo.
—Munda cor meum. . .
Hizo suya la plegaria en la mente. Sin formularla. Abstractamente. Desnuda de palabras:
cambia mi corazón señor purifica mis labios dales tu ciencia dales elocuencia y dame valor porque ahora en unos momentos más voy a precisarlos señor señor mío y dios mío dame la vida la llama de la vida para que en esta ocasión única en que no soy espectador sino actor pueda desempeñarme en forma digna dame la serenidad que necesito para mirar hacia mis feligreses y hacia el negro sin flaquear
—Dominus vobiscum—dijeron sus labios.
Y por dentro:
sí señor que sea digno de mi padre que no lo defraude al menos en la muerte con esa blandura que le era tan ajena
—E' cun espírito tuo —replicó el sacristán desde las gradas.
Y él :
—Sequentia Sancti Evangelii. . .
no al contrario mostrarme fuerte y duro tal cual mi padre don pedro pedro-piedra habría hecho en lugar mío sólo que yo menos duro o duro con otra dureza y por lo mismo más fuerte
Comenzó a leer el Evangelio en latín.
voy a hacer mi defensa la prédica será mi alegato defensivo ante el tribunal que ha venido a erigir el negro ante el juez negro ante su conciencia negra debo prepararme debo meditar bien las palabras apropiadas las ideas que podrían influir en su ánimo tal vez salvar su alma y no por qué me miento por qué trato de engañarme yo no estoy tratando de salvar su alma ojalá que la salvara ojalá que quisiera salvarla que pudiera querer algo más que salvarme yo y debería ser lo contrario primero su alma y después mi vida habrá más regocijo en el reino de los cielos por un pecador arrepentido que por cien justos o mil justos olvidé cuántos justos no importa y yo soy uno y tal vez no soy justo o por lo menos no tengo derecho a sentir que lo soy porque ya eso me haría poco justo y poco digno señor que yo pueda desear la salvación de esta alma hundida en la sombra porque si no la deseo cómo podré salvar la mía yo que soy tu sacerdote
—. . .venit inimicus ejus. . .
debo estar tranquilo venit inimicus meus pensar con lucidez preparar lo que voy a decir
Pero la frente le ardía siempre con ese ardor insoportable de fiebre. Y nuevamente las ideas giraban vertiginosas en su interior, ligadas unas a otras en una masa. Una espiral. Redondas. Sin principio ésta ni término la anterior. En un delirio, un remolino de fiebre y miedo y bravura, y otra vez el miedo y otra vez la fiebre y otra vez la bravura, y en medio una veta amarilla, de esperanza; una borrosa ilusión de que quizás... De que a lo mejor a él. . . De que. . .
podría sí emplear el sermón para decir algo que le llegara a lo hondo sugerirle insinuarle algo igual que si hablara para todos pero dirigiéndome sólo a él apuntando a él y a su corazón que ha de tener su resquicio de bondad porque la perfidia absoluta no puede salir de un vientre de mujer hacer madre a una mujer
Eso, la veta, y en seguida, atropellándose, el remolino oscuro y febril:
qué digo cómo predico cómo aprovecho la parábola de la cizaña si parece que la hubiera elegido a propósito o que me la enviara dios parece demasiado buena o aprovecharé la epístola son más fogosas las frases de pablo
Recordó el comienzo de la Epístola: "Revestíos de entrañas de compasión y benignidad". También parecía hecha aposta. Un mensaje dirigido al Negro. Su mensaje hacia él, su postrera apelación.
leer quizá simplemente la epístola y explicar sus palabras que son las palabras de pablo o de cristo antes de pablo o de dios del dios que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos sin embargo él no entenderá o no le importará que las palabras sean de Pablo o de Pedro o Juan o Diego y será lo mismo y será inútil y habré perdido el tiempo y peor que eso me habré humillado y con ello habré perdido además mi causa en definitiva porque lo único que él desea es matar a uno siquiera de nosotros como a un perro en el suelo implorando quejándose y yo soy su última esperanza de conseguirlo
Su voz sonaba tranquila, acorde con la serenidad de tiempo ido de los latines, y por dentro, jadeante, su pensamiento corría desatentado:
o podría dejar de lado el evangelio y la epístola y dirigirme a él sin subterfugios decirle llanamente cordialmente has venido a vengarte a asesinarme a desquitarte en mí de un daño que no te hice y que no te habría hecho y tú lo sabes y además estás más que vengado de mi padre en mi padre y en mis hermanos después si ellos eran iguales a él pero yo soy distinto pero quieres que alguno de nosotros te implore perdón quieres que me arrastre a tus pies y que lo haga delante de mis feligreses para mayor perfección
La protesta:
no eres tú quien puede recibir perdón de mi parte pues me has quitado a mi padre y a mis dos hermanos has deshecho mi hogar mi familia ya no habrá descendencia con el nombre que odias y bien negro yo te perdono yo te absuelvo vete tranquilo y busca si puedes la paz porque yo te perdono
Y con angustia ante el heroísmo imposible:
no no esto no sirve sería ridículo no haría sino exacerbarlo y precipitar los hechos y además yo no soy capaz de hablarle así debo pensar debo pensar claramente debo discurrir una manera señor señor señor apiádate de mí

Cuatro
De pronto oyó que el sacristán decía, con su latín prosaico:
—Lau tii Christe.






Y comprendió que el autómata exterior, el hijo del hábito, había terminado la lectura del Evangelio. Comenzó ahora a leerlo en castellano, vuelto hacia los fieles, aunque todavía sin mirar hacia el fondo de la iglesia, tratando empecinadamente de adivinar la presencia del Negro, de percibirla de algún modo ajeno a la visión, a los sentidos, mientras la maquinaria automática continuaba su trabajo. Su oficio:
—" . . . y recoged el trigo de mi granero . . . "
Había concluido.
Solemnemente, con una majestad que no venía de la costumbre, que era consciente, deliberada, desafiante aun, depositó el libro sobre el altar y alzó la vista, sí, solemne y sereno y deliberado, y muy, muy consciente de cada uno de sus gestos, aunque siempre pensando, siempre devanándose los sesos —qué digo cómo hago cómo me dirijo a él sin interpelarlo abiertamente sin que mi apelación sea ostensible—, y escuchó, igual que si las manejara el hábito pero ya no era el hábito, que de su garganta empezaban a salir unas palabras que no había elaborado y que no conocía, y prestó atención, perplejo.
No era un milagro, desde luego. No era Dios quien predicaba a través de él, sino quizá el inconsciente, alguna potencia interior suya, hondamente suya, si bien en cierto modo independiente. Libre. Ajena a su voluntad y más nítida que su entendimiento.
Decía:
—. . .porque, hermanos—¡y qué hondo era ahora este hermanos, hasta aquí vacío y sonoro como un gongo!—, no debemos pensar sólo en el final de la historia. En la separación de la cizaña. No debemos vivir esperando para otros el momento del fuego, deseando que la cizaña, la mala hierba, sea apartada de nosotros; que se nos libere de su contacto. No somos tan limpios para eso, nosotros mismos. Ni es tan repudiable, quizá, la cizaña. Y en todo caso, ¿podemos juzgarla? ¿Podemos trazar una línea y decir: aquí empieza el mal y aquí el bien, y nosotros estamos a este o aquel lado?
El Negro se hallaba de pie al fondo de la iglesia, al centro. Dos de sus secuaces se habían colocado a su izquierda y dos a su derecha: cinco estatuas silenciosas, inescrutables, observándole. El padre Miguel hablaba con los ojos clavados en los ojos del bandido, en esos ojos pequeños, metidos a tajo en el rostro sin afeitar, de hierro, de arcilla, de sombra: dos puntos que brillaban bajo el ala oscura del sombrero.
—...a echar raíces junto a las plantas venenosas? Yo diría que sí, que ésa es precisamente nuestra tarea en el mundo. Crecer codo a codo con la mala hierba y dar frutos, a pesar de ella o con ella o para ella. No sólo para nosotros nuestros frutos. No se nos ha dado esa seguridad. Trabajamos sin garantía. Sin saber para quién, ya lo afirma el adagio. Creemos sembrar para nosotros, para la familia, para la mujer a quien amamos y los hijos que amamos, y no, y un día llega alguien y nos lleva todo, lo que no era suyo, lo que no merecía ni tenía derecho a arrebatarnos. . .
mi padre—pensaba—mi hermano pedro y mi hermano carlos negro me oyes negro lo que digo a ti te lo digo entiéndeme
—. . . y quedamos pobres o hambrientos, o peor: quedamos huérfanos, o sin hijos, o tal vez sin hermanos. Y nos preguntamos por qué y no descubrimos por qué. No entendemos qué habíamos hecho para merecer aquello. Y quizá si nuestro dolor nos conduce a gritar o a maldecir a quien nos causó daño. O a increpar a Dios.
Hizo una pausa. Había hablado tan rápidamente, tan precipitadamente, que necesitó detenerse para cobrar aliento.
Y ahora era también él, no su potencia interior, sino él, íntegro, con su voluntad y su inteligencia y su comprensión, quien predicaba. No para el Negro ya—aunque siempre mirándolo, siempre sin apartarle la vista—, mas ahora para sus feligreses, para cada uno, con hondo afecto.
(Para don Juan, el almacenero, que oraba con gran devoción exterior, aunque era un truhán redomado. Para doña Teresa, gorda y morena y buenamoza a pesar de sus años, que amasaba un pan exquisito, y unas deliciosas empanadas de horno. Para Esperanza, la adolescente de expresión triste y de rasgos tan finos, que siempre hacía de Virgen María en los cuadros navideños de la parroquia. Para el viejo maestro Moreno, a quien el corazón había jugado una mala pasada y de un día a otro se puso pálido, y vagaba con expresión de fantasma, perdidas la vitalidad y la sonrisa y la paz, con un remedo de paz demasiado semejante a la muerte, medio muerto: andaba por el pueblo como quien camina en torno a una tumba. Para el Traro López, alegre como la chicha, optimista, dueño—diríase— del sol y del agua que canta cerro abajo, dueño de las cosas sin dueño y sin valor, y por eso despreocupado y feliz. Para la Meche, tan trabajadora y tan llena de chiquillos y con un marido borrachín sin remedio—don Juan le pagaba en vino los pocos trabajos que podía inducírsele a hacer—; para ella y para sus hijos: el Lucho, la Mechita, el bufonesco Pancho, y los otros, cuyos nombres se perdían, porque eran tantos y tan pequeños y tan indiferenciados en la edad. Para el padre de ellos, Antonio, que nunca venía a la iglesia porque todo lo duro que allí se dijera semejaba dicho contra él. Para doña Matilde y doña Chepa, para la Clara y la Luisa y la Flor. . . Para el pueblo entero, pero no en bloque. No. De a uno, uno a uno, individualmente. )
Para cada uno siguió:
—No hay que maldecir: hay que perdonar. Sí, cuesta. Sin embargo, es preciso hacerlo. Y conseguir algo más difícil todavía: sentir cariño, amor, por quien nos perjudica. . .
siento yo acaso amor por el negro acaso doy el ejemplo y sí y tal vez lo amo y tal vez esto que digo no es sino expresión de mi amor cristiano hacia él
—. . . amar la mala hierba. No apartarla de nuestro lado, no odiarla, no pagar su odio con odio. Porque si la odiamos, ¿qué diferencia habrá entre ella y nosotros? ¿Y para qué habría venido Cristo a la tierra? Amemos y perdonemos, y aun esto hagámoslo con humildad, no de la manera que perdona el monarca, sino de la manera que perdonaría el insecto al que se aplasta sin querer, si un insecto fuese capaz de perdón. Perdonemos a la cizaña su triste condición de instrumento maligno. Perdonémosle su veneno y su naturaleza nefasta. Y amémosla, aunque nos cueste, aunque nos quite el alimento y el sol y la tranquilidad. Tratemos incluso de amarla por eso: porque nos ha privado del sol y del alimento y de la paz. . .
Y de pronto, inquieto, angustiado:
no no es esto no esto no me lo entienden ni ellos ni el negro es una tontería un disparate hablarles así es preciso que me explique mejor más al alcance de sus mentes no son catedráticos abiertos al sentido oculto o a la sutileza de las comparaciones
Ante él, los rostros vacíos de expresión, con el tedio nadando en sus rasgos, cerniéndose igual que una aureola, parecían decir: Es cierto, eso no nos llega; es un idioma diferente del nuestro.
Su lengua, no obstante, continuaba pronunciando frases abstrusas, más allá del alcance de los fieles y más, mucho más allá del alcance del Negro. Frases casi místicas, nuevas, que a él mismo le habrían sonado distantes hacía una semana. O hacía menos: hacía un cuarto de hora, veinte minutos.





Pensó:
me alejo de ellos me pierdo estoy desperdiciando el tiempo que pude emplear en dejarles mi último mensaje mi única herencia un credo un arma un escudo para que afrontaran la vida y por qué renuncio a convencer al negro a intentar siquiera una persuasión difícil de imaginar aunque no imposible porque en verdad lo único imposible lo único absurdo lo único que la mente se niega a aceptar es la muerte señor perdóname yo quiero salvarme yo siento la vitalidad correr a lo largo de mi cuerpo y tengo miedo tengo miedo soy joven
Y entre tanto seguía hablando—otro, el otro que había dentro de él—con tenacidad, no iluminado mas sí porfiado, y casi abruptamente se detuvo y dijo :
—Hermanos, todo esto debe ser cosa de entrañas, como afirma San Pablo. Debemos revestirnos de entrañas de bondad, de caridad, de amor, para alcanzar la vida eterna.
Comprendía que no era posible terminar así, que debía decir algo más—su defensa—, y algo, también, que diese cabal sentido a su prédica. Permaneció helado, sin embargo, y luego de unos instantes de vana lucha interna articuló:
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
En seguida se volvió al altar para rezar el Credo, preguntándose:
qué hará qué hará se decidirá ahora a disparar o prolongará la tortura
Solo de nuevo frente al muro y a los objetos del culto, se dio cuenta de que al hablar, al encarar a su asesino, había hallado una suerte de refugio contra su propio pavor, y ya no tenía qué le escudara, y comenzó a sentir que el miedo se le iba metiendo otra vez por las venas, por los nervios, por los músculos, entre la piel y la carne, en las sienes, y palpitaba y latía y vivía en él igual que un cáncer, un monstruo, un animal monstruoso y cálido que se apoderaba paulatinamente de su ser.
—Dominus vobiscum —murmuró, cara a los fieles, mas ahora sin mirar al Negro, ahora con la vista esquiva.
Huyendo.


Cinco
Sí, huyendo. Su vida había tenido siempre una tonalidad de fuga. No de la fuga desbocada, jadeante, sino de este dar vuelta la espalda, este cerrarse a los peligros o a la simple aventura, este escabullirse quieta, inexpresivamente, frente a la realidad. Sin pronunciarse. Sin decir al mundo su palabra de hombre.
Carlos se lo había enrostrado, cuando él anunció su propósito de hacerse sacerdote:
—¿Vocación?—gruñó—. No hables de vocación: habla de fuga.
—No te entiendo—había objetado Miguel.
Sí me entiendes. Tú sabes mejor que nadie tu sacerdocio no va a ser otra cosa que seguir escabullendo el bulto a los problemas. ¿Recuerdas el año en que yo salí del colegio? Me confesaste tu terror al pensar en que para ti también tendría que llegar ese momento. La hora, dijiste, de abandonar el refugio de los muros escolares. ¿Te acuerdas?
—Sí . . .
Su hermano lo miró con una mezcla de intensidad triunfante y de vago menosprecio:
—Ahora has hallado la solución. . .
—¿Crees que doy este paso con ese propósito enano y ridículo?
—No. Conscientemente no. Aunque si te examinas a fondo descubrirás que, en realidad, reemplazas unos muros por otros. Y los de la iglesia son más altos, y son permanentes. ¿Cómo es? "Sacerdos in aeternum"? Es una espléndida salida, Miguel. Y tienes derecho a elegirla. No seré yo quien te lo discuta. Con lo que nos dejó nuestro padre podrás costearte un sacerdocio holgado... Sí, tienes derecho, y es buena la idea. Pero no le llames vocación. Me desesperan esas palabras enormes y solemnes.
A él también. A él también le desesperaban, de diversa manera, las palabras enormes y solemnes. A diferencia de Carlos, a quien le provocaban cierta irritación de tosca virilidad, modularlas le dolía a él como una desnudez. Y, a pesar de que en ese instante no abrigaba duda de ser vocación y no temor lo que le empujaba, guardó silencio.
¿Por qué?
De pronto se encontró tratando de resolver este problema, cual si hacerlo fuese lo más urgente, ahora.
¿Por qué? ¿Por qué no había hablado entonces? En parte, claro, era precisamente por el pudor de las grandes palabras. Por no pronunciar frases como "la salvación de las almas", o "la búsqueda del bien", o "el camino de la verdad". Le sobrecogían esas expresiones de proporción ciclópea.
En medio de su azoro, una pregunta surgió en su interior: ¿Era, en efecto, sobrecogimiento lo que experimentaba? ¿No sería otra cosa?
sí—latió un pulso en su mente—no seria quizá algo diferente de eso menos noble menos justificable y justificador no seria simple vergüenza vergüenza de manosear conceptos demasiado nobles o trascendentales a sabiendas o intuyendo que no los sentía de veras en mis adentros y que por eso equivalían a mentiras era como si engañara a los demás al enarbolarlas del modo que se enarbola una bandera cuando no cuando para mí no pasaban de ser unos paños de colores vistosos atrayentes o a lo más un intermedio entre la bandera y el paño
Esto le había ocurrido en otras oportunidades. Cada vez más a menudo—pensó—. Hablar sin convicción, con el humo de una duda vagando siempre en su espíritu mientras tocaba esos temas esenciales que son la salvación, la otra vida, el pecado, la eucaristía. Era una sensación extraña. No que no creyera en lo que salía de su boca. No que no sintiera el vigor y la verdad de las bienaventuranzas o de las epístolas de Pablo, por ejemplo, sino que de pronto se le iba de adentro el fuego o la luz o el ardor, y la prédica se transformaba en un trámite de rutina.
Era entonces cuando surgían las terribles zanjas entre la teoría del sacerdocio y la realidad de su práctica. Cuando amar al prójimo era una cosa y soportar a doña Nieves con sus añuñuques, otra. Cuando pensaba en el frío—como un cartero, como un basurero, como un empleado de banco—y no en su misión sublime, al levantarse en invierno para la misa de siete. Cuando las confesiones idiotas, y la ignorancia de sus feligreses pueblerinos, y los errores y las falsas concepciones del dogma no eran a sus ojos candor evangélico ni simplicidad primitiva, sino sólo un elemento tedioso, un irritante gaje del oficio.







—Te vas a aburrir ahí—le había dicho un compañero de seminario.
Eso había sido al año de su ordenación, luego de obtener él que se le destinara acá, a su tierra. Y "aburrir" le sonó a profano. ¿Aplicar esa idea tan pedestre a su ministerio, sólo porque iba a ejercerlo entre campesinos y aldeanos, que eran los seres a quienes Cristo amó con su mayor ternura?
—No—replicó—, no creo. Yo he vivido siempre en la zona, y entre su gente. Estaré en mi elemento.
En realidad, si había de hacerse justicia, en ocasiones lo había estado. En ocasiones había logrado sentir con ellos, identificarse con su sencillez. . . Pero esta misma expresión: "logrado sentir", ¿no era un reconocimiento implícito de lo artificial de su adhesión?
señor señor—se debatió—es acaso inevitable que mis últimos momentos se vean torturados por esta duda tan esencial
Quiso decir:
aparta señor de mí este cáliz
Pero le brotó en cambio:
señor señor yo quiero la verdad
—La verdad—había dicho el obispo en la ceremonia de su ordenación—exige valentía. Dar la cara a la verdad requiere mayor voluntad y mayor energía que sostener el más absurdo de los errores.
Al oírlo, él había pensado que era una frase más, un recurso oratorio relativamente fácil. Y no. Tal vez el obispo la pronunció con frialdad—cumpliendo también una rutina—, mas a él la frase le quedó grabada en la memoria, y ahora volvía. No hueca, no mera música verbal, como la sintiera en aquella oportunidad, sino viva, honda, tangible. Volvía para perturbarle, para acusarle.
Era su petición de cuentas, a un paso de la tumba.
Diríase que el Miguel adolescente, el idealista de hacía cinco o diez años, venía a este altar, en este momento, y le exigía al actual que le explicara desde su agonía qué había hecho de su hacienda. Del sueño mirífico, la generosidad de la primera entrega la fe incondicional. ¿Dónde estaban? ¿No los había sepultado el hábito? Su anhelo de darse entero a la causa, ¿no yacía ahogado bajo una verdadera montaña de bautizos y misas y confesiones que eran otros tantos actos mecánicos; o no: ni eso siquiera, porque ya era suficientemente grave que estuvieran desprovistos de unción, de ese sentido tibio y transfigurador de lo sobrenatural que animara sus comuniones y sus meditaciones de adolescente?
pero huir de qué—se preguntó—de un fundo próspero como el que teníamos con mis hermanos de una vida en que lo más duro era montar a caballo bajo la lluvia para traer unas reses extraviadas o para ver un desborde de canal
Por aquí brillaba una esperanza.
sí —continuó en su interior, como increpándose a sí mismo, a la parte cruel o la parte de ayer de su yo—quizá si la existencia de mis hermanos fuera hasta más suave que la mía porque ellos no tenían que preguntarse nada más trascendental que si iría a llover a la semana siguiente o si sería preferible sembrar trigo o girasoles en tal sementera mientras yo me había echado encima la responsabilidad de lo mío y lo de muchos otros de las almas de muchos otros de la salvación o la condenación de muchos otros y el peso de la duda y el peso terrible de la propia insuficiencia de la debilidad inevitable del hombre frente a una tarea sobrehumana
Sí, aquí había una esperanza. Pero aun mientras pensaba así, razonando vertiginosamente contra su razón misma, aun mientras avanzaba corriente arriba del río de su propia lógica, algo surgía inconsciente o apenas consciente en su adentro, para decirle:
no no es eso la verdad es otra la única verdad es el miedo y la cobardía y la miseria humana y la inadecuación y la vida vana que ahora se extingue como una luz innecesaria y eso otro esas grandes palabras son ciertas pero no me pertenecen pertenecen a lo ajeno a lo que no se siente y no es de entraña y voy a morir y tengo miedo como tuve miedo de vivir sólo que este otro miedo es peor es activo me roe me está matando con una muerte previa con mil muertes a cada instante que pasa y dios y señor madre mía piedad piedad piedad


Seis
Ya no tornó a tener conciencia de lo que hacía. Notaba de vaga manera el movimiento de sus manos, y oía las fórmulas latinas que a la distancia profería su boca, en la misma forma inerte en que podría oír y ver un feligrés distraído, presente sólo en lo físico. Por cumplir con la letra del precepto.
Mientras, en su interior, las imágenes del miedo se sucedían otra vez en galope de potros desbocados, potros desbocados en la noche, en el temporal—ruge el viento, llueve, hay truenos y relámpagos—, galopando, galopando, y era él galopando, y la noche era esa otra noche de hacía ocho, diez años, cuando recibió la noticia y corrió a los establos y montó sin silla en un potro recién domado, para lanzarse al campo, al temporal, sin impermeable ni manta, a galopar empapado en medio de unas tinieblas wagnerianas, con los dientes apretados y las riendas apretadas en las manos, espoleando a su cabalgadura igual que si aún fuera tiempo, y él sabía que era tarde, que Pedro ya había muerto, pero le restaba la desesperada esperanza del amor, la rebeldía que sigue siempre a la muerte del padre, del hermano, de la madre, de la novia, de la madre, porque lo lógico es la vida—lo natural, lo justo—, y la muerte es un absurdo espantoso que el hombre se niega a aceptar, que no puede aceptar, ni siquiera cuando ha visto caer a su padre y va a buscar el cadáver de su hermano en una carrera de pesadilla, en la sombra, bajo un cielo cerrado y negro como un no.
...Había hallado desierto el Cruce, y colgado del travesaño del pozo el cuerpo de Pedro, el primogénito, balanceándose a impulsos del vendaval, hinchado, mísero, grotesco; con los ojos macabramente fuera de órbitas, y el rostro y la figura vejados a intervalos por la fantasmagórica luz de los relámpagos. Se enteró después de lo que ocurriera: el encuentro de su hermano con la banda la breve lucha, la captura, el suplicio: le ataron los pies a una piedra y lo sumergieron una, dos tres veces, y diez y doce—¿cuántas?—, sin decirle nada, sin insultarlo ni herirlo, esperando pacientemente a que se ahogara, deseando en silencio el grito, la queja que no vino.
—Orate, fratres.
. . .Y el otro galope, solo también, en el mismo potro, aunque ahora de día, en la mañana, sí, en una grata mañana de septiembre, pasando por entre los pastizales y las vegas, a través de los bosquecillos de pinos donde se cobijaba el ganado cuando llovía o hacía demasiado calor, o en medio de los sauces que jalonaban los bajos: tacatac, tacatac, tacatac, y la luz solar recién salida, fresca, haciendo reír a los álamos y los eucaliptos y, más lejos, a las casas blancas de los inquilinos, y más, más lejos, a los cerros de suave lomaje, a las nubes, al cielo claro y transparente: tacatac, tacatac, por el vado, con el




agua salpicando a diestro y siniestro, mojándole el rostro y las manos, aunque sin vivificarlo, sin quitarle esa impresión de fiebre: tacatac, tacatac, tacatac, tacatac, por el camino recovequeado que conducía al bosque, y ya en el bosque—subiendo, arañando monte arriba—, los cascos del potro no resonaban sobre el suelo cubierto de hojas, y hubo de disminuir el ritmo de la marcha para evitar las ramas inferiores, que podían azotarle, y a cada instante esperando el hallazgo, temiendo además—lo mismo que ahora—que en este momento o en éste, éste, este momento, despedazara el silencio el detonar de la bala que vendría a ultimarlo.
Y no, lo mismo que ahora, el silencio, la quietud amenazadora, seguían con él, avanzando con él, o bien avanzando él hacia ellos, y ellos aumentando de tamaño, creciendo, y al llegar al postrer rellano antes de la cumbre, allí, en lo alto, recortándose contra el ámbito celeste, el cadáver de Carlos pendía de un árbol, no balanceándose, sino quieto, petrificado, bañado en la sangre que manara de sus heridas, cubierto de polvo y de barro y con las facciones deshechas y la ropa en jirones, porque lo habían arrastrado por el campo, quizá si antes, quizá si después de quitarle la vida.


Siete
—Sanctus, sanctus, sanctus. . .
Esa sombra, ahora, en la ventana de la iglesia, que era la sombra de un olmo, él lo sabía, le pareció sin embargo la de un hombre colgado, balanceándose, y el hombre era su hermano, eran dos, eran Carlos y Pedro, y ya no era la sombra los cadáveres: eran los cirios del altar, las flores, las lámparas de ambos costados—una danza inmóvil de cadáveres—, y el Cristo no estaba crucificado, sino ahogado, apuñaleado, con el cuerpo cubierto de un barro hecho de polvo y sangre, y lo miraba, lo perseguía, y detrás, a su espalda, no eran bandidos los que le aguardaban, ni feligreses, ni nada, sino sólo una horrible banda de fantasmas, un ejército de muertos que venían a conquistarlo para la muerte, y el corazón le latía con demasiada fuerza y se detenía y tornaba a latir, a galopar desbocado, para luego pararse de nuevo en una vorágine sin término.
lo estaré haciendo bien lo estaré haciendo bien lo estaré haciendo bien
Sí, a través de su terror le preocupaba esto, y a través del terror notaba la calma de los fieles, que ni habían visto al Negro ni sabían lo que pasaba por su ánimo. Lo estaba haciendo bien. La maquinaria de la rutina funcionaba con normalidad. Con autonomía. Mientras, por dentro en la entraña, sí—, sus manos exteriormente firmes temblaban, y su garganta, que tan nítidos profería los latines, se había hecho nudo, y su corazón era una piedra, o se hallaba oprimido entre piedras.
Todo penetró en el vértigo ahora, ya sin recuerdos ni planes ni reflexiones, sino apenas, regresando, las estampas de pesadilla que giraban en su mente: el Negro, Carlos, Pedro, don Pedro, y también, a ratos, la gente de San Millán, algún rostro modesto y amable hacia el cual—perforando el miedo o desde el miedo o mezclado con él—le impulsaba un chispazo de afecto, que luego desaparecía en la oleada del caos que dominaba su espíritu.
No supo cómo pasaron la Consagración y la Comunión, cómo de repente se encontró con los brazos en alto, pronto a dar la bendición final (pero voy a morir pero éstos son mis últimos momentos pero no he preparado nada ni pensado nada y a lo mejor pude).
—Benedicat vos. . .
irá a esperar todavía y qué espera no entenderá que termina la misa
El Negro, no obstante, no daba señales de vida. Leyó el sacerdote el evangelio final, y cuando bajaba las gradas para rezar las postreras oraciones, miró de reojo al fondo de la iglesia.
No. El Negro no estaba ahí.
qué significa esto por qué se ha ido
Un torbellino nuevo, diverso, se apoderó de su ánimo mientras oraba, y ahora no era el miedo solo —pese a que continuaba presente, vivo—, sino también una especie de alegría infantil, lo que daba vueltas en su interior:
oh señor tal vez tal vez tal vez he vencido tal vez algo de lo que dije le ha llegado al alma o no tal vez tú has tenido misericordia de mí simplemente
Y luego, ya al retirarse, y cuando el sacristán comenzaba a mover ruidosamente las bancas para hacer el aseo de la iglesia, una especie de decepción corroyó su dicha, porque había algo de porfía, de duelo, en que el bandido llevase a cabo su venganza y él no flaqueara, o mejor, en que él afrontara al Negro y éste no se atreviera a ultimarle.
perdóname dios mío es la sangre de mi padre que me hierve en las venas a ratos es su orgullo su fuego perdóname
Y en seguida un relámpago, una intuición que estalló en su mente y le hizo detenerse en mitad del pasillo:
me espera en la sacristía
Eso era: no cabía duda. Pensó en volver atrás y huir por el portón de entrada, pero comprendió que los bandidos vigilarían ese acceso, y no conseguiría sino hacer un papel más triste. No. Tenía que avanzar. Se dijo que avanzar no era un acto heroico. Que era cuestión de tiempo.. De morir en una postura más digna o menos, de aguardar o no acurrucado en un rincón. Lo único difícil era el comienzo: llegar hasta la puerta de la sacristía y abrirla. Y ni aun abrirla: bastaba con hacer girar la manilla, pues la hoja se iba sola hasta atrás, por el propio peso de su vejez chirriante.
Dio un paso, dos. Se preguntaba si sería capaz de mantenerse firme o si su valor se quebraría al final, cuando se encontrara ante el Negro y su revólver o su puñal o su hacha, o lo que fuera a emplear para asesinarlo.
Bruscamente:
quizá después de todo no vigilen la entrada y quiera darme una oportunidad de escapar a mí al sacerdote sí a lo mejor es eso
Pero ya era tarde para retroceder: había puesto la mano sobre el picaporte, y la puerta comenzaba a abrirse lentamente.