miércoles, 13 de julio de 2011

La Eneida

PRIMER LIBRO DE LA ENEIDA
Yo aquel que en otro tiempo modulé cantares al son de la
leve avena, y dejando luego las selvas, obligué a los vecinos
campos a que obedeciesen al labrador, aunque avariento,
obra grata a los agricultores, ahora canto las terribles armas
de Marte y el varón que, huyendo de las riberas de Troya por
el rigor de los hados, pisó el primero la Italia y las costas
Lavinias. Largo tiempo anduvo errante por tierra y por mar,
arrastrado a impulso de los dioses, por el furor de la rencorosa
Juno. Mucho padeció en la guerra antes de que lograse
edificar la gran ciudad y llevar a sus dioses al Lacio, de donde
vienen el linaje latino y los senadores Albanos, y las murallas
de la soberbia Roma.
Musa, recuérdame por qué causas, dime por cuál numen
agraviado, por cuál ofensa, la reina de los dioses impulsó a
un varón insigne por su piedad a arrostrar tantas aventuras, a
pasar tantos afanes. ¡Tan grandes iras caben en los celestes
pechos!
Hubo una ciudad antigua, Cartago, poblada por colonos
tirios, en frente y a gran distancia de Italia y de las bocas del
Tiber, opulenta y bravísima en el arte de la guerra. Es fama
que Juno la habitaba con preferencia a todas las demás ciudades,
y aun a la misma Samos; allí tenía sus armas y su carro,
y ya de antiguo revolvía en su mente el propósito y la
esperanza de que llegase a ser señora de todas las gentes, si
lo consintiesen los hados; pero había oído que del linaje de
los Troyanos procedería una raza que, andando el tiempo,
había de derribar las fortalezas tirias, y que de ella nacería un
pueblo dominador del mundo, soberbio en la guerra y destinado
a exterminar la Libia; así lo tenían hilado las Parcas.
Temerosa de esto, y recordando la hija de Saturno aquella
antigua guerra que ella la primera suscitó a Troya por sus
amados Griegos, tenía también presentes en su ánimo las
causas de su enojo y sus crudos resentimientos. Vivos perseveraban
en su alta mente el juicio de Paris y el desprecio
hecho a su hermosura, y su odio al linaje troyano y las honras
tributadas al arrebatado Ganimides. Exasperada por estos
recuerdos, apartaba a gran trecho del Lacio, haciéndolos
juguete de las olas, a los Troyanos, reliquias de los Griegos y
del cruel Aquiles; y así, a impulso de los hados, andaban,
hacía muchos años, errantes por todos los mares. ¡Tan ardua
empresa era fundar el linaje Romano!
Apenas perdidas ya de vista las costas de Sicilia, bogaban
alegres los Troyanos por la alta mar, cortando las salobres
espumas con la acerada proa, cuando Juno, viva en lo hondo
de su pecho la eterna herida, exclamó, hablando consigo
misma: “¿ Habré de desistir, vencida de lo comenzado, y no
podré apartar de Italia al Rey de los Teucros? Los hados me
lo impiden; mas ¿no pudo Palas incendiar la armada de los
Griegos y anegarlos a todos en el Ponto por sólo la culpa y
los furores de Ayax, hijo de Oileo? Ella misma, arrojando
desde las nubes el rápido fuego de Júpiter, desbarató las naves
y revolvió los mares con los vientos, y arrebatándole
expirante en un torbellino, traspasado el pecho y arrojando
llamas, le estrelló en un agudo peñasco. ¡Y yo, reina de los
dioses y hermana y esposa de Júpiter, sostengo guerra por
tantos años contra una sola nación! ¿Quién, después de esto,
adorará al numen de Juno, o suplicante llevará ofrendas a sus
altares?”
Revolviendo consigo misma la diosa tales pensamientos
en su acalorada fantasía, partióse a la Eolia, patria de las
tempestades, lugares henchidos de furiosos vendavales; allí el
rey Eolo en su espaciosa cueva rige los revoltosos vientos y
las sonoras tempestades, y los subyuga con cárcel y cadenas;
ellos, indignados, braman, con gran murmullo del monte,
alrededor de su prisión. Sentado está Eolo en su excelso
alcázar, empuñado el cetro, amasando sus bríos y templando
sus iras, porque si tal no hiciese, arrebatarían rápidos consigo
mares y tierras y el alto firmamento, y los barrerían por los
espacios; de lo cual, temeroso el Padre omnipotente, los
encerró en negras cavernas, y les puso encima la mole de
altos montes, y les dio un rey que, obediente a sus mandatos,
supiese con recta mano tirarles y aflojarles las riendas. Dirigióse
a él entonces suplicante Juno con estas razones:
“¡Oh, Eolo, a quien el padre de los dioses y rey de los
hombres concedió sosegar las olas y revolverlas con los
vientos! Una raza enemiga mía navega por el mar Tirreno,
llevando a Italia su Ilión y sus vencidos penates. Infunde
vigor a los vientos y sumerge sus destrozadas naves, o dispérsala
y esparce sus cuerpos por el mar. Tengo catorce
hermosísimas ninfas, de las cuales te daré en estable himeneo
y te destinaré para esposa a la más gallarda de todas, Deyopea,
a fin de que, en recompensa de tales favores, more perpetuamente
contigo y te haga padre de hermosa prole.”
Eolo respondió: “A ti corresponde ¡oh Reina! Ver lo que
deseas; a mi tan sólo obedecer tus mandatos. Por ti me es
dado este mi reino, tal cual es; por ti el cetro y el favor de
Jove; tú me otorgas sentarme a la mesa de los dioses y me
haces árbitro de las lluvias y de las tempestades.”
Apenas hubo pronunciado estas palabras, empujó a un
lado con la punta de su cetro un hueco monte, y los vientos,
como en escuadrón cerrado, se precipitan por la puerta que
les ofrece, y levantan con sus remolinos nubes de polvo.
Cerraron de tropel con el mar, y lo revolvieron hasta sus más
hondos abismos el Euro, el Noto y el Abrego, preñado de
tempestades, arrastrando a las costas enormes oleadas. SiV
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guiese a esto el clamoreo de los hombres y el rechinar de las
jarcias. De pronto las nubes roban el cielo y la luz a la vista
de los Teucros; negra noche cubre el mar. Truenan los polos
y resplandece el éter con frecuentes relámpagos; todo amenaza
a los navegantes con una muerte segura. Afloja entonces
de repente el frío los miembros de Eneas; gime, y
tendiendo a los astros ambas palmas, prorrumpe en estos
clamores: “¡Oh, tres y cuatro veces venturosos, aquellos a
quienes cupo en suerte morir a la vista de sus padres bajo las
altas murallas de Troya! ¡Oh, hijo de Tideo, el más fuerte del
linaje de los Dánaos! ¿No me valiera más haber sucumbido
en los campos de Ilión, y entregado esta alma al golpe de tu
diestra, allí donde Héctor yace traspasado por la lanza de
Aquiles, donde yace también el corpulento Sarpedonte, donde
arrastra el Simois bajo sus ondas tantos escudos arrebatados
y tantos yelmos y tantos fuertes cuerpos de guerreros?”
Mientras así exclamaba, la tempestad, rechinante con el
vendaval, embiste la vela y levanta las olas hasta el firmamento.
Pártense los remos, vuélvese con esto la proa y ofrece
el costado al empuje de las olas; un escarpado monte de
agua se desploma de pronto sobre el bajel. Unos quedan
suspendidos en la cima de las olas, que, abriéndose, les descubren
el fondo del mar, cuyas arenas arden en furioso remolino.
A tres naves impele el noto contra unos escollos
ocultos debajo de las aguas, y que forman como una inmensa
espalda en la superficie del mar, a que llaman Aras los Italos;
a otras tres arrastra el euro desde la alta mar a los estrechos y
las sirtes del fondo, ¡miserando espectáculo! Y las encalla
entre bajíos y las rodea con un banco de arena. A la vista de
Eneas, una enorme oleada se desploma en la popa de la nave
que llevaba los Licios y al fiel Oronte; ábrese, y el piloto cae
de cabeza en el mar; tres veces las olas voltean la nave, girando
en su derredor; hasta que al fin se la traga un rápido
torbellino. Vénse algunos pocos nadando por el inmenso
piélago, armas de guerreros, tablones y preseas troyanas.
Ceden ya al temporal, vencidas, la pujante nao de Ilioneo, la
del fuerte Acates y las que montan Abante y el anciano Aletes;
todas reciben al enemigo mar por las flojas junturas de
sus costados, y se rajan por todas partes.
Entre tanto Neptuno advierte que anda revuelto el mar
con gran murmullo, ve la tempestad desatada y las aguas que
rebotan desde los más hondos abismos, con lo que, gravemente
conmovido y mirando a lo alto, sacó la serena cabeza
por cima de las olas, y contempló la armada de Eneas esparcida
por todo el mar, y a los Troyanos acosados de la tempestad
y por el estrago del cielo. No se ocultaron al hermano
de Juno los engaños y las iras de ésta, y llamando a sí al Euro
y al Céfiro, les habla de esta manera: “¿Tal soberbia os infunde
vuestro linaje? ¿Ya ¡oh vientos! osáis, sin contar con
mi numen, mezclar el cielo con la tierra y levantar tamañas
moles? Yo os juro... Mas antes importa sosegar las alborotadas
olas; luego me pagaréis el desacato con sin igual castigo.
Huíd de aquí, y decid a vuestro rey que no a él, sino a mí, dio
la suerte el imperio del mar y el fiero tridente. El domina en
sus ásperos riscos, morada tuya, ¡oh, Euro! Blasone Eolo en
aquella mansión como señor, y reine en la cerrada cárcel de
los vientos”. Dice, y aun antes de concluir, aplaca las hinchadas
olas, ahuyenta las apiñadas nubes y descubre de nuevo
el sol; Cimotoe y Tritón desencallan las naves de entre los
agudos escollo; el mismo dios las levanta con su tridente y
descubre los grandes bajíos, y sosiega la mar, y con las ligeras
ruedas de su carro se desliza por la superficie de las olas.
Como muchas veces sucede en un gran pueblo cuando estalla
una sedición y embravece el ánimo del grosero vulgo,
vuelan las teas y las piedras, y el furor improvisa armas, que
si por ventura sobreviene un varón grave por su virtud y
méritos, todos callan y le escuchan atentos, y él con sus palabras
compone las voluntades y amansa las iras; tal calló
todo el estruendo de las olas, apenas el padre Neptuno, tendiendo
a lo lejos la vista sobre el mar bajo un cielo ya sereno,
da la vuelta a sus caballos y les larga las riendas, volando en
su propicio carro.
Procuran los cansados compañeros de Eneas enderezar
el rumbo a las costas más cercanas, y vuelven a las playas de
la Libia. Hay en ellas una oculta y profunda bahía, en que se
abre un puerto, formado por las opuestas laderas de una isla,
en las cuales se rompen las olas que vienen de la alta mar y
van a dividirse en reducidos senos. Aquí y allí vastas rocas y
dos escollos gemelos amenazan el cielo; debajo de ellos, y a
gran distancia, entorno yace la mar callada. Más allá se descubren
selvas de espléndida verdura, y entre ellas un negro
bosque, cubierto de pavorosa sombra. Abrese a la parte
opuesta una caverna, formada de pendientes riscos, en que
hay aguas dulces y asientos en la peña viva: aquella es la morada
de las Ninfas. Allí las cansadas naves no han menester
cadenas que la amarren, ni las sujeta el ancla con su corvo
diente. En ella penetra Eneas con siete naos que ha recogido
de la escuadra toda, y arrastrados por el grande afán de tocar
tierra, saltan los Troyanos a la ansiada arena y tienden en la
playa sus miembros, entumecidos por las salobres aguas.
Acates hace brotar el primero chispas de un pedernal, recoge
el fuego en un montón de hojas, y poniéndole alrededor
áridos pábulos, levanta una gran llamarada; entonces los
fatigados náufragos sacan de las naves el trigo mareado y los
instrumentos de Ceres, y se aprestan a tostar en la llama y a
moler con piedras los granos salvados de la tempestad.
Sube entre tanto Eneas a lo alto de una peña, y tiende a
lo lejos sus miradas sobre el mar, por si logra ver a Ateneo,
trabajado por los vientos, las birremes frigias, a Capis o las
armas de Caico en las enhiestas popas. Ningún bajel se divisaba;
errantes por las playas vio tres ciervos, a los que sigue
toda la manada, que en largo tropel va pastando por los valles.
Párase y empuña el arco y las veloces flechas, armas que
llevaba el fiel Acates, y derriba primero a los guiones de cabeza
erguida con sus ramosas cornamentas; luego acomete a
los demás, y disparándoles sus saetas, revuelve toda la turba
por los frondosos bosques, y no cesa hasta que, vencedor,
postra en tierra siete corpulentos ciervos, número igual al de
sus naves; con esto se encamina al puerto y reparte la caza
con sus compañeros, entre los cuales distribuye además los
vinos con que el generoso héroe Acestes cargó las bodegas
de sus barcos al despedirlos en las playas de Sicilia. Al mismo
tiempo procura con sus palabras consolar aquellos ánimos
afligidos:
“¡Oh, compañeros! Les dice, ¡oh, vosotros, que habéis
pasado conmigo tan grandes trabajos! Un dios pondrá término
también a los que pasamos ahora. Habéis arrostrado la
rabia de Escila y sus escollos, que resuenan profundamente;
habéis probado también las rocas de los Cíclopes; recobrad
el ánimo y deponed el triste miedo; acaso algún día nos será
grato recordar estas cosas. Corriendo varias fortunas, atravesando
los mayores peligros, nos encaminamos al Lacio, donde
los hados nos prometen sosegado asiento; allí deben
resucitar los reinos de Troya. Armaos de valor y conservaos
para la próspera fortuna.”
Dice, y aunque oprimido con grandes cuidados, simula
en su rostro la esperanza y encierra en el pecho un profundo
dolor. Echanse ellos, en tanto, sobre la caza y preparan el
festín; desuellan las reses y les sacan las entrañas; unos las
trinchan en tasajos y las espetan palpitantes en los asadores;
otros disponen calderas en la playa y atizan la lumbre. Recobran
las fuerzas con el alimento, y tendidos sobre la yerba, se
hartan de vino añejo y de la suculenta carne de los venados;
luego que han saciado el hambre y quitado las mesas, recuerdan
en largas pláticas a sus perdidos amigos, y dudosos entre
la esperanza y el temor, ora los juzgan vivos, ora se imaginan
que, después de pasar los últimos trabajos, no pueden ya oir
a quien los llama. Sobre todo, el piadoso Eneas lamenta entre
sí la desastrosa suerte del fogoso Oronte, la de Amico, el
destino cruel de Lico, y al fuerte Gias y al fuerte Cloanto.
Ya era acabado el día cuando Júpiter, mirando desde lo
más alto del firmamento el mar cruzado de rápidas velas, y
las dilatadas tierras, y las playas, y los remotos pueblos, se
paró en la cumbre del Olimpo y clavó sus ojos en los reinos
de la Libia. Mientras tales cuidados revolvía en su mente,
Venus, en extremo triste y, arrasados los ojos de lágrimas, le
habló de esta manera: “¡Oh, tú, que riges los destinos de los
hombres y de los dioses con eterno imperio y los aterras con
tu rayo! ¿En qué pudo mi Eneas, en qué pudieron ofenderte
tanto los Troyanos, para que así, después de pasar tantos
trabajos, se les cierre el paso a Italia por todo el orbe? Me
habías prometido que de ellos, andando los años, saldrían los
Romanos, guías del mundo, descendencia de la sangre de
Teucro, los cuales dominarían el mar y la tierra con soberano
imperio. ¿Qué te ha hecho ¡oh, Padre! mudar de resolución?
Con esto, en verdad, me consolaba yo de la caída de Troya y
de su triste ruina, compensando los hados adversos con los
prósperos. Ahora la misma suerte contraria persigue a unos
hombres trabajados ya por tantas aventuras. ¿Qué término
das ¡oh, Gran Rey! a sus desgracias? Antenor pudo, escapándose
de en medio de los Griegos, penetrar en los golfos de la
Iliria, y llegar con seguridad al corazón del país de los Liburnos
y a la fuente del Timavo, de donde, precipitándose por
nueve bocas, de lo alto de un monte, con gran murmullo, va
al mar y oprime los campos con resonantes ondas. Allí,
además, edificó la ciudad de Padua y las moradas de los Teucros,
y dio nombre a su gente, y fijó las armas de Troya; ahora,
sosegado, descansa en plácida paz. Y nosotros, progenie
tuya; nosotros, a quienes concedes morar en los alcázares del
cielo, perdemos nuestras naves ¡oh dolor! Por la ira de una
sola diosa, y nos vemos constantemente alejados de las costas
italianas. ¿Este es premio de nuestra piedad? ¿Así nos
repones en nuestro señorío?”
Besó a su hija el padre de los hombres y de los dioses,
sonriéndose con aquel apacible semblante con que serena el
cielo y las tempestades, y enseguida le habló así: “Depón el
miedo, ¡oh Citerea! ; inmotos perseveran para ti los hados de
los tuyos. Verás la ciudad y las murallas prometidas de Lavino,
y levantarás hasta las estrellas del cielo al magnánimo
Eneas; no he cambiado de resolución. Mas, pues te aqueja
este cuidado, voy a descubrirte, tomándolos desde muy atrás,
los arcanos del porvenir. Tu Eneas sostendrá en Italia grandes
guerras, y domará pueblos feroces, y les dará leyes y murallas;
tres veranos pasarán y tres inviernos antes de que
reine en el Lacio y logre sojuzgar a los Rútulos. Y el niño
Ascanio, que ahora lleva el sobrenombre de Iulo (Ilo se llamaba
mientras existió el reino de Ilión); llenará con su imperio
treinta años largos, un mes tras otro, y trasladará la
capital de su reino de Lavino a Alba-Longa, que guarnecerá
con gran fuerza. Allí reinará por espacio de trescientos años
el linaje de Héctor, hasta que la reina sacerdotisa Ilia, fecundada
por el dios Marte, pariere de un parto dos hijos. Luego
Rómulo, engalanado con la roja piel de la loba, su nodriza,
dominará a aquella gente y levantará las murallas de la ciudad
de Marte, y dará su nombre a los Romanos. No pongo a las
conquistas de este pueblo límite ni plazo; desde el principio
de las cosas les concedí un imperio sin fin. La misma áspera
Juno, que ahora revuelve con espanto el mar, la tierra y el
firmamento, vendrá a mejor consejo y favorecerá conmigo a
los Romanos, señores del mundo, a la nación togada. Pláceme
así. Llegará una edad, andando los lustros, en que la casa
de Asaraco subyugará a Ftias y a la ilustre Micenas, y dominará
a la vencida Argos. Troyano de esta noble generación,
nacerá César Julio, nombre derivado del gran Iulo, y llevará
su imperio hasta el Océano y su fama hasta las estrellas. Tú,
segura, le recibirás algún día en el Olimpo, cargado con los
despojos del Oriente, y los hombres le invocarán con votos;
entonces también, suspensas las guerras, se amansarán los
ásperos siglos. La cándida Fe, y Vesta y Quirino, con su
hermano Remo, dictarán leyes; las terribles puertas del tem
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plo de la guerra se cerrarán con hierro y apretadas trabes;
dentro el impío Furor, sentado sobre sus crueles armas, y
atadas las manos detrás de la espalda con cien cadenas, bramará,
espantoso con sangrienta boca.”
Dice, y desde la altura envía al hijo de Maya a fin de que
las tierras y los nuevos alcázares de Cartago se abran como
asilo para los Teucros; no fuese que, ignorante Dido de lo
dispuesto por los hados, los rechazase de sus confines. Tiende
el mensajero su vuelo por el inmenso éter, batiendo las
alas, y pronto se paró en las playas de la Libia, cumpliendo al
punto su mandado; los Penos, porque lo quiere el dios, deponen
su fiero natural, y la Reina principalmente se apresta a
recibir con benevolencia suma a los Teucros.
Entre tanto el piadoso Eneas, revolviendo mil cuidados
en su cabeza toda la noche, apenas empezó a despuntar la
vivificadora luz del día, determinó salir a reconocer por sí
mismo aquellos sitios desconocidos, y saber a qué playas le
han impelido los vientos; si las habitan (pues las ve incultas)
hombres o fieras, y llevar a sus compañeros cabal noticia de
todo. Oculta sus naves en un hueco de los bosques, debajo
de una socavada peña, cercada de árboles y opacas sombras,
y sale acompañado solamente de Acates, blandiendo en su
mano dos jabalinas con grandes puntas de hierro. En medio
de la selva le sale al encuentro su madre, disfrazada con rostro,
traje y armas de virgen espartana, o semejante a Harpalice
de Tracia cuando fatiga sus caballos y vence en la carrera
al rápido Euro, pues llevaba pendiente de los hombros, a
modo de cazadora, el certero arco y daba al viento la suelta
cabellera, desnuda la rodilla y prendida con un broche la
flotante túnica. “Hola, mancebos, les dice, hablándoles la
primera, ¿habéis visto aquí por acaso errante alguna de mis
hermanas, ceñidas la aljaba y la piel de manchado lince, o
acosando con sus gritos la carrera de espumante jabalí?”
Dijo Venus, a lo que respondió su hijo: “A ninguna de
tus hermanas he oído ni visto, ¡oh virgen! Que no sé cuál
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nombre darte, pues ni tu rostro es de mortal, ni parece humana
tu voz; ¡oh diosa seguramente! ¿Eres acaso la hermana
de Febo o del linaje de las Ninfas? Quienquiera que seas,
sénos propicia, alivia nuestro grave afán y dinos bajo qué
cielo por fin, a qué playas del mundo nos ha arrojado la
suerte. Ignorantes del sitio en que estamos y de los pueblos
que la habitan, vagamos perdidos, arrastrados aquí por el
viento y las inmensas olas; dinos dónde nos hallamos, y
nuestra mano, agradecida, ofrecerá en tus altares numerosos
sacrificios.”
Venus contestó: “A la verdad no soy digna de tales honores;
uso es de las doncellas tirias ceñir aljaba y calzar altos
borceguíes de púrpura. Viendo estás los púnicos dominios,
los Tirios y la ciudad de Agenor; éstos son los lindes africanos,
poblados por una raza muy belicosa. Rige este imperio
la reina Dido, que abandonó su ciudad de Tiro, huyendo de
su hermano; larga es la historia de estas disensiones, muchos
sus accidentes, pero sólo recordaré los puntos principales.
Era Dido esposa de Siqueo, el más rico señor de tierras entre
los Fenicios, y a quien profesaba la infeliz grande amor; virgen
se la había dado su padre al unirla con él bajo felices
auspicios; pero, como reinase en Tiro su hermano Pigmalión,
el más perverso de los hombres, suscitóse entre ellos un
odio terrible, y el impío Pigmalión, ciego con el amor del
oro, asesinó al desprevenido Siqueo delante de los altares,
despreciando el dolor de su amante hermana. Por largo
tiempo tuvo encubierto el crimen, e inventando mil pretextos,
burló con vanas esperanzas a la triste esposa; mas vio
ésta en sueños la imagen de su marido insepulto, el cual,
levantando la faz maravillosamente pálida, le descubrió su
pecho traspasado por el hierro al pie del ara, y le reveló todo
el oculto crimen de su familia. Persuádela enseguida a acelerar
la fuga y abandonar su patria, y para auxilio del viaje le
descubre antiguos tesoros que tenía enterrados, en cantidad
inmensa de plata y oro. Agitada con esto Dido, preparaba su
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fuga y reunía los que habían de acompañarla, señalados entre
los que más detestaban o temían al tirano; apodéranse de
unas naves que por dicha estaban aparejadas, y las cargan de
oro; las riquezas del avaro Pigmalión van por el mar, y una
mujer capitanea la empresa. Llegaron los fugitivos a estos
sitios, donde ahora ves las altas murallas y el alcázar, ya comenzado
a levantar, de la nueva Cartago, y compraron una
porción de terreno, tal que pudiera toda ella cercarse con la
piel de un toro, de donde le vino el nombre de Birsa. Pero
vosotros, decidme, ¿quiénes sois, de qué playas venís, a dónde
enderezáis el camino? El, suspirando arrancando la voz
de lo más hondo del pecho, respondió a estas preguntas:
“¡Oh diosa! Se he de referiros nuestras desgracias desde
su origen, y tenéis vagar para oír los anales de nuestros trabajos,
antes de que concluya, véspero sepultará la luz del día
en el cerrado cielo. Después de andar errantes por diversos
mares, un capricho de la tempestad nos ha arrojado a las
costas africanas desde la antigua Troya (si por dicha el nombre
de Troya ha llegado a vuestros oídos). Yo soy el piadoso
Eneas, cuya fama llega al cielo; traigo conmigo en mis naves
los patrios penates, arrebatados del furor de los enemigos, y
voy buscando mi patria, Italia, y el linaje del supremo Júpiter,
de quien desciendo. Con veinte bajeles di la vela en el mar
frigio, y mostrándome el camino la diosa Venus, mi madre,
seguí la suerte que me estaba deparada; hoy apenas me quedan
siete naves maltratadas del euro y de las olas; yo mismo,
desconocido, menesteroso, ando perdido por los desiertos
de Africa, repelido de Europa y Asia”. No pudo Venus oír
más tiempo a su doliente hijo, y le interrumpió en estos términos,
en medio de su dolor:
“Quienquiera que seas, ¡oh tú! Que acabas de llegar a la
ciudad tiria, no creo que vivas aborrecido de los dioses. Prosigue
tu camino y ve desde aquí a los dinteles de la reina Dido,
porque te anuncio que recobrarás tus compañeros y tu
armada dispersa, que han llevado a puerto seguro los vientos
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ya mudados, a menos de que mis padres me enseñasen en
vano la ciencia de los agüeros. Mira esos doce alegres cisnes,
cuya aérea bandada perseguía en el sereno cielo el ave de
Júpiter, desprendida de la altura; mira cómo ahora, o andan
por la tierra en larga hilera, o parece que eligen sitio donde
posarse, y ya reunidos, baten las sonoras alas y forman círculos
en el aire y sueltan el canto; no de otra suerte tus naves
y la flor de tus guerreros o están ya en el puerto o entran en
él a toda vela. Ve, pues, y dirige el paso adonde conduce ese
camino.”
Dijo, y volviendo el rosado cuello, resplandeció como
una estrella, y sus cabellos esparcieron un divino olor de
ambrosía; soltó el ropaje hasta los pies, y se reveló en su
porte que verdaderamente era una diosa. Eneas, en cuanto
conoció a su madre, la siguió en su fuga, con estos clamores:
“¿Por qué tú también, cruel, alucinas tantas veces a tu hijo
con imágenes engañosas? ¿Por qué no me es dado juntar mi
diestra con la tuya, y oir tu voz y hablar contigo sin falaces
apariencias?” Mientras con tales razones acusa a su madre,
va, seguido de Acates, andando hacia la ciudad; mas a ambos
los rodea Venus de un obscuro ambiente, extendiendo en
torno una densa capa de niebla, con que nadie pudiese verlos,
ni tocarlos, ni detenerlos, ni preguntarles las causas de su
venida. Ella, por los aires, se dirige a Pafos y torna alegre a
ver su morada, donde tiene un templo, en que humean cien
altares con el incienso sabeo y embalsaman el aire guirnaldas
de flores recién cortadas.
Prosiguen ellos en tanto su camino por la senda indicada,
y suben el collado que domina la ciudad por cima de todos
los demás, y desde cuya altura se ven de frente fortificaciones.
Maravíllase Eneas de ver aquellas grandes moles, chozas
de pastores en otro tiempo; admira las puertas y el bullicio
de tanta gente y la disposición de las calles. Con ardor sumo
trabajan los Tirios, unos en levantar las murallas, en construir
la ciudadela y en arrastrar a brazo grandes piedras; otros
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eligen solar para labrarse casa y acotarla con una zanja; éstos
atienden a la elección de jueces y magistrados y del venerado
senado. Unos aquí cavan un puerto, otros allí disponen los
hondos cimientos de los teatros y arrancan de las canteras
enormes columnas, alto ornamento de los futuros espectáculos.
Tal en la primavera ejercitan las abejas su trabajo al sol
por los floridos campos, cuando sacan los enjambres ya crecidos,
o cuando labran la líquida miel, o llenan sus celdillas
con el dulce néctar, o reciben las cargas de las que llegan, o
en batallón cerrado embisten a la indolente turba de los zánganos
y los ahuyentan de las colmenas. Hierve la faena; la
fragante miel esparce un fuerte olor de tomillo. “¡Oh, afortunados
aquéllos, cuyas murallas se están ya levantando!”
exclama Eneas, y contempla las cimas de la ciudad naciente;
luego se entra por medio, encubierto con la niebla, y se mezcla
entre la multitud (¡oh maravilla!) sin que ninguno le vea.
Hubo en medio de la ciudad un bosque de muy apacible
sombra, que fue el sitio en que los Penos, después de sus
grandes trabajos por las olas y los temporales, hallaron una
primera señal que les mostrara la regia Juno, y era la cabeza
de un fuerte caballo, para indicar que aquella nación había de
ser en todo tiempo ilustre en la guerra y rica de mantenimientos.
Allí la sidonia Dido hacía labrar un gran templo,
consagrado a Juno, riquísimo con sus dones y con la presencia
de la diosa. Ya se levantaban en las gradas los dinteles de
bronce y las vigas ensambladas con el mismo metal; los quicios
rechinaban con las puertas de hierro. En este bosque
fue donde por primera vez se le ofreció un objeto que mitigó
sus temores; allí fue donde por primera vez se atrevió Eneas
a esperar alivio a sus males y a confiar en mejor suerte, porque
mientras, aguardando a la Reina, lo examina todo cosa
por cosa en el gran templo; mientras admira la rara fortuna
de aquella ciudad y el primor de las obras y la habilidad de
los artífices, ve representadas por su orden las batallas troyanas
y toda aquella gran guerra que la fama ha divulgado ya
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por todo el orbe. Ve al hijo de Atreo y a Príamo, y a Aquiles,
terrible para ambos. Paróse, y llenos de lágrimas en los ojos,
“¿Cuál lugar, exclama, ¡oh Acates! Qué región hay ya en la
tierra adonde no haya llegado la fama de nuestras desventuras?
Ve ahí a Príamo; también aquí reciben su recompensa
las virtudes; aquí hay lágrimas para las desgracias y compasión
para los grandes desastres. Depón el temor; esta celebridad
te servirá de algún consuelo.” Dice y, apacienta su
ánimo con la vista de aquellas vanas pinturas, sollozando
amargamente y vertiendo largo raudal de llanto. Veía aquí a
los Griegos huyendo alrededor de las murallas de Pérgamo,
acosados por la juventud troyana; allí huían los Troyanos, a
quienes estrechaba desde su carro el penachudo Aquiles. No
lejos de allí reconoció con lágrimas las tiendas de Reso con
sus blancos pabellones, que sorprendidas traidoramente durante
el primer sueño, el sangriento hijo de Tideo asolaba
con espantosa carnicería, llevándose luego a sus reales los
fogosos caballos del infeliz vencido, antes de que hubiesen
gustado los pastos de Troya y bebido las aguas del Xanto.
En otra parte ve a Troilo, que huye, perdidas las armas;
mancebo infeliz, empeñado con Aquiles en desigual pelea;
arrástranle sus caballos tendido boca arriba en su carro vacío,
llevando todavía, sin embargo, las riendas en la mano, barriendo
van el suelo su cuello y su cabellera, y vuelta la punta
de la lanza va trazando un surco en el polvo. Entretanto las
Troyanas desgreñadas iban al templo de la airada Palas, y
tristemente suplicantes, le llevaban en ofrenda una rica vestidura
y se golpeaban los pechos con las manos; la diosa,
vuelta la cabeza, clavaba los ojos en el suelo. Tres veces
Aquiles había arrastrado a Héctor alrededor de los muros de
Troya, y vendía por oro el exánime cuerpo. Entonces Eneas
exhala un gran gemido de lo hondo del pecho, al ver los
despojos, el carro y hasta el cuerpo mismo de su amigo, y a
Príamo tendiendo sus manos inermes. También se reconoció
a sí propio mezclado entre los príncipes aquivos, y reconoció
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las falanges orientales y las armas del negro Memnón. La
fogosa Pentesilea conduce las huestes de las Amazonas, con
sus broqueles en forma de media luna, y brilla por su ardor
en medio de la muchedumbre, atando el dorado ceñidor bajo
el descubierto pecho, y guerrera virgen, osa competir en
denuedo con los hombres.
Mientras admira estas cosas el dardanio Eneas, y pasmado,
no acierta a apartar sus ojos de ninguna de ellas, llega al
templo la reina Dido, hermosísima y rodeada de una numerosa
comitiva de mancebos. Cual Diana, cuando en las riberas
del Eurotas o en los collados del monte Cinto ejercita los
coros de sus oreadas, que en gran tropel se agolpan en torno
suyo; lleva la diosa su aljaba pendiente del hombro, y al andar
sobresale por cima de las otras diosas: un secreto placer
conmueve el pecho de Latona; tal aparecía Dido, tal circulaba
satisfecha por en medio de los suyos, activando las obras
y la futura grandeza de su reino. Entonces, en los umbrales
de la diosa, y en medio de la bóveda del templo, rodeada de
armas, se sentó en un alto solio, desde donde dictaba sentencias
y leyes a su pueblo, y ajustaba por partes iguales o sacaba
por suerte las tareas de las obras. En esto Eneas vio de repente
llegar con grande acompañamiento de gente a Anteo, a
Sergesto, al fuerte Cloanto y a los demás Troyanos, a quienes
había dispersado la tempestad en el revuelto piélago y arrojado
a otras costas. Pasmáronse a una Eneas y Acates, suspensos
entre la alegría y el miedo; ansiaban por darles las
manos, pero lo desconocido del caso les conturbaba el ánimo.
Disimulan, y guarecidos con la niebla que los rodea,
están a la expectativa de lo que anhelan saber: qué suerte ha
cabido a sus compañeros, en qué playa han dejado sus naves,
a qué vienen, pues los que se dirigían implorando favor con
sus clamores eran gente elegida de todos los bajeles.
Luego que estuvieron dentro y se les permitió hablar delante
del pueblo, el más anciano de todos comenzó así con
sosegado continente: “¡Oh Reina! A quien Júpiter concedió
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edificar una nueva ciudad y refrenar con sus leyes a pueblos
bravíos, los míseros Troyanos, trabajados por los vientos en
todos los mares, te dirigimos nuestras súplicas. No permitas
que infandos incendios abrasen nuestras naves; perdona a
una generación piadosa y mira propicia nuestra suerte. No
venimos a asolar con el hierro los líbicos hogares, o a llevarnos
a la costa las robadas presas; no hay fuerza para tanto en
nuestro ánimo, ni cabe tanta soberbia en los vencidos. Hay
una región que los Griegos denominan Hesperia, tierra antigua,
poderosa por sus armas y por la fertilidad de sus frutos,
poblada un día por los Enotrios; mas hoy es fama que los
descendientes de éstos la llaman Italia, nombre tomado del
de su caudillo. A ella enderezábamos el rumbo, cuando el
borrascoso Orión, levantándose con súbito remolino, nos
estrelló en ocultos bajíos y nos dispersó enteramente por en
medio de las ondas y de inaccesibles riscos, a impulso de los
tenaces vientos, cubriendo nuestras naves el mar. Unos pocos
hemos podido llegar aquí a vuestras playas. Pero ¿Qué
linaje de hombres es éste, cuál es esta bárbara nación, que
tolera tales costumbres? ¡Se nos veda refugiarnos en la costa!
¡Nos mueven guerra, y no nos permiten tomar la primera
tierra que vemos! Si menospreciáis a los hombres y las armas
mortales, pensad a lo menos en los dioses, atentos a lo justo
y a lo injusto. Teníamos por rey a Eneas, el más justiciero, el
más piadoso, el más grande de los hombres en la guerra, y el
más valeroso; si los hados nos le conservan, si aun respira el
aura vital, y no ha bajado todavía a las crueles tinieblas, no
temas, que no te pesará de haberte adelantado a favorecernos.
Todavía contamos con la ciudad de Sicilia y con sus
armas y con el ilustre Acestes, descendiente de la sangre troyana.
Permítenos sacar a tierra nuestra armada, quebrantada
por los vientos, y repararla con maderas de tus bosques y
surtirla de remos, si nos es dado proseguir nuestro viaje a
Italia con nuestros compañeros, después de haber recobrado
nuestro rey, para que alegres caminemos a aquella tierra y al
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Lacio. Pero si se nos niega toda salvación, y te tiene en su
seno el mar de Africa, ¡Oh padre excelente de los Teucros! Y
no nos queda ni aun la esperanza de recobrar a Iulo, concédenos
a lo menos volver a los estrechos de Sicilia y a las moradas
que nos están dispuestas, de donde hemos sido
arrojados acá; concédenos volver a la corte del buen Acestes”.
Esto dijo Ilioneo ente los sordos murmullos que a la
par se alzaban entre todos los Troyanos.
Entonces Dido, inclinada la cabeza, respondió en breves
palabras: “Deponed el temor, ¡oh Teucros!, desechad los
cuidados. La dura ley de la necesidad, en los principios de un
reinado, me precisa a estas cosas y a mirar mucho por la
seguridad de mis confines. ¿Quién no tiene noticia del linaje
de Eneas y de los suyos? ¿Quién no ha oído hablar de la
ciudad de Troya, y de sus proezas, y de sus héroes, y de los
desastres de tan terrible guerra? No somos los Penos tan
rudos como imagináis, ni unce el sol sus caballos tan apartado
de la ciudad tiria. Ya os encaminéis a la grande Hesperia y
a los campos de Saturno, ya a los confines del monte Erix,
donde reina Acestes, yo os despacharé seguros con mis auxilios
y os ayudaré con mis riquezas. ¿Queréis quedaros conmigo
en estos reinos? Vuestra es esta ciudad que estoy
edificando; sacad a tierra vuestras naves; sin diferencia alguna
gobernaré a los Troyanos y a los Tirios. Y ¡ojalá que
vuestro mismo rey Eneas, impelido por el viento que os ha
traído a vosotros, estuviese también aquí! Ciertamente enviaré
exploradores por las costas y mandaré registrar los términos
del Africa, por si vaga perdido en las selvas o en los
pueblos.”
Reanimados con estas palabras el fuerte Acates y el padre
Eneas, ansiaban ya hacía tiempo por romper la nube que los
rodeaba. Acates, el primero, dice a Eneas: “Hijo de una diosa,
¿qué te parece de esto? Todo lo ves ya en seguridad; ya
has recobrado tu armada y tus compañeros. Uno sólo falta, a
quien nosotros vimos con nuestros propios ojos sumergido
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en las olas; todo lo demás se ajusta puntualmente con lo que
dijo tu madre” Apenas pronunció estas palabras, cuando,
deshaciéndose de pronto, se abre la nube que los rodeaba y
se resuelve en aire puro. Apareció Eneas, resplandeciente en
medio de una viva luz, semejante en rostro y apostura a un
dios, porque su misma madre había infundido en su hermosa
cabellera y en sus ojos el resplandor purpúreo y la alegre
lozanía de la juventud; así la mano del artífice añade belleza
al marfil o engasta con amarillo oro la plata y la piedra de
Paros. Entonces habló así a la Reina, apareciéndose a todos
de improviso: “Ved aquí presente al Eneas que buscáis, libertado
de las ondas africanas. ¡Oh! Tú, la sola que te has
apiadado de los infandos desastres de Troya, y que nos das
ciudad y hogar a nosotros, reliquias de los Griegos, vencidos
ya por todo linaje de desgracias en tierra y en mar y necesitados
de todo! No es en nuestra mano ¡oh Dido! Demostrarte
la gratitud de que eres digna, ni bastaría a tanto lo que aun
queda de la gente dardania, desparramada por el ancho
mundo. Los Dioses te den digno premio, si hay númenes
que respetan a los piadosos, si hay en alguna parte justicia y
conciencia de lo recto. ¡Oh!, ¿ Qué felices siglos te dieron al
mundo? ¿Qué padres tan grandes fueron los que tal te informaron?
Mientras corran los ríos hacia el mar, mientras las
sombras cubran los huecos de los montes, mientras el polo
apaciente estrellas, siempre durarán en el mundo tu gloria, tu
nombre y tus loores en cualquier parte adonde me lleven los
hados.” Dice, y tiende la diestra mano a su amigo Ilioneo, y
la izquierda a Seresto, y luego a los demás y al fuerte Gías y
al fuerte Cloanto.
Pasmóse la sidonia Dido con la súbita aparición, no menos
que con el prodigioso caso de tan grande héroe, y exclamó:
“¿Cuál hado te persigue ¡oh hijo de Venus! por medio
de tantos peligros? ¿Qué fuerza te arroja a estas despiadadas
costas? ¿Eres tú aquel Eneas a quien la alma Venus concibió
del troyano Anquises a la margen del frigio Simois? Me
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acuerdo de que Teucro fue a Tiro, echado de los confines
patrios, en busca de un nuevo reino, con el auxilio de Belo;
entonces mi padre Belo estaba talando la ópima isla de Chipre,
y vencedor, la dominaba toda. Ya en aquella época supe
la desgracia de la ciudad troyana, y conocí tu nombre y los de
los reyes griegos; vuestro enemigo mismo ensalzaba con
grandes alabanzas a los Teucros, y se decía oriundo de la
antigua estirpe troyana. Así, pues, adelante, ¡Oh guerreros!
Entrad en nuestras moradas. También a mí una fortuna semejante
a la vuestra, después de haberme hecho juguete de
grandes trabajos, ha querido por fin darme asiento en este
suelo; conocedora de la desgracia, he aprendido a socorrer a
los desgraciados.” Dice, y conduce a Eneas a las regias mansiones,
y dispone que se hagan sacrificios en los templos de
los dioses. Al mismo tiempo envía a los compañeros de
Eneas que habían quedado en la playa, veinte toros, cien
cerdosas canales de corpulentos jabalíes y cien gruesos corderos
con sus madres, a lo que unió los dones de Baco, la
alegría de los festines. Decórase además el interior del palacio
con regio aparato, y se dispone todo para los convites en
las salas del centro, y ricas alfombras y colgaduras, labradas
con espléndida grana; mucha plata en las mesas: vense representadas
en oro cincelado las grandes hazañas de los progenitores,
larguísima serie trasmitida por tantos héroes desde el
origen de un antiguo linaje.
Eneas (a quien no dejaba sosegar un punto el amor de
padre) envía a Acates con toda prisa a las naves, a fin de que
refiera a Ascanio aquellos sucesos y le conduzca a la ciudad;
en Ascanio se cifran todos los cuidados de aquel buen padre.
Manda además traer unas preseas, salvadas de las ruinas de
Ilión: una falda recamada de figuras de oro y un manto bordado
en derredor de rojo acanto, galas de la argiva Elena,
que llevó de Micenas cuando fue a Troya tras un infando
himeneo, admirable presente de su madre Leda; además el
cetro que en otro tiempo empuñó Ilione, la mayor de las
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hijas de Príamo, un collar de perlas y una diadema de oro y
piedras preciosas. Con este objeto se encaminaba Acates
rápidamente a las naves.
Entre tanto Citerea revuelve en su pensamiento nuevos
artificios, nuevos planes; decide que Cupido, tomando la
apariencia y el rostro del dulce Ascanio, venga en lugar de él,
inflame con aquellas dádivas a la apasionada Reina, y le infunda
su fuego en las entrañas, por cuanto se recela de aquella
poco segura casa y de los falaces Tirios; la abrasa el temor
de la vengativa Juno, y toda la noche la atormenta aquel cuidado.
Estas palabras dice, pues, al alígero Amor: “¡Oh hijo,
en quien cifro mi única fuerza, mi gran poder! ¡Oh hijo, único
que desprecias los dardos del sumo padre, que debelaron
a Tifeo, a ti me acojo y suplicante invoco tu numen! Bien
sabes cómo tu hermano Eneas anda errante por todos los
mares, víctima de los odios de la inicua Juno, y muchas veces
te condoliste de mi aflicción. Ahora le tiene en su poder la
fenicia Dido y le cautiva con blandas palabras; temo que ha
de parar en mal ese hospedaje, obra de Juno; no creo que se
descuide en tan crítico trance. Medito, pues, ganarla por la
mano en sus ardides, y abrasar de amor el corazón de la Reina,
de modo que no se trueque a impulso de otra divinidad;
antes me esté sujeta por su irresistible pasión a Eneas. Para
que hagas esto, oye mi pensamiento: el regio niño, que es el
que me da mayor cuidado, se dispone a ir a la ciudad sidonia,
llamado por su amoroso padre, a llevar unas preseas salvadas
del mar y de las llamas de Troya. Sepultado en un profundo
sueño, yo me le llevaré a la alta Citeres o al bosque Idalio, y
le ocultaré en un sitio sagrado, de suerte que nadie pueda
descubrir este engaño ni oponerle obstáculo. Tú disfrázate,
por una noche no más, con la figura de Ascanio y, niño, toma
la conocida semejanza de un niño, a fin de que cuando
Dido gozosísima te reciba en su regazo y en medio de los
regios festines y de los licores de Lieo te estreche en sus brazos
y te dé dulces besos, le infundas un oculto fuego y la
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enloquezcas con tu veneno.” Obedece al punto el Amor las
palabras de su madre querida, y depuestas las alas, echa a
andar muy contento, parecido en un todo a Iulo, mientras
que Venus derrama un plácido sopor por los miembros de
Ascanio, y se lo lleva abrigado en su regazo a las profundas
selvas de Idalia, donde la suave y olorosa mejorana le brinda
un lecho lleno de flores y de apacible sombra. Ya Cupido,
obediente al mandato de su madre, caminaba contento, conducido
por Acates, llevando a los tirios los regios dones, y
llega en el momento en que la Reina tomaba asiento en áureo
lecho, cubierto de magníficos tapices, y en medio de sus
convidados, y en que Eneas y la juventud troyana llegaban
también y se recuestan en purpúreos estrados. Danles los
criados aguamanos, sacan el pan de los canastillos y tienden
manteles de fino vellón. En el interior de la sala, cincuenta
doncellas tienen a su cuidado los grandes aprestos de las
provisiones y perfuman con aromas los penates; otras ciento
e igual número de mancebos colocan los manjares en las
mesas y distribuyen las copas. Reúnense además, por los
alegres zaguanes multitud de Tirios convidados por las Reina
y se tienden en cojines de varios colores. Maravíllanse de los
regalos de Eneas, admiran la hermosura de Iulo, su rostro,
que brilla con un resplandor divino, y sus fingidas palabras,
su vestidura y su manto, bordado de rojo acanto. Principalmente
la infeliz Dido, presa del fuego que la ha de perder, no
se sacia de contemplarle, y arde mirándole, movida igualmente
por el influjo del niño y de los presentes que ha recibido.
El, después de haberse colgado al cuello de Eneas y de
haber inundado de ternura el corazón de su supuesto padre,
se dirigió a la Reina, la cual clava en él sus ojos y toda su
alma, y de cuando en cuando le aprieta a su regazo: ¡No sabe
la desgraciada Dido cuán poderoso es el dios que se sienta
en sus rodillas! Recordando el precepto de su madre Venus,
empieza el dios a borrar poco a poco la imagen de Siqueo, y
prueba a inflamar en vivo amor aquel espíritu, por tanto
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tiempo sosegado, y aquel corazón, ya desacostumbrado de
amar. Acabado el primer servicio y levantadas todas las mesas,
traen las grandes copas y las llenan de vino hasta los
bordes; empieza el estrépito y retumba la gritería por los
espaciosos atrios; las lámparas encendidas penden de los
dorados artesones, y vencen con sus luces la obscuridad de
la noche. Pidió en esto la Reina una copa muy maciza de oro
y piedras preciosas, y la llenó de vino: copa de que habían
usado Belo y todos sus descendientes; y en medio del silencio
general, "¡Oh Júpiter, exclamó (pues es fama que dictas
leyes para el ejercicio de la hospitalidad), dispón que este día
sea igualmente feliz para los Tirios y para los arrojados de
Troya, y que nuestros descendientes celebren su memoria!
Asístenos también, ¡Oh Baco, dador de la alegría! y tú, ¡Oh
bondadosa Juno! y vosotros, ¡Oh Tirios! regocijaos y favoreced
también a nuestros huéspedes!" Dijo, y derramó en la
mesa la ofrenda del vino, y la primera acercó apenas la copa
a sus labios; luego se la pasó a Bicias, provocándole a beber;
él, nada perezoso, apuró la espumante copa de oro y se bañó
en vino toda la cara; enseguida bebieron los demás magnates.
El crinado Iopas pulsa la áurea cítara, que le enseñó a
tocar el grande Atlante, y canta las mudanzas de la luna y los
eclipses del sol, el origen del linaje humano y de los brutos;
de dónde nacen el agua y el fuego, y Arturo y las lluviosas
Hiadas y las dos Osas; por qué el sol en invierno se apresura
tanto a ir a bañarse en el Océano, y por cuál causa son entonces
tan largas las noches. Prorrumpen en aplausos los
Tirios y siguen su ejemplo los Troyanos. También la desventurada
Dido pasaba la noche entretenida en varias pláticas,
y en ellas bebía raudales de amor, preguntando a Eneas
mil cosas de Príamo, mil de Héctor; qué armas llevaba el hijo
de la Aurora, por qué eran tan famosos los caballos de Diomedes,
cuán grande era el esfuerzo de Aquiles. Al fin le dijo:
"Cuéntanos, ¡Oh huésped! tomándolas desde su primer origen,
las insidias de los Griegos, las varias fortunas de los
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tuyos y tus propias aventuras, en que llevas ya siete años de
andar errante por todas las tierras y todos los mares."
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SEGUNDO LIBRO DE LA ENEIDA
Callaron todos, puestos a escuchar con profunda atención,
y enseguida el gran caudillo Eneas habló así desde su
alto lecho: "Mándasme ¡oh Reina! que renueve inefables dolores,
refiriéndote cómo los Dánaos asolaron las grandezas
troyanas y aquel miserando reino; espantosa catástrofe, que
yo presencié y en que fui gran parte. ¿Quién al narrar tales
desastres; quién, ni aun cuando fuera uno de los Mirmidones
o de los Dólopes, o soldado del duro Ulises, podría refrenar
el llanto? Y ya la húmeda noche se precipita del cielo, y las
estrellas que van declinando convidan al sueño. Mas si tanto
deseo tienes de saber nuestras tristes aventuras, y de oir brevemente
el supremo trance de Troya, aunque el ánimo se
horroriza a su solo recuerdo y retrocede espantado, empezaré.
Quebrantados por la guerra y contrariados por el destino
en tantos años ya pasados, los caudillos de los Griegos
construyen, por arte divino de Palas, un caballo tamaño como
un monte, cuyos costados forman con tablas de abeto
bien ajustadas, y haciendo correr la voz de que aquello es un
voto para obtener feliz regreso, consiguen que así se crea.
Allí, en aquellos tenebrosos senos, ocultan con gran sigilo la
flor de los guerreros, designados al efecto por la suerte, y en
un momento llenan de gente armada las hondas cavidades y
el vientre todo de la gran máquina.
"Hay a la vista de Troya una isla, llamada Ténedos, muy
afamada y rica en los tiempos en que estaban en pie los reinos
de Príamo, y que hoy no es más que una ensenada, fonV
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deadero poco seguro para las naves. Allí avanzan los Griegos
y se ocultan en la desierta playa, mientras nosotros creíamos
que habían levantado el campo y enderezado el rumbo a
Micenas: con esto, toda Troya empieza a respirar tras su
largo luto. Abrense las puertas; para todos es un placer salir
de la ciudad y ver los campamentos dóricos, los lugares ya
libres de enemigos y la abandonada playa; aquí acampaba la
hueste de los Dólopes; allí tenía sus tiendas el feroz Aquiles;
en aquel punto fondeaba la escuadra, por aquel otro solía
embestir el ejército. Unos se maravillan en vista de la funesta
ofrenda consagrada a la virginal Minerva, y se pasman de la
enorme mole del caballo, siendo Timetes el primero en
aconsejar que se lleve a la ciudad y se coloque en el alcázar,
ya fuese traición, ya que así lo tenían dispuesto los hados de
Troya; pero Capis, y con él los más avisados, querían, o que
se arrojase al mar aquella traidora celada, sospechoso don de
los Griegos, o que se le prendiese fuego por debajo, o que se
barrenase el vientre del caballo y registrasen sus hondas cavidades.
El inconstante vulgo se divide en encontrados pareceres.
"Baja entonces corriendo del encumbrado alcázar, seguido
de gran multitud, el fogoso Laoconte, el cual desde lejos,
" ¡Oh miserables ciudadanos!" empezó a gritarles: ¿Qué
increíble locura es ésta? ¿Pensáis que se han alejado los enemigos
y os parece que puede estar exento de fraude don
alguno de los Dánaos? ¿Así conocéis a Ulises? O en esa
armazón de madera hay gente aquiva oculta, o se ha fabricado
en daño de nuestros muros, con objeto de explorar
nuestras moradas y dominar desde su altura la ciudad, o algún
otro engaño esconde. ¡Troyanos, no creáis en el caballo!
¡Sea de él lo que fuere, temo a los griegos hasta en sus dones!"
Dicho esto, arrojó con briosa pujanza un gran venablo
contra los costados y el combo vientre del caballo, en el cual
se hincó retemblando y haciendo resonar con hondo gemido
sus sacudidas cavidades; y a no habernos sido adversos los
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decretos de los dioses, si nosotros mismos no nos hubiéramos
conjurado en nuestro daño, aquel ejemplo nos habría
impelido a acuchillar a los Griegos en sus traidoras guaridas,
y aun subsistieras, ¡Oh Troya! y aun estarías en pie, ¡Oh alto
alcázar de Príamo!
Llegan en esto unos pastores troyanos, trayendo maniatado
por la espalda, a presencia del Rey, con gran vocerío, un
mancebo desconocido, que se les había presentado de improviso
para mejor encubrir aquella traza y abrir a los Griegos
las puertas de Troya, fiado en su valor e igualmente
dispuesto, o a valerse de engaños, o a arrostrar una muerte
seguro. Por todas partes la juventud troyana, con el afán de
verle, se precipita en derredor del preso, insultándole a porfía.
Ve aquí ¡Oh Reina! las traiciones y maldades de los Dánaos,
y juzga por ésta todas las demás... Turbado, inerme,
párase en medio de la muchedumbre, que le contempla, y
tiende sus miradas sobre los apiñados Frigios. "¡Ah! exclama,
¿qué tierra, qué mares pueden ahora ampararme, o qué
me queda ya en fin, mísero de mí? Ya no puedo acogerme
entre los Griegos, y además los mismos Troyanos, irritados,
piden mi castigo y mi sangre." Estos lamentos cambian los
ánimos y sosiegan todos los ímpetus; le exhortamos a que
hable, a que nos diga cuál es su origen, qué se propone, qué
confianza le movió a dejarse prender. Depuesto, en fin, el
temor, nos habló de esta manera:
"Suceda lo que suceda, voy a confesarte ¡Oh Rey! toda la
verdad. No negaré, en primer lugar, que pertenezco al linaje
argólico, pues no porque la impía fortuna haya hecho desgraciado
a Sinón, ha de hacerle también vano y falaz. Acaso
alguna vez habrá llegado a tus oídos el nombre de Palamedes,
del linaje de Belo, y su ínclita fama, al cual, inocente, por
una falsa delación, y sólo porque se oponía a la guerra, dieron
muerte los Griegos, alucinados por un fatal indicio.
Ahora, que está privado de la luz del día, le lloran. A su lado,
como su compañero y su pariente cercano, mi padre, que era
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pobre, me envió aquí desde mis primeros años a ejercitarme
en el oficio de las armas, y en los consejos de los reyes, algo
de su nombre y de su lustre recayó sobre mí; mas luego que
por la envidia del pérfido Ulises (harto notorio es lo que os
refiero) desapareció de la mansión de los vivos, empecé a
arrastrar una miserable existencia en la obscuridad y el llanto,
devorando la indignación que me causaba el desastre de mi
inocente amigo. Insensato, no acerté a callar; hice propósito
de vengarle si me ayudaba la fortuna, si algún día tornaba
vencedor al patrio suelo de Argos, y con mis palabras suscité
contra mí violentos odios. Tal fue el origen de mis desgracias;
de aquí nació que continuamente me acosase Ulises con
nuevas calumnias, de aquí que difundiese por el vulgo contra
mí vagos rumores y labrase astutamente mi ruina; y no paró
hasta que, auxiliado por Calcas... Pero ¿a qué fin evoco vanamente
estos ingratos recuerdos? ¿A qué me detengo? Si
tenéis en un mismo concepto a todos los Griegos, bastante
habéis oído ya; acabad pronto conmigo. Eso desea el rey de
Itaca, y con grandes mercedes os lo pagarán los Atridas."
"Avívase con esto nuestro afán por averiguar los motivos
de aquellos sucesos, sin sospechar las maldades y artificios
de que es capaz la perfidia griega. El prosiguió así, aparentando
pavura:
"Muchas veces los Griegos, cansados de tan larga guerra,
desearon levantar el sitio de Troya y volverse a su patria.
¡Ojalá lo hubiesen hecho! Muchas veces recios temporales
les cerraron el camino del mar, y el austro los aterró en su
emprendida fuga; principalmente cuando se acabó de labrar
con trabados maderos de alerce este caballo, todo el firmamento
estalló en estrepitosos aguaceros. Suspensos con
aquel prodigio, enviamos a Euripilo sin pérdida de momento
a consultar los oráculos de Febo, y he aquí la triste respuesta
que nos trajo del santuario: "Con sangre ¡oh Griegos! e inmolando
una virgen aplacasteis los vientos cuando por primera
vez vinisteis a las playas de Ilión; ¡Con sangre habéis
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de obtener el regreso y sacrificando a un Griego!" Cuando
cundió este oráculo por la multitud, fue general la consternación
y un helado espanto corrió por los huesos de todos. ¿A
quien designan los hados? ¿Cuál es la víctima que reclama
Apolo? En esto se presenta el rey de Itaca en medio de la
muchedumbre, trayendo con gran tumulto al adivino Calcas,
y le insta a que declare la voluntad de los dioses; ya muchos
anunciaban la cruel perfidia tramada contra mí, y sin decírmelo
preveían lo que me iba a suceder. Por espacio de
diez días guardó silencio, resistiéndose a denunciar a alguno
de palabra y destinarlo a la muerte, hasta que, acosado en fin
por los grandes clamores del Itaco, rompió a hablar según lo
pactado con él, y me designó para el sacrificio. Todos asintieron,
viendo con gusto convertirse en la perdición de un
infeliz la desgracia que cada cual temía para sí. Ya era llegado
el infando día; ya se preparaban para mí el sacrificio y las
saladas ofrendas, y me ceñían con ínfulas las sienes, cuando,
lo confieso, me sustraje a la muerte y rompí mis ligaduras, y
a favor de la obscuridad de la noche, me escondí entre las
algas de un cenagoso lago mientras daban la vela, si por
ventura llegaban a darla; y ya no me queda esperanza alguna
de ver mi antigua patria, ni a mis dulces hijos, ni a mi queridísimo
padre, en quienes acaso los Griegos vengarán mi
fuga, haciendo a aquellos infelices expiar esta culpa con la
muerte. Así, ¡oh Rey! Por los dioses, sabedores de la verdad
con que te hablo, por la inmaculada fe, si aun queda alguna
que lo sea en los mortales, te ruego que te compadezcas de
tantas desventuras, que te apiades de un hombre a quien
persigue una desgracia inmerecida."
Grandemente compadecidos de sus lágrimas, le concedemos
la vida; el mismo Príamo manda el primero que le
quiten las esposas y los apretados cordeles, y le dirige estas
amistosas palabras: "Quien quiera que seas, olvídate ya de los
Griegos, ausentes de aquí para siempre; serás uno de los
nuestros; pero responde la verdad, te ruego, a lo que voy a
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preguntarte. ¿Con qué objeto construyeron los Griegos la
enorme mole de ese caballo? ¿Quién le construyó? ¿A qué le
destinaban? ¿Era un voto religioso, o una máquina de guerra?"
Dijo; y Sinón, amaestrado en los engaños y artificios
de los Griegos, exclamó levantando al cielo las manos, libres
ya de sus prisiones: "¡Oh eternos fuegos y oh númenes inviolables
a que están consagrados! ¡Oh altares y nefandos
cuchillos a que logré sustraerme! ¡Oh ínfulas de los dioses,
que ya ceñían mi frente, destinada al sacrificio, sed testigos
de la verdad de mis palabras! Séame lícito romper los sagrados
vínculos que me unían a los Griegos, séame lícito detestarlos
y divulgar sus ocultas tramas; ninguna obligación me
liga ya a la patria; mas tú ¡oh Rey! Cúmpleme lo prometido, y
tú ¡oh Troya, libertada por mí! guárdame tu fe si digo verdad,
si logro recompensar tan gran beneficio.
Toda la esperanza de los Dánaos, y su confianza en la
emprendida guerra, estribaron siempre en los auxilios de
Palas; pero desde que el impío hijo de Tideo y Ulises, inventor
de maldades, acometieron sustraer del sacro templo el
fatal Paladión, después de haber dado muerte a los guardias
del sumo alcázar, y arrebataron a la sacra efigie, y con ensangrentadas
manos osaron tocar las virginales ínfulas de la deidad,
empezaron a decaer y se desvanecieron aquellas
esperanzas, y se quebrantaron sus fuerzas, apartada ya de
ellos la protección de la diosa. Pronto dio Tritonia manifiestas
y horribles señales de su cólera; apenas se colocó su estatua
en el campamento, ardieron rechinantes llamas en sus
ojos, clavados en nosotros, y por todos sus miembros corrió
un sudor salado, y tres veces ¡oh prodigio! se levantó por sí
sola del suelo, blandiendo el broquel y la trémula lanza. Al
punto Calcas anuncia que es preciso cruzar los mares y huir,
pues Pérgamo no puede ser debelado por las armas argólicas,
si no vuelven a Argos a renovar sus votos, y de nuevo se
llevan al numen que trajeron consigo por el mar en sus huecas
naves. Y ahora que, impelidos por el viento, han llegado
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al patrio suelo de Micenas, aprestan sus armas y solicitan el
favor de los dioses para volver de improviso surcando nuevamente
el mar; así interpretó Calcas la voluntad de los númenes.
Persuadidos de sus palabras, labraron esa efigie para
reemplazar el Paladión, desagravio de la diosa ultrajada y
como expiación de su nefando sacrilegio; Calcas les mandó
erigir con trabados maderos esa inmensa mole y elevarla
hasta el cielo, para que no pudiese caber por las puertas ni
penetrar dentro de las murallas de vuestra ciudad, ni cobijar
a vuestro pueblo, seguro bajo el amparo de un antiguo culto.
Porque, si vuestras manos, dijo, violan los dones de Minerva,
un inmenso desastre (¡antes conviertan los dioses contra él
su funesto presagio!) caerá sobre el imperio de Príamo y
sobre los Troyanos; mas si levantado por ellas ese inmenso
simulacro, llega a penetrar en vuestra ciudad, el Asia será la
que a favor de una gran guerra dominará el Peloponeso;
destino fatal, reservado a nuestros descendientes.
¡Con tales insidias y con el perjuro artificio de Sinón,
creímoslo todo, y así fueron vencidos con engaños y fingidas
lágrimas aquellos a quienes no pudieron domar ni el hijo de
Tideo, ni Aquiles de Larisa, ni diez años de combates, ni mil
bajeles!
Sobreviene en esto de pronto un nuevo y terrible accidente,
que acaba de conturbar los desprevenidos ánimos.
Laoconte, designado por la suerte para sacerdote de Neptuno,
estaba inmolando en aquel solemne día un corpulento
toro en los altares, cuando he aquí que desde la isla de Ténedos
se precipitan en el mar dos serpientes (¡de recordarlo me
horrorizo!), y extendiendo por las serenas aguas sus inmensas
roscas, se dirigen juntas a la playa; sus erguidos pechos y
sangrientas crestas sobresalen por cima de las ondas; el resto
de su cuerpo se arrastra por el piélago, encrespando sus inmensos
lomos, hácese en el espumoso mar un grande estruendo;
ya eran llegadas a tierra; inyectados de sangre y
fuego los encendidos ojos, esgrimían en las silbadoras fauces
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las vibrantes lenguas. Consternados con aquel espectáculo,
echamos a huir; ellas, sin titubear, se lanzan juntas hacia
Laoconte; primero se rodean a los cuerpos de sus dos hijos
mancebos y atarazan a dentelladas sus miserables miembros;
luego arrebatan al padre, que, armado de un dardo, acudía en
su auxilio, y le amarran con grandes ligaduras, y aunque ceñidas
ya con dos vueltas sus escamosas espaldas a la mitad
de su cuerpo, y con otras dos a su cuello, todavía sobresalen
por encima sus cabezas y sus erguidas cervices. El pugna por
desatar con ambas manos aquellos nudos, chorreando sangre
y negro veneno las vendas de su frente, y eleva a los astros
al mismo tiempo horrendos clamores, semejantes al mugido
del toro cuando, herido, huye del ara y sacude del cuello la
segur asestada con golpe no certero. Luego los dos dragones
se escapan, rastreando con dirección al alto templo y alcázar
de la cruenta Tritónide, y se esconden bajo los pies y el redondo
escudo de la diosa. Nuevas zozobras penetran entonces
en nuestros aterrados pechos, y todos se dicen que
Laoconte ha merecido su desastre por haber ultrajado la
sacra imagen de madera, lanzando contra ella su impía lanza;
todos claman también que es preciso llevar al templo la imagen
e implorar el favor de la deidad ofendida. Al punto
hacemos una gran brecha en las murallas, abriendo así la
ciudad; todos ponen mano a la obra, encajan bajo los pies
del caballo ruedas con que se arrastre fácilmente, y le echan
al cuello fuertes maromas; así escala nuestros muros la fatal
máquina, preñada de guerreros; en torno niños y doncellas
van entonando sagrados cánticos, y recreándose a porfía en
tocar la cuerda con su mano. Avanza aquella en tanto, y penetra
amenazadora hasta el centro de la ciudad. ¡Oh patria,
oh Ilión, morada de los dioses! ¡Oh murallas de los Dárdanos,
ínclitas en la guerra! Cuatro veces se paró la enemiga
máquina en el mismo dintel de la puerta, y cuatro veces se
oyó resonar en su vientre un crujido de armas. Avanzamos,
no obstante, desatentados y ciegos en nuestro delirio, y coloL
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camos el fatal monstruo en el sagrado alcázar. Entonces
también abrió la boca para revelarnos nuestros futuros destinos
Casandra, jamás creída de los Troyanos por voluntad
de Apolo; y nosotros, infelices, para quienes era aquél el
último día, íbamos por la ciudad, ornando con festivas enramadas
los templos de los dioses. Gira en tanto el cielo, y la
noche se precipita en el Océano, envolviendo en sus dilatadas
sombras la tierra y el firmamento y las insidias de los
Mirmidones. Esparcidos por la ciudad, quedan en silencio
los Troyanos; un profundo letargo se apodera de sus fatigados
cuerpos.
Ya la falange de los Argivos se encaminaba desde Ténedos
a nuestras conocidas playas en sus bien armadas naves, a
favor del silencio y de la protectora luz de la luna, y apenas la
real encendió una hoguera en su popa para dar la señal,
cuando Sinón, defendido por los hados de los dioses, crueles
para nosotros, abre furtivamente a los Griegos encerrados en
el vientre del coloso su prisión de madera; devuélvelos al aire
libre el ya abierto caballo, y alegres salen del hueco roble,
descolgándose por una maroma, los caudillos Tesandro y
Stenelo y el cruel Ulises, Acamante, Toas y Neptolemo, nieto
de Peleo, y Macaón el primero, y Menelao, y el mismo
Epeos, artífice de aquella traidora máquina. Invaden la ciudad,
sepultada en el sueño y el vino, matan a los centinelas,
abren las puertas, dan entrada a todos sus compañeros, y se
unen a las huestes que los esperan para dar el golpe.
Era la hora en que empieza para los dolientes mortales y
se difunde por sus cuerpos el primer sopor, dulcísimo don
de los dioses, cuando me pareció que veía entre sueños a
Héctor en ademán tristísimo, derramando copioso llanto,
cual le vi en otro tiempo, arrebatado por un carro de dos
caballos manchado de sangre y polvo, arrastrado por los
pies, entumecidos con sus ligaduras de correas. ¡Cuál estaba,
ay de mí! ¡Cuán distinto de aquel Héctor cuando volvía cubierto
con los despojos de Aquiles o después de arrojar las
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frigias teas a las naves de los Dánaos! Escuálida la barba,
cuajados con sangre los cabellos, mostraba aquellas numerosas
heridas que recibió en derredor de los patrios muros;
entonces me pareció que, llorando yo también, le dirigía el
primero estas doloridas palabras:
"¡Oh luz de la ciudad dardania, oh firmísima esperanza
de los Teucros! ¿Cómo te tardaste tanto? ¿De qué playas
vuelves, ¡oh deseado Héctor! que al fin te vemos, rendidos
después de tanta mortandad de los tuyos, después de tantos
varios trabajos para la ciudad y sus defensores? Mas ¿cuál
indigna causa ha desfigurado tu sereno rostro? ¿Por qué veo
en tu cuerpo esas heridas? Nada me responde, ni aun parece
atender a mis vanas preguntas; mas exhalando gravemente
de lo hondo del pecho un gemido, "Huye, ay, ¿oh hijo de
una diosa! dice; huye y líbrate de esas llamas. El enemigo
ocupa la ciudad. Troya se derrumba desde su alta cumbre.
Bastante hemos hecho por la patria y por Príamo; si Pérgamo
hubiera podido ser defendido por manos mortales, mi
mano le hubiera defendido. Troya te confía sus númenes y
penates, toma contigo esos compañeros de sus futuros hados,
y busca para ellos nuevas murallas, que fundarás, grandes
por fin, después de andar errante mucho tiempo por los
mares." Dice, y él mismo con sus manos se lleva la poderosa
Vesta y las ínfulas y el eterno fuego que arde en el profundo
santuario.
Resuenan en tanto por la ciudad confusos y tristes lamentos,
y aunque la morada de mi padre Anquises estaba en
lugar retirado y cubierta de árboles, cada vez las voces iban
llegando a ella más penetrantes y se oía mejor el horroroso
estrépito de las armas. Despiértome sobresaltado, y subiendo
al punto a la más alta azotea, me pongo a escuchar con profunda
atención, no de otra suerte cuando la llama, impelida
por el furioso austro, se precipita sobre las mieses, o cuando
un torrente acrecido con los raudales que bajan de los montes
arrasa los campos, arrasa los lozanos sembrados, y arreL
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bata el trabajo de los bueyes y las desgajadas selvas, aturdido
el pastor escucha el impensado estrago desde la alta cima de
un peñasco. Entonces conocí la traición de que éramos víctimas,
y vi patente la perfidia de los Dánaos. Ya se había
derrumbado a impulso de las llamas el gran palacio de Deifobo;
ya estaba ardiendo también el inmediato de Ucalegonte;
los dilatados mares de Sigeo se iluminan con los
resplandores del incendio. Oyense los clamores de los guerreros
y el sonido de las trompetas. Fuera de mi, empuño
mis armas, mas de poco sirven ya las armas; mi único pensamiento
es volar a la lid y acudir con mis compañeros a la
defensa del alcázar; el furor y la ira me arrebatan; sólo anhelo
alcanzar, peleando, una honrosa muerte.
En esto me encuentro con Panto, hijo de Otreo y sacerdote
del templo de Febo, que libertado de los dardos enemigos
y llevando en sus brazos los ornamentos sagrados, las
imágenes de nuestros vencidos dioses y un nietecillo suyo,
corría desatentado hacia las puertas de la ciudad. "¿En qué
estado van nuestras cosas, exclamé, oh Panto? ¿Nos queda
todavía alguna fortaleza?" A estas palabras replicó, exhalando
un gemido: "¡Llegado es ya nuestro último día, llegado es
ya el inevitable término de la ciudad dardania! ¡Los Troyanos
fuimos, fue Ilión, fue la gran gloria de los Teucros! Fiero
Júpiter lo ha transferido todo a Argos; los Dánaos se señorean
de nuestra ciudad, incendiada. El colosal caballo, colocado
en medio de nuestras murallas, arroja torrentes de
guerreros, y Sinón, vencedor e insultante, lleva doquiera el
incendio; otros ocupan las puertas, abiertas de par en par, en
tan numerosa muchedumbre, cual nunca vino mayor de las
poderosa Micenas. Otros cierran con una lluvia de flechas las
angostas calles; por todas partes el filo de las espadas y las
centelleantes puntas fulminan la muerte; apenas si los primeros
centinelas de las puertas prueban a pelear y en medio de
las tinieblas resisten en desesperada lid." Arrebatado por
estas palabras del hijo de Otreo y por la voluntad de los dioV
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ses, me lanzo al incendio y a la pelea, adonde me llaman las
tristes Euménides, el crujido de las armas y los clamores que
se levantan hasta el cielo. Unense a mí Ripeo y Epito, el más
anciano de nuestros guerreros, y guiados por la claridad de la
luna, se nos agregan también Hipanis y Dimante, y el joven
Corebo, hijo de Migdon, que por aquellos días acababa de
llegar a Troya, abrasado en un inmenso amor a Casandra;
considerándose ya como yerno de Príamo, había acudido en
auxilio suyo y de los Troyanos. ¡Infeliz, que desoyó los vaticinios
de su inspirada amante!... Al verlos aparejados a la lid,
les hablé de esta manera: "¡Oh mancebos, corazones fortísimos,
pero en vano! si estáis decididos a seguirme en mi desesperada
empresa, ya veis cuál es la situación de nuestras
cosas; todos los dioses, por cuyo favor subsistía este imperio,
han abandonado sus santuarios y sus altares; vais a acudir en
socorro de una ciudad incendiada; muramos, pues, sucumbamos
en medio de la pelea. La única salvación para los vencidos
es no esperar ninguna." Con estas palabras inflamé
más y más el ánimo de los mancebos. Entonces, como rapaces
lobos en negra noche, a quienes hambre horrible arroja
rabiosos de sus guaridas, donde los aguardan, secas las fauces,
sus abandonados cachorros, por en medio de los dardos
y de los enemigos volamos a una muerte segura, dirigiéndonos
al centro de la ciudad, rodeados por las tinieblas de la
noche. ¡Quién podría narrar dignamente la mortandad y los
horrores de aquella noche y ajustar sus lágrimas a tantos
desastres! Cayó la antigua ciudad, libre y poderosa por tantos
años; por todas partes se ven tendidos cadáveres inertes en
las calles, delante de las casas y en los sagrados umbrales de
los dioses. Mas no son sólo los Teucros los que derraman su
sangre; también a veces renace el valor en el corazón de los
vencidos, y sucumben los vencedores Dánaos. Por todas
partes lamentos y horror; por todas partes la muerte, bajo
innumerables formas.
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El primer enemigo que encontramos fue Androgeo, que,
acompañado de muchedumbre de Griegos y creyéndonos de
los suyos, nos increpa con estas amistosas palabras: "Daos
prisa, compañeros; ¿cómo os habéis retardado tanto? ¿Otros
están ya saqueando los incendiados palacios de Pérgamo, y
vosotros bajáis ahora de las altas naves!" Dijo; y conociendo
al punto, por nuestra ambigua respuesta, que había tropezado
con gente enemiga, quedó estupefacto y calló, y retrocedió
espantado, semejante al que de improviso pisa una
culebra escondida entre ásperos abrojos y de repente retira el
pie tembloroso, viendo al reptil alzarse lleno de ira, hinchado
el cerúleo cuello; no de otra suerte Androgeo, aterrado al
vernos, se disponía a huir. Precipitámonos sobre ellos y los
envolvemos con nuestras espadas, haciéndolos sucumbir,
validos del terror que los embarga y de su ignorancia del
terreno; la fortuna favorece aquella nuestra primera empresa.
Alentado Corebo con el triunfo, "¡Oh compañeros!" exclama,
sigamos este camino de salvación que por primera vez
nos enseña la fortuna, y por el que se nos muestra propicia.
Troquemos broqueles y cubrámonos con los arreos de los
Griegos; astucia o valor, ¿qué más da cuando se emplean
contra los enemigos? Ellos mismos nos darán armas" Esto
diciendo, cúbrese al punto con el penachudo yelmo de Androgeo,
embraza su magnífico escudo y ciñe a su costado la
espada argiva; lo mismo hacen Rifeo, el mismo Dimante y
toda nuestra entusiasmada juventud, armándose cada cual
con algunos recientes despojos. Avanzamos así, mezclados
con los Griegos, bajo ajenos auspicios, y trabamos en medio
de las tinieblas muchos recios combates, lanzando en ellos al
Orco a muchos dánaos. Huyen unos a las naves, buscando
un refugio en la playa; otros, con torpe miedo, escalan segunda
vez el monstruoso caballo y se esconden en su conocido
seno.
¡Ah! ¡En nada hay que fiar cuando los dioses son contrarios!
Vemos en esto venir del templo de Minerva, tendido el
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cabello y casi arrastrada, a la virgen Casandra, hija de Príamo,
alzando en vano al cielo sus inflamados ojos; sus ojos nada
más, pues llevaba amarradas las tiernas manos. No pudo el
indignado Corebo soportar aquella vista, y resuelto a morir,
se arrojó en medio de los enemigos; seguímosle todos y cerramos
de tropel sobre ellos. En esto empieza a caer sobre
nosotros desde la alta techumbre del templo, causándonos
horrible mortandad, una lluvia de dardos, disparados por
nuestra gente, engañada a la vista de nuestros escudos penachos
griegos. Ciegos de dolor y rabia por verse arrebatar a
Casandra, acuden entonces y nos embisten por todos lados
los Griegos, el intrépido Ayax, los dos Atridas y toda la
hueste de lo Dólopes; no de otra suerte se estrellan en
deshecho torbellino los encontrados vientos, el céfiro, el
noto y euro, ufano de cabalgar en los caballos de la Aurora;
rechinan las selvas, el airado Nereo hace saltar la espuma
bajo su tridente y revuelve los mares en sus más profundos
abismos. Aun aquellos mismos a quienes sorprendimos a
favor de la obscuridad de la noche y dispersamos por toda la
ciudad, aparecen de nuevo; ellos los primeros reconocen el
engaño de nuestros escudos y nuestras armas, y advierten
nuestro lenguaje extraño. Abrumados por la muchedumbre
de los contrarios, Corebo el primero sucumbió a manos de
Peneleo, junto al altar de la armipotente diosa; también cayó
Ripeo, el más justo de los Troyanos; ¡Otro fue el sentir de
los dioses! Traspasados por sus propios compañeros, perecieron
también Hispanis y Dimante; ¡ ni a ti, oh Panto alcanzaron
a liberarte de la muerte tu eminente piedad ni las
sagradas ínfulas de Apolo! ¡Oh, cenizas de Ilión! ¡Oh, postreras
llamas de los míos! ¡Sedme testigos de que en vuestra
caída no esquivé ni los dardos de los Griegos, ni ninguno de
los trances de la guerra, y de que, si mi destino hubiera sido
sucumbir, bien lo merecí por mis hechos! Enseguida tuvimos
que dispersarnos, siguiéndome Ifito y Pelias (Ifito, ya abrumado
por los años, y Pelias, a quien apenas dejaba andar una
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herida que recibió de Ulises), llamados precipitadamente al
palacio de Príamo por el gran clamoreo que se oía hacia
aquella parte.
Allí vimos un combate tan porfiado y terrible, cual si sólo
allí se pelease y no hubiese víctimas en ningún otro punto de
la ciudad; formando con sus escudos trabados una inmensa
tortuga, sitiaban los Griegos todas las puertas y pugnaban
por escalar los tejados. Enganchando escalas en las paredes,
trepan por ellas ante los mismos atrios, guareciéndose de los
dardos con los broqueles, sostenidos con la izquierda, mientras
con la diestra se asen a las techumbres. Por su parte, los
Troyanos demuelen sus torres y los tejados de sus casas, de
que sacan proyectiles con que defenderse en aquel desesperado
trance, y arrojan sobre el enemigo dorados artesones,
magníficos ornamentos de sus mayores; otros, espada en
mano, ocupan las puertas bajas y las defienden en apretado
tropel; con esto nos alentamos a socorrer el palacio del Rey,
a reforzar a sus defensores con nuestra ayuda e infundir a los
vencidos.
Había a espaldas del palacio de Príamo una puerta falsa,
por donde se comunicaba a todas las habitaciones, y por
donde la desventurada Andrómaca, en los tiempos en que
subsistía nuestro imperio, acostumbraba a pasar sin comitiva
a la estancia de sus suegros, llevando al niño Astianax a que
su abuelo lo viese. Por aquella puerta subo al tejado del palacio,
desde donde los míseros Teucros lanzaban dardos con
omnipotente mano. Alzábase allí, como suspendida en los
aires, una alta torre, desde donde Troya solía ir a contemplar
las naves de los Griegos y los campamentos aqueos; socavándola
en derredor con picos de hierro por las junturas, ya
bastante desmoronadas, de los más altos sillares, la arrancamos
de sus elevados cimientos y la empujamos, haciéndola
derrumbarse de súbito con grande estrépito sobre los Griegos,
causando en sus dilatadas huestes horrible estrago; pero
otras al punto suceden a aquéllas, y sobre ellas llueven entre
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tanto sin cesar piedras y todo linaje de proyectiles... Delante
del vestíbulo, y en el primer umbral, estaba Pirro, lleno de
júbilo, resplandeciente con los fulgores metálicos de sus armas:
tal se aparece a la luz del día la culebra que, apacentada
con yerbas ponzoñosas y entumecida, ocultaba el invierno
bajo tierra, cuando, mudada la piel y brillante de juventud,
enroscada la tersa espalda, levantando el pecho y erguida al
sol, vibra en la boca la trisulca lengua. Juntamente con él,
invaden el palacio y arrojan sus teas incendiarias hasta los
techos, el corpulento Perifas y Automedonte, escudero y
auriga de Aquiles, y toda la juventud sciria. A su frente, Pirro,
blandiendo una hacha de dos filos, hace pedazos los
duros dinteles, arranca de sus quicios las ferradas puertas, y
rajando los robustos robles y haciéndoles astillas, abre una
anchísima brecha. Aparecen entonces el interior del palacio y
sus dilatadas galerías; aparece la morada de Príamo y de
nuestros antiguos reyes, y se ve en el recién abierto portillo
gente armada.
Entre tanto en el interior del palacio todo es tumulto y
miserables lamentos; resuenan las bóvedas con llorosos alaridos
de mujeres, que llegan hasta las fúlgidas estrellas. Despavoridas
las madres, vagan por las espaciosas estancias, se
abrazan a las puertas y estampan en ellas sus labios. Con su
heredado brío arremete Pirro; ni barreras ni las guardias
mismas bastan a atajarle el paso; titubean las puertas al continuo
empuje del ariete, y caen arrancadas de sus goznes. La
fuerza se abre camino, no hay entrada que no se rompa; los
Griegos invasores acuchillan a los primeros que se les ponen
delante y ocupan con su gente todo el palacio; no con tal
violencia, cuando se desborda, rotos los diques, espumoso
río, y cubre con sus raudales los opuestos collados, se derrama
furioso y soberbio en su crecida por los campos,
arrastrando en sus olas los ganados con sus rediles. Yo, vi a
Neptolemo, ebrio de sangre, y a los dos Atridas en el umbral
del palacio; vi a Hécuba y a sus cien nueras y a Príamo en los
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altares ensangrentando con sacrificios las hogueras que él
propio había consagrado. Los cincuenta tálamos de sus hijos,
esperanza de una numerosísima prole, los artesones de oro,
ricos despojos de los bárbaros, todo es ruinas; lo que no
abrasan las llamas es presa de los Griegos.
Pero acaso desearás saber ¡oh Reina! cuál fue la suerte de
Príamo. Luego que vio el desastre de su ciudad tomada, los
umbrales de su palacio derruidos, y posesionado el enemigo
de sus hogares, rodea vanamente el anciano sus trémulos
hombros con la desacostumbrada armadura, ciñe la inútil
espada y se arroja a morir en medio de la muchedumbre
enemiga.
Había en medio del palacio, bajo la desnuda bóveda del
cielo, un gran altar, junto al cual inclinaba sus ramas un antiquísimo
laurel, cobijando con su sombra a los dioses penates
de la real familia; allí Hécuba y sus hijas, buscando vanamente
un refugio alrededor de los altares, semejantes a una
bandada de palomas impelidas por negra tempestad, se apiñaban,
abrazadas a las imágenes de los dioses. En cuanto
Hécuba vio a Príamo cubierto con aquellos atavíos juveniles,
"¿Qué insensato frenesí, mísero esposo", le dijo, "te impele a
ceñir esas armas? ¿Adónde te precipitas? No es esta ocasión
para tal auxilio ni para tales defensores; ni aun la presencia
de mi propio Héctor bastaría para salvarnos. Ven, ven aquí
con nosotras, este altar nos protegerá a todos, o a lo menos
moriremos juntos."
Dicho esto, atrajo a sí al anciano y le colocó en el sagrado
recinto.
He aquí en esto que Polites, uno de los hijos de Príamo,
salvado de los estragos de Pirro, va huyendo, herido, por los
largos pórticos, en medio de los dardos y de los enemigos, y
cruza los ya desiertos atrios, perseguido de cerca por el fogoso
Pirro, que ya casi se le echa encima y le acosa con su lanza.
Logra, en fin, el mancebo llegar adonde están sus padres,
y allí, ante sus ojos, a su vista cae y exhala la vida en raudales
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de sangre. Entonces Príamo, aunque presa casi ya de la
muerte, no pudo contenerse y prorrumpió en iracundas voces:
"¡Ah, castiguen los dioses cual mereces tamaño crimen y
tales atentados, si hay en el cielo algún numen vengador de
las maldades! ¡Ellos te den el digno premio de haberme hecho
presenciar la muerte del hijo mío, de haber manchado
con su sangre la frente de un padre! No, no se condujo así
con su enemigo Príamo aquel Aquiles de quien te mientes
hijo, antes bien respetó los pactos y la fe de un suplicante,
me devolvió, para que lo sepultara, el cadáver de Héctor y
me dejó restituirme a mi palacio." Dicho esto, disparóle el
viejo un impotente dardo, incapaz de herirle, que repelido al
punto por el sonoro metal, quedó inútilmente suspendido en
el centro del combado broquel. Entonces Pirro: "Pues ve tú
mismo a contar esto que ves a mi padre Aquiles; refiérele
mis tristes proezas, dile que Neptolemo ha degenerado; pero
ahora ¡muere!". Esto diciendo, arrastra hasta el mismo pie
del altar al trémulo anciano, cuyos pies resbalan en la abundante
sangre de su hijo, y asiéndole del cabello con la mano
izquierda, desenvaina con la diestra el refulgente acero y se lo
hunde en el costado hasta la empuñadura. Tal fue el fin de
Príamo; de esta manera arrebató el destino, después de haber
visto a Troya incendiada y a Pérgamo derruido; así acabó
aquel soberbio dominador de tantos pueblos y territorios de
Asia. Sus restos yacen ahora insepultos en las playas de Ilión;
de aquel gran rey sólo quedan una cabeza separada de los
hombros y un cuerpo sin nombre.
Entonces, por primera vez, me sentí penetrado de horror.
Quedéme por de pronto sin sentido; luego me asaltó la
imagen de mi querido padre, cuando vi a aquel rey, tan anciano
como él, exhalar la vida a impulso de crueles heridas;
me acordé de mi esposa Creusa, a quien había dejado abandonada;
de que tal vez estarían saqueando mi palacio, y de
los peligros que corría mi pequeño Iulo. Miro en torno para
ver qué gente me rodea; todos mis compañeros, rendidos, se
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habían precipitado por las ventanas, o arrojándose, acribillados
de heridas en las llamas.
Hallábame solo pues, cuando vi a la hija de Tíndaro, que
andaba errante por junto a los umbrales del templo de Vesta,
buscando silenciosa algún lugar apartado donde esconderse,
iluminada por los resplandores del incendio y teniendo azorada
la vista por todos lados. Temiendo aquella infeliz, común
calamidad de su patria y de Troya, las iras de los
Teucros, a quienes costara la destrucción de Pérgamo, la
venganza de los Griegos y el enojo de su abandonado esposo,
procuraba ocultarse, y aborrecida de todos, buscaba un
refugio en los altares. Su presencia inflama mi ánimo; ciego
de ira, quiero vengar en ella la ruina de mi padre y castigar de
una vez tantas maldades. "Y ¿qué? ¿Será justo, exclamé, que
esta mujer vuelva incólume a Esparta y a su patria Micenas,
como triunfante reina? ¿Será justo que vuelva a ver a su esposo,
sus hogares, a sus padres, a sus hijos, acompañada de
una muchedumbre de Troyanos y de doncellas frigias,
mientras que Príamo ha muerto acuchillado y Troya es presa
de las llamas, mientras que nuestras playas se han empapado
tantas veces en sangre dárdana? No, no será; porque, si bien
no hay gloria alguna en castigar a una mujer, ni tal victoria es
honrosa, al cabo mereceré alabanza por haber exterminado a
esta infame y dándole el merecido castigo, y confortará mi
alma el deseo ardentísimo de vengar de vengar a mi patria y
de aplacar los males de los míos." Así exclamaba, arrebatado
de furor, cuando se me apareció cual nunca tan patente la
habían visto mis ojos, brillante con purísima luz en medio de
la noche, mi divina madre Venus, con atavíos de diosa, tan
soberana y bella cual suele mostrarse a los inmortales; contúvome
asiendo mi diestra, y de su rosada boca dejó caer
estas palabras: "¿Cuál inmenso dolor, hijo mío, provoca tus
indómitas iras? ¿Cómo así te ciega el furor? ¿Cómo te olvidas
de mí y de los tuyos? ¿Por qué no atiendes más bien a
buscar donde lo has dejado a tu padre Anquises, abrumado
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por la ancianidad, y a ver si aún viven Creusa y el niño Ascanio?
Por todas partes los rodean las desbandadas huestes
griegas, y si no lo resistiera mi desvelo, ya los hubiera demorado
las llamas o la enemiga espada habría derramado su
sangre. No culpes en este trance a la odiosa Lacedemonia,
hija de Tíndaro, ni a París; la inclemencia de los dioses, de
los crueles dioses, es la que ha asolado todas esas grandezas
y derribado a Troya de su alto asiento. Atiéndeme bien, porque
voy a disipar la densa nube que con su húmeda sombra
rodea y ofusca ahora tus ojos mortales; oye sin temor los
mandatos de tu madre, y no titubees en obedecerlos. Allí
donde ves aquellas moles derruidas y aquellos peñascos revueltos
entre sí, y aquellos nubarrones de humo y polvo, está
Neptuno batiendo con su poderoso tridente los muros y sus
removidos cimientos; allí la crudelísima Juno ocupa al frente
del enemigo las puertas Sceas, e hirviendo en ira, blandiendo
su lanza, grita a sus amigas huestes griegas que acudan de las
naves... Mira cómo la tritonia Palas, rodea de una esplendente
nube y embrazada la aterradora égida, en que se ve la
cabeza de la Gorgona, se asienta en la más eminente torre.
El mismo padre de los dioses infunde aliento a los Dánaos y
favorece sus esfuerzos; él mismo concita a los dioses contra
las armas troyanas. Huye, pues, hijo mío, y pon fin a una
vana resistencia. En donde quiera me tendrás a tu lado y te
dejaré seguro en tus nativos umbrales." Dijo y desapareció
entre las densas sombras de la noche. Entonces vi patentes
los irritados rostros de las grandes deidades enemigas de
Troya...
Entonces vi a todo Ilión ardiendo en vivas llamas, y revuelta
hasta sus cimientos la ciudad de Neptuno, semejante
al añoso roble de las altas cumbres, cuando, serrado ya por el
pie, pugnan los labradores por derribarle a fuerza de hachazos;
álzase todavía amenazante, y trémula en la sacudida copa,
se cimbrea su pomposa cabellera; vencida poco a poco, al
fin, con repetidos golpes, lanza un postrer gemido y se preL
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cipita, arrastrando sus ruinas por las laderas. Bajo entonces a
la ciudad, y guiado por un numen, me abro paso por entre
las llamas y los enemigos; delante de mí se apartan los dardos
y retroceden las llamas.
Llegado que hube a los umbrales de la morada paterna,
antiguo solar de mis mayores, mi padre, que era el primero a
quien yo me proponía llevarme a los altos montes vecinos, y
el primero a quien buscaba, se resiste a prolongar su vida
después de la destrucción de Troya y a sufrir el destierro.
"Huíd vosotros, exclama, que aun tenéis todo el vigor de la
sangre juvenil, y cuyas fuerzas se conservan enteras; huíd
vosotros... Por lo que a mí toca, si los dioses quisieran que
prolongase mi vida, me hubieran conservado estas moradas;
basta y sobra par mí haber presenciado tantos estragos y
sobrevivido a la toma de mi ciudad nativa. Dejadme aquí
morir y decidme el último adiós; yo mismo sabré darme la
muerte con mi propia mano. El enemigo se compadecerá de
mí y buscará mis despojos; poco me importa quedar insepulto.
Harto tiempo hace ya que odioso a las deidades,
arrastro una inútil ancianidad, desde que el padre de los dioses
y rey de los hombres sopló en mí con los vientos de su
rayo y me tocó con su fuego." Abstraído en estos recuerdo,
mientras nosotros, todos bañados en lágrimas, mi esposa
Creusa, Ascanio y la servidumbre entera, le suplicamos que
no nos haga perderlo todo por su causa, ni quiera agravar el
peso de nuestro acerbo destino; pero él se niega, y persevera
aferrado en su propósito de no moverse de aquellos sitios.
Desesperado, lánzome segunda vez a la pelea, y anhelo la
muerte; porque ¿qué otro arbitrio, qué otro recurso me quedaba?
"¿Y pudiste esperar, ¡oh padre!, exclamé, que huyera,
abandonándote? ¿Tan impías palabras pudieron salir de la
boca de un padre? Si es voluntad de los dioses que nada
quede de una ciudad tan poderosa, y estás decidido a añadir
a la perdición de Troya tu perdición y la de los tuyos, abierta
tienes la puerta para que perezcamos todos; ahí tienes a PiV
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rro, que sabe inmolar al hijo entre los ojos de su padre, y al
padre al pie de los altares. ¿Para esto ¡oh divina madre mía!
me libertaste de los dardos y de las llamas, para que viese al
enemigo en el corazón de mis hogares, y a Ascanio y a mi
padre y a Creusa con ellos sacrificados en una común matanza?
Traedme, escuderos, traedme mis armas; la postrera
luz llama a los vencidos. ¡Restituidme a los Griegos, dejadme
que vuelva a ver la recrudecida lid; no moriremos hoy todos
sin venganza!"
Con esto, empuño segunda vez la espada, embrazo el
broquel con la siniestra mano, y ya iba a salir del palacio,
cuando en el mismo umbral se me abraza a los pies mi esposa,
tendiéndome nuestro tierno Iulo. "Si vas a morir, llévanos
también contigo adonde quiera que vayas; mas si pones todavía
alguna esperanza en el probado esfuerzo de tus armas,
empieza por asegurar este palacio. ¿A quién encomiendas la
defensa de tu tierno Iulo, de tu padre y de la que en otro
tiempo llamabas tu esposa querida?"
Con estas voces llenaba todo el palacio la llorosa Creusa,
cuando de súbito se ofrece a nuestra vista una maravillosa
visión, y fue que sobre la cabeza de Iulo, entre los brazos y a
la vista de sus afligidos padres, alzóse una leve llama, que, sin
lastimarle con su contacto, blandamente acariciaba sus cabellos
y parecía como que tomaba cuerpo alrededor de sus
sienes. Despavoridos, nos echamos al punto sobre su encendida
cabellera, y rociándola con agua, quisimos apagar aquel
fuego milagroso; pero Anquises, lleno de júbilo, alzó los ojos
al cielo, y exclamó: "Omnipotente Júpiter, si hay preces que
puedan moverte a compasión, vuelve hacia nosotros tus
ojos; nada más te pedimos; y si somos dignos de piedad,
danos en adelante tu auxilio y confirma estos felices agüeros."
Apenas pronunció estas palabras el anciano, retumbó de
repente a nuestra izquierda el estampido de un trueno y recorrió
el espacio, deslizándose del cielo, en medio de las
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tinieblas, una luminosa estrella. Después de resbalar por la
cima de nuestro palacio, vímosle esconder sus fulgores en las
selvas del monte Ida, señalándonos el camino, que habíamos
de seguir; brilló entonces detrás de ella un largo rastro de luz
y un fuerte olor de azufre se extendió por todos los sitios
circunvecinos. Vencido mi padre por aquellas señales, se
levanta, invoca a los dioses y adora la santa estrella. "Pronto,
pronto" exclama; "no haya detención; ya os sigo y voy adonde
queráis llevarme. ¡Oh patrios dioses, conservad mi linaje,
conservad a mi nieto! Vuestro es este agüero; por vuestro
numen subsiste Troya. Cedo, pues, hijo mío, y no me opongo
ya a acompañarte."
Dijo, y ya percibíamos más claramente el chirrido de las
llamas en las murallas, ya nos llegaban más de cerca las ardientes
bocanadas del incendio. "Pronto, querido padre", le
dije, "súbete sobre mi cuello, yo te llevaré en mis hombros, y
esta carga no me será pesada; suceda lo que suceda, común
será el peligro, común la salvación para ambos. Mi tierno
Iulo vendrá conmigo y mi esposa seguirá de lejos nuestros
pasos. Vosotros mis criados, advertid bien esto que voy a
deciros. A la salida de la ciudad hay sobre un cerro un antiguo
templo de Ceres, ya abandonado, y junto a él un añoso
ciprés, que la devoción de nuestros mayores ha conservado
por muchos años; allí nos dirigiremos todos, yendo cada cuál
por su lado. Tú, padre mío, lleva en tus manos los objetos
sagrados y nuestros patrios penates; a mí que salgo de tan
recias lides y de tan recientes matanzas, no me es lícito tocarlos
hasta purificarme en las corrientes aguas de un río..."
Dicho esto, me cubro los anchos hombros y el cuello con la
piel de un rojo león, y me bajo para cargar con mi padre; el
pequeño Iulo ase mi diestra y sigue a su padre con desiguales
pasos; detrás viene mi esposa. Así cruzamos las obscuras
calles, y a mí, que poco antes arrostraba impávido los de los
Griegos y sus apiñadas huestes, me espanta ahora el menor
soplo de viento; cualquier ruido me hace estremecer; apenas
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acierto a respirar, temblando igualmente por los que van
conmigo y por la carga que llevo sobre mis hombros.
Próximo ya a la puerta, y cuando me figuraba haber salvado
todos los peligros, parecióme oír un ruido como de
muchas pisadas; entonces mi padre, tendiendo la vista por
las sombras, "¡Huye", exclama, "huye, hijo mío! Por allí se
acercan; ya diviso los relucientes broqueles, ya veo centellear
las espadas". En esto, no sé cuál numen adverso ofuscó mi
confusa razón, dejándome sin sentido; porque mientras corro
de aquí para allí sin dirección fija por sitios extraviados,
ya fuese que me la arrebatasen los hados, ya por haber perdido
el camino, ya rendida del cansancio, mi Creusa, ¡ay! mi
infeliz esposa se nos quedó atrás, y desde entonces no la he
vuelto a ver; ni siquiera advertí su pérdida ni reflexioné en
ella hasta que llegamos al cerro y al sagrado templo de Ceres;
reunidos allí todos, en fin, la echamos de menos; ella sola
faltaba a sus compañeros de fuga, a su hijo, a su esposo.
Fuera de mí, ¿A cuál de los dioses o de los hombres no acusé
entonces? ¿Cuál trance más cruel había visto en la asolada
ciudad? Confío a mis compañeros la custodia de Ascanio, de
mi padre Anquises y de los penates teucros, a quienes dejo
escondidos en lo más hondo del valle, y ciñendo mis fulgentes
armas, vuelvo a la ciudad, decidido a correr de nuevo
todos los azares, a recorrer toda Troya y a ofrecer segunda
vez mi cabeza a todos los peligros. Vuelvo primeramente a
las murallas y a los obscuros umbrales de la puerta por donde
habíamos salido, y siguiendo a la escasa claridad de la
noche las huellas de nuestras pisadas, registro todos los
contornos. Todo es horror, un silencio universal aterra el
corazón. De allí me dirijo a nuestra morada por si acaso ha
dirigido allí su planta. Los Griegos la habían asaltado y la
ocupaban toda entera; un voraz incendio, atizado por el
viento, la envolvía hasta los tejados, coronados por las llamas,
que furiosas se alzaban al firmamento. Sigo adelante y
vuelvo a ver el palacio de Príamo y el alcázar; en los desierL
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tos pórticos del templo de Juno, Fénix y el cruel Ulises, elegidos
para custodiar el botín, velaban sobre él. Vense allí
hacinados por todas partes los tesoros de Troya, arrebatados
a los santuarios incendiados, las mesas de los dioses, macizas
copas de oro, vestiduras y despojos de cautivos; alrededor se
extienden en larga hilera los niños y las despavoridas madres...
Aventuréme, no obstante, a gritar en la sombra, llenando
las calles con mis clamores, y en vano con doloridas
voces repetí una y cien veces el nombre de Creusa. Mientras
así clamaba en mi delirio, recorriendo inútilmente todas las
casa, aparecióse ante mis ojos, cual un fantasma colosal, la
triste sombra de Creusa. Quedéme extático, mis cabellos se
erizaron y la voz se me pegó a la garganta; entonces me dirigió
estas palabras, desvaneciendo con ellas mis afanes: "¿Por
qué te entregas a ese insensato dolor, dulce esposo mío?
Dispuesto estaba por la voluntad de los dioses lo que hoy
nos sucede; ellos no quieren que te lleves de Troya a Creusa
por compañera; no lo consiente el Soberano del supremo
Olimpo. Largos destierros te están destinados y largas navegaciones
por el vasto mar; llegarás en fin, a la región Hesperia,
donde el lidio Tiber fluye con mansa corriente entre
fértiles campiñas, pobladas de fuertes varones. Allí te están
prevenidos prósperos sucesos, un reino y una regia consorte;
no llores más a tu amada Creusa. No veré yo las soberbias
moradas de los Mirmidones y de los Dólopes, no iré a servir
a las matronas griegas, yo, del linaje de Dárdano y nuera de
la diosa Venus; antes bien me retiene en estas playas la gran
madre de los dioses. Adiós, pues, y guarda en tu corazón el
amor de nuestro hijo."
Dicho esto, dejóme anegado en lágrimas, pugnando en
vano por responderle las mil cosas que se agolpaban a mi
mente, y se desvaneció en el aura leve. Tres veces fui a
echarle los brazos al cuello, y tres veces su imagen, vanamente
asida, se deslizó de entre mis manos, como un viento
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sutil, como un fugaz ensueño. Pasada así, en fin, la noche,
volví a reunirme con mis compañeros.
Allí vi que se les habían agregado otros muchos, admirándome
de que su número fuese tan grande; allí había matronas,
guerreros, niños, muchedumbre infeliz congregada
para el destierro.
De todas partes habían acudido a igual punto, trayendo
consigo sus ajuares y aparejados a seguirme por mar a cualesquiera
regiones adonde me pluguiera llevarlos.
Ya en esto el lucero de la mañana se alzaba por cima de
las altas cumbres del Ida, trayendo el día; los Griegos ocupaban
las puertas de Troya; ninguna esperanza de socorrerla
nos quedaba ya. Cedí, pues a la suerte, y levantando en
hombros a mi padre, me encaminé al monte.
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TERCER LIBRO DE LA ENEIDA
Después que plugo a los dioses derruir el imperio de Asia
y abrumar a la raza de Príamo con una desgracia inmerecida;
luego que cayó la soberbia Ilión y toda Troya, la ciudad de
Neptuno, quedó reducida a humeantes pavesas, decidímonos,
por los agüeros de los dioses a buscar diversos destierros
y regiones desiertas, a cuyo fin construimos una armada
en el pueblo de Antandro, al pie de los montes del frigio Ida,
sin saber a dónde nos llevarán los hados, dónde nos será
dado establecernos. Reúno, pues, toda mi gente: empezaba
entonces apenas el verano, y como ya mi padre Anquises
disponía que diésemos la vela a la aventura, abandoné, en
fin, llorando, las costas y los puertos de la patria y los campos
donde fue Troya; desterrado, surco el hondo mar con
mis compañeros, mi hijo, mis penates y nuestros grandes
dioses.
Hay distante de Troya una vasta región favorecida de
Marte, poblada por los Tracios, en la cual reinó en otro
tiempo el cruel Licurgo, y que en los días de prosperidad
para nosotros fue de muy antiguo nuestra aliada y amiga. A
ella enderezo el rumbo, y en sus corvas playas, impulsado
por aciaga fortuna, asiento la primera cerca de una ciudad, a
cuyos pobladores doy el nombre de Eneadas, tomado del
mío.
Allí hice un sacrificio a mi madre Dione y a las deidades
protectoras de las obras comenzadas, e inmolé en la playa al
supremo rey de los dioses un corpulento toro. Alzábase por
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dicha allí cerca un túmulo, que cubría con sus espesas ramas
un cerezo silvestre y un enorme arrayán. Lleguéme a él, y
queriendo arrancar del suelo algunas verdes malezas para
esparcir sus hojas sobre los altares, se aparece a mis ojos un
horrendo prodigio: del primer arbusto que descuajo, destilan
gotas de negra sangre, con que se empapa el suelo; un frío
horror paraliza mis miembros; helada de espanto, se me
cuaja la sangre en las venas. Segunda vez pruebo a arrancar
el flexible tallo de otro arbusto para descubrir la causa de
aquel misterio, y otra vez chorrea sangre la corteza. Revolviendo
en mi mente mil pensamientos, invocaba a las ninfas
de las selvas y al padre Gradivo, que protege los campos de
los Getas, a fin de que trocasen aquella triste aparición en
próspero agüero; pero cuando con mayor empuje pruebo a
arrancar la tercera mata, y forcejeo, apoyada una rodilla en la
arena (¿lo diré o no?), sale de lo más hondo del túmulo un
gemido lastimero, y llegan a mis oídos estas palabras: "¿Por
qué, ¡Oh Eneas!, despedazas a un infeliz? Deja en paz al que
yace en el sepulcro; no manches con un crimen tus piadosas
manos. Hijo de Troya como tú, no soy para ti un extranjero;
esa sangre que ves, no mana de los arbustos. ¡Ah! huye de
este despiadado suelo, huye de estas avaras playas. Yo soy
Polidoro; aquí me encubre, clavado en tierra, una férrea mies
de dardos, cuyas aceradas puntas han ido botando sobre mi
cuerpo acribillado." Oprimido entonces el ánimo de un inquieto
terror, quédeme yerto, mis cabellos se erizaron y la
voz se me pegó a la garganta.
Era aquel Polidoro el mismo a quien el desventurado
Príamo, cuando llegó a desconfiar del triunfo de las armas
troyanas, viendo estrechamente cercada su ciudad, envió
tiempo antes, con gran cantidad de oro, al Rey de Tracia
para que cuidase de su crianza. El Rey, tan luego como vio
mal paradas las cosas de los Troyanos, y que los abandonaba
la fortuna, siguió el partido de Agamenón y de sus armadas
vencedoras, y atropellando todos los deberes, degüella a PoL
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lidoro y se apodera por fuerza de su caudal. ¡A qué no arrastras
a los mortales corazones, impía sed del oro! Luego que
volví de mi espanto, fui a referir a los próceres elegidos del
pueblo, y a mi padre, el primero entre ellos, el prodigio que
me habían manifestado los dioses, y a pedirles su parecer
sobre lo que debía hacerse. Todos estuvieron unánimes en
que debíamos huir de aquel suelo criminal, abandonar aquellos
sitios, en que se había profanado la hospitalidad, y dar
las naves al viento; pero antes hacemos exequias funerales a
Polidoro. Hacinamos gran porción de tierra para sepulcro,
levantamos a sus manes altares enlutados con azules ínfulas y
negro ciprés, colocándose en derredor las Troyanas, destrenzado
el cabello, conforme al rito. Sobre ellos derramamos
espumantes cuernos de leche tibia y copas de sangre de las
víctimas sacrificadas; encerramos su alma en el sepulcro, y
con grandes clamores le damos el último adiós.
Apenas pudimos tener confianza en la mar, viendo sus
olas en paz con los vientos y oyendo la apacible voz del austro,
que nos convidaba a navegar, botaron al agua las naves
mis compañeros, y con su muchedumbre llenaron las playas.
Salimos, en fin, del puerto; pronto dejamos atrás tierras y
ciudades. En medio del mar se alza una frondosa isla, tierra
sagrada, gratísima a la madre de las Nereidas y a Neptuno
egeo; errante en otro tiempo por los mares de playa en playa,
el dios flechador, compadecido, la fijó entre Micón y la alta
Giaro, concediéndole que permaneciese inmoble y arrostrase
el furor de los vientos. Allí vamos a parar; aquella apacible
isla nos recibe, fatigados navegantes, en su seguro puerto. Ya
desembarcados, saludamos con veneración la ciudad de
Apolo. El rey Anio, rey de aquellos pueblos y juntamente
sacerdote de Febo, ceñidas las sienes de la real diadema y del
sacro laurel, nos sale al encuentro y reconoce a su antiguo
amigo Anquises; nos damos las manos en señal de hospitalidad
y le seguimos a su palacio.
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Voy luego a adorar a Apolo en su templo, labrado de
vetustas piedras. "Concédenos", le dije, "¡Oh Timbreo! morada
propia. Concede a estos infelices fatigados murallas y
ciudad donde tomar asiento y perpetuar su linaje; conserva a
Troya un segundo Pérgamo en nosotros, reliquias de los
Griegos y del cruel Aquiles. ¿A quién hemos de seguir? ¿A
dónde nos mandas que vayamos? ¿Dónde quieres que nos
fijemos? Danos ¡Oh padre! un agüero e infunde tu numen
en nuestras almas."
No bien hube pronunciado estas palabras, cuando de repente
me pareció que retemblaba todo en derredor, los umbrales
y el laurel del dios; que se estremecía el circunvecino
monte y que crujía la trípode en el abierto santuario. Prosternámonos
en tierra, y estas palabras llegan a nuestros oídos:
"Esforzados hijos de Dárdano, la primera tierra que
produjo el linaje de vuestros padres, y con él a vosotros, esa
misma os acogerá en su fecundo regazo cuando tornéis a
ella; buscad, pues a vuestra antigua madre. Allí dominarán de
uno a otro confín la casa de Eneas y los hijos de sus hijos y
los que nacieran de ellos." Esto nos respondió Febo; todos
prorrumpen en alborozada gritería y se echan a discutir qué
murallas sean aquellas de que habla el dios, adónde quiere
que encaminemos nuestros errantes pasos y adónde nos
manda volver; entonces mi padre, evocando memorias de los
antiguos varones, "Escuchad, ¡Oh próceres!" dijo, "y sabed
el secreto de vuestras esperanzas. En medio del mar se extiende
la isla de Creta, donde está el monte Ida, cuna del
gran Jove y de nuestro linaje. Pueblan sus naturales cien
grandes y riquísimas ciudades; de allí, si recuerdo bien lo que
tengo oído, nuestro insigne antepasado Teucro llegó el primero
a las bocas Reteas, donde eligió sitio para fundar un
reino. Aun no se había levantado Ilión ni existía el alcázar de
Pérgamo; sólo estaban poblados los hondos valles. De allí
nos vinieron el culto de la madre Cibeles y los címbalos de
los coribantes y los misterios del bosque Ideo; de allí el silenL
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cio de las ceremonias sagradas y los leones uncidos al carro
de la diosa. Ea, pues, sigamos el rumbo que nos señalan los
mandatos de los dioses; aplaquemos los vientos y encaminémonos
a los reinos de Creta; ni creáis que distan de aquí
gran trecho: con tal que Júpiter nos sea propicio, al tercer día
arribará nuestra escuadra a las playas cretenses." Dicho esto,
inmoló en las aras los holocaustos debidos a los dioses: un
toro a Neptuno, otro a ti, hermoso Apolo, una oveja negra a
la Tempestad, y una blanca a los bonancibles Céfiros.
En alas de la fama llegan a nuestros oídos nuevas de que
el caudillo Idomeneo, arrojado del reino de sus padres, ha
huido, dejando desamparadas las playas de Creta; de que sus
moradas están libres de enemigos, y de que allí nos esperan
habitaciones abandonadas. Salimos del puerto de Ortigia, y
volando por el piélago, dejamos atrás a Naxos con sus collados
cubiertos de bacantes, a la verde Donusa, a Olearo y a la
blanca Paros; las Cícladas, esparcidas por el mar y una multitud
de estrechos y de lenguas de tierra. Nuestros marineros
claman a porfía, encareciendo unos con otros sus deseos, de
que lleguemos a Creta, cuna de nuestros antepasados; y favorecidos
del viento, que se levantó a popa, llegamos en fin
prósperamente a las playas de los antiguos Curetes. Al punto,
llevado de mi impaciencia, hago empezar a construir los
muros de la anhelada ciudad, a la que pongo por nombre
Pérgamo, exhortando a mi gente, entusiasmada de aquella
denominación troyana, a que ame sus nuevos hogares y levante
al punto una fortaleza. Ya habíamos sacado a la seca
playa casi todas nuestras naves; ya nuestra juventud celebraba
fiestas nupciales y atendía al cultivo de nuestros nuevos
campos; yo empezaba a darles leyes y viviendas, cuando de
repente sobrevino un año de horrible peste, producida por la
corrupción del aire, mortífera para los hombres, los árboles y
los sembrados. Los que no perdían la dulce vida, la arrastraban
entre crueles enfermedades; pasaba esto en la estación
en que Sirio abrasa con sus rayos los campos esterilizados;
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las yerbas estaban secas, y las mieses, agostadas, negaban
todo sustento. Entonces mi padre me exhortó a que, cruzando
el mar, fuese a consultar segunda vez el oráculo de
Febo en su templo de Ortigia, y a implorar su clemencia,
preguntándole qué término tiene señalado a nuestras cansadas
peregrinaciones, de dónde nos manda que probemos a
sacar remedio a nuestros trabajos, adónde en fin, hemos de
enderezar el rumbo.
Era la noche, y el sueño embargaba en la tierra a todas las
criaturas, cuando se me aparecieron en sueños, iluminadas
por la clara luz de la luna llena, que penetraba por mis ventanas,
las sagrados efigies de los dioses y los penates frigios
que traje conmigo de Troya, sacándolos de entre las llamas
de la ciudad; entonces me pareció que me hablaban así, disipando
mis angustias con estas palabras: "Lo que Apolo te
diría si fueses a Ortigia a consultarle, te lo va a vaticinar aquí,
y para eso nos envía a tus umbrales. Nosotros te hemos seguido
después del incendio de Troya, a ti y a tus armas, y
contigo y en tus naves hemos surcado el revuelto piélago;
nosotros levantaremos hasta las estrellas a tus futuros descendientes,
y daremos a su ciudad el señorío del mundo. Tú
prepara grandes murallas para un gran pueblo, y no desmayes
en el largo afán de tus peregrinaciones. Fuerza es que
cambies de morada; no son éstas las playas a que el delio
Apolo te persuadió que fueras, ni te mandó fijar tu asiento
en Creta. Hay una gran región (los Griegos le dan por nombre
Hesperia), tierra antigua, poderosa en armas y rica en
frutos, poblada en otro tiempo por los Enotrios; ahora es
fama que sus descendientes la llaman Italia, del nombre de
su caudillo. Allí tenemos nuestras moradas propias; de allí
proceden Dárdano y nuestro ascendiente Jasio, de quien
desciende el linaje troyano. Levántate, pues, y ve jubiloso a
contar estas cosas certísimas a tu anciano padre, y a decirle
que se dirija a Corito y a las regiones ausonias. Júpiter no
consiente que mores en los campos dicteos." Atónito con
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tales visiones y con aquellas palabras de los dioses (porque
aquello no era un sueño, antes se me figuraba que los tenía
delante y que reconocía sus rostros y veía sus cabelleras,
ceñidas de sacras vendas), un frío sudor corrió por todo mi
cuerpo. Levántome del lecho, tiendo al cielo las manos y mi
voz suplicantes, y libo en mi hogar puras ofrendas. Cumplido
aquel deber, voy, lleno de alegría, a enterar de todo a Anquises,
y se lo refiero por su orden; con esto reconoce la
ambigüedad de nuestro linaje, nacida de sus dos troncos, y
su nuevo error en confundir los antiguos lugares. Entonces
repuso: "Hijo mío, trabajado por los adversos hados de
Ilión, Casandra era la única que me vaticinaba esos sucesos;
ahora recuerdo que presagió a mi linaje la posesión de un
imperio, al que unas veces daba el nombre de Hesperia, otras
el de Italia; pero ¿quién había de creer que los Teucros irían a
las playas de Hesperia? o ¿A quién entonces hacían fuerza
los vaticinios de Casandra? Rindámonos a Febo, y persuadidos
de su oráculo, sigamos mejores rumbos" Dice, y todos
con aplauso obedecemos sus palabras, abandonando también
aquellos sitios, y dejando en ellos a unos pocos, damos
la vela y surcamos el vasto piélago en nuestras huecas naves.
Luego que estuvimos en alta mar, y desaparecieron todas
las costas, sin que viésemos por dondequiera más que cielo y
agua, una azulada nube se paró encima de mi cabeza, trayendo
en su seno la noche y la tempestad. Horribles tinieblas
cubrieron las olas. Al punto los vientos revuelven la mar y se
levantan enormes oleadas: juguete de su empuje, vagamos
dispersos por el vasto abismo. Negros nubarrones envuelven
el día, y una lluviosa obscuridad nos roba el cielo; de las rasgadas
nubes brotan frecuentes relámpagos. Perdido el rumbo,
andamos errantes por el tenebroso piélago; el mismo
Palinuro no acierta a distinguir el día de la noche, ni recuerda
el derrotero en medio de las olas. Todavía anduvimos
errantes por el caliginoso mar durante tres días sin sol, y
otras tantas noches sin estrellas; por fin, al cuarto día vimos
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por primera vez alzarse tierra en el horizonte, aparecer
montes a lo lejos y algunas nubes de humo. Amainamos
velas y echamos mano al remo sin perder momento; los marineros
baten la espuma a fuerza de puños y barren las cerúleas
ondas; las playas de las Strofadas me reciben las
primeras, libertado del mar. Los Griegos denominan Strofadas,
unas islas del vasto mar Jónico, donde habitan la cruel
Celeno y las otras arpías, desde que, cerrado para ellas el
palacio de Tineo, el miedo les hizo abandonar sus abundosas
mesas. Jamás salieron de las aguas estigias, suscitados por la
cólera de los dioses, monstruos más tristes ni peste más repugnante;
tienen cuerpo de pájaro con cara de virgen, expelen
un fetidísimo excremento, sus manos son agudas garras,
y llevan siempre el rostro descolorido de hambre...
Apenas desembarcamos en el puerto, vimos esparcidas
por toda la campiña hermosas vacadas y rebaños de cabras
sin pastor. Entrámoslos a cuchillo, ofreciendo a los dioses y
al mismo Júpiter parte de aquella presa; luego disponemos
en la corva playa los hechos y empezamos a comer aquellos
óptimos manjares, cuando de pronto acuden desde los
montes con horrible vuelo las arpías, y batiendo las alas con
gran ruido, arrebatan nuestras viandas y las corrompen todas
con su inmundo contacto, esparciendo en torno, entre sus
fieros graznidos, insoportable hedor. Segunda vez ponemos
las mesas a gran distancia de allí, en una honda gruta, cerrada
por corpulentos árboles, que la cubren de espesísima sombra,
y restablecemos el fuego en los altares; mas segunda vez
también, desde diversos puntos del cielo, sale la resonante
turba de sus lóbregos escondrijos, revolotea, esgrimiendo sus
garras, alrededor de nuestros manjares y los ensucia con sus
bocas. Mando entonces a mis compañeros que empuñen las
armas y cierren con aquella familia maldita; hácenlo como lo
dispongo, ocultando las espaldas y los broqueles entre la
yerba, y apenas las arpías se dispersan en ruidoso tropel por
las corvas playas, y Miseno, desde un alto risco, da la señal
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con una trompeta, las acometen los míos, y en tan nuevo
linaje de lid, acuchillan a aquellas sucias aves del mar; pero su
plumaje impenetrable las preserva de toda herida, y tendiendo
su vuelo por el firmamento en rápida fuga, abandonan la
ya roída presa entre asquerosos rastros de su presencia. Sólo
Celeno quedó posada en una eminente roca, desde donde,
fatal agorera, rompió a hablar en estos términos:
"Hijos de Laomedonte después de habernos movido
guerra, destruyendo nuestros ganados, ¿todavía intentáis
expulsar a las inocentes arpías del reino de sus padres? Oíd,
pues, lo que os voy a decir, y guardad bien en la memoria
estas palabras: Yo, la mayor de las furias, voy a revelaros las
cosas que el Padre omnipotente tiene vaticinadas a Febo, y
Febo me ha vaticinado a mí. A Italia enderezáis el rumbo, y a
Italia os llevarán los vientos invocados; lograréis arribar a sus
puertos, pero no rodearéis con murallas la ciudad que os
conceden los hados, sin que antes horrible hambre, castigo
de la matanza que habéis intentado en nosotras os haya obligado
a morder y devorar vuestras propias mesas."
Dijo, y volando fue a refugiarse en la selva. Aquellas palabras
helaron de súbito terror la sangre en las venas a mis
compañeros; decayeron los ánimos, y renunciado al medio
de las armas, con votos y preces determinan implorar la paz,
ya sean diosas las arpías, ya crueles e inmundas aves. Mi padre
Anquises, tendiendo en la playa sus manos al cielo, invoca
a los grandes númenes y prescribe los sacrificios que
reclama el caso. "¡Apartad, oh dioses". exclama, "esas amenazas!
¡Apartad de nosotros tamaño desastre, y salvad a estos
hombres piadosos!" Enseguida manda cortar los cables y
tender las sacudidas jarcias.
Hinchan los notos nuestras velas y bogamos por las espumosas
olas, siguiendo el derrotero que nos señalan los
vientos y el piloto. Ya aparecen en medio del mar la selvosa
Zacinto, y Duliquio, y Samos, y Nerito, toda erizada de peñascos.
Esquivamos los arrecifes de Itaca, reino de Laertes,
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maldiciendo aquel suelo, que produjo al cruel Ulises. Pronto
se descubren a nuestra vista las nebulosas cimas del monte
Leucates y el promontorio de Apolo, tan temido de los marineros.
Allí, sin embargo, nos dirigimos fatigados y entramos
en la pequeña ciudad: echamos el ancla y amarramos las
naves a la playa.
Desembarcados, por fin, impensadamente en aquella tierra,
ofrecemos a Júpiter, encendiendo en sus altares llamas
votivas, y celebramos juegos troyanos en la playa de Accio.
Desnudos y ungido de aceite el cuerpo, nuestros compañeros
se ejercitan en las luchas nacionales, regocijándose de
haber escapado con bien de tantas ciudades argólicas, y de
haber logrado la fuga por medio de sus enemigos. Entre
tanto el sol iba llegando al término de su larga carrera en
derredor del año, y el frío invierno con sus aquilones encrespaba
las olas. Clavo en las puertas del templo un escudo de
cóncavo bronce, antiguo arreo del grande Abante, y esculpo
en él esta inscripción: "Eneas arrebató este trofeo a los Griegos
vencedores"; enseguida mando a los remeros dejar el
puerto y tomar asiento en sus bancos; ellos a porfía baten
con los remos las aguas y barren la mar. Pronto perdemos de
vista las enhiestas torres de los Feacios, seguimos las costas
de Epiro, arribamos al puerto Caonio, y subimos a la eminente
ciudad de Butroto.
Allí llegaron a nuestros oídos increíbles rumores de que
Eleno, hijo de Príamo, reinaba en algunas ciudades griegas,
por haberse casado con la viuda de Pirro, del linaje de Eaco,
y sucedídole en el trono; y de que Andrómaca había contraído
nuevo enlace con un troyano. Quedéme pasmado, y en
mi pecho se encendió un vehementísimo deseo de hablar
con Eleno y averiguar la verdad de tan grandes sucesos; salgo
del puerto, dejando mis naves y la playa, y me adelanto
tierra adentro. Por dicha, en aquel momento estaba Andrómaca
en un bosque, a corta distancia de la ciudad, junto a la
orilla de un imaginario Simois, ofreciendo libaciones solemL
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nes, manjares y fúnebres dones a las cenizas de Héctor, evocando
sus manes a un túmulo vacío, formado de verde césped,
al que había consagrado dos altares, ocasión de su
continuo llanto. En cuanto me vio dirigirme a ella, y reconoció,
delirante, mis arreos troyanos, aterrada como a la vista
de un fantasma, cayó de pronto exánime y yerta; mas recobrando
al fin la voz tras largo desmayo, me habló así: "¿Es
realidad? ¿Eres tú verdaderamente, hijo de una diosa, el que
viene a mí como mensajero? ¿Vives? o si la luz del cielo faltó
ya para ti, ¿Dónde está Héctor?" Dijo, prorrumpió en llanto
y llenó todo el bosque con sus clamores. Turbado en vista de
aquella acerba aflicción, apenas acierto a articular estas confusas
palabras: "Vivo, sí, arrastrando una miserable existencia
entre crudos afanes. No lo dudes; lo que estás viendo es una
realidad... Mas ¡Ay! ¿Qué trance cruel te derribó de la altura
en que te puso tu primer marido? ¿Cuál fortuna, digna de él
y de ti, es ahora la tuya? ¿Eres, ¡oh Andrómaca! la viuda de
Héctor o la esposa de Pirro?" Bajó el rostro, avergonzada y
me dijo con humilde acento: "¡Oh feliz sobre todas la virgen
hija de Príamo, condenada a morir ante un túmulo enemigo,
bajo las altas murallas de Troya, que ni se vio sorteada, ni
subió cautiva, al lecho de un amo vencedor! Yo, después del
incendio de Troya, llevada por diversos mares, tuve que sufrir
la insolencia de un mancebo soberbio, hijo de Aquiles, y
concebí en la esclavitud; el cual, prendado al poco tiempo de
Hermione, nieta de Leda, y prefiriendo enlazarse con una
Lacedemonia, me entregó a mí, su sierva, por esposa de su
siervo Eleno. Pero Orestes, inflamado de un violento amor a
su prometida esposa, que quieren arrebatarle, e impelido al
crimen por las Furias, cayó de improviso sobre Pirro y le
inmoló al pie de los patrios altares. Por muerte de Neptolemo,
una parte de sus reinos pasó a poder de Eleno, que, del
nombre del troyano Caón, denominó Caonia a toda esta
tierra, y construyó en esos collados un nuevo Pérgamo y un
alcázar como el de Ilión. Pero a ti, ¿qué vientos, qué hados te
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han impelido en tu derrotero? ¿Cuál dios te ha hecho arribar
sin saberlo a nuestras playas? ¿Qué es del niño Ascanio?
¿Vive, respira aún? Nació cuando Troya... ¿Se acuerda con
dolor de su perdida madre? ¿Le excita al culto de la antigua
virtud y al varonil esfuerzo el ejemplo de su padre Eneas y
de su tío Héctor?"
Así decía llorando y exhalando en vano largos sollozos,
cuando salió de las murallas con grande acompañamiento, y
se encaminó a nosotros, el héroe Eleno, hijo de Príamo, y
reconociendo a los suyos, nos condujo alborozado, a su palacio,
llorando de alegría a cada palabra que nos dirige. Sigo
adelante y me encuentro con una pequeña Troya, con una
fortaleza construida a semejanza del grande alcázar de Pérgamo,
con un seco arroyo denominado Xanto, y abrazo los
umbrales de una puerta Scea. También mis Teucros se regocijan,
como yo, a la vista de aquella ciudad amiga, que les
recuerda su patria. Recibíales el Rey en sus espaciosos pórticos,
en medio de su palacio hacían libaciones a Baco, y la
copa en la mano, apuraban sabrosos manjares, servidos en
vajilla de oro.
Así pasamos un día; cuando ya las auras bonancibles nos
brindan a navegar e hincha nuestras velas el impetuoso austro,
dirijo estas palabras a Eleno, juntamente rey y adivino:
"Hijo de Troya, intérprete de los dioses, tú que descubres la
voluntad de Febo en las trípodes, en el laurel de Claros, en
las estrellas y en los agüeros del canto y del vuelo de las aves,
habla, yo te lo ruego. En todo la religión me tiene vaticinado
un próspero viaje; todos los númenes me han amonestado a
que me encamine a Italia y penetre en aquellas repuestas
regiones; sólo la arpía Celeno me ha anunciado un nefando y
nunca visto prodigio, venganzas crueles y un hambre espantosa.
¿Qué peligros son los que debo evitar primero?
¿Qué he de hacer para superar tan grandes trabajos?" Entonces
Eleno, después de inmolar, conforme al rito, algunos
novillos, implora el favor de los dioses, desciñe las ínfulas de
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su sagrada cabeza, y él mismo me conduce por la mano,
temblando yo a la idea de verme en presencia de tan gran
numen, a los umbrales de su templo, ¡Oh Febo!; enseguida el
sacerdote pronunció con su inspirado labio este vaticinio:
"Hijo de una diosa, los más grandes auspicios me declaran
patentemente que debes lanzarte al mar; así el rey de los
dioses dispone tus hados y prepara tus futuros azares; tal es
el orden que te señala. Pocas te declararé de las muchas cosas
que te convendría saber para que te fuesen más seguros y
hospitalarios los mares que vas a explorar, y los puertos ausonios
en que has de hacer asiento, pues las Parcas vedan a
Eleno saberlas todas, y Juno, hija de Saturno, le impide hablar.
En primer lugar, la Italia, que tú te imaginas cercana, y
esos puertos que te dispones a ocupar y que crees vecinos,
está muy lejos, y de ellos te separan largos e intransitables
caminos. Tus remos han de doblegarse en las olas trinacrias,
han de surcar tus naves las aladas olas del mar Ausonio, los
lagos infernales y las aguas de la isla de Circe, hija de Eea,
antes de que te sea dado echar los cimientos de una ciudad
en el suelo seguro. Yo te daré las señales por las que has de
guiarte; grábalas bien en tu mente. Cuando engolfado en
tristes pensamientos te encuentres a la margen de un desconocido
río, tendida bajo las encinas de la ribera, una corpulenta
cerda blanca dando de mamar a treinta lechoncillos,
blancos como ella, habrás hallado el sitio en que has de edificar
tu ciudad; aquél será el descanso cierto de tus trabajos.
No te horrorice la idea de que habéis de devorar hasta vuestras
mesas; los hados te sacarán de ese trance, y Apolo invocado
será contigo. Evita, sin embargo, esas tierras, evita esas
cercanas costas de Italia, que bañan las olas de nuestro mar;
todas sus ciudades están habitadas por los pérfidos Griegos.
Allí los Locrios han levantado las murallas de Naricia, y el
lictio Idomeo ocupa con sus guerreros los campos salentinos;
allí el caudillo Filoctetes, rey de Melibea, ha fortificado
la reducida población de Petelia. Mas luego que, traspuestos
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los mares, hayan anclado tus naves en la costa, y levantadas
las aras, pagues a los númenes los debidos votos, cúbrete la
cabellera con un velo de púrpura, no sea que en medio de las
sagradas llamas, encendidas en honor de los dioses, se te
presente el rostro de un enemigo y turbe el agüero. Observad
tus compañeros y tú esta práctica en las ceremonias sagradas,
y perpetúese como una tradición religiosa entre
vuestros piadosos descendientes. Mas cuando los vientos te
impelan hacia las playas sicilianas y se ensanchen a tu vista
las angostas bocas de Peloro, dirígete por un largo circuito a
las tierras y a los mares que verás a tu izquierda; huye de las
costas y de las olas que veas a tu derecha. Es fama que aquellos
dos continentes, que en otro tiempo formaban uno solo;
se separaron violentamente en un espantoso rompimiento, a
impulso de las aguas del mar, que dividió a la Hesperia de la
costa siciliana: ¡Tan poderosa es para producir mudanzas la
larga sucesión de los siglos! y abriéndose un estrecho canal
entre ellas, baña a la par los campos y las ciudades de ambas
riberas. Señorease del diestro lado Scila, y del izquierdo la
implacable Caribdis; ésta se sorbe tres veces las vastas olas
precipitadas en su profundo báratro, y tres veces las vuelve a
arrojar a lo alto, batiendo con ellas el firmamento, mientras
que Scila encerrada en las negras cavidades de una caverna,
saca la cabeza por ella y arrastra las naves hacia sus peñascos.
Tiene la primera rostro de hombre, y hasta medio cuerpo
figura de hermosa virgen; el resto es de enorme pez, uniendo
una doble cola de delfín a un vientre como el de los lobos.
Más te valdrá, aunque sea más lento, enderezar el rumbo al
promontorio siciliano de Paquino y dar un largo rodeo, que
ver una sola vez a la horrible Scila en su enorme caverna, y
sus riscos, siempre resonantes con los ladridos de sus perros
marinos. Además, si alguna prudencia reconoces en Eleno, si
tienes alguna fe en los vaticinios, y crees que Apolo infunde
en mi mente el espíritu de la verdad, una cosa te aconsejaré,
¡Oh hijo de una diosa!, y no me cansaré de repetirla: lo priL
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mero es que implores en tus preces el numen de la gran Juno;
ofrece a Juno continuos votos, y aplaca a fuerza de suplicantes
dones a aquella poderosa soberana, y así, en fin,
vencedor, dejando la Sicilia, llegarás a los confines ítalos.
Arribado que hayas allí, y entrando en la ciudad de Cumas y
en los divinos lagos y en las resonantes selvas del Averno,
verás una exaltada profetisa que anuncia los hados futuros
bajo una hueca peña y escribe en hojas de árboles sus vaticinios,
los cuales dispone en cierta manera, dejándolos así encerrados
en su caverna, donde permanecen quietos sin que
varíe en nada el orden en que ella los ha dejado; mas apenas
llega a entreabrirse la puerta y penetra en la cueva la menor
ráfaga de viento, se dispersan, revoloteando por todo el ámbito
aquellas hojas escritas, sin que ella se cure de recogerlas,
de colocarlas nuevamente en su sitio, ni de coordinar, juntándolas,
sus oráculos; los que han acudido a consultarla se
vuelven sin respuesta, maldiciendo de la cueva de la Sibila.
Nada te importe detenerte allí cuanto fuere preciso; aunque
te increpen tus compañeros, aunque los vientos te brinden y
aun te fuercen a darte a la vela, soplando prósperos, no dejes
de ir a buscar a la Sibila y de implorar con preces sus oráculos;
aguarda a que te los dé, aguarda que benévola te haga oir
su voz. Ella te declarará los pueblos de Italia y las futuras
guerras que te aguardan, y te dirá los medios de evitar o de
vencer cualesquiera trabajos; si la veneras, ella hará prósperas
tus aventuras. He aquí las cosas que a mi voz le es lícito declararte;
ve, pues, y sublima hasta los astros con tus hechos
el gran nombre de Troya."
Después de haberme dirigido estas palabras amigas, dispuso
el adivino que llevasen a las naves cuantiosos regalos de
oro y marfil; en ellas amontona además mucha plata, vasos
de Dodona, una loriga de triples mallas de oro y un magnífico
yelmo de undoso y largo crestón, armas d Neptolemo.
También para mi padre hubo presentes; a ellos añade cabaV
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llos y guías... nos proporciona remeros, y provee además de
armas a mi gente.
Entre tanto que Anquises mandaba aparejar la escuadra
para que no hubiese demora en aprovechar el primer viento
favorable, el intérprete de Febo le habló así con respetuoso
acento: "¡Oh Anquises, digno de tu glorioso enlace con Venus,
cuidado de los dioses, libertado por dos veces de las
ruinas de Pérgamo! ahí tienes delante la tierra de Ausonia;
vuela a arrebatarla con tus naves. Y sin embargo, fuerza te
será navegar largo rato antes de llegar a ella; lejos está todavía
aquella parte de la Ausonia que Apolo designa en sus
oráculos. Ve, ¡Oh padre feliz por la piedad de tu hijo! ¿A qué
he de extenderme más, impidiéndoos con mis palabras aprovechar
los vientos que se levantan?" También Adrómaca,
pesarosa de aquella suprema despedida, y no menos espléndida
que Eleno, trae ropas recamadas de oro y una clámide
frigia para Ascanio, le abruma de regalos de telas labradas, y
le dice así: "Recibe, niño, estas labores de mis manos, y consérvalas
como un recuerdo y un testimonio del acendrado
cariño de Andrómaca, esposa de Héctor. Recibe estos últimos
dones de los tuyos, ¡Oh única imagen que me queda de
mi Astianax! Así levantaba los ojos, así movía las manos, ése
era su porte; ahora tendría tu edad y crecería contigo." Yo
me despedí de ellos, diciéndoles entre lágrimas: "¡Vivid felices,
oh vosotros, cuyas vicisitudes han terminado ya! Nosotros
estamos todavía destinados a ser juguete de la fortuna.
Asegurado os está el descanso; no tenéis que surcar mar alguno,
ni que buscar los campos de la Ausonia, que no parece
sino que siempre van huyendo de nosotros. Viendo estáis
una imagen del río Xanto y una Troya, obra de vuestras manos;
¡Ojalá viva bajo mejores auspicios que la primera, y menos
expuesta que ella a las insidias de los Griegos! Si algún
día llego a pisar las márgenes y las campiñas del Tíber; si
algún día llego a ver las murallas prometidas a los míos,
nuestras ciudades y nuestros pobladores, el Epiro y la HesL
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peria, unidos de antiguo por un mismo origen, pues todos,
tienen por padre a Dárdano, y ligados por iguales infortunios,
formaremos por nuestra estrecha unión una sola Troya.
¡Ojalá cundan estos sentimientos hasta nuestros últimos descendientes!"
Damos por fin la vela y llegamos al cercano promontorio
Ceraunio, camino el más breve por mar para Italia. En tanto
el sol se precipita en el ocaso, y los montes de la costa se
cubren de opacas sombras; desembarcamos, y designados
por la suerte los remeros que han de velar, nos tendemos
cabe la orilla en el regazo de la deseada tierra; desparramados
en grupos por la seca playa, restauramos los fatigados cuerpos
con un apacible sueño. Todavía la noche, conducida por
las horas, no había llegado a la mitad de su carrera, cuando
se levanta del lecho el diligente Palinuro, explora todos los
vientos y presta el oído al menor soplo de las auras; observa
todas las estrellas que se deslizan por el callado cielo; Arturo,
las lluviosas Híadas, los dos Triones y Orión, armado con su
espada de oro. Cerciorado de todas las señales de un cielo
sereno, dio desde la popa de su nave el toque sonoro, a cuya
llamada levantamos los reales, y dándonos nuevamente al
mar, desplegamos las alas de nuestras velas. Ya la Aurora
sonrosaba los cielos, ahuyentadas las estrellas, cuando divisamos
en lontananza unos nebulosos collados, y visible apenas
sobre la superficie del mar, el suelo de Italia. ¡Italia!
clamó el primero Acates, y a Italia saludan con jubilosos
clamores mis compañeros. Entonces mi padre Anquises
enguirnalda una gran copa, la llena de vino, y puesto de pie
en la más alta popa, invoca a los dioses en estos términos:
"Dioses del mar y de la tierra, árbitros de las altas tempestades,
otorgadnos una fácil travesía y prósperos vientos."
Arrecian en esto las deseadas auras, descúbrese el puerto ya
más cercano, y aparece en una altura un templo de Minerva;
recogen mis compañeros las velas y enderezan las proas hacia
la costa. Batido de las olas por la parte de Oriente, ábrese
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el puerto formando un arco, delante del cual oponen una
barrera de salada espuma dos grandes escollos, que a manera
de torres extienden en contorno una doble muralla; a medida
que nos acercamos, parece que el templo se aleja de la playa.
Allí, por primer agüero, vi cuatro caballos blancos como la
nieve, que estaban paciendo en un extenso y hermoso prado.
Entonces mi padre Anquises: "Guerra nos traes, ¡Oh tierra
hospitalaria! para la guerra se arman los caballos; esos brutos
nos amenazan con la guerra. Mas sin embargo, esos mismos
caballos se acostumbran a arrastrar un carro y a llevar uncidos
al yugo acordes frenos, lo cual es también una esperanza
de paz." Dice, y al punto imploramos el santo numen de la
armisonante Palas, primera deidad que acogió nuestros gritos
de alegría. Prosternados delante de sus altares, nos cubrimos
las cabezas con el velo frigio, y ajustándonos a los preceptos
importantísimos de Eleno, tributamos a la argiva Juno los
debidos honores.
Sin pérdida de momento, cumplidos por su orden los
votos, hacemos girar las velas en las entenas, y abandonamos
aquellos campos sospechosos, habitados por Griegos. Desde
allí descubrimos el golfo de Tarento, ciudad edificada por
Hércules, si no miente la fama; en frente se levanta el templo
de la diosa Lacinia, los alcázares de Caulonia y el promontorio
de Scila, donde tantas naves van a estrellarse. En seguida
divisamos a lo lejos sobre las olas trinacrias el Etna, y oímos
los grandes gemidos del piélago, los bramidos de las peñas
batidas del mar, la voz de las olas que van a romperse en la
playa; hierve el fondo del mar y se revuelven las arenas en
remolinos. Entonces mi padre Anquises: "Esa es sin duda,
aquella Caribdis; esos son, sin duda, aquellos arrecifes, aquellas
horrendas peñas que nos vaticinaba Eleno. Arrancadnos
de aquí, compañeros, y todos a la par echaos sobre los remos."
Hácenlo todos así, y Palinuro el primero endereza la
rechinante proa hacia las olas que se extienden a la izquierda;
toda la tripulación pugna por dirigirse a la izquierda con reL
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mo y vela. Una enorme oleada nos levanta al firmamento, y
aplanándose luego, descendemos con ella a la mansión de los
profundos mares. Tres veces los escollos lanzaron un inmenso
clamor de sus huecas cavernas; tres veces vimos desecha
la espuma y rociados con ella los astros. Por fin, al
ponerse el sol, la caída del viento trajo el término de nuestras
fatigas, y perdido el derrotero, fuimos a parar a las costas de
los Cíclopes.
Cerrado a los vientos el puerto, muy espacioso, es en extremo
apacible, pero cerca de él truena el Etna en medio de
horrorosas ruinas; unas veces arroja al firmamento una negra
nube de huno como pez, mezclado con blancas pavesas, y
levanta globos de llamas, que van a lamer las estrellas; otras
vomita peñascos, desgajadas entrañas del monte, y apiña en
el aire con gran gemido rocas derretidas, y rebosa hirviendo
de su profundo centro. Es fama que aquella mole oprime el
cuerpo de Encélado, medio abrasado por un rayo; sobre ella
estriba además el enorme Etna, de cuyos rotos hornos brotan
llamas y cada vez que el gigante fatigoso se revuelve de
otro lado, retiembla con sordo murmullo toda Sicilia y el
cielo se cubre de humo. Escondidos en las selvas, toda la
noche observamos con espanto aquellos horrendos prodigios,
sin discurrir cuál podía ser la causa del estruendo que
oíamos, pues ni aparecían los astros, ni iluminaba el firmamento
la menor claridad, antes todo era nieblas en el obscuro
cielo, y una borrascosa noche envolvía en sus sombras a
la luna.
Ya el próximo día empezaba a despuntar en el Oriente, y
la Aurora ahuyentaba del cielo las húmedas sombras, cuando
de pronto sale de las selvas, dirigiéndose a nosotros, tendiendo
suplicante sus manos hacia la playa, un desconocido
de singular y lastimosa catadura, reducido a la última demacración.
Atónitos quedamos contemplando su miseria espantosa,
su larga barba, su andrajoso vestido, sujeto con
espinas de pescado; por lo demás, se conocía que era un
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griego de los que en otro tiempo habían acudido con los
ejércitos de su nación contra Troya. En cuanto vio de lejos
nuestros atavíos dardanios y nuestras armas troyanas, paróse
un momento, despavorido, sin poder dar un paso; enseguida
se precipitó hacia la playa, llorando y dirigiéndonos estas
súplicas: "Por los astros, por los dioses, por ese aire del cielo
que respiramos todos, os conjuro ¡Oh Teucros! que me saquéis
de estos sitios, y sean cualesquiera aquellos a que me
llevéis, me daré por muy contento. No os ocultaré que he
formado parte de las escuadras griegas, ni tampoco que fui
uno de los que llevaron a la guerra a los penates de Ilión, por
lo cual, si tan grande os parece mi delito, arrojad al mar mi
despedazado cuerpo y sumergidlo en el inmenso abismo. Si
perezco, me será grato al menos perecer a manos de hombres."
Dijo, y echándose a nuestros pies, se nos asía a las
rodillas, como clavado en el suelo, mientras le instamos a
que hable, a que nos declare quién es, qué linaje es el suyo,
qué desgracias le persiguen; mi mismo padre Anquises, al
cabo de breves momentos, tiende la diestra al mancebo, y
con esta señal de bondad conforta su ánimo. Depuesto, en
fin, el terror, nos habla en estos términos:
"Compañero del desgraciado Ulises, Itaca es mi patria, mi
nombre Aqueménides; la pobreza de mi padre Adamastor
me impulsó a ir a la guerra de Troya (¡Ojalá me durase todavía
aquella pobreza!) Mientras huían despavoridos de estos
terribles sitios, mis compañeros me dejaron olvidado en la
vasta caverna del Cíclope, negra mansión, toda llena de podredumbre
y de sangrientos manjares. El monstruo que la
habita es tan alto, que llega con su frente al firmamento (¡Oh
Dioses, apartad de la tierra tamaña calamidad!), nadie osa
mirarle ni hablarle. Son su alimento las entrañas y la negra
sangre de sus miserables víctimas. Yo mismo, yo le vi, cuando
tendido en medio de su caverna, asió con su enorme mano
a dos de los nuestros y los estrelló contra una peña,
inundando con su sangre todo el suelo; le vi devorar sus
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sangrientos miembros, vi palpitar entre sus dientes las carnes
tibias todavía. Mas no quedó impune; no consintió Ulises
tales horrores, no se olvidó de los suyos en tan tremendo
trance el Rey de Itaca. Luego que Polifemo, atestado de comida
y aletargado por el vino, reclinó la doblada cerviz y se
tendió cuan inmenso era en su caverna, arrojando por la
boca, entre sueños, inmundos despojos, mezclados con vino
y sangre, nosotros, después de invocar a los grandes númenes,
y designados por la suerte los que habían de acometer la
empresa, nos arrojamos todos a la vez sobre él, y con una
estaca aguzada le taladramos el enorme ojo, único que ocultaba
bajo el entrecejo de su torva frente, semejante a una
rodela argólica o al luminar de Febo; y alegres en fin, vengamos
las sombras de nuestros compañeros. Pero huíd, infelices,
huíd, y cortad el cable que os amarra a la costa...
porque no es ese Polifemo, tal cual os le ha pintado, el único
que recoge sus ovejas en la inmensa caverna y les exprime las
ubres; otros cien infandos Cíclopes, tan gigantescos y fieros
como él, habitan estas corvas playas y vagan por estos altos
montes. Ya por tercera vez se han llenado de luz los cuernos
de la luna desde que arrastro mi existencia por las selvas,
entre las desiertas guaridas de las fieras, observando desde
una roca cuándo asoman los gigantes Cíclopes, y temblando
al ruido de sus pisadas y de su voz. Los arbustos me dan un
miserable alimento de bayas y desabridas cerezas silvestres;
las yerbas me sustentan con sus raíces, que arranco con mi
mano. Atalayando estos contornos, descubrí vuestras naves,
que se dirigían a estas playas, y a ellas, fuesen de quien fuesen,
resolví entregarme. Mi único afán es huir de esta monstruosa
gente; ahora vosotros imponedme el género de
muerte que os plazca."
No bien había pronunciado estas palabras, cuando en la
cumbre de un monte vemos moverse entre su rebaño la
enorme mole del mismo pastor Polifemo, que se encaminaba
a las conocidas playas; monstruo horrendo, informe, colosal,
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privado de la vista. Lleva en la mano un pino despojado de
sus ramas, en que apoya sus pasos, y le rodean sus lanudas
ovejas, su único deleite, consuelo también en su desgracia...
Luego que tocó las profundas olas y hubo penetrado en el
mar, lavó con sus aguas la sangre que chorreaba de su ojo
reventado, rechinándole los dientes de dolor; y avanzando
enseguida a la alta mar, aun no mojaban las olas su enhiesta
cintura. Temblando precipitamos la fuga, después de haber
acogido en nuestro bordo al griego suplicante, que bien lo
merecía; cortamos los cables en silencio, e inclinados sobre
los remos, a porfía barremos la mar. Oyonos él, y torció su
marcha hacia donde sonaba el ruido que hacíamos; mas como
no le fuese dado alcanzarnos con su mano, ni pudiese
correr tan aprisa como las olas jónicas, levantó un inmenso
clamor, conque se estremecieron el ponto y todas las olas,
retembló en sus cimientos toda la tierra de Italia, y rugió el
Etna en sus huecas cavernas. Concitados por aquel ruido,
acuden los Cíclopes de las selvas y de los altos montes, y
precipitándose en tropel hacia el puerto, llenan las playas; en
ellas veíamos de pie y mirándonos en vano con feroces ojos,
a aquellos hermanos, hijos del Etna, cuyas altas frentes se
levantaban al firmamento. ¡Horrible compañía! tales se alzan
con sus excelsas copas las aéreas encina o los coníferos cipreses,
en las altas selvas de Júpiter o en los bosques de Diana.
Aguijados por el miedo, maniobramos, atentos sólo a
precipitar la fuga, tendiendo las velas al viento favorable;
mas recordando los preceptos contrarios de Eleno, que nos
recomendaba evitar el rumbo entre Scila y Caribdis, como
muy peligroso, determinamos volver atrás, cuando he aquí
que empieza a soplar el Bóreas por el angosto promontorio
de Peloro, y nos impele más allá de las bocas del río Pantago,
formadas por peñas vivas del golfo de Megara y de la baja
isla de Tapso. Todas aquellas playas que de nuevo recorría,
nos iba enseñando Aqueménides, compañero del infeliz Ulises.
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En el golfo de Sicilia, en frente del undoso Plemirio, se
extiende una isla, a la que sus primeros moradores pusieron
por nombre Ortigia. Es fama que el río Alfeo de la Elide,
abriéndose hasta allí secretas vías por debajo del mar, confunde
ahora con sus aguas ¡Oh Aretusa! sus ondas sicilianas.
Obedeciendo a Anquises, ofrecemos sacrificios a los grandes
númenes de aquellos sitios, y enseguida avanzo a las tierras
que el Heloro fertiliza con sus aguas estancadas. De allí seguimos
costeando los altos arrecifes y los peñascos de Paquino,
que parecen suspendidos sobre el mar; a lo lejos
aparece Camarina, a la que los hados no permiten que mude
nunca de asiento, y los campos gelenses y la gran ciudad de
Gela, así llamada del nombre de su río. A lo lejos, en una
vasta extensión, ostenta sus magníficas murallas la alta Acragas,
madre en otro tiempo de fogosos caballos. Impelidos
por los vientos, te dejo atrás ¡Oh Selinos! rica de palmas, y
paso los vados Lilibeos, peligrosos por sus ocultos escollos.
Luego me reciben el puerto de Drepani y su triste playa; allí,
trabajado por tantas tempestades, perdí, ¡Ay! a mi padre Anquises,
consuelo único de mis trabajos; allí me dejaste abandonado
a mis fatigas, ¡Oh el mejor de los padres, libertado,
¡Ay! en vano de tantos peligros! Ni el adivino Eleno, cuando
me anunciaba tantos horrores, ni la cruel Celeno, me vaticinaron
aquella dolorosa pérdida. Tal fue mi última desventura,
tal fue el término de mis largas peregrinaciones, a mi
salida de allí, fue cuando un dios me trajo a vuestras playas.
Así alzando él solo la voz en medio de la atención universal,
recordaba el gran caudillo Eneas los hados que le
depararan los dioses, y refería sus viajes. Calló por fin, dando
aquí punto a su historia.
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CUARTO LIBRO DE LA ENEIDA
En tanto la Reina, presa hacía tiempo de grave cuidado,
abriga en sus venas herida de amor y se consume en oculto
fuego. Continuamente revuelva en su ánimo el alto valor del
héroe y el lustre de su linaje; clavadas lleva en el pecho su
imagen, sus palabras, y el afán no le consiente dar a sus
miembros apacible sueño.
Ya la siguiente aurora iluminaba la tierra con la antorcha
febea y había ahuyentado del polo las húmedas sombras,
cuando delirante Dido habló en estos términos a su hermana,
que no tiene con ella más que un alma y una voluntad:
"Ana, hermana mía, ¿qué desvelos son estos, que me suspenden
y aterran?
¿Quién es ese nuevo huésped que ha entrado en nuestra
morada? ¡Qué gallarda presencia la suya! ¡Cuán valiente, cuán
generoso y esforzado! Creo en verdad, y no es vana ilusión,
que es del linaje de los dioses. El temor vende a los flacos
pechos; pero él, ¡por cuáles duros destinos no ha sido probado!
¡ Qué terribles guerras nos ha referido¡ Si no llevase en
mi ánimo la firme e inmutable resolución de no unirme a
hombre alguno con el lazo conyugal desde que la muerte
dejó cruelmente burlado mi primer amor; si no me inspirasen
un invencible hastío el tálamo y las teas nupciales, acaso
sucumbiría a esta sola flaqueza. Te lo confieso, hermana:
desde la muerte de mi desventurado esposo Siqueo, desde
que un cruel fratricidio regó de sangre nuestros penates, ese
solo ha agitado mis sentidos y hecho titubear mi conturbado
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espíritu: reconozco los vestigios del antiguo fuego; pero
quiero que se abran para mí los abismos de la tierra, o que el
Padre omnipotente me lance con su rayo a la mansión de las
sombras, de las pálidas sombras del Erebo y a la profunda
noche, ¡ oh pudor! antes de que yo te viole o de que infrinja
tus leyes. Aquel que me unió a sí el primero, aquél se llevó
mis amores: téngalos siempre él y guárdelos en el sepulcro."
Dijo, y un raudal de llanto inundó su pecho.
Ana le responde: " ¡Oh hermana más querida para mí que
la luz! ¿has de consumir tu juventud en soledad y perpetua
tristeza? ¿Nunca has de conocer la dulzura de ser madre ni
los presentes de Venus? ¿Crees que las cenizas y los manes
de los muertos piden tales sacrificios? En buena hora que no
haya logrado doblar tu ánimo afligido ninguno de los que en
otro tiempo aspiraron a tu tálamo, ni en la Libia, ni antes en
Tiro, y que despreciases a Iarbas y a los demás caudillos que
ostenta el Africa, rica en triunfos; pero ¿ has de resistir también
a un amor que te cautiva? ¿ No consideras en qué país
te has fijado? Por un lado te cercan las ciudades de los Gétulos,
gente invencible en la guerra, y los Númidas, que no
ponen freno a sus caballos, y las inhospitalarias Sirtes; por
otro un árido desierto y los impetuosos Barceos, tan temidos
en todos estos contornos. ¿ Qué diré de las guerras con que
te amaga Tiro, y de las amenazas de tu hermano?...Creo en
verdad que el viento ha impelido a estas costas las naves
troyanas bajo el auspicio de los dioses y por el favor de Juno.
¡ Qué aumento recibirá esta ciudad! ¡Oh hermana! ¡Qué imperio
será el tuyo con ese enlace! ¡Cuánto se sublimará la
gloria cartaginesa con el auxilio de las armas troyanas! Tú
únicamente implora a los dioses, y ya aplacados con tus sacrificios,
conságrate a los cuidados de la hospitalidad y discurre
pretextos para detener a Eneas y a los suyos, mientras la
borrasca y el lluvioso Orión revuelven los mares, y están
rotas sus naves y les es contrario el cielo" Con estas palabras
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inflamó aquel corazón, ya abrasado por el amor, dio esperanzas
a aquel ánimo indeciso y acalló la voz del pudor.
Lo primero se dirigen a los templos e imploran el favor
de los dioses en los altares; inmolan, con arreglo a los ritos,
dos ovejas elegidas a Ceres legisladora, a Febo y al padre
Lieo, y ante todo a Juno, patrona de los lazos conyugales. La
misma hermosísima Dido, alzando una copa en la diestra, la
derrama entre los cuernos de una vaca blanca, o bien recorre
lentamente por delante de las imágenes de los dioses los
altares bañados de sangre, renueva cada día las ofrendas, y
escudriñando con la vista los abiertos pechos de las víctimas,
consulta sus entrañas palpitantes. ¡Oh vana ciencia de los
agüeros! ¿ De qué sirven los votos, qué valen los templos a la
mujer que arde en amor? Mientras invoca a los dioses, una
dulce llama consume sus huesos y en su pecho vive la oculta
herida: arde la desventurada Dido y vaga furiosa por toda la
ciudad; cual incauta cierva herida en los bosques de Creta
por la flecha que un cazador le dejó clavada sin saberlo, huye
por las selvas y los montes dicteos, llevando hincada en el
costado la letal saeta. A veces conduce a Eneas consigo a las
murallas y ostenta las riquezas sidonias y las comenzadas
obras de la ciudad; empieza a hablarle y separa a la mitad del
discurso; otras veces, al caer la tarde, le brinda con nuevos
festines, y quiere, en su demencia, oír segunda vez los desastres
de Troya, y segunda vez se queda pendiente de los labios
del narrador. Luego, cuando ya se han separado, y obscura
también la luna oculta su luz, y los astros que van declinando
convidan al sueño, gime de verse sola en su desierta morada,
y se tiende en el lecho antes ocupado por Eneas. Ausente le
ve, ausente le oye; tal vez estrecha en su regazo a Ascanio,
creyendo ver en él la imagen de su padre, y por si puede así
engañar un insensato amor. Ya no se levantan las empezadas
torres; la juventud no se ejercita en las armas ni trabaja en los
puertos ni en las fortificaciones. Interrumpidas penden las
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obras, y gran ruina amenazan los muros y las máquinas que
se levantaban hasta el firmamento.
Cuando la amada esposa de Júpiter, hija de Saturno, vio
que Dido era presa de tamaño mal, y que el cuidado de su
fama no bastaba a contener su ardiente pasión, dirigióse a
Venus con estas palabras: "¡Insigne loor alcanzáis en verdad,
y magníficos despojos, tú y tu hijo! ¡Grande y memorable
hazaña, que una mujer sea vencida por las artes de dos númenes!
No se me oculta que temes nuestras murallas y que
te recelas de las moradas de la alta Cartago. Pero ¿ como
acabará todo esto, y a qué conducen ahora tan grandes luchas?
¿ Por qué no hemos de concertar más bien eterna paz
y un himeneo? Ya has conseguido lo que tanto deseabas.
Dido arde de amores; un ciego furor ha penetrado en sus
huesos. Rijamos, pues, ambos pueblos, unidos bajo nuestro
común amparo; consiente que Dido sirva a un esposo frigio,
y sean los Tirios la dote que le dé tu mano."
Venus, conociendo el ardid de Juno, que hablaba así con
objeto de llevar a las playas africanas el reino de Italia, le
respondió de esta manera: "¿Quién había de ser tan insensato,
que rehusase tales proposiciones o prefiriese ponerse
en pugna contigo? Falta sólo que la fortuna favorezca tus
planes; pero dudo si los hados, dudo si la voluntad de Júpiter
consentirán que se junten en una sola ciudad los Tirios y los
desterrados de Troya, y aprueben esa mezcla de pueblos y
esa proyectada alianza. Tú eres su esposa: a ti te toca doblar
su ánimo con ruegos. Empieza; yo te seguiré." Así repuso
entonces la regia Juno:
" De mi cuenta es eso: escúchame ahora; voy a decirte
brevemente por qué medio podrá conseguirse lo que tanto
importa. Eneas y la desgraciada Dido se disponen a ir de
caza al monte apenas despunte el sol de la mañana e ilumine
el orbe con sus rayos. Yo desataré sobre ellos un negro temporal
de agua y granizo, y haré retemblar con truenos el firmamento,
mientras recorran el bosque los veloces jinetes, y
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los ojeadores le cerquen de empalizadas. Huirá la comitiva,
envuelta en opacas tinieblas; Dido y el caudillo troyano irán a
refugiarse en la misma cueva; yo estaré allí, y si puedo contar
con tu voluntad, los uniré con indisoluble lazo y Dido será
de Eneas. Allí acudirá Himeneo." Accedió Citerea sin dificultad
a lo que le pedía Juno, riéndose de su descubierto
ardid.
En tanto la naciente aurora se levanta del océano, y la
flor de la juventud sale de la ciudad, llevando con profusión
apretadas redes, lonas y jabalinas de ancha punta de hierro;
acuden precipitadamente los jinetes masilios y las jaurías de
mucho olfato. Los primeros caudillos cartagineses esperan
en el umbral del palacio a la Reina, que aun se detiene en el
lecho; vistosamente enjaezado de púrpura y oro su caballo
está a la puerta, tascando impaciente el espumoso freno.
Adelántase por fin Dido, acompañada de numeroso séquito,
cubierta de una clámide sidonia con cenefa bordada; lleva
una aljaba de oro, recogido el cabello en dorada redecilla y
prendida la purpúrea vestidura con un áureo broche. Síguenla
los Frigios y el alegre Iulo; a su frente el mismo
Eneas, el más hermoso de todos, se reúne a ella y con esto se
juntan ambas comitivas. Cual Apolo cuando abandona la
helada Licia y las corrientes del Xanto, y visita la materna
Delos, instaura los coros y mezclados los Cretos, los Driopes
y los pintados Agatirsos, se revuelven furiosos al derredor de
los altares, mientras él recorre las cumbres del Cinto, y ajustando
la cabellera suelta al viento, la sujeta con delicada guirnalda
de hojas y oro, pendiente de los hombros la sonora
aljaba; tal y no menos gallardo iba Eneas, no menos hermosura
resplandecía en su noble rostro. Luego que llegaron a
los altos montes y penetraron en sus más intrincadas guaridas,
he aquí que las cabras monteses se precipitan de las fragosas
cumbres, mientras por otro lado los ciervos cruzan
corriendo el llano y abandonan los montes, huyendo reunidos
en polvoroso tropel. En medio de los valles el niño AsL
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canio rebosa de gozo en su fogoso caballo y se adelanta en la
carrera, ya a unos, ya a otros, pidiendo a los dioses que le
envíen entre aquellos tímidos rebaños un espumoso jabalí o
que un rojo león baje del monte.
Empieza entre tanto a revolverse el cielo con grande estrépito,
a que sigue un aguacero mezclado de granizo, con lo
cual los Tirios y la troyana juventud y el dardanio nieto de
Venus, dispersados por el miedo, van en busca de diversos
refugios; los torrentes se derrumban de los montes. Dido y
el caudillo troyano llegan a la misma cueva; la Tierra la primera
y prónuba Juno, dan la señal; brillaron los relámpagos y
se inflamó el éter, cómplice de aquel himeneo, y en las más
altas cumbres prorrumpieron las ninfas en grandes alaridos.
Fue aquel día el primer origen de la muerte de Dido y el
principio de sus desventuras, pues desde entonces nada le
importe de su decoro ni de su fama; ya no oculta su amor,
antes le da el nombre de conyugal enlace, y con este pretexto
disfraza su culpa.
Vuela al punto la Fama por las grandes ciudades de la Libia;
la Fama, la más veloz de todas las plagas, que vive con la
movilidad y corriendo se fortalece; pequeña y medrosa al
principio, pronto se remonta a los aires y con los pies en el
suelo, esconde su cabeza entre las nubes. Cuéntase que irritada
de la ira de los dioses, su madre la Tierra, la concibió,
última hermana de Ceo y Encélado, rápida por sus pies y sus
infatigables alas; monstruo horrendo, enorme, cubierto el
cuerpo de plumas, y que debajo de ellas tiene otros tantos
ojos; siempre vigilantes, ¡oh maravilla! y otras tantas lenguas
y otras tantas parleras bocas y aguza otras tantas orejas. De
noche tiende su estridente vuelo por la sombra entre el cielo
y la tierra, sin que cierre nunca sus ojos el dulce sueño; de día
se instala cual centinela en la cima de un tejado o en una alta
torre, y llena de espanto las grandes ciudades, mensajera tan
tenaz de lo falso y de lo malo, como de lo verdadero. Entonces
se complacía en difundir por los pueblos multitud de
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especies, pregonando igualmente lo que había y lo que no
había; que era llegado Eneas, descendiente del linaje troyano,
con quien la hermosa Dido se había dignado enlazarse, y que
a la sazón pasaban el largo invierno entre placeres, olvidados
de sus reinos y esclavos de torpe pasión. Estas cosas va difundiendo
la horrible diosa por boca de las gentes. Al punto
tuerce su vuelo hacia el rey Iarbas, e inflama su corazón y
atiza en él las iras con sus palabras.
Iarbas, hijo de Hamón y de una ninfa robada del país de
los Garamantas, había erigido a Júpiter, en sus vastos estados,
cien templos inmensos y cien altares, en que ardía
constantemente el fuego sagrado en perpetuo honor de los
dioses, y cuyo suelo en torno estaba siempre empapado con
la sangre de las víctimas bajo dinteles guarnecidos de floridas
guirnaldas. Inflamado y fuera de sí con aquellos acerbos rumores,
es fama que dirigió largas preces a Júpiter, alzando las
manos suplicantes al pie de los altares, en medio de las estatuas
de los dioses. "¡Oh Júpiter todopoderoso! exclamó, a
quien la mauritana gente, tendida ahora en pintados lechos,
ofrece en sus banquetes el vino de las libaciones, ¿ves esto?
¿Será que te temblamos en vano ¡oh padre! cuando vibran
tus rayos? ¿ Será que esos relámpagos, envueltos en nubes,
que aterran los ánimos, solo producen vanos murmullos?
¡Esa mujer que llegó errante a mis fronteras y me compró el
derecho de fundar una reducida ciudad; esa mujer a quien yo
di la tierra que habrá de cultivar en las costas y el dominio de
aquellos sitios, repele mi alianza y recibe en su reino a Eneas
como señor! ¡Y ahora ese Paris, con su afeminada comitiva,
ceñida la cabeza de la mitra meonia, y perfumado el cabello,
está disfrutando de su conquista, mientras que yo llevo inútilmente
mis ofrendas a sus templos y abrigo en mi alma una
vana idea de tu poder!"
Oyó el omnipotente al que estas preces la dirigía, abrazado
a los altares, y volvió los ojos a las regias murallas de
Cartago, y a los amantes olvidados de mejor fama; enseguida
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se dirige en estos términos a Mercurio, y le da estas órdenes:
"Ve, ve, pronto, hijo mío; llama a los céfiros, y ve volando a
hablar al caudillo dárdano, que se está en la tiria Cartago
desatendiendo las ciudades que le conceden los hados; llévale
mis palabras en los rápidos vientos. No es ése el héroe
que me prometió su hermosísima madre, ni para esto le libertó
dos veces de las armas de los Griegos; antes bien me
prometió que regiría la Italia, futura madre de tantos imperios,
siempre sedienta de guerras, que habían de perpetuar al
alto linaje de Teucro, y sometería a sus leyes todo el orbe. Si
no le inflama la ambición de tan grandes cosas, si nada quiere
hacer por su propia gloria, ¿puede acaso, como padre,
arrebatar a Ascanio las grandezas romanas? ¿En que está
pensando, o con qué esperanza se detiene en medio de una
nación enemiga, sin acordarse de su descendencia ausonia ni
de los lavinios campos? Que se embarque: tal es mi voluntad;
sé tú mi mensajero."
Dijo, y Mercurio se dispone a obedecer el mandato del
gran padre de los dioses, calzándose los talares de oro, que
con sus alas le llevan remontado por los aires con la rapidez
del viento, cruzando mares y tierras; luego empuña el caduceo,
con el que evoca del Orco las pálidas sobras y envía a
otras al triste Tártaro, las da y quita el sueño, y abre los ojos,
que cerrara la muerte; sostenido en él, impele los vientos y
surca borrascosas nubes. Ya volando divisa la cumbre y las
empinadas vertientes del duro Atlante, cuya pinífera frente,
siempre rodeada de negras nubes, resiste el continuo empuje
del viento y de la lluvia. Sus hombros están cubiertos de
amontonada nieve; del rostro del anciano se precipitan caudalosos
ríos, y el hielo eriza su fosca barba. Allí se paró por
primera vez el dios nacido en el monte Cilene, sosteniéndose
en sus alas inmóviles, lanzándose enseguida hacia el mar,
semejante al ave que vuela humilde rasando las aguas alrededor
de las playas y de los peñascos, en que abunda la pesca.
No de otra suerte Mercurio, dejando las cumbres de su
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abuelo materno, volaba entre la tierra y el cielo hacia la arenosa
playa de la Libia, y hendía los vientos.
Apenas tocó con sus aladas plantas las cabañas de Cartago,
vio a Eneas, que estaba echando los cimientos de las
fortalezas y de las casa de la nueva ciudad. Ceñía una radiante
espada con empuñadura de verde jaspe, y de los
hombros le caía un manto de púrpura de Tiro, reluciente
como lumbre, regalo de la opulenta Dido, obra de sus manos,
en que había entretejido delicadas labores de oro. Al
punto se llegó a él y le dijo: " ¡ Que ahí estás echando los
cimientos de la soberbia Cartago, y sometiendo a una mujer,
le edificas una hermosa ciudad, olvidando ¡ay! tu reino y tus
intereses! El mismo rey de los dioses, que rige con su voluntad
suprema el cielo y la tierra, me envía a ti desde el claro
Olimpo; él mismo me ordena cruzar los raudos vientos para
traerte estos mandatos! ¿ En qué piensas? ¿Con que esperanzas
pierdes el tiempo en las tierras de la Libia? Si nada te
mueve la ambición de tan altos destinos, ni nada quieres
acometer por tu propia gloria, piensa en Ascanio, que ya va
creciendo; piensa en las esperanzas de tu heredero Iulo, a
quien reservan los dioses el reino de Italia y la romana tierra"
Dicho esto, despojóse Mercurio de la mortal apariencia, sin
aguardar la respuesta de Eneas, y se desvaneció ante su vista
a lo lejos, confundiéndose con las leves auras.
Enmudeció Eneas, consternado ante aquella aparición, y
se erizaron de horror sus cabellos, y la voz se le pegó a la
garganta. Atónito con tan grave aviso y con el expreso mandato
de los dioses, arde ya en deseos de huir y abandonar
aquel dulce y amado suelo; mas ¡ah! ¿Cómo hacerlo? ¿ Con
qué razones osará ahora tantear la voluntad de la apasionada
Reina? ¿Por dónde empezar a prepararla? Y mil rápidos pensamientos
se suceden en su mente y la agitan en todos sentidos.
Después de larga indecisión, este partido le pareció el
más acertado: llama a Mnesteo y a Sergesto y al fuerte Seresto,
y les manda que con sigilo aparejen la escuadra y reúL
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nan a sus compañeros en la playa, que aperciban las armas y
disimulen la causa de aquellas novedades, mientras él, cuando
aun nada sepa la noble Dido, ni se espere a ver roto un
tan grande amor, verá qué medios podrán tentarse, cuál ocasión
será la más propicia para hablarla y como se sale mejor
de aquel trance. Todos al punto obedecen y ejecutan sus
órdenes.
Empero la Reina (¿quien podría engañar a una amante?)
presintió la trama y supo la primera los movimientos que se
preparaban, recelándose de todo en medio de su seguridad.
La misma impía Fama fue quien llevó a la enamorada Dido
la nueva de que se estaba armando la escuadra y disponiéndose
la partida; con lo que enfurecida, inflamada y fuera de
sí, recorre toda la ciudad, cual bacante agitada al principiarse
los sacrificios, cuando la estimulan las orgías trienales, oída la
voz de Baco y la llaman los nocturnos clamores de Citaron.
Vase, en fin, a Eneas y le interpela en estos términos:
"¿Esperabas, pérfido, poder ocultarme tan negra maldad
y salir furtivamente de mis estados? Y ¿no te contiene mi
amor, ni esta diestra, que te di en otro tiempo, ni la desastrosa
muerte que espera a Dido? Además, y como si todo eso
no bastara, aparejas tu escuadra en la estación invernal y te
apresuras a darte al mar cuando soplan los aquilones, ¡cruel!
Dime: aun cuando no te dirigieses a extranjeros campos y a
moradas desconocidas, aun cuando todavía permaneciese en
pie la antigua Troya, ¿iría tu escuadra a buscar a Troya surcando
borrascosos mares? ¿Huyes de mí por ventura? Por
estas lágrimas mías, por esa tu diestra (pues todo ¡mísera de
mí! te lo he abandonado), por nuestro enlace, por nuestro
comenzado himeneo, si algo merezco de ti, si alguna felicidad
te he dado, yo te suplico que te compadezcas de este
amenazado reino, y si aun los ruegos pueden algo contigo,
renuncio a ese propósito. Por ti me aborrecen las naciones
de la Libia y los tiranos de los Nómadas; por ti me he hecho
odiosa a los tirios; por ti, en fin, he sacrificado mi pudor y
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perdido mi primera fama, único bien que me remontaba
hasta los astros. ¿A quién me abandonas moribunda, ¡oh
huésped!, pues sólo este nombre queda al que fue mi esposo?
¿Qué aguardo? ¿Acaso a que mi hermano Pigmalión
venga a destruir mis murallas, o a que el gétulo Iarbas me
lleve cautiva? ¡Si a lo menos antes de tu fuga me quedase
alguna prenda de tu amor; si viese juguetear en mi corte un
pequeñuelo Eneas, cuyo rostro infantil me recordase el tuyo,
no me creería enteramente vendida y abandonada!"
Dijo. Subyugado por el mandato de Júpiter, fijos los ojos,
Eneas pugna por encerrar su dolor en el corazón; por fin le
responde en breves palabras: "Jamás negaré ¡oh Reina! los
grandes favores que me recuerdas; nunca me pesará acordarme
de Elisa mientras conserve memoria de mí mismo,
mientras anime mi cuerpo el soplo de la vida. Poco diré para
justificarme: nunca me propuse, creélo, huir secretamente,
pero tampoco pensé nunca encender aquí las teas de himeneo
ni te di palabra de esposo. Si los hados me permitiesen
disponer de mi vida y mis obligaciones a mi entero arbitrio,
mi primer cuidado hubiera sido restaurar la ciudad de Troya
y las dulces reliquias de los míos: aun subsistirían los altos
alcázares de Príamo, y mi mano hubiera levantado para los
vencidos un nuevo Pérgamo; pero ahora Apolo de Grineo
me manda ir a la grande Italia, a Italia me envían los oráculos
de la Licia: ¡allí está mi amor, allí mi patria! Si a ti, nacida en
la Fenicia, te agrada habitar los palacios de la africana Cartago,
¿por qué has de impedir a los Teucros que vayan a establecerse
en la Ausonia? Justo es que nosotros también
busquemos un reino extranjero. Cuantas veces la noche cubre
la tierra con sus húmedas sombras, cuantas veces se levantan
los encendidos astros, la pálida imagen de mi padre
Anquises me amonesta en sueños y me llena de pavor, y
pienso en el niño Ascanio, en ese hijo querido, a quien estoy
privando injustamente del reino de Hesperia y de los campos
que le reservan los hados. Y aun ahora el mensajero de los
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dioses, enviado por el mismo Júpiter (por mi padre y por mi
hijo de lo juro), me ha traído por los rápidos vientos ese
mandato: yo mismo con mis propios ojos vi al dios, bañado
de viva luz, entrar en la ciudad y oí su voz con mis propios
oídos. Cesa, pues, de agravar con tus quejas tu dolor y el
mío; no por mi voluntad voy a Italia..."
Mientras de esta suerte hablaba Eneas, Dido tenía vuelto
el rostro, retorciendo la vista a una y otra parte; luego le recorre
de pies a cabeza con silenciosa mirada y exclama así,
furiosa: "No, no fue una diosa tu madre, pérfido, ni vienes
del linaje de Dárdano; el Cáucaso, erizado de duras peñas, te
engendró y te amamantaron las tigres hircanas. Porque ¿a
que disimular? ¿a qué mayores ultrajes me reservo? ¿Acaso le
ha conmovido mi llanto? ¿Ha vuelto los ojos hacia mi? ¿Ha
llorado, vencido de mis lágrimas, o se ha compadecido de su
amante? ¿Qué más he de sufrir? No, no; ni la poderosa Juno
ni el hijo de Saturno ven estas cosas con ojos serenos. Ya no
hay fe en el mundo; arrojado a la playa, mísero y necesitado
de todo, le recogí y le di, insensata, una parte en mi reino y
salvé su escuadra perdida y liberté de la muerte a sus compañeros.
¡Ah! ¡las Furias me queman, me arrebatan! ¡ Ahora se
me viene con el agüero de Apolo y con los oráculos de la
Licia y con que el mensajero de los dioses, enviado por el
mismo Júpiter, le ha traído por los aires ese horrendo mandato,
como si los dioses se afanasen por esas cosas, como si
tales cuidados fuesen a turbar su reposo! Vete, no te detengo,
ni quiero refutar tus palabras; ve, ve a buscar la Italia en
alas de los vientos; ve a buscar un reino cruzando las olas.
Yo espero, si algo pueden los piadosos númenes, que encontrarás
el castigo en medio de los escollos y que muchas
veces invocarás el nombre de Dido. Ausente yo, te seguiré
con negros fuegos, y cuando la fría muerte haya desprendido
el alma de mis miembros, sombra terrible, me verás siempre
a tu lado. Expiarás tu crimen, traidor; yo lo oiré y la fama de
tu suplicio llegará hasta mí en la profunda mansión de los
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manes." Dicho esto, se interrumpe sin aguardar respuesta, y
llena de dolor, se oculta a la luz del día y huye de los ojos de
Eneas, dejándole indeciso y amedrentado, y disponiéndose a
alegar y a esforzar nuevas razones. Sus doncellas la sostienen,
la llevan casi exánime a su marmóreo aposento y la
tienden en su lecho.
En tanto el piadoso Eneas, aunque bien quisiera consolar
a la triste Dido y calmar su afán con afectuosas palabras,
gimiendo amargamente y quebrantado su ánimo por un
grande amor, decide, no obstante, obedecer al mandato de
los dioses y va a revistar su armada. Con esto los Troyanos
redoblan su fervor y desencallan en toda la playa las altas
naves. Ya flotan sobre las aguas las embreadas quillas; en su
afán de emprender pronto la fuga, traen de las selvas hojosas
ramas y maderas sin labrar, que emplean a guisa de remos...
Por todas las puerta de la ciudad se los ve salir en tropel,
como las hormigas, cuando saquean un gran montón de
trigo, en previsión del invierno, y lo trasladan a su granero:
va por los campos el negro escuadrón, llevándose su presa
por angosta vereda entre la yerba: unas acarrean con grande
empuje los granos mayores; otras reúnen las huestes y castigan
a las morosas: hierve con la faena todo el sendero.
¿Cuáles eran tus pensamientos ¡oh Dido! al presenciar aquellos
preparativos? ¿que gemidos exhalabas al ver desde lo
alto de tu palacio hervir en gentes toda la playa y mezclarse
todos aquellos clamores al estruendo del mar? ¡Cruel amor! ¿
a qué no impeles a los mortales corazones? De nuevo tiene
que recurrir a las lágrimas, de nuevo tiene que apelar a las
súplicas y que doblar su orgullo bajo el yugo del amor, para
que nada le quede por intentar antes de morir inútilmente.
" Ana, le dice, ¿ves ese gran movimiento en la playa? Todos
los Troyanos acuden a ella; ya las velas llaman al viento y
ya alegres los marineros han ceñido las popas con guirnaldas.
Yo debí prever este gran dolor; también podré sobrellevarle,
¡oh hermana mía! Sin embargo, Ana, concede todavía a la
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desgraciada Dido este único favor, ya que a ti sola demostraba
ese pérfido, y aun te confiaba sus secretos pensamientos;
tú sola conocías los caminos y la ocasión de penetrar en el
corazón de ese hombre. Ve, hermana, y suplicante habla a
ese soberbio enemigo. Yo no juré en la Aulide con los Griegos
el exterminio de la nación troyana, ni envié una armada
contra Pérgamo, ni arranqué de su sepulcro la cenizas y los
manes de su padre Anquises; ¿por qué cierra el oído desapiadado
a mis palabras? ¿ por qué huye de mí tan precipitadamente?
Conceda esta última merced a su desventurada
amante; espera una fuga más fácil y vientos más prósperos.
Y a no reclamo la antigua fe, que ha violado, ni que se prive
por mí de su hermano Lacio, ni que renuncie a su reino; sólo
pido un breve plazo, un poco de descanso y de tiempo pata
calmar mi delirio, mientras la fortuna me enseña a llorar,
vencida y resignada. ¡Ten compasión de tu hermana! este
postrer favor te pido, y si me lo concedes, mi gratitud, cada
día mayor, te acompañará hasta la hora de mi muerte."
Tales eran sus súplicas, tales los lamentos que su afligida
hermana lleva y vuelve a llevar continuamente a Eneas; pero
él a todos permanece insensible y nada quiere oír: a ello se
oponen los hados, y un dios le cierra el oído a la compasión.
Como cuando los vientos de los Alpes luchan entre sí por
descuajar con su empuje en todas direcciones una robusta y
añosa encina, y rugen con furor, y sacudiendo su trono, cubren
toda la tierra en torno desgajadas ramas, mientras ella
persevera clavada en las rocas, y tanto levanta su copa por le
etéreas auras cuanto hunde sus raíces en el Tártaro; no de
otra suerte el héroe, combatido por aquellas incesantes súplicas,
vacila a veces, y su gran corazón devora el dolor; pero su
resolución persevera inmoble y en vano le asedian las lágrimas.
Entonces la desgraciada Dido, consternada en vista de su
cruel destino, implora la muerte. La luz del día llena su corazón
de amargura, y como para más impulsarla a su propóV
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sito de quitarse la vida, vio, ¡horrible presagio! mientras estaba
ofreciendo donativos y quemando incienso en las aras,
ennegrecerse los sagrados licores y convertirse en impura
sangre los derramados vinos. A nadie, ni aun a su misma
hermana, refirió aquella visión. Había además en su palacio
un templo de mármol, consagrado a su primer esposo, el
cual solía decorar con admirable pompa, ciñéndole de blancos
vellones y de sagradas ramas. De allí, cuando la obscura
noche cubre la tierra, parecióle que salían voces y palabras de
su esposo, que la llamaba, y que muchas veces un búho, solitario
en la más alta torre de su palacio, se lamentaba con
lúgubre canto, exhalando largos y lastimeros gemidos. Numerosas
predicciones de los antiguos vates la espantan además
con terribles avisos. El mismo cruel Eneas se le aparece
en sueños y la agita y enloquece; siempre se imagina verse
abandonada y sola, y cree ir siempre andando por un largo
camino, de nadie seguida, buscando a sus Tirios por un país
desierto. Cual Penteo demente ve la turba de las Euménides
y tiene siempre delante de sí dos soles y dos Tebas, o cual
Orestes, hijo de Agamenón, cuando fuera de sí huye en la
escena de su madre armada de teas y negras serpientes, y ve
sentadas en el umbral del templo a las vengadoras Furias.
Luego pues que, vencida por el dolor, se abandonó a la
desesperación y resolvió morir, dispuso consigo misma a sus
solas el modo y la ocasión de hacerlo; y componiendo el
rostro para mejor disimular, la frente serena y radiante de
esperanza, se dirige en estos términos a su afligida hermana:
"Felicítame: ya he discurrido el medio de recobrar a Eneas, o
de curarme de este amor que le profeso. Hay un lugar, término
del país de los Etíopes, cerca de los confines del océano
y del sol en so ocaso, donde el inmenso Atlante hace
girar sobre sus hombros el eje del cielo, tachonado de ardientes
estrellas. De allí ha venido y se me ha presentado una
sacerdotisa de la nación masilia, antigua custodia del templo
de las Hespérides, que guardaba en el árbol los sagrados raL
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mos, y daba al dragón manjares, rociados de líquida miel y
soporíferas adormideras. Esta promete sanar a su arbitrio
con sus conjuros los pechos enamorados, o infundir en otros
los tormentos del amor; atajar las corrientes de los ríos y
hacer que retrocedan los astros; y evoca los manes durante la
noche; oirás a la tierra mugir bajo sus pies y verás bajar los
olmos de las montañas. Testigos me son los dioses y tú, querida
hermana, a quien tanto quiero, de que muy a pesar mío
recurro a artes mágicas. Levanta secretamente en el interior
del palacio y al aire libre una pira, y coloca encima las armas
de Eneas, que el impío dejó colgadas en nuestro tálamo, y
todas las prendas que de él me quedan, y el mismo tálamo
conyugal en que perecí: la sacerdotisa manda que destruya
todos los recuerdos de ese hombre odioso." Dicho esto,
calló y su rostro se cubrió de palidez; Ana, sin embargo, no
sospecha que su hermana encubra bajo aquellos desusados
sacrificios proyectos funerales, ni se imagina que a tanto
llegue su delirio, ni teme que sea entonces mayor su desesperación
que cuando murió Siqueo; así, pues, obedeció sus
órdenes...
Luego que se ha levantado en el interior de su palacio
una gran pira al aire libre, con teas y ramas de encina, enguirnalda
la Reina aquel recinto, le corona con fúnebre ramaje,
y coloca sobre el tálamo los vestidos de Eneas, su
espada y su imagen, segura de la suerte que le aguarda. Varios
altares rodean la pira, y la sacerdotisa, suelto el cabello,
invoca tres veces con voz tonante a los cien dioses infernales,
al Erebo, al Caos, a la triforme Hécate, a Diana, la virgen
de tres caras; al mismo tiempo derrama turbias aguas para
simular las del averno, y el zumo de aquellas vellosas yerbas
segadas a la luz de la luna con podadera de cobre, que destilan
negro veneno, a que mezcla el hipomanes arrancado de
la frente de potro recién nacido, arrebatado a la madre... La
reina misma, descalzo un pie y desceñida la túnica, presenta a
los altares con sus piadosas manos la sagrada mola, y próxiV
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ma a morir, toma por testigo a los dioses y a los astros, sabedores
de su fatal destino; y si hay algún numen vengador de
los amantes burlados, implora su justicia.
Era la noche, y los fatigados cuerpos disfrutaban en la
tierra apacible sueño; descansaban las selvas y los terribles
mares. Era la hora en que llegan los astros a la mitad de su
carrera, en que callan los campos, y en que los ganados y las
pintadas aves, y lo mismo los animales que habitan en los
extensos lagos, que los pueblan los montes, entregados al
sueño en el silencio nocturno, mitigaban sus cuidados y olvidaban
sus faenas. No así la desventurada Dido, a cuyos ojos
nunca llega el sueño, a cuyo pecho nunca llega el descanso,
antes la noche aumenta sus penas y reanima y embravece su
amor, mientras su corazón fluctúa en un mar de iras. Párase
al fin, y hablando consigo misma, revuelve en su mente estos
pensamientos:
"¿Qué debo hacer? ¿he de exponerme a que se burlen de
mí mis antiguos pretendientes, solicitando enlazarme con
alguno de esos reyes nómadas, a quienes tantas veces desdeñé
por esposos? ¿Seguiré por ventura la armada troyana, y
me someteré cual esclava a las órdenes de los Teucros? ¡A fe
que debo estar satisfecha de haberles dado auxilio, y que
guardan buena memoria y gratitud insigne de los favores
recibidos! Pero ¿me lo permitirían acaso, aun cuando yo quisiera?
¿me recibirían en sus soberbias naves, siéndoles aborrecida?
¿Ignoras, ¡ay! ¡miserable! no conoces todavía los
perjurios de la raza de Laomedonte? ¿Qué debo hacer, pues?
¿Acompañaré sola y fugitiva a esos soberbios mareantes, o
me uniré a ellos seguida de mis Tirios y de mis pueblos todos?
¿Expondré de nuevo a los azares del mar, de nuevo
mandaré dar al viento la vela a los que con tanto afán arranqué
de la ciudad sidonia? ¡No! muere más bien como mereces,
y aparta el dolor con el hierro. ¡Tú, la primera, hermana;
tú, vencida de mis lágrimas y de mi ciega pasión, me has
traído estas desgracias y me has entregado a mi enemigo!
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¡Plugiera a los dioses que, inocente y libre, hubiera vivido,
como las fieras, sin probar tan crueles angustias! ¡Ojalá hubiese
guardado la fe prometida a las cenizas de Siqueo!" Tales
lamentos lanzaba Dido de su quebrantado pecho.
Decidido ya a partir, y todo dispuesto, durmiendo estaba
Eneas en su alta nave, cuando vio la imagen del mismo numen
que ya antes se le había aparecido; imagen en un todo
semejante a Mercurio, por la voz, por el color, por su rubio
cabello y juvenil belleza, y de nuevo se le figuró que le hablaba
así: "Hijo de una diosa, ¿y puedes dormir en este trance?
¿no ves los peligros que para lo futuro te rodean?
¡Insensato! ¿no oyes el soplo de los céfiros bonancibles?
Resuelta a morir, Dido revuelve en su mente engaños y maldades
terribles, y fluctúa en un mar de iras. ¿No precipitas la
fuga mientras puedes hacerlo? Pronto verás la mar cubrirse
de naves y brillar amenazadoras teas; pronto verás hervir en
llamas toda la ribera si te coge la aurora detenido en estas
tierras. ¡Ea, ve! ¡no más dilación! La mujer es siempre voluble"
Dicho esto, se confundió con las sombras de la noche.
Aterrado Eneas con aquellas repentinas sombras, se
arranca al sueño y hostiga a sus compañeros, diciéndoles:
"Despertad al punto, remeros, y acudid a vuestros bancos.
¡Pronto, tended las velas! Por segunda vez un dios, enviado
desde el alto éter, me insta a acelerar la fuga y a cortar los
retorcidos cables. Quienquiera que seas, poderoso dios, ya te
seguimos, y por segunda vez obedecemos jubilosos tu mandato.
¡Oh! ¡asístenos propicio y haz brillar para nosotros en
el cielo astros favorables!" Dijo, y desenvainado la fulmínea
espada, corta de un tajo las amarras. Su ardor cunde en todos
al mismo instante; todos se apresuran y se precipitan, todos
abandonan las playas; desaparece la mar bajo las naves; a
fuerza de remos levantan olas de espuma y barren los cerúleos
llanos.
Ya la naciente Aurora, abandonando el dorado lecho de
Titón, inundaba la tierra de nueva luz, cuando vio la Reina
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desde la atalaya despuntar el alba y alejarse en orden la armada;
vio también desierta la playa y el puerto sin remeros; y
golpeándose tres y cuatro veces el hermoso pecho y mesándose
el rubio cabello, "Oh, Júpiter! exclamó, ¡se me escapará
ese hombre!, ¡ese advenedizo se habrá burlado de mí en mi
propio reino! ¿Y los míos no empuñarán las armas, no saldrán
de todas partes a perseguirlos, y no arrancarán las naves
de los astilleros? Id, volad, vengan llamas, dad las velas, mano
a los remos... ¿Qué digo? ¿dónde estoy? ¿qué desvarío me
ciega? ¡Dido infeliz! ¡ahora adviertes su maldad! valiera más
que la advirtieras cuando le dabas tu cetro. Esa es su palabra,
ésa su fe, ¡ése es el hombre de quien cuentan que lleva consigo
sus patrios penates y que sacó de Troya sobre sus hombros
a su anciano padre! ¿No pude apoderarme de él y
despedazar su cuerpo y dispersarlo por las olas, y acuchillar a
sus compañeros y al mismo Ascanio, y ofrecerle por manjar
en la mesa de su padre?... Tal vez en esa lid la victoria hubiera
sido dudosa. ¡Y que lo fuese! Destinada a morir, ¿qué
tenía yo que temer? Yo hubiera llevado las teas a sus reales,
hubiera incendiado sus naves y exterminado al hijo y al padre
con toda su raza, y a mí misma sobre ellos... ¡Oh sol, que
descubres con tu luz todas las obras de la tierra, y tú oh Juno,
testigo y cómplice de mi desgracia! ¡Oh Hécate, por
quien resuenan en las encrucijadas de las ciudades nocturnos
aullidos! y ¡oh vosotras, Furias vengadoras, y oh dioses de la
moribunda Elisa, escuchad estas palabras, atended mis súplicas
y convertid sobre esos malvados vuestro numen vengador!
Si es forzoso que ese infame arribe al puerto y pise el
suelo de Italia; si así lo exigen los hados de Júpiter, y este
término es inevitable, que a lo menos, acosado por la guerra
y las armas de un pueblo audaz, desterrado de las fronteras,
arrancado de los brazos de Iulo, implore auxilio y vea la indigna
matanza de sus compañeros; y cuando se someta a las
condiciones de una paz vergonzosa, no goce del reino ni de
la deseada luz del día, antes sucumba a temprana muerte y
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yazga insepulto en mitad de la playa. Esto os suplico; este
grito postrero exhalo con mi sangre. Y vosotros, ¡oh Tirios!
cebad vuestros odios en su hijo y en todo su futuro linaje;
ofreced ese tributo a mis cenizas. Nunca haya amistad, nunca
alianza entre los dos pueblos. Alzate de mis huesos, ¡oh
vengador, destinado a perseguir con el fuego y el hierro a los
advenedizos hijos de Dárdano! ¡Yo te ruego que ahora y
siempre, y en cualquier ocasión en que haya fuerza bastante,
lidien ambas naciones, playas contra playas, olas contra olas,
armas contra armas, y que lidien también hasta sus últimos
descendientes!"
Esto diciendo, revolvía mil proyectos en su cabeza, discurriendo
el medio de quitarse lo más pronto posible la
odiosa vida. Llama entonces a Barce, nodriza de Siqueo
(pues su antigua patria guardaba las negras cenizas de la suya),
y le dice: "Dispón, querida nodriza, que venga aquí mi
hermana; dile que se apresure a purificarse en las aguas del
río, y traiga consigo las víctimas y las ofrendas expiatorias
que ha pedido la sacerdotisa; hecho esto, venga enseguida.
Tú, por tu parte, ciñe a tus sienes las sagradas ínfulas; quiero
consumar el sacrificio que tengo preparado al supremo numen
infernal, poner término a mis ansias y entregar a las
llamas la efigie del Troyano." Dijo, y la anciana acelera el
paso con senil premura. Entretanto Dido, trémula y arrebatada
por su horrible proyecto, revolviendo los sangrientos
ojos y jaspeadas las temblorosas mejillas, cubierta ya de
mortal palidez, se precipita al interior de su palacio, sube
furiosa a lo alto de la pira y desenvaina la espada de Eneas,
prenda no destinada ¡ay! a aquel uso. Allí, contemplando las
vestiduras troyanas y el conocido tálamo, después de dar
algunos momentos al llanto y sus recuerdos, reclinóse en el
lecho y prorrumpió en estos postreros acentos: "¡Oh dulces
prendas, mientras lo consentían los hados y un dios, recibid
esta alma y libertadme de estos crudos afanes! He vivido, he
llenado la carrera que me señalara la fortuna, y ahora mi
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sombra descenderá con gloria al seno de la tierra. He fundado
una gran ciudad, he visto mis murallas. Vengadora de mi
esposo, castigué a un hermano enemigo. ¡Feliz, ¡ah! demasiado
feliz con sólo que nunca hubiesen arribado a mis playas
las dardanias naves!"
Dijo, y besando el lecho. "¡Y he de morir sin venganza!
exclamó. Muramos: así, así quiero yo descender al abismo.
Apaciente sus ojos desde la alta mar el cruel Dardanio en
esta hoguera, y lleve en su alma el presagio de mi muerte."
Dijo, y en medio de aquellas palabras, sus doncellas la
ven caer a impulso del hierro, y ven la espada llena de espumosa
sangre y sus manos todas ensangrentadas. Inmenso
clamor se levanta en todo el palacio; cual bacante, la Fama
recorre en un momento toda la aterrada ciudad; retiemblan
todos los edificios con los sollozos y los alaridos de las mujeres;
resuena el éter con grandes lamentos, no de otra suerte
que si Cartago toda entera o la antigua Tiro se derrumbasen,
entregadas al enemigo, y cundiesen furiosas llamas por casa y
templos. Despavorida, exánime oye Ana los clamores, acude
precipitadamente, y desgarrándose el rostro con las uñas y
golpeándose el pecho, atropella por todos y llama a gritos a
la moribunda Dido: "¡Este era, oh hermana, el sacrificio que
disponías! ¡Así me engañabas! ¡ Esto me preparaban esa pira,
esa hoguera y esos altares! Abandonada de ti, ¿por donde he
de empezar mis lamentos? ¿Te desdeñaste de que tu hermana
te acompañase en tu muerte? ¡Ah! ¿por qué no me llamaste
a compartir tu destino? El mismo dolor, la misma
hora nos hubiera arrebatado a ambas a impulso del hierro. ¡Y
yo levanté esa pira con mis propias manos, yo misma invoqué
a los dioses patrios, para que, tú ¡cruel! en ese duro trance,
yo no estuviera presente! ¡T mataste y me matas,
hermana, y a tu pueblo y al Senado y a tu ciudad! Agua,
dadme agua con que lave sus heridas, y si aun vaga en su
boca un postrer aliento, le recogeré con la mía." Esto diciendo,
había subido las gradas de la pira, y estrechaba al calor de
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su regazo, entre gemidos, a su hermana moribunda, y le enjugaba
con sus ropas la negra sangre. Dido se esfuerza por
levantar los pesados ojos, y de nuevo cae desmayada; con la
profunda herida que tiene debajo del pecho sale silbando su
aliento. Tres veces se incorporó, apoyándose sobre el codo,
y tres volvió a caer en su lecho; busca con errantes ojos la
luz del cielo, la encuentra y gime.
Entonces la omnipotente Juno, compadecida de aquel
largo padecer y de aquella difícil agonía, manda desde el
Olimpo a Iris para que desprenda de los miembros aquella
alma, afanada por romper su prisión; porque muriendo la
desventurada Dido, no por natural ley del destino ni en pena
de un delito, sino prematuramente y arrebatada de súbito
furor, aun no había Proserpina cortado de su frente el rubio
cabello ni consagrado su cabeza al Orco estigio. Iris, pues,
desplegando en los cielos sus alas, húmedas de rocío, que
tiñe el opuesto sol de mil varios colores, se para sobre la
cabeza de la Reina: "Cumpliendo con el mandato que he
recibido, llevo este sacrificio a Dite y te desligo de este cuerpo."
Dice así y corta el cabello con la diestra; disípase al
punto el calor, y la vida se desvanece en los aires.
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QUINTO LIBRO DE LA ENEIDA
En tanto ya Eneas con su armada seguía resuelto su
rumbo por la alta mar, surcando, impelido del aquilón, las
negras olas y volviendo los ojos a las murallas de Cartago,
iluminadas por la hoguera de la desventurada Elisa. Ignorantes
de cuál pueda ser la causa de aquel tan vasto incendio;
pero sabiendo la desesperación que produce un amor mal
correspondido, y de lo que es capaz una mujer apasionada,
sacan de él los Teucros tristísimo agüero. Internadas en la
mar todas las naves, y cuando ya no se descubría a la redonda
tierra alguna, sino sólo mares y cielo por todos lados,
paróse encima de la cabeza de Eneas un cerúleo nubarrón,
preñado de tinieblas y borrascas; negra noche cubrió de horror
las olas. El mismo piloto Palinuro exclama desde la
enhiesta popa: ¡Ay! ¿por qué encapotan el cielo tantas nubes?
¿Qué preparas, oh padre Neptuno? " Dicho esto, manda
amainar velas y hacer fuerza de remos; y presentando oblicuamente
la entena al viento, exclama: "Magnánimo Eneas,
no, aun cuando me lo permitiera el supremo Júpiter, no esperaría
arribar a Italia con este temporal. El viento ha cambiado
y ruge furioso, batiéndonos de costado por el
ennegrecido ocaso; densos nubarrones cubren el cielo. Ni
resistir ni avanzar podemos; la fortuna nos vence, sigamos su
empuje; torzamos el rumbo adonde nos llama, tanto más,
cuanto creo que no han de estar distantes las seguras costas
de tu hermano Erix y los puertos de Sicilia, si es que recuerdo
bien las distancias de esos astros, que ya me son conociL
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dos". Entonces el pío Eneas: "Ya ha tiempo, en verdad, que
veo, dijo, que eso piden los vientos y que vanamente pugnas
por resistirlos. Tuerce, pues, el derrotero; ¿puede haber tierra
más grata para mí, ni en que más desee guarecer mis fatigadas
naves, que la que me conserve el troyano Acestes y cubre
los huesos de mi padre Anquises?" Dicho esto, enderezan las
proas a los puertos, impelidas las velas por los bonancibles
céfiros; deslízase la armada rápidamente por el mar y arriban
alegres en fin a las conocidas playas.
Acestes, que desde la alta cumbre de un monte había
visto a lo lejos, con asombro, la llegada de aquellas naves
amigas, acude a su encuentro, armado de una terrible jabalina
y cubierto con la piel de una osa africana. Hijo del río
Crimiso y de una madre troyana, Acestes, que no se había
olvidado de sus antiguos progenitores, se congratula con la
llegada de los Troyanos, los acoge alborozado con agreste
magnificencia, y los agasaja en su desgracia con toda suerte
de cariñosos auxilios. Al día, apenas el primer albor de la
mañana empezaba a ahuyentar del oriente las estrellas, convoca
Eneas a sus compañeros, que andaban esparcidos por
toda la playa, y desde la cima de un collado les habla de esta
manera:
"Valerosos hijos de Dárdano, linaje de la alta sangre de
los dioses, ya ha recorrido un año el círculo cabal de los meses
que le componen, desde que depositamos en la tierra las
reliquias y los huesos de mi divino padre y le consagramos
tristes altares; ya, si no me engaño, es llegado el día que (así
lo quisisteis, ¡Oh dioses!) será para mí siempre acerbo, siempre
venerando. Aun cuando arrastrase desterrado la vida en
las sirtes gétulas, o me hallara cautivo en los mares de Argos
o en la ciudad de Micenas, no por eso dejara de cumplir estos
votos añales, de solemnizar este día con las debidas
pompas, de cubrir sus altares con las ofrendas gratas a los
muertos. Llegado hemos al sepulcro en que yacen las cenizas
y los huesos de mi padre, no sin intención ni favor de los
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dioses, a lo que pienso, pues nos ha traído el mar a este
puerto amigo; ea, pues, celebremos todos sus fúnebres exequias;
pidámosle vientos propicios y que me consienta, edificada
ya la ciudad que anhelo, renovar todos los años estas
honras en templos dedicados a su memoria. Acestes, hijo de
Troya, os da dos bueyes por cada nave; asistan a los festines
vuestros penates patrios y también los que adora nuestro
huésped Acestes. Además, si la novena aurora trae a los
mortales la luz del almo día, y ciñe el orbe con sus fulgores,
os propondré por primeras fiestas, regatas en el mar; los que
descuellan en la carrera, los que confían en sus fuerzas, los
mejores en disparar el venablo y las veloces saetas, los que se
arrojan a luchar con el duro cesto, acudan a porfía y cuenten
alcanzar en premio las merecidas palmas. Ahora haced muda
oración y ceñíos con ramas las sienes".
Dicho esto, vela las suyas con el materno arrayán, y lo
mismo hacen Helimo, el anciano Acestes y el niño Ascanio,
siguiéndolos el resto del ejército. Encamínase luego Eneas,
acompañado de innumerable muchedumbre, al sepulcro de
su padre, donde, según el rito de las libaciones, derrama en
tierra gota a gota dos copas llenas de vino, dos de leche recién
ordeñada y dos de sagrada sangre; esparce por cima
purpúreas flores y exclama así: "Salve, ¡Oh santo padre mío!
salve otra vez, ¡Oh cenizas que en vano he recobrado! y ¡Oh
alma y manes paternos! No plugo a los dioses que contigo
buscase los ítalos confines, campos adonde me llaman los
hados, y el ausonio Tiber, sea cual fuere". No bien había
pronunciado estas palabras, cuando salió del fondo del sepulcro
una grande y lustrosa culebra, arrastrándose enroscada
en siete vueltas, la cual rodeó mansamente el túmulo y se
deslizó por entre los altares; cerúleas manchas matizaban su
escamosa piel, salpicada de refulgente oro, cual destella en
las nubes el arco iris mil varios colores, herido de los contrapuestos
rayos del sol. Pasmóse al verla Eneas; ella, desarrollando
el largo cuerpo, va serpeando por entre las tazas y las
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ligeras copas, prueba los manjares, y sin hacer daño a nadie
vuelve a meterse en el fondo del sepulcro, dejando los altares
y sus catadas ofrendas, con lo que, inflamado de mayor devoción,
prosigue Eneas las comenzadas honras, dudando si
acababa de ver al genio de aquel sitio o al espíritu familiar de
su padre. Inmola, según usanza, dos ovejas, otras tantas cerdas
e igual número de negros novillos, derramando al mismo
tiempo vino de las copas, evocando al alma del grande Anquises
y a sus manes libres del lago Aqueronte. Lo propio
todos sus compañeros, cada cual según le es dado, traen
alegres dones, cargan con ellos los altares e inmolan becerros.
Otros colocan en orden las ollas a la lumbre, y tendidos
por la yerba, atizan las ascuas bajo los asadores y tuestan las
entrañas de las víctimas.
Llegó al fin el suspirado día: ya los caballos de Faetonte
traían la serena luz de la novena aurora, ya atraídos por la
fama y el nombre del ilustre Acestes, acudían los pueblos
comarcanos y llenaban en alegre tropel las playas, ansiosos
unos de ver a los Troyanos, y otros dispuestos a tomar parte
en las luchas. Colócanse lo primero, a la vista de todos y en
mitad del circo, los dones destinados a los vencedores, sagradas
trípodes, verdes coronas, palmas, premios del triunfo,
armas, ropas recamadas de púrpura y talentos de plata y oro,
y desde la cima de un collado anuncia la trompeta que van a
principiar los juegos. Rompen la lucha con sus pesados remos
cuatro naos iguales, elegidas entre toda la armada. Impele
a la veloz Priste con fuerza de briosos remeros
Mnesteo, que pronto será ítalo y de quien toma su nombre el
linaje de Memmio; Gías rige la colosal Quimera, semejante
por su grandeza a una ciudad, la cual impele con triple empuje
la juventud troyana, dispuesta en tres órdenes de remeros;
Sergesto, de quien toma nombre la familia Sergia, monta
el enorme Centauro, y la verdinegra Scila Cloanto, de quien
desciende tu linaje ¡Oh romano Cluento!
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Alzase a gran distancia en el mar, frontero a la espumosa
costa, un risco que suele quedar sumergido bajo un remolino
de revueltas olas cuando los cauros invernales ocultan las
estrellas; cuando calla la mar serena, vuelve a alzarse sobre
las inmobles olas, asilo grato a los mergos, que allí acuden a
calentarse al sol. En aquel sitio pone el caudillo Eneas por
meta una frondosa encina, que sirviese de señal a los marineros,
para que, llegados a ella, diesen la vuelta al risco y se
tornasen a la playa. Toman enseguida por suerte sus puestos
los capitanes, que, de pie en las popas, resplandecen a lo
lejos, cubiertos de oro y púrpura; la restante juventud troyana
se corona de ramos de álamo, y bañadas de aceite las desnudas
y relucientes espaldas, toma asiento en los bancos de
las naos, y la mano en el remo, todos aguardan anhelosos la
señal, devorados por el sobresalto que hace latir con violencia
sus corazones y por una impaciente sed de gloria. De allí,
apenas el sonoro clarín dio la señal, todos precipitadamente
arrancan de sus sitios; la grita de los marineros llega al firmamento;
cúbrese de espuma la mar, batida de los forzudos
brazos; hiéndela las naves con iguales surcos, y ábrese toda
ella al empuje de los remos y de las ferradas proas de tres
puntas. No tan rápidos los carros tirados por dos caballos
luchan a la carrera cuando se precipitan del vallado en la liza;
no más impacientes los aurigas sacuden las ondeantes riendas
sobre el aguijado tiro, y se inclinan sobre él para más
aguijarle. Resuena entonces todo el bosque con los aplausos
y las fervientes aclamaciones de los que se interesas, ya por
unos, ya por otros, y las playas retumban con el vocerío, y
los collados, heridos por él, le repiten con sus ecos. Lánzase
el primero de entre la clamorosa muchedumbre, y deslizándose
por las olas delante de todos, Gías, a quien sigue de
cerca Cloanto, con mejores remeros, pero retardado por el
gran peso de su nave. En pos de éstos, y a igual distancia, la
Priste y el Centauro pugnan por cogerse la delantera, y otra
se adelanta la Priste, ora la vence el gran Centauro, y ora
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avanzan las dos, juntas las proas, y con sus largas quillas surcan
las salobres olas. Ya se acercaban al peñasco y llegaban
casi a la meta, cuando Gías, que era el que llevaba más ventaja,
grita a su piloto Menetes: "¿Por qué tuerces tanto a la
derecha? Endereza por aquí el rumbo; acércate a la playa, y
haz que los remos rasen las peñas de la izquierda; deja a los
otros la alta mar." Dijo; pero Menetes, temeroso de los bajíos,
tuerce la proa en dirección a la mar. "¿A dónde tuerces?
¡A las peñas, Menetes!" le gritaba nuevamente Gías, cuando
he aquí que ve a sus espaldas a Cloanto, que le va al alcance
y está ya más cerca que él de las peñas. Cloanto, en efecto,
metido ya entre la nave de Gías y las sonoras peñas, va rasando
el derrotero de la izquierda, coge de súbito la delantera
a su rival, y dando la espalda a la meta, boga seguro por el
piélago. Inflama entonces el pecho del mancebo un profundo
dolor, baña el llanto sus mejillas, y olvidando su propio
decoro y la salvación de sus compañeros, arroja de cabeza en
el mar, desde la alta popa, al tardío Menetes, y poniéndose
de piloto en su lugar, dirige la faena y endereza el timón hacia
la playa. Entretanto Menetes, quebrantado ya por los
años, logra, en fin, a duras penas salir del hondo abismo, y
todo empapado y chorreando agua sus vestiduras, trepa a la
cima del escollo y se sienta en la seca piedra. Riéronse de él
los Teucros, viéndole caer y nadar, y de nuevo se rieron
viéndole luego arrojar por la boca las amargas olas. Entonces
los dos que estaban últimos, Sergesto y Mnesteo, arden en
alegre esperanza de adelantarse al retrasado Gías. Avanza
Sergesto y se acerca al peñasco, pero no logra llevarle de
ventaja todo el largo de su nave; sólo una parte le adelanta, y
la otra va acosada por la proa de su rival, la Priste. En tanto
Mnesteo, recorriendo su nave, excita así a los remeros:
"Ahora, ahora es la ocasión de hacer fuerza de remos, ¡Oh
compañeros de Héctor, a quienes por tales elegí en el supremo
trance de Troya! ¡Desplegad ahora aquel esfuerzo,
aquellos bríos que demostrasteis en las sirtes gétulas y en el
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mar Jónico y en las rápidas ondas de Malea! Ya no aspira
Mnesteo al primer lugar ni lidia para vencer, aunque acaso...
pero triunfen ¡Oh Neptuno! los que tanto favor te han merecido.
Muévaos las vergüenza de volver los últimos; echad
el resto por evitaros ¡Oh compañeros! tamaño oprobio"
Echan todos, en efecto, el resto de su empuje; treme la ferrada
nave bajo sus pujantes golpes, y se desliza rápidamente
por el mar. Precipitado resuello agita sus miembros y sus
resecas bocas, y el sudor les chorrea por todo el cuerpo.
Una casualidad les proporcionó el anhelado honor; pues
mientras Sergesto, ciego de impaciencia, va a rozar con su
proa el peñasco, metiéndose en demasiada estrechura, encalla
el infeliz en las salientes puntas de los bajíos. Retemblaron
las rocas, troncháronse los remos contra sus agudas puntas, y
de ellas quedó suspendida la rota proa. Los marineros se
levantan y quedan inmóviles, lanzando un gran clamoreo, y
echando mano a los herrados chuzos y las agudas picas, sacan
del agua los quebrantados remos. En tanto Mnesteo,
enardecido aún más con aquel próspero suceso, después de
estimular el brío de sus remeros y de invocar a los vientos,
endereza el rumbo hacia las playa y vuela por el tendido piélago.
Cual la paloma sorprendida de súbito en la cueva de
esponjoso peñasco, donde tiene su asiento y su dulce nido,
se precipita volando hacia la campiña, y despavorida bate las
alas con gran ruido, y luego, deslizándose por el sereno éter,
hiende el líquido espacio sin mover apenas las veloces alas,
tal vuela Mnesteo, tal la Priste, que hasta entonces se había
quedado la última, corta las olas; tal le arrebata su ímpetu. Lo
primero deja atrás a Sergesto, reluchando por desprenderse
de un profundo escollo, encallado su barco, pidiendo inútilmente
auxilio y pugnando por seguir adelante con los remos;
y luego persigue a Gías y a su grande y pesada Quimera, que,
privada de su piloto, sucumbe en la lucha. Sólo quedaba ya
Cloanto, casi en el término de la carrera; Mnesteo le persigue
y le acosa, echando el resto de sus fuerza, con lo que sube de
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punto el clamoreo y todos los espectadores le estimulan al
alcance, haciendo resonar el espacio con sus gritos. Desprecian
los de Cloanto el ganado honor y la victoria casi alcanzada,
si no le alcanzan del todo, y ansían dar la vida por
conseguir el lauro; alentados con la ventaja que van obteniendo
los de Mnesteo, pueden vencer, porque creen poder
hacerlo, y acaso las dos galeras hubieran obtenido juntas el
premio, si Cloanto, tendiendo hacia el mar ambas palmas, no
hubiera prorrumpido en plegarias, invocando de esta suerte a
los dioses: "¡Oh númenes a quienes pertenece el dominio del
mar, por cuyas olas vuela mi nave, yo inmolaré gozoso ante
vuestras aras en la playa un toro blanco, de ello hago voto
solemne, y arrojaré sus entrañas a las saladas ondas, y verteré
en ellas consagrados vinos!" Dijo, y todo el coro de las Nereidas
y de Forco y la virgen Panopea escucharon sus preces;
el mismo padre Portuno con su potente mano impelió la
nave, que, más veloz que el noto o que leve saeta, vuela hacia
la playa y penetra en el hondo puerto. Entonces el hijo de
Anquises, después de llamar por sus nombres a todos los
combatientes, según costumbre, declara vencedor a Cloanto
por la robusta voz de un heraldo, y ciñe sus sienes con el
verde laurel; enseguida hace distribuir en donativo a cada
nave tres becerros y vinos, o un talento de plata, a su elección,
a que añade mayores agasajos para los capitanes; para el
vencedor una clámide de oro que circundan dos cenefas de
púrpura melibea. En ella se veía tejido el regio mancebo de la
frondosa Ida, fatigando a los veloces ciervos con el dardo, y
la carreta, fogoso y representado tan al natural, que parecía
vivo, en el momento en que la armígera ave de Júpiter va a
arrebatarle el firmamento con sus garras; vanamente los ancianos
ayos del mancebo levantan las manos al cielo y ladran
los perros enfurecidos. Al que por su valor había obtenido el
segundo lugar dio una loriga labrada con tres hileras de leves
mallas de oro, juntamente ornato y defensa, que el mismo
Eneas, vencedor, arrebató a Demoleo, junto al rápido SiV
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mois, al pie del alto Ilión; apenas podían llevar en hombros
su complicada pesadumbre los esclavos Fegeo y Sagaris, y
sin embargo, Demoleo, cubierto con ella, perseguía en otro
tiempo a los dispersos Troyanos. Por tercer premio da dos
calderas de bronce y dos preciosas copas de plata con figuras
de resalte. Ya estaban premiados todos, y ufanos con sus
presas iban los vencedores, la sien ceñida de purpúreas ínfulas,
cuando desembarazado a duras pena de entre los fatales
arrecifes, pedidos los remos, volvió Sergesto en su barca
debilitada, con una sola de sus bandas de remeros, humillada
y entre las risas del concurso. Cual serpiente cogida por mitad
del cuerpo en un camino por ferrada rueda, o a quien un
caminante dejó mal herida y medio muerta de una pedrada,
pugna en vano por huir, retorciendo el cuerpo en largos anillos,
tremenda en parte, encendidos los ojos, alza el cuello
silbando, mientras dilacerada en otra por el golpe recibido,
no puede recoger sus nudos y se doblega por la falta de remos;
empero hace fuerza de vela y entra en el puerto a todo
trapo. Eneas, satisfecho de ver salvada la nave y recobrados
sus compañeros, da a Sergesto el prometido premio, que es
una esclava del linaje de Creta, Foloe, no ignorante en las
labores de Minerva y que daba el pecho a dos gemelos.
Concluído aquel ejercicio, dirígese el piadoso Eneas a un
herboso prado que rodean por todas partes corvos collados
cubiertos de selvas; en medio del valle se hacía un circo natural,
a modo de anfiteatro, al cual se encamina el héroe con
toda la muchedumbre de los suyos y toma asiento en lugar
eminente; allí estimula con empeño a los que quieran contender
a la veloz carrera y les ofrece premios. Teucros y Sicilianos
acuden en tropel, y los primeros Niso y Euralio...
Euralio, insigne por su hermosura y lozana juventud; Niso,
por su piadoso cariño al mancebo. Síguelos Diores, de la
ilustre estirpe real de Príamo; luego Salio y Patrón, éste de la
sangre arcadia del linaje de Tegra, aquél de la Acarnania; en
fin, dos mancebos sicilianos, Helino y Panopes, avezados a
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vivir en las selvas, compañeros del viejo Acestes, a que siguieron
otros muchos, cuyos nombres no ha conservado la
fama. En estos términos le habló Eneas, colocado en medio
de todos: "Prestad atención a mis palabras y alentad los espíritus;
ninguno de vosotros saldrá de la lucha sin llevar algún
premio dado por mí. Os daré dos dardos cretenses, guarnecidos
de acicalado hierro, y una hacha de dos filos nielada de
plata; esta recompensa será común a todos. Los tres primeros
recibirán además otros premios y ceñirán a sus sienes la
dorada oliva. El primer vencedor obtendrá un caballo ricamente
enjaezado; el segundo, una aljaba de amazona, llena
de saetas de Tracia, pendiente de un tahalí de oro y prendido
con un broche de piedras preciosas; con este yelmo griego
irá contento el tercero." Dicho esto, todos toman sitio y,
oída la señal, dejan la barrera y arrancan a correr con la rapidez
del viento, fijos los ojos en la meta. Niso el primero
lleva a todos gran ventaja, más veloz que el vendaval y que
las alas del rayo. Síguele Salio, pero a mucha distancia, y a
mucha distancia también, Eurialo va el tercero... Helimo
sigue a Euralio, tras del cual vuela Diores, pisando sus mismas
huellas y casi apoyado en sus hombros, y si tuvieran más
trecho que correr, aún le cogería la delantera o dejaría dudosa
la victoria. Ya casi llegaban al término y tocaban cansados
la misma meta, cuando el desgraciado Niso resbala sobre la
verde yerba, humedecida con la sangre de unos becerros
inmolados; vencedor ya y cantando victoria, no pudo retener
en el suelo sus vacilantes pasos, y cayó sobre el inmundo
cieno y la sagrada sangre. No se olvidó entonces, sin embargo,
de Euralio y de su tierna amistad; antes se levanta al
punto del resbaladizo terreno, y Salio, tropezando en él, cae
y queda tendido en la densa arena. Euralio pasa como una
centella, y vencedor, merced a su amigo, coge el primer lugar
y vuela entre los aplausos y el entusiasmo de todos; enseguida
llega Helimo, y Diores obtiene la tercera palma. Llena en
esto Salio con sus grandes clamores el espacioso anfiteatro, e
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interpela a los primeros jefes, reclamando el triunfo que un
fraude le ha arrebatado. Euralio tiene en su apoyo el favor
público y sus nobles lágrimas y su virtud, que da tanto realce
a la belleza; apóyale y a gritos le proclama vencedor Diores,
que, cercano a la victoria, vanamente habría alcanzado el
último premio si se diera el primero a Salio. Entonces el
caudillo Eneas, "¡Oh mancebos! dijo, no os faltarán los dones
prometidos y nadie variará el orden de los premios, pero
séame lícito compadecer la desgracia de un amigo inocente."
Dicho esto, dio a Salio la enorme piel de un león gétulo, de
pesada melena y con garras de oro, a lo cual Niso, "Si tan
gran premio reservas para los vencido, dijo, y tanto te apiadas
de los que han resbalado, ¿qué digno presentes darás a
Niso, a mí, que merecí con honra la primera corona, y que la
hubiera obtenido a no venderme, como a Salio, la enemiga
fortuna?" Y esto diciendo, mostraba su rostro y sus miembros
cubiertos aún de sangriento fango. Sonrióse el bondadoso
caudillo, y mandando traer un broquel, obra excelente
de Didimaon, arrancado por los Griegos del sagrado templo
de Neptuno, hace al ilustre mancebo aquel magnífico regalo.
Terminadas las carreras y distribuidos los premios, "Ahora,
dijo Eneas, si alguno de vosotros se siente con aliento y
vigor, venga y levante los brazos ceñidos con el cesto" Habla
así y propone dos premios para la lucha: un novillo coronado
de oro y vendas para el vencedor, y como consuelo para
el vencido, una espada y un hermoso yelmo. Sale al punto
Dares, haciendo alarde de sus grandes fuerzas, y se levanta
entre el murmullo de la muchedumbre; sólo él en otro tiempo
solía lidiar con Paris, y sólo él también, junto al sepulcro
donde yace tendido el gran Héctor, tumbó al gigantesco
Butes, siempre vencedor, que se decía descendiente del linaje
bebricio de Amico, y le dejó moribundo en la roja arena.
Erguida la frente preséntase Dares el primero al combate, y
descubre sus anchos hombros y agita ambos brazos extendidos,
hiriendo con ellos el viento; pero en vano se le busca un
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competidor, pues nadie, entre tanta gente, osa medir con él
sus fuerzas ni embrazar para la lid el cesto; con lo cual alegre
y ufano, juzgando que todos renuncian a la victoria, plántase
delante de Eneas, y asiendo por un cuerno, sin más tardanza,
con la mano izquierda al novillo, dice así: "Hijo de una diosa,
si nadie se atreve a probar la lid, ¿Qué aguardamos? ¿Hasta
cuándo he de estarme aquí? Manda que me traigan los premios."
Todos los Troyanos aprueban sus palabras con unánime
murmullo y piden que se le dé la prometida
recompensa. En tanto el grave Acestes reprende amistosamente
a Entelo, que estaba sentado junto a él en la verde
yerba. "Entelo, le dice, ¿de qué vale haber sido en otro tiempo
el más forzudo de los héroes, si ahora consientes con esa
clama que otro alcance sin lucha tan grandes dones? ¿Dónde
está ahora aquel divino Erix, y de qué te sirve haberle tenido
por maestro? ¿Dónde está tu fama, difundida por toda Sicilia,
y qué se han hecho aquellos despojos pendientes de tu
techo?" A lo cual responde Entelo: "No, el miedo no ha
ahuyentado de mi el amor de las alabanzas ni el de la gloria;
pero la cansada vejez ha helado mi sangre y las fuerzas desfallecen
en mi cuerpo. Si conservase todavía aquella lozana
juventud de otros tiempos, la juventud en que fía su triunfo
ese audaz, no sería por cierto el aliciente del premio, no sería
ese hermoso novillo lo que me hubiera seducido; yo no me
paro en dones." Dijo, y lanzó al medio de la liza dos cestos
de enorme peso, los mismos que con el fogoso Erix solía
armar sus manos para la lucha, y que sujetaban a sus brazos
duras correas. Atónitos quedaron todos; formaba cada cesto
la piel de un gran buey replegada en siete vueltas, todas
guarnecidas de plomo y hierro. El mismo Dares, sobre todo,
queda atónito a su vista y rehusa obstinadamente el combate:
el magnánimo hijo de Anquises revuelve en su mano aquella
inmensa y ponderosa mole. En tanto decía el anciano: "¿Qué
sería si alguno de vosotros viese el cesto y las armas del
mismo Hércules y el triste combate dado en esta misma plaV
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ya? Tu hermano Erix blandía en otro tiempo ¡Oh Eneas!
estas armas, que aun ves manchadas de sangre y destrozados
sesos; con ellas peleó contra el grande Alcides, con ellas solía
yo pelear cuando una sangre mejor me daba fuerzas y no
encanecía mis sienes la enemiga vejez; pero si el troyano
Dares rehusa esta mis armas, y si así parece al pío Eneas y lo
aprueba Acestes, que me instigó a esta lid, igualémosla; ahí te
entrego el cesto de Erix, depón el miedo y despójate del
cesto troyano." Dicho esto, dejó caer de los hombros la túnica
y el manto y descubrió la fornida musculatura, sus
enormes huesos, sus brazos, y se plantó, colosal atleta en
medio del palenque; enseguida el hijo de Anquises hizo traer
cestos iguales y armó con ellos los brazos de ambos. Al
punto uno y otro tomaron posición erguidos sobre las puntas
de los pies, e impertérritos levantaron los brazos al aire,
echando atrás las erguidas cabezas para esquivar los golpes;
juntan las manos con las manos y empeñan la lucha. Aquél
más ágil de pies y fiado en su juventud; éste poderoso por
sus miembros y su corpulencia, pero le flaquean tardías y
trémulas las rodillas y una penosa respiración bate su ancho
pecho. En vano los dos atletas se descargan mutuamente
repetidos golpes, los redoblan sobre los cóncavos costados y
exhalan del pecho roncos anhélitos, y menudean las puñadas
alrededor de las orejas y de las sienes; crujen sus mandíbulas
bajo los recios golpes. Entelo permanece firme e inmoble en
su puesto y no hace más que esquivar las heridas con hábiles
quiebros y con su vigilante mirada; el otro es parecido al que
ataca con bélicos pertrechos una alta ciudad o asedia una
fortaleza en la cima de un monte, que busca con maña, ya un
lado débil, ya otro, recorriéndolos todos, y la hostiga en vano
con repetidos asaltos. Empínase de pronto Entelo y levanta
la diestra; veloz el otro prevé el golpe que le amenaza por
alto y lo esquiva ladeando rápidamente el cuerpo; piérdese
en el aire el esfuerzo de Entelo, y con su propio impulso cae
éste pesadamente al suelo, arrastrado por su gran mole, cual
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suele caer descuajado un hueco pino en el Erimanto o en el
gran monte Ida. Vivo interés agita a los Teucros y a la juventud
siciliana, y sus clamores llegan al cielo. Acestes acude
el primero, y compadecido alza del suelo a su amigo, tan
anciano como él; pero el héroe, ni rendido ni aterrado por su
percance, vuelve con mayor brío a la lucha y la ira le da nuevas
fuerzas. La vergüenza, el conocimiento de su propio
valor reaniman su pujanza, y ardiente acosa por todo el llano
a Dares en su precipitada fuga, redoblando los golpes, ya con
la diestra, ya con la siniestra mano, sin descanso ni tregua.
Cual bota sobre los tejados menudo granizo arrojado por las
nubes, tal el héroe, en fuerza de los repetidos golpes que
descarga con una y otra mano, acosa y abruma a Dares.
Entonces el caudillo Eneas, no consintiendo que fuesen más
allá las iras y que Entelo se ensañe más en su contrario, puso
fin a la pelea y arrancó de ella al fatigado Dares, consolándole
con estos bondadosos términos: "¡Infeliz! ¿Qué locura
se ha apoderado de tu ánimo? ¿No conoces que las fuerzas
de tu rival son más que humanas, y que los dioses se te han
vuelto contrarios? Ríndete a un dios." Dijo, y mandó cesar el
combate, con lo que algunos fieles amigos llevan a las naves
a Dares, que iba arrastrando las dolientes rodillas, bamboleándosele
la cabeza y arrojando por la boca espesa sangre y
mezclados con ella los dientes; llamados por Eneas, reciben
el yelmo y la espada, quedando para Entelo la palma y el
novillo. Entonces el vencedor, lleno de arrogancia y ensoberbecido
con su toro, exclama: "Hijo de una diosa, y vosotros,
¡Oh Teucros! conoced a Entelo y ved qué fuerzas
tendría en mi juventud, y de qué muerte habéis liberado a
Dares." Dijo, y poniéndose delante del novillo, premio del
combate, levantó en alto la diestra, blandió y dejó caer los
duros cestos entre ambos cuernos y le deshizo y hundió los
huesos del testuz, con lo que, exánime y trémulo, desplomóse
el bruto en tierra. Enseguida Entelo lanza del pecho
estas palabras: "Acepta ¡Oh Erix! esta víctima, más digna de
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ti, en vez de la muerte de Dares, y con esta victoria depongo
el cesto y renuncio a mi arte."
Enseguida Eneas invita a luchar con la veloz saeta a los
que quieran hacerlo y presenta y presenta premios; él mismo
con su pujante mano levanta un mástil de la nave de Seresto
y ata en su elevado tope un cable, del que pende veloz paloma,
que será el blanco de las flechas. Acuden los guerreros y
un casco de bronce recibe sus nombres para echar las suertes;
el primero que sale, saludado por benévolos murmullos,
es el de Hippocoonte, hijo de Hirtaco, al cual sigue Mnesteo,
poco antes vencedor en las regatas; Mnesteo, coronado de
verde oliva. El tercero es Euritión, hermano tuyo, ¡Oh clarísimo
Pandaro, que recibido en otro tiempo el mandado de
romper una alianza, disparaste el primero un dardo en medio
de los Griegos! El último cuyo nombre salió de lo hondo del
casco fue Acestes, que no teme probar la suerte en aquellos
ejercicios juveniles.
Tienden entonces los guerreros a porfía con vigoroso esfuerzo
los recogidos arcos y sacan las flechas de las aljabas.
La primera saeta, que es la del joven hijo de Hirtaco, bate y
hiende las veloces auras a impulso del rechinante nervio, y
va a clavarse en el mástil que tiene delante; retiembla el palo,
aletea la paloma asustada y en todo el ámbito resuenan grandes
aplausos. Adelántase enseguida el impetuoso Mnesteo,
tendido el arco, apuntando a lo alto y dirigiendo al mismo
punto el ojo y la flecha, pero tuvo la desgracia de no tocar
con ella al ave misma, y sólo rompió la cuerda de que pendía,
atada por un pie, con lo que se echó a volar por los aires,
perdiéndose entre las negras nubes. Rápido entonces Euritión,
que ya tenía pronta la flecha en el preparado arco, invocó
a su hermano, habiendo divisado a la paloma, que jubilosa
batía las alas por el vacío éter, y la traspasa la opaca nube.
Exánime cayó el ave, dejando la vida en los etéreos astros y
trayendo clavada en su cuerpo la saeta. Sólo quedaba Acestes
y ya todas las palmas estaban ganadas; mas, sin embargo,
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disparó su dardo a la región aérea, ostentando su antigua
pericia y su resonante arco, cuando he aquí que se aparece
un súbito prodigio, de terrible agüero para lo futuro; un gran
suceso lo demostró después, suceso que los aterradores vates
anunciaron con tardías predicciones. Fue el caso que la voladora
caña ardió en las puras nubes, dejando un rastro de
fuego, y consumida se perdió entre las tenues auras, semejante
a aquellas estrellas que vagan por el cielo arrastrando en
pos de sí una larga cabellera. Suspensos quedaron Sicilianos
y Teucros e invocaron e invocaron a los dioses; el grande
Eneas acepta el presagio, y abrazando al alegre Acestes, le
colma de regalos y exclama: "Toma ¡Oh padre! pues el poderoso
rey del Olimpo ha querido con esos auspicios reservarte
un premio extraordinario; el mismo anciano Anquises te
ofrece por mi mano esta copa cincelada con figuras, que el
tracio Ciseo dio en otro tiempo a mi padre como singular
obsequio, monumento y prenda juntamente con su entrañable
amistad." Dicho esto, le ciñe las sienes con verde laurel,
proclaman a Acestes el primer vencedor, y el buen Euritión
vio sin envidia aquella preferencia, aunque él era el que había
hecho caer del aire la paloma. Llegó a recibir el premio inmediato
el que había roto la cuerda, y dióse el último al que
clavó su veloz flecha en el mástil.
Aun no concluido el certamen, llama el caudillo Eneas a
Epitides, ayo y compañero del niño Iulo, y así le dice en confianza
al oído: "Ve y di a Ascanio que si tiene ya apercibido
su escuadrón de muchachos y dispuesta la carrera de caballos,
se presente armado y los conduzca a la sepultura de su
abuelo." Manda Eneas despejar la muchedumbre que anda
desparramada por el circo, y que quede libre el campo.
Avanzan los muchachos en sus caballos vistosamente enjaezados
y desfilan en buen orden a la vista de sus padres, entre
los aplausos entusiastas de los jóvenes Teucros y Sicilianos.
Todos ostentan al uso sujeto el caballo con una guirnalda de
ramas, todos llevan dos jabalinas de cerezo silvestre con
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punta de hierro; a unos les penden del hombro ligeras aljabas,
una flexible cadena de oro labrado les ciñe el cuello,
cayendo sobre el pecho. Van divididos en tres compañías,
cada una de doce muchachos, y al mando de tres capitanes
de su misma edad, escarcean en vistoso alarde. Una de ellas
va ufana a las órdenes del niño Príamo, heredero del nombre
de su abuelo, e hijo tuyo, ¡Oh Polites! raíz preclara de larga
descendencia ítala, montado en un caballo tracio de dos colores
manchado de blanco; blancos son sus pies delanteros y
blanca también su erguida frente. El segundo capitán es Atis,
de quien traen origen los Atios latinos, el tierno Atis, niño
querido del niño Iulo. El último y el más hermoso de todos
en Iulo, que va jinete en un caballo sidonio regalo de la hermosa
Dido, recuerdo y prenda de su ternura; los demás cabalgaban
en caballos sicilianos del viejo Acestes... Saludan
con aplauso los Troyanos a la tímida turba y se deleitan en
mirarlos y reconocer en ellos los rostros de sus antiguos
progenitores. Luego que recorrieron alegres en sus caballos
todo el ámbito del circo para que los contemplaran los suyos,
Epítides, al verlos ya dispuestos, dio la señal con la voz
y chasqueó su látigo, con lo que partieron todos de frente a
la carrera, se dividieron luego en tres bandas, y de nuevo
volvieron a la voz de sus jefes, como si fueran a acometerse
con las jabalinas. Enseguida emprenden nuevas carreras y
contracarreras, y se confunden y revuelven en encontrados
giros, simulando un combate, y unas veces huyen, otras se
embisten y escaramuzan, y otras, en fin, marchan juntos como
si hubieran ajustado paces. Cual en otro tiempo, dicen, el
laberinto de la monstruosa Creta, con sus mil obscuros e
insidiosos recodos, formaba una intrincada madeja, en que
todos se perdían irremisiblemente, tal los hijos de los Teucros
cruzan y borran los rastros de sus caballos en la carrera,
entretejiendo en sus juegos la fuga y la batalla, semejantes a
los delfines cuando retozan en las olas nadando por los mares
de Carpacia y de la Libia... Ascanio fue el primero que
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renovó esta costumbre, estas carreras y estos juegos cuando
cercó de murallas a Alba-Longa y enseñó a los antiguos Latinos
a celebrarlos de la propia manera que, en su infancia,
los había celebrado con él la juventud troyana. Los Albanos
se los enseñaron a sus hijos; de ellos los recibió después la
gran Roma y los conservó en honor de sus ascendientes, y
aún hoy a esos escarceos se da el nombre de Troya, y los
muchachos que en ellos toman parte se llaman el escuadrón
troyano.
Aquí llegaban las fiestas celebradas en honor del augusto
padre de Eneas, cuando se trocó la fortuna de favorable en
adversa a los Troyanos. Mientras de aquella suerte solemnizaban
con variados juegos las honras al sepulcro de Anquises,
envió a Iris desde el cielo hacia la armada troyana,
impulsando su vuelo por los aires, Juno, hija de Saturno,
revolviendo en su mente mil pensamientos y no saciado aún
su antiguo rencor. Acelerando la carrera por su arco de mil
colores, desciende corriendo la virgen, sin ser de nadie vista,
por aquel rápido camino. Descubren primero un gran gentío,
registra las playas y ve los puertos desiertos y la escuadra
abandonada: sólo las mujeres troyanas, retiradas a lo lejos en
la solitaria ribera, lloraban la pérdida de Anquises, y todas
contemplaban con llanto el profundo mar. "¡Ah, después de
tantas fatigas, aun tenemos que surcar tantos mares!", exclamaban
todas, y todas a una voz claman por una ciudad: ya
no pueden con los trabajos del mar. Hábil en fraudes, Iris se
desliza en medio de ellas, y deponiendo el rostro y el traje de
diosa, se convierte en Beroe, la anciana esposa de Doriclo de
Ismaro, mujer de alto linaje, que en otro tiempo había tenido
gran nombre y muchos hijos. Mezclada, pues, con las matronas
troyanas. "¡Oh desdichadas, dice, las que no arrastró a
la muerte el ejército friego durante la guerra, bajo las murallas
de la patria! ¡Oh desventurada nación! ¿A qué fin te reserva
la fortuna? ¡Ya va a cumplirse el séptimo estío desde la
destrucción de Troya, y en tanto tiempo, cuántas mares heV
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mos recorrido, cuántas tierras, cuántas playas inhospitalarias,
cuántos climas; siempre juguetes de las olas, siempre en pos
de esa Italia, que huye delante de nosotros! Aquí reinó Erix,
hermano de Eneas; aquí Acestes nos da hospitalidad; ¿Quién
nos impide levantar aquí murallas y fundar un pueblo? ¡Oh
patria, oh penates arrancados al enemigo! ¿Jamás murallas
algunas llevarán ya el nombre de Troya? ¿No veré ya en ninguna
parte los ríos de Héctor, el Xanto y el Simois? Mas
¿Qué digo? manos a la obra y prended fuego conmigo a esas
infaustas naves. Esta noche, se me ha aparecido en sueños la
profetisa Casandra, dándome unas teas encendidas y diciéndome:
Buscad aquí a Troya; aquí está vuestra morada. Ea, no
haya dilación después de tantos prodigios. Aquí tenemos
cuatro altares de Neptuno; el mismo dios nos suministra teas
y aliento." Esto diciendo, ase con ímpetu la primera el fuego
enemigo, lo blande en la alzada diestra, haciéndole chispear
en los aires, y lo arroja a las naves. Suspensas quedaron y
estupefactas las Troyanas, cuando he aquí que una de ellas, la
de más edad, Pirgo, regia nodriza de tantos hijos de Príamo,
"Matronas, exclama, ésa no es Beroe, ésa no es la esposa de
Dorinclo, nacida en el cabo Reteo; observad esas señales de
un esplendor divino, esos ojos encendidos, ese espíritu que
la anima, ese rostro, este sonido de voz, ese porte. Yo misma
dejé hace poco a Beroe enferma, lamentándose de ser la única
en no tributar a Anquises los merecidos honores." Dudosas
las matronas al principio, contemplan las naves con
siniestros ojos, indecisas entre el insensato amor del suelo
que pisan y los reinos a que las llaman los hados, cuando se
alzó por los aires la diosa batiendo las alas, y trazó en su fuga
un grande arco bajo las nubes. Atónitas entonces a la vista
de tal prodigio y ebrias de furor, prorrumpen en unánimes
clamores y arrebatan el sagrado fuego destinado a los sacrificios;
unas despojan los altares y lanzan juntamente a la lumbre
hojas, ramas y teas; cual desbocado corcel, hierve el
incendio por el centro de las naves y devora los bancos, los
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remos y las pintadas popas de abeto. Eumelo lleva al sepulcro
de Anquises y al anfiteatro la nueva del incendio de las
naves, y todos en efecto, ven revolotear chispas por los aires
entre negras humaredas. Ascanio el primero, con el mismo
alegre ardor con que iba conduciendo las carreras ecuestres,
se dirige impetuosamente al desordenado campamento, y
rendidos sus ayos no pueden detenerle. "¿Qué nuevo furor
es éste? ¿A qué aspiráis, qué hacéis, ah desventuradas mujeres?
exclama. No, al enemigo, no a los reales argivos prendéis
fuego, sino a vuestras propias esperanzas. ¡Vedme aquí,
ved a vuestro Ascanio!"; y arrojó a sus pies el yelmo con que
poco antes se divertía en simulacros guerreros. Acuden al
mismo tiempo precipitadamente Eneas y todos los Troyanos,
con lo que despavoridas las mujeres, se dispersan por
toda las playa y van a esconderse en las selvas y entre las
huecas peñas, arrepentidas de su obra y pesarosas de ver la
luz del día; convertidas a mejores sentimientos, reconocen a
los suyo y sacuden de su espíritu las sugestiones de Juno.
Pero en tanto las llamas nada pierden de su indomable violencia;
bajo el húmedo roble viven atizadas por la estopa,
que vomita densas humaredas; un pesado vapor devora las
quillas, y la plaga penetra en todo el cuerpo de las naves;
nada pueden, ni los esfuerzos de los héroes, ni los raudales
derramados. Entonces el piadoso Eneas rasga su túnica, se la
arranca de los hombros, implora el auxilio de los dioses, y
tendiendo a ellos las palmas, "Júpiter, omnipotente, exclama,
si no aborreces a los Troyanos hasta al último, si tu antigua
clemencia tiene en algo las miserias humanas, liberta nuestra
armada de las llamas, ¡Oh padre! y arranca a la destrucción
las flacas reliquias de los Teucros, o si lo merezco, lanza sobre
ellas y sobre mí tu enemigo rayo y anonádanos aquí
mismo con tu diestra." Apenas había pronunciado estas palabras,
cuando estalla con desusada furia una negra tempestad,
acompañada de torrentes de lluvia, y en montes y llanos
retumba el trueno; todo el éter se desata en impetuoso y
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turbio aguacero, que ennegrecen recios vendavales. Las naves
se llenan de agua y rebosan; humedécense los robles
medio abrasados hasta apagarse el fuego, y todas las galeras,
perdidas sólo cuatro, se salvan del incendio.
En tanto el caudillo Eneas, quebrantado por aquel acerbo
caso, revolvía en su espíritu mil graves cuidados, indeciso
entre quedarse en los campos de Sicilia, olvidando sus altos
destinos, o dirigirse a las costas italianas, cuando el viejo
Nautes, a quien instruyó la tritonia Palas e hizo insigne sobre
todos en su divino arte, le habló así, explicándole lo que presagiaba
la terrible ira de los dioses y lo que exigía al mismo
tiempo el orden de los hados, consolándole de esta manera:
"Hijos de una diosa, suframos resignados los vaivenes de la
suerte; sea cual fuere, forzoso es vencerla con paciencia. El
dardanio Acestes, descendiente, como tú, de una estirpe
divina, es todo tuyo; consulta con él y ponle de tu parte.
Confíale el sobrante de los tuyos, por efecto de las naves que
has pedido, y los que ya están cansados de tu laboriosa empresa;
elige para esto los ancianos, las matronas vencidas de
los afanes del mar, y toda la gente inválida y temerosa de los
peligros, y consiente que después de tantas fatigas se edifique
en esa tierra una ciudad, a la que, con permiso de Acestes,
pondrán por nombre Acesta."
Inflamado con estas razones de su anciano amigo, siente
empero Eneas su ánimo combatido de graves cuidados. En
tanto la negra noche, arrastrada en su carro de dos caballos,
recorría el firmamento, cuando se le apareció de pronto la
imagen de su padre Anquises, deslizándose del cielo y hablándole
de esta manera: "¡Oh hijo mío, más caro para mí en
otro tiempo que la vida, cuando aun la vida animaba mi
cuerpo! ¡Oh hijo mío, tan duramente probado por los destinos
de Ilión! Aquí vengo por mandato de Júpiter, que apartó
de tu armada el incendio y al fin se ha apiadado de ti desde el
alto cielo. Obedece los excelentes consejos que te da el anciano
Nautes: lleva a Italia la flor de tus guerreros, los coraL
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zones más esforzados, pues tienes que debelar en el Lacio a
una gente inculta y brava; mas antes desciende a las moradas
infernales de Dite, y penetrando en el profundo Averno, ve,
hijo, a buscarme, porque no moro en el impío Tártaro, mansión
de las tristes sombras, sino en el ameno recinto de los
piadosos, en los Campos Elíseos. Allí te conducirá la casta
Sibila después que hayas ofrecido un abundante sacrificio de
negras víctimas; entonces conocerás toda tu descendencia y
qué ciudades te están destinadas. Y ahora, adiós; ya la húmeda
noche gira en mitad de su carrera y el cruel Oriente sopla
sobre mí el fatigoso aliento de sus caballos." Dijo, y se desvaneció
como el huno en las sutiles auras. Y Eneas, "¿A
dónde te precipitas? ¿Por qué te ocultas? ¿De quién huyes, o
qué te aparta de mis brazos?" Esto diciendo, atiza las cenizas
y la medio apagada lumbre, y suplicante ofrece la sagrada
harina y una cazoleta llena de incienso a los lares de Pérgamo,
en el santuario de la cándida Vesta.
Al punto convoca a sus compañeros, y ante todos a
Acestes, y les comunica la suprema voluntad de Júpiter, los
preceptos de su amado padre y la resolución que ya él también
ha tomado. Todos aprueban y a todo asiente Acestes.
Desígnanse y se colocan aparte las matronas destinadas a la
nueva ciudad y todos los que consienten en quedarse también,
ánimos nada codiciosos de gloria. Los demás renuevan
los bancos de las naves, reemplazan los mástiles consumidos
por las llamas y adaptan remos jarcias; pocos son en número,
pero gente valerosa a toda prueba. Entre tanto Eneas
traza con un arado el ámbito de la ciudad, sortea los solares
de las casas, y dispone que allí esté Ilión; que estos sitios sean
Troya. El troyano Acestes se regocija a la idea del nuevo
reino, y designa el recinto que ha de ocupar el foro y dicta
leyes a su futuro senado; enseguida se erige a Venus Idalia un
templo cercano a los astros, en la cumbre del Erix, y se destinan
al sepulcro de Anquises un sacerdote y un extenso
bosque sagrado. Ya se habían empleado nueve días en festiV
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nes, ofrendas y sacrificios en los altares: plácidos los vientos,
rizaban apenas la superficie del mar, y el austro, soplando
con frecuencia, convida a los Troyanos a dar de nuevo la
vela. Grandes gemidos y llantos se alzan entonces en las
corvas playas, y día y noche largos abrazos demoran el momento
de la partida. Ya las mismas matronas, ya aun los
mismos a quienes antes amedrentaba el aspecto del mar, y
hasta sólo su nombre se hacía intolerable, quieren partir
también y arrostrar todos los trabajos de la fuga. El bondadoso
Eneas los consuela con palabras amigas y los recomienda
llorando a su pariente Acestes; luego manda inmolar
tres becerros a Erix y una cordera a las Tempestades, y que
todas las naves por su orden desaten los cables, mientras que
él, ceñida la frente de una corona de hojas de olivo, en pie
sobre la proa de su nave, con una copa en la mano, arroja a
las saladas olas las entrañas de las víctimas y el vino de las
libaciones. Un viento de popa impele las naves; los remeros
baten el mar a porfía y barren las líquidas llanuras. Entretanto
Venus, devorada por tristes cuidados, se dirige a Neptuno
y exhala de su pecho estas quejas: "La terrible ira de
Juno y su inexorable corazón me obligan ¡Oh Neptuno! a
rebajarme a todo linaje de súplicas. Ni el tiempo ni la más
acendrada piedad bastan a aplacarla; ni se doblega a la soberana
voluntad de Júpiter ni a la fuerza de los hados. No le
basta haber borrado de la haz de la tierra con sus nefandos
odios la ciudad de los Frigios; ni arrastrar sus tristes reliquias
por toda suerte de calamidades; todavía persigue las cenizas y
los huesos de la destruida Troya. ¡Ella se sabrá las causas de
tanto furor! Tú me eres testigo de la gran borrasca que recientemente
suscitó de súbito en las olas africanas, mezclando
el cielo y el mar, contando, aunque en vano, con las
tempestades de Eolo: a tanto se atrevió en tu propio reino...
¡Oh maldad! Y he aquí que además, valiéndose del criminal
furor infundido por ella en las matronas troyanas, ha incendiado
las naves de Eneas y obligándole una parte de su arL
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mada a abandonar a sus compañeros en tierra desconocida.
Dígnate, yo te lo ruego, dígnate conceder a los demás una
navegación feliz y que arriben al laurentino Tiber, si te pido
cosas concedidas por la suerte, y si en efecto las Parcas les
reservan aquellas murallas."
Así respondió el hijo de Saturno, el domador de los profundos
mares: "Justo es, Citerea, que confíes en mis reinos,
de donde traes tu origen, y a la verdad que yo lo merezco
también; yo, que tantas veces he reprimido los furores del
mar y la cólera del cielo conjurado contra Eneas, y que no he
velado menos sobre él en la tierra, testigos el Xanto y el Simois.
Cuando Aquiles, persiguiendo a los desalentados escuadrones
troyanos, los impelía contra las murallas,
inmolando millares de guerreros, y gemían los ríos atestados
de cadáveres, y el Xanto no podía abrirse camino para correr
al mar, yo arrebaté en una hueca nave a Eneas, empeñado en
lid con el fuerte hijo de Peleo, protegido por su mayor pujanza
y por el favor de los dioses, y eso que yo hubiera deseado
derribar hasta en sus cimientos los muros de la perjura
Troya, labrados por mis manos. Todavía persevero en los
mismos sentimientos con respecto a tu hijo: ahuyenta todo
temor. Llegará seguro, como deseas, al puerto del Averno:
sólo llorará a uno de los suyos, perdido en los abismos del
mar; una sola vida se sacrificará por el bien de muchos..."
Luego que hubo sosegado con estas palabras el corazón
de la diosa, unció Neptuno con arreos de oro sus fogosos
caballos, púsoles espumosos frenos y les soltó las riendas.
Vuela ligero por la superficie del piélago en su cerúleo carro,
humíllanse las olas, la turgente superficie se allana bajo el
tonante eje, y huyen del cielo las nubes. Acuden a rodearle
varios monstruos que forman su comitiva, las inmensas ballenas,
el antiguo coro de Glauco, Palemón hijo de Inoo, los
rápidos tritones y todo el ejército de Forco; a su izquierda
van Tetis y Melite y la virgen Paponea, Nesee, Spio, Talía y
Cimodoce.
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Halagüeñas ideas penetran entonces en la indecisa mente
del caudillo Eneas, el cual manda levantar al punto todos los
mástiles y desplegar las velas en las entenas. Todos a una
emprenden la maniobra, izan a la vez las lonas a derecha e
izquierda, y tuercen y retuercen los elevados cabos de las
vegas; prósperas brisas impelen la armada. Palinuro, al frente
de las naves, dirige la compacta multitud: las demás tienen
orden de seguir la suya. Ya la húmeda noche había casi llegado
a la mitad de su carrera, y los marineros, tendidos bajos
los remos en los duros bancos, relajaban sus miembros, entregados
a un plácido reposo, cuando el leve Sueño, deslizándose
de los etéreos astros, hiende el tenebroso espacio y
ahuyenta las sombras, buscándote ¡Oh Palinuro! y trayéndote,
sin culpa tuya, tristes visiones. Bajo la figura de Forbas
toma asiento a su lado el dios en la alta popa y le habla de
esta manera: "Palinuro, hijo de Iasio, observa cómo las olas
por sí mismas conducen la armada; serenos soplan los vientos;
ésta es la hora de descansar; inclina la cabeza y sustrae al
trabajo los fatigados ojos. Yo te reemplazaré por un rato."
Alzando a duras penas los ojos, le contesta Palinuro: ¿Quieres
que ignore lo que es la mar en bonanza y lo que son las
olas apacibles? ¿Qué me fíe de ese monstruo? ¿Qué entregue
la suerte de Eneas a los falaces vientos, después de haberme
engañado tantas veces las insidias de un cielo sereno?" Esto
diciendo, álzase con toda su fuerza y no soltaba ni un momento
el timón ni apartaba los ojos de los astros, cuando he
aquí que el dios le sacude sobre una y otra sien un ramo empapado
en las aguas del Leteo y en el que había infundido la
laguna Estigia invencible sopor, con lo que, a pesar de sus
esfuerzos, le inunda de sueño los ojos. Apenas un inesperado
letargo empezó a apoderarse de sus miembros, reclinóse
el dios sobre él y le precipitó en las líquidas olas, arrastrando
en su caída una parte de la popa y el timón y llamando en
vano repetidas veces a sus compañeros, mientras el dios
alado se remontó volando por las sutiles auras. En tanto la
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armada sigue su rumbo seguro por el mar, cual si nada hubiera
sucedido, confiada en las promesas del padre Neptuno;
ya había llegado a los escollos de las Sirenas, terribles en otro
tiempo, y blanqueados con los huesos de tantos náufragos, y
los roncos peñascos retumbaban a lo lejos bajo los continuos
embates del mar, cuando advirtió Eneas que su nave
iba errante a merced de las olas, perdido el piloto; con lo que
empezó a regirla por sí mismo en medio de las tinieblas,
lanzando hondos gemidos y gravemente quebrantado su
ánimo con el desastre de su amigo. "¡Oh Palinuro! exclamó,
por tu demasiada confianza en la serenidad del cielo y del
mar, vas a yacer insepulto en ignorada arena!"
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SEXTO LIBRO DE LA ENEIDA
Habla así Eneas, llorando, y tendidas al viento las velas,
deslízase la escuadra; arriba en fin, a las eubeas playas de
Cumas. Vuelven las proas hacia el mar; sujeta el áncora las
naves con tenaz diente y las corvas popas recaman las costas
con sus varios colores. Fogoso tropel de mancebos salta a la
ribera hisperia; unos sacan las chispas escondidas en las entrañas
del pedernal; otros despojan el monte, densa guarida
de las fieras, y enseñan a sus compañeros los ríos que van
descubriendo. Entretanto el pío Eneas se encamina a las
alturas que corona el templo de Apolo y a la recóndita inmensa
caverna de la pavorosa Sibila, a quien el delio vate
infunde inteligencia y ánimo grande y revela las cosas futuras.
Ya penetran en los bosques de Diana y bajo los dorados
techos.
Es fama que Dédalo, huyendo de los reinos de Minos,
osó remontarse por los aires con veloces alas, surcó el desusado
derrotero con dirección a las heladas Osas, y fue a parar
encima de la ciudadela de Calcis: tomada allí tierra por primera
vez, te consagró ¡Oh Febo! sus alados remos y te erigió
un soberbio templo. En las puertas representó la muerte de
Androgeo y a los Cecrópidas, condenados ¡Oh miseria! a
entregar en castigo, todos los años, siete de sus hijos; vese
allí la urna en que se acaban de echar las suertes. Hace frente
a esta escena la isla de Creta: allí están representados los horribles
amores del toro, el delirio de Pasifae y el Minotauro,
su biforme prole, monumento de una execrable pasión. Allí
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se ve también aquel asombroso edificio donde no es posible
dejar de perderse; por lo cual, Dédalo, compadecido del
vehemente amor de la Reina, resolvió él mismo los artificios
y rodeos de su obra, dirigiendo con un hilo los inciertos pasos
de Teseo. Tú también ¡Oh Icaro! hubieras sido gran
parte en aquel tan prodigioso trabajo, si el dolor lo hubiera
permitido. Dos veces intentó esculpir en oro tu desastre; dos
veces cayó el cincel de sus manos paternales. Sin duda Eneas
y sus compañeros hubieran seguido recorriendo con la vista
todas aquellas maravillas, si ya Acates, a quien el caudillo
troyano había enviado por delante, no hubiese llegado entonces
y con él Deifobe, hija de Glauco, sacerdotisa de
Apolo y de Diana, la cual le habló en estos términos: "No es
ocasión ésta de pararte a contemplar tales espectáculos. Lo
que ahora importa es que inmoles conforme al rito siete novillos
nunca uncidos al yugo, e igual número de ovejas escogidas
de dos años."
Dicho esto a Eneas (y los guerreros no demoran obedecer
el sacro mandato), llama la sacerdotisa a los Troyanos al
alto templo. Una de las faldas de la roca eubea se abre en
forma de inmensa caverna, a la que conducen cien anchas
bocas y cien puertas, de las cuales salen con estruendo otras
tantas voces, respuestas de la Sibila. Apenas llegaron al umbral,
"Ahora es el momento de consultar los hados, dijo la
virgen: ¡he ahí, he ahí el dios!" Apenas pronunció estas palabras
a la entrada de la cueva, inmutósele el rostro y perdió el
color y se le erizaron los cabellos; jadeando y sin aliento,
hinchado el pecho, lleno de sacro furor, parece que va creciendo
y que su voz no resuena como la de los demás mortales,
porque la inspira el numen ya más cercano. "¿Demoras
tus votos y preces, Troyano Eneas? dice; ¿Los demoras?
Pues ten por cierto que antes no se abrirán las grandes
puertas de este portentoso templo." Dicho esto, calló. Helado
terror discurrió por los duros huesos de los Troyanos, y
de lo hondo del pecho exhaló el Rey estas plegarias:
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"¡Oh Febo, siempre misericordioso para los grandes trabajos
de Troya! ¡Oh tú, que dirigiste los dardos troyanos y la
mano de Paris al cuerpo del nieto de Eeaco! guiado por ti he
penetrado en tantos mares que ciñen vastos continentes, y
en las remotas naciones de los Masilios, y en los campos que
rodean las Sirtes. Ya, en fin, pisamos las costas de Italia, que
siempre huían de nosotros. ¡Ay! ¡Ojalá que sólo hasta aquí
nos haya seguido la fortuna troyana! Justo es ya que perdonéis
a la nación de Pérgamo, ¡Oh vosotros todos, dioses y
diosas enemigos de Ilión y de la gran gloria que alcanzó la
dardania gente! Y tú, ¡Oh santa sacerdotisa, sabedora de lo
porvenir, concede a los Teucros y a sus errantes dioses, fatigados
númenes de Troya, que logren por fin tomar asiento
en el Lacio! No pido reinos que no me estén prometidos por
los hados. Entonces erigiré un templo todo de mármol a
Febo y a Hécate, e instituiré días festivos, a que daré el
nombre de Febo. Tú también tendrás en mi reino un magnífico
santuario, en el que guardaré tus oráculos y los secretos
hados que anuncies a mi nación, y te consagraré ¡Oh alma
virgen! varones escogidos. Sólo te ruego que no confíes tus
oráculos a hojas que, revueltas, sean juguete de los vientos;
anúncialos tú misma." Esto dijo Eneas.
En tanto, aun no sometida del todo a Febo, revuélvese
en su caverna la terrible Sibila, procurando sacudir de su
pecho el poderoso espíritu del dios; pero cuanto más ella se
esfuerza, tanto más fatiga él su espumante boca, domando
aquel fiero corazón e imprimiendo en él su numen. Abrense,
en fin, por sí solas las cien grandes puertas del templo, y
llevan los aires las respuestas de la Sibila. "¡Oh tú! que al fin
te libraste, exclama, de los grandes peligros del mar, pero
otros mayores te aguardan en tierra. Llegarán sí, los grandes
descendientes de Dárdano a los reinos de Lavino; arranca del
pecho ese cuidado; pero también desearán algún día no haber
llegado a ellos. Veo guerras, horribles guerras, y al Tíber
arrastrando olas de espumosa sangre; no te faltarán aquí ni el
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Simois, ni el Xanto, ni los campamentos griegos. Ya tiene el
Lacio otro Aquiles, hijo también de una diosa; tampoco te
faltará aquí Juno, siempre enemiga de los Troyanos, con lo
cual, ¿A qué naciones de Italia, a qué ciudades no irás, suplicante,
a pedir auxilio en tus desastres? Por segunda vez una
esposa extranjera, por segunda vez un himeneo extranjero
será la causa de tantos males para os troyanos... Tú, empero,
no sucumbas a la desgracia; antes bien, cada vez más animoso,
ve hasta donde te lo consienta la fortuna. Una ciudad
griega, y es lo que menos esperas, te abrirá el primer camino
de la salvación."
Con tales palabras anuncia entre rugidos la Sibila de Cumas,
desde el fondo de su cueva, horrendos misterios, envolviendo
en términos obscuros cosas verdaderas; de esta
suerte rige Apolo sus arrebatos y aguija su aliento. Luego que
cesó su furor y descansó su rabiosa boca, díjole el héroe
Eneas: "¡Oh virgen! tus palabras no me revelan ninguna faz
de mis desventuras nueva o inesperada; todo ya lo tengo
previsto y a todo estoy preparado hace tiempo. Una sola
cosa te pido, pues, es fama que aquí está la entrada del infierno,
aquí la tenebrosa laguna que forma el desbordado
Aqueronte; séame dado ir a la presencia de mi amado padre;
enséñame el camino y ábreme las puertas sagradas. Yo le
arrebaté en estos hombros, por entre las llamas y los dardos
disparados contra mí, y le saqué de en medio de los enemigos;
él me acompañaba en mis viajes; conmigo sobrellevaba,
inválido, los trabajos de las travesías y los rigores todos del
mar y del cielo, a despecho de los años; él además me persuadía,
me mandaba que suplicante acudiese a ti y llegase a
tus umbrales. Compadécete, ¡Oh alma virgen! compadécete,
yo te lo ruego, del hijo y del padre, porque tú lo puedes todo,
y no en vano te encomendó Hécate la custodia de os bosques
del Averno. Si Orfeo pudo evocar los manes de su esposa
con el auxilio de su lira y de sus canoras cuerdas; si
Pólux rescató a su hermano, alternando en la muerte con él,
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y si tantas veces va y vuelve por este camino, ¿Para qué he de
recordar al gran Teseo? ¿Para qué a Alcides? También yo soy
del linaje del supremo Jove."
Así clamaba Eneas, abrazado al altar, y así le contestó la
Sibila: Descendiente de la sangre de los dioses, troyano, hijo
de Anquises, fácil es la bajada al Averno; día y noche está
abierta la puerta del negro Dite; pero retroceder y restituirse
a las auras de la tierra, esto es o arduo, esto es o difícil; pocos,
y del linaje de los dioses, a quienes fue Júpiter propicio,
o a quienes una ardiente virtud remontó a los astros, pudieron
lograrlo. Todo el centro del Averno está poblado de
selvas que rodea el Cocito con su negra corriente. Más, si un
tan grande amor te mueve, si tanto afán tienes de cruzar dos
veces el lago Estigio, de ver dos veces el negro Tártaro, y
estás decidido a probar la insensata empresa, oye lo que has
de hacer ante todo. Bajo la opaca copa de un árbol se oculta
un ramo, cuyas hojas y flexible tallo son de oro, el cual está
consagrado a la Juno infernal; todo el bosque le oculta y las
sombras le encierran entre tenebrosos valles, y no es dado
penetrar, en las entrañas de la tierra sino al que haya desgajado
del árbol la áurea rama; la hermosa Proserpina tiene dispuesto
que sea ese el tributo que se lleve. Arrancado un
primer ramo, brota otro, que se cubre también de hojas de
oro, búscale pues, con la vista, y una vez encontrado, tiéndele
la mano, porque si los hados te llaman, él se desprenderá
por sí mismo; de lo contrario, no hay fuerzas, ni aun el
duro hierro, que basten para arrancarle. Además, tu ignoras
¡Ay! que el cuerpo de un amigo yace insepulto, y que su triste
presencia está contaminando toda la armada mientras estás
en mis umbrales pidiéndome oráculos. Ante todo, entrega
esos despojos a su postrera morada, cúbrelos con un sepulcro,
e inmola en él algunas negras ovejas; sean estas las primeras
expiaciones. De esta suerte podrás, en fin, visitar las
selvas estigias y los reinos inaccesibles para los vivos." Dijo,
y enmudeció su cerrada boca.
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129
Entristecido el semblante y con los ojos bajos, sale de la
cueva Eneas, revolviendo en su mente aquellos obscuros
sucesos, acompañado del fiel Acates, que le sigue, agitado
por las mismas ideas; departiendo ambos sobre varios asuntos
y discurriendo sobre quién podría ser el compañero cuya
muerte les había anunciado la Sibila, y a cuyo cuerpo había
mandado dar sepultura. Llegado que hubieron a la seca playa,
vieron arrebatado por indigna muerte a Miseno, hijo de
Eolo, a quien nadie aventajaba en el arte de inflamar a los
guerreros con los marciales acentos del clarín. Miseno había
sido el compañero del grande Héctor, a su lado recorría los
campos de batalla, manejando con igual destreza la trompeta
y la lanza, y cuando Aquiles, vencedor, despojó de la vida a
Héctor, el noble héroe tomó por compañero a Eneas, no
inferior al primero; pero como estuviese en una ocasión
atronando la mar con los ecos de su bocina, y osase ¡insensato!
desafiar a los dioses, Tritón, envidioso (si tal puede
creerse), le cogió de improviso y le sumergió entre las peñas
en las espumosas ondas. Todos los Troyanos, reunidos alrededor
del cadáver, prorrumpían en grandes clamores, y más
que todos, el piadoso Eneas. Al punto, sin perder momento
ni interrumpir sus llantos, se apresuran a cumplir el mandato
de la Sibila y a formar con árboles el altar del sepulcro, que
levantan hasta el firmamento. Encamínanse a una antigua
selva, profundo asilo de las alimañas; caen los pinos, resuenan
la encina y el fresno, heridos de las hachas, y el hendible
roble se raja a impulso de las cuñas; de los montes caen rodando
los grandes olmos. También Eneas toma parte activa
en aquellas faenas, al mismo tiempo que exhorta a sus compañeros,
y contemplando la inmensa pira, agitado de tristes
pensamientos, exclama: "¡Oh! si ahora, en este espacioso
monte, se me apareciese en su árbol aquel áureo ramo, ya
que todo lo que me anunció la Sibila ha sido cierto, ¡Ay! demasiado
cierto para ti, ¡Oh Miseno!" No bien hubo acabado
de hablar, cuando bajaron por los aires dos palomas volando
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130
delante de sus mismos ojos y se posaron sobre la yerba; reconoció
en ellas el héroe las aves de su madre, y de esta
suerte las implora, lleno de júbilo: "Servidme de guías, ¡Oh
palomas! y si hay camino, dirigid vuestro vuelo a la densa
enramada donde el vistoso ramo da sombra a la fecunda
tierra. Y tú, ¡Oh madre diosa! no me faltes en este dudoso
trance." Paróse, dicho esto, observando qué señales le dan y
adónde dirigen el vuelo, mientras ellas, picoteando la yerba,
se alejan por el espacio cuanto la vista más perspicaz puede
alcanzar a seguirlas. Luego que llegaron a las bocas del fétido
Averno, alzaron rápidamente el vuelo, y deslizándose por el
líquido éter, van a posarse sobre la copa de un árbol, en el
deseado sitio donde el resplandor del oro se destaca por su
distinto matiz entre las ramas. Cual suele en la selva, durante
los fríos invernales, brotar el muérdago con nueva verdura
alrededor de los árboles a que crece apegado, pero que no le
producen, y circundar los redondos troncos con su amarillo
fruto, tal semejaba el áureo follaje en la copuda encina, tal
crujían sus hojas, mecidas del blando viento. Eneas ase de él
al punto, le arranca impaciente y lo lleva a la cueva de la Sibila.
Entretanto los Troyanos continuaban en la playa llorando
a Miseno, y tributaban los últimos honores a sus insensibles
despojos. Empezaron por erigir con ramas de roble y
maderas resinosas una gran pira, cuyos lados guarnecieron
de negro follaje, hincando en tierra delante fúnebres cipreses,
y decorando su cima con brillantes armas. Unos ponen
el agua a la lumbre en calderas de bronce, y lavan y perfuman
el frío cadáver entre grandes lamentos; luego colocan
sobre la hoguera aquellos miembros regados con su llanto, y
los cubren de las pupúreas vestiduras que usaron en vida;
otros se colocan debajo del gran féretro, y ¡Triste ministerio!
volviendo los ojos, le aplican las teas, según la costumbre
patria. Todo arde al momento: los montones de incienso, las
entrañas de las víctimas, las copas del aceite derramado soL
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bre ellas. Luego que todo quedó reducido a pavesas y se
apagó la llama, sacaron los huesos, y después de empapar y
lavar con vino aquellas reliquias, candentes todavía, Corineo
las encerró en una urna de bronce; enseguida, con un ramo
de feliz olivo, roció tres veces a sus compañeros con agua
purificadora, y pronunció las últimas oraciones. Entonces el
piadoso Eneas mandó erigir al héroe un soberbio monumento,
en el cual depositan sus armas, su remo y su clarín, al
pie de un alto monte, que de él recibió, y conservará eternamente,
el nombre de Miseno.
Hecho esto, se apresura a ejecutar los preceptos de la Sibila.
Había cerca de allí una profunda caverna, que abría en
las peñas su espantosa boca, defendida por un negro lago y
por las tinieblas de los bosques, sobre la cual no podía ave
alguna tender impunemente el vuelo: tan fétidos eran los
vapores que de su horrible centro se exhalaban, infestando
los aires, de donde los Griegos dieron a aquel sitio el nombre
de Averno. Allí llevó Eneas, lo primero, cuatro novillos negros,
sobre cuyo testuz derramó la sacerdotisa el vino de las
libaciones, y cortándoles las cerdas entre las astas, las arrojó
al fuego sagrado, como primeras ofrendas, invocando a voces
a Hécate, poderosa en el cielo y en el Erebo. Otros degüellan
las víctimas y recogen en copas la tibia sangre; el
mismo Eneas con su espada inmola en honor de la madre de
las Euménides y en el de su grande hermana una cordera de
negro vellón, y a ti, ¡Oh Proserpina! una vaca estéril. Enseguida
erige los altares para los sacrificios nocturnos que han
de hacerse al rey del Estigio y pone en las llamas las entrañas
enteras de los novillos, derramando abundante aceite sobre
ellas, cuando he aquí que, al despuntar el alba, empezó a
mugir la tierra bajo los pies, retemblaron las selvas, y grandes
aullidos de perros en las sombras anunciaron la llegada de la
diosa. "¡Lejos, lejos de aquí, profanos! exclama la profetisa;
salid de este bosque, y tú, Eneas, echa a andar y desenvaina
la espada. Esta es la ocasión de mostrar entereza y valor."
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Dicho esto, lánzase por la boca de la cueva, y Eneas la sigue
con intrépidos pasos.
¡Oh dioses, que ejercéis el imperio de las almas, calladas
sombras, Caos y Flegetón! ¡Oh vastas moradas de la noche y
del silencio! séame lícito narrar las cosas que he oído. ¡Consiéntame
vuestro numen descubrir los arcanos del abismo y
de las tinieblas!
Solos iban en la nocturna obscuridad, cruzando los desiertos
y mustios reinos de Dite, cual caminantes en espesa
selva a la incierta claridad de la luna, cuando Júpiter cubre de
sombra el firmamento y la negra noche roba sus colores a
todas las cosas. En el mismo vestíbulo y en las primeras gargantas
del Orco tienen sus guaridas el Dolor y los vengadores
Afanes; allí moran también las pálidas Enfermedades, y la
triste Vejez, y el Miedo, y el Hambre, mala consejera, y la
horrible Pobreza, figuras espantosas de ver, y la Muerte, y su
hermano el Sueño, y el Trabajo, los malos Goces del alma.
Vense en el fondo del zaguán la mortífera Guerra, los férreos
Tálamos de las Euménides y la insensata Discordia,
ceñida de sangrientas ínfulas la serpentina cabellera.
En el centro despliega sus añosas ramas un inmenso olmo,
y es fama que allí los vanos Sueños, adheridos a cada
una de sus hojas. Moran además en aquellas puertas otras
muchas monstruosas fieras, los Centauros, las biformes Scilas
y Briareo el de los cien brazos, y la Hidra de Lerna con su
espantoso silbido, y la flamígera Quimera, las Gorgonas, las
Arpías y aquella alma que animó tres cuerpos. Herido en
esto de súbito terror, requiere Eneas la espada y presenta su
punta a todo lo que se le acerca; y si su compañera, conocedora
de aquellos sitios, no le advirtiese que aquellas formas
que veía revolotear en contorno eran vanos fantasmas, embistiera
con ellas, esgrimiendo inútilmente su espada en el
vacío.
De allí arranca el camino que conduce a las olas del tartáreo
Aqueronte, vasto y cenagoso abismo, que perpetuamente
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hierve y vomita todas sus arenas en el Cocito. Guarda aquellas
aguas y aquellos ríos el horrible barquero Caronte, cuya
suciedad espanta; sobre el pecho le cae desaliñada luenga
barba blanca, de sus ojos brotan llamas; una sórdida capa
cuelga de sus hombros, prendida con un nudo: él mismo
maneja su negra barca con un garfio, dispone las velas y
transporta en ella los muertos, viejo ya, pero verde y recio en
su vejez, cual corresponde a un dios. toda la turba de las
sombras, por allí difundida, se precipitaba a las orillas: madres,
esposos, héroes magnánimos, mancebos, doncellas,
niños colocados en la hoguera a la vista de sus padres, sombras
tan numerosas como las hojas que caen en las selvas a
los primeros fríos del otoño, o como las bandadas de aves
que, cruzando el profundo mar, se dirigen a la tierra cuando
el invierno las impele en busca de más calurosas regiones.
Apiñados en la orilla, todos piden pasar los primeros y tienden
con afán las manos a la opuesta margen; pero el adusto
barquero toma indistintamente, ya a unos, ya a otros, y rechaza
a los demás, alejándolos de la playa. Sorprendido y
conturbado en vista de aquel tumulto, "Dime, ¡Oh virgen!
pregunta Eneas, ¿Qué significa esa afluencia junto al río?
¿Qué piden esas almas? ¿Y por qué distinción ésas tienen
que apartarse de la orilla y esotras surcan esas lívidas aguas?"
En estos términos le responde brevemente la anciana sacerdotisa:
"Hijo de Anquises, verdadera progenie de los dioses,
viendo estás los profundos estanques del Cocito y la laguna
Estigia, por la cual los mismos dioses temen jurar en vano.
Esta turba que tienes delante es la de los miserables que yacen
insepultos: ese barquero es Caronte, esos a quienes se
llevan las aguas, los que han sido enterrados, pues no le es
permitido transportar a ninguno a las horrendas orillas por la
ronca corriente antes de que sus huesos hayan descansado
en sepultura: cien años tienen que revolotear errantes alrededor
de estas playas; admitidos entonces por fin, logran cruzar
las deseadas olas. Párase el hijo de Anquises triste y pensatiV
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134
vo y profundamente compadecido de aquel destino cruel.
Allí ve entre los infelices privados de sepultura a Leucaspis y
Oronte, capitán de la escuadra licia, a quienes el austro anegó
a un mismo tiempo juntamente con sus galeras, viniendo
con él de Troya por los borrascosos mares.
En esto descubre al piloto Palinuro, que, en su reciente
travesía por el mar de Libia, mientras iba observando los
astros, cayó de la popa en medio de las olas. Apenas hubo
reconocido al desdichado en las espesas tinieblas, díjole así:
"¿Cuál dios ¡Oh Palinuro! te arrebató a nosotros y te precipitó
en medio del piélago? Dímelo pronto, porque Apolo,
que antes nunca me había engañado, sólo me engañó al vaticinarme
que cruzarías seguro la mar y llegarías a las playas
ausonias. ¿Es esa, di, la fe prometida?" , "No, respondió
Palinuro, no te engañó el oráculo de Febo, ¡Oh caudillo hijo
de Anquises! no me sepultó un dios en el mar. Arrancado
por acaso con gran violencia el timón que me habías confiado,
y que yo tenía asido para dirigir el rumbo, le arrastré en
mi caída, y te juro por los terribles mares que no temí entonces
tanto por mí cuanto porque tu nave, perdido el timón y
privada de piloto, no pudiese resistir el empuje de aquellas
tan terribles olas. Tres borrascosas noches me arrastró el
violento noto por los inmensos mares; sólo el cuarto día
divisé a Italia desde la altura a que me levantó una grande
oleada. Poco a poco llegué nadando a tierra, y ya estaba en
salvo, cuando una gente cruel, considerándome por engaño
presa de valía, me acometió con espadas en el momento en
que, bajo el peso de mis ropas mojadas, pugnaba por asirme
con las uñas a la áspera cima de un collado: juguete del
viento y del mar, mi cuerpo yace ahora en la playa. Por la
deleitosa luz del cielo y por las auras te lo suplico; por tu
padre y por el niño Iulo, tu esperanza, libértame ¡Oh héroe
invicto! de estas miserias. O bien, pues está en tu mano, da
sepultura a mi cuerpo, que encontrarás en el puerto de Velia;
o bien, si es posible, si tu divina madre te sugiere algún meL
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dio para ello (pues no creo que sin especial favor de los dioses
te prepares a surcar la terrible laguna Estigia), tiende la
diestra a este infeliz y llévame contigo por esas aguas, para
que en muerte a lo menos descanse en plácidas moradas!"
Dijo y al punto la habla así la Sibila: "¿De dónde te viene
¡Oh Palinuro! esa insensata aspiración? ¿Tú, insepulto, habías
de visitar las aguas estigias y el tremendo río de las Euménides,
y sin mandato de los dioses habías de pasar a la opuesta
orilla? Renuncia a la esperanza de torcer con tus ruegos el
curso de los hados, pero guarda en la memoria estas palabras,
como consuelo en tu cruel desventura. Sabrás que todos
los pueblos comarcanos, aterrados en vista de mil
prodigios celestes, aplacarán tus manes, depositando tus
huesos bajo un túmulo, instituirán en él solemnes sacrificios,
y aquel sitio conservará eternamente el nombre de Palinuro."
Estas palabras calmaron su afán y ahuyentaron un poco el
dolor de su triste corazón, complacido a la idea de que un
lugar de la tierra había de llevar su nombre.
Prosiguen, pues, Eneas y la Sibila el comenzado camino y
se acercan al río, cuando el barquero, al verlos desde la laguna
Estigia ir por el callado bosque, encaminándose hacia la
orilla, les ataja enojado el paso con estas palabras: "Quienquiera
que seas, tú, que te encaminas armado hacia mi río,
ea, dime a qué vienes y no pases de ahí. Esta es la mansión
de las Sombras, del Sueño y de la soporífera Noche; no me
es permitido llevar a los vivos en la barca Estigia, y a fe no
tengo motivos para congratularme de haber recibido en este
lago a Alcides, a Teseo y a Piritoo, aunque eran del linaje de
los dioses y de invicta pujanza; el primero amarró con su
mano al guarda del Tártaro, y le arrancó temblando del trono
del mismo Rey; los otros intentaron robar de su tálamo a la
esposa de Dite." Así le respondió brevemente la sacerdotisa
del Anfriso: "No abrigamos nosotros tales insidias; serénate;
estas armas no arguyen violencia; siga en buen hora el gran
Cerbero en su caverna espantando a las sombras con eterno
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ladrido, y continúe la casta Proserpina en la mansión de su
tío. El troyano Eneas, insigne en piedad y armas, baja a las
profundas tinieblas del Erebo en busca de su padre. Si no te
mueve la vista de tan piadoso intento, reconoce a lo menos
este ramo"; y sacó el que llevaba oculto bajo el manto, con lo
que al punto desapareció el enojo de Caronte. Nada añadió
la Sibila. El, admirando el venerable don de la rama fatal, que
no había visto hacía mucho tiempo, da vuelta a la cerúlea
barca y se acerca a la orilla, haciendo que despejen el fondo
las sombras que lo ocupaban, y las que iban sentadas en los
largos bancos, al mismo tiempo que recibe en ella al grande
Eneas. Crujió la sutil barca bajo su peso, y rajada en parte,
empezó a hacer agua; mas al fin desembarcó felizmente en la
opuesta orilla a la Sibila y al guerrero en un lodazal cubierto
de verde légamo.
En frente, tendido en su cueva, el enorme Cerbero
atruena aquellos sitios con los ladridos de su trifauce boca.
Viendo la Sibila que ya se iban erizando las culebras de su
cuello, le tiró una torta amasada con miel y adormideras, la
cual él, abriendo su trifauce boca con rabiosa hambre, se
tragó al punto, dejándose caer enseguida y llenando con su
enorme mole toda la cueva. Al verle dormido, Eneas sigue
adelante y pasa rápidamente la ribera del río, que nadie cruza
dos veces.
En esto, empezaron a oirse voces y lloros de niños, cuyas
almas ocupaban aquellos primeros umbrales; niños arrebatados
del pecho de sus madres, y a quienes un destino cruel
sumergió en prematura muerte antes de que gozaran la dulce
vida. Junto a ellos están los condenados a muerte por sentencia
injusta. Dan aquellos puestos jueces designados por la
suerte; el presidente Minos agita la urna, él convoca ante su
tribunal a las calladas sombras, y se entera de sus vidas y
crímenes. Cerca de allí están los desdichados que, vencidos
de la desesperación y aborreciendo la luz del día, se quitaron
la vida con su propia mano. ¡Ah, cuánto darían ahora por
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arrostrar en la tierra pobreza y duros afanes! pero los hados
no lo consientes, y las tristes aguas del lago Estigio, con sus
nueve revueltas, los enlazan y sujetan en aquel odioso pantano.
No lejos de aquí se extienden en todas direcciones los
llamados Campos Llorosos, donde secretas veredas que circundan
una selva de mirtos, ocultan a los que consumió en
vida el cruel amor, y que ni aun en muerte olvidan sus penas;
en aquellos sitios ve Eneas a Fedra, a Procis y a la triste Erifile,
enseñando las heridas que le hiciera su despiadado hijo,
y a Evadne y a Pasifae, a quienes acompañan Laodamia y
Ceneo, mancebo en otro tiempo, y ahora mujer, restituida
por el hado a su primitiva forma.
Entre ellas vagaba por la gran selva la fenicia Dido,
abierta aún en su pecho la reciente herida. Apenas el héroe
troyano llegó junto a ella y la reconoció entre la sombra obscura,
cual vemos o creemos ver a la luna nueva alzase entre
nubes, rompió a llorar, y así le dijo con amoroso acento:
"¡Oh desventurada Dido! ¡Conque, fue verdad la nueva de tu
desastre, y tú misma te traspasaste el pecho con una espada!
¿Y fui yo ¡Oh dolor! causa de tu muerte? Juro por los astros
y por los númenes celestiales y por los del Averno, si alguna
fe merecen también, que muy a pesar mío dejé ¡Oh Reina!
tus riberas. La voluntad de los dioses, que ahora me obliga a
penetrar por estas sombras y a recorrer estos sitios, llenos de
horror y de una profunda noche, me forzó a abandonarte, y
nunca pude imaginar que mi partida te causase tan gran dolor.
Detén el paso y no te sustraigas a mi vista. ¿De quién
huyes? ¡esta es la postrera vez que los hados me consienten
hablarte!" Con estas palabras, cortadas por el llanto, procuraba
Eneas aplacar la irritada sombra, que, vuelto el rostro,
fijos en el suelo los torvos ojos, no se mostraba más conmovida
por ellas que si fuera duro pedernal o mármol de Marpesia.
Aléjase al fin precipitadamente, y va a refugiarse
indignada en un bosque sombrío, donde su antiguo esposo
Siqueo es objeto de su ternura y corresponde a ella. Eneas,
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empero, traspasado de dolor a la vista de tan cruel desventura,
la sigue largo tiempo, compadecido y lloroso.
Luego continúa su camino y llegan a los últimos campos,
lugar retraído, donde moran los manes de los guerreros ilustres.
Allí le salen al paso Tideo, el ínclito Partenopeo y la
sombra del pálido Adrasto; allí los troyanos muertos en la
guerra y tan llorados entre los hombres, larga hilera que
contempló con lágrimas, y en que estaban Glauco, Medonte,
Tersíloco, los tres hijos de Antenor, Polifetes, consagrado a
Ceres, e Ideo, armado todavía y todavía manejando su carro.
Todas aquellas sombras se apiñan a ambos lados de Eneas;
no les basta verle una vez, sino que quieren detenerle, ir con
él y saber las causas de su venida; pero los caudillos de los
Griegos y las falanges de Agamenón, en cuanto divisaron
entre las sombras al héroe y sus brillantes armas, empezaron
a temblar, y unos huyeron, como cuando en otro tiempo
corrían a refugiarse en sus naves, y otros quisieron gritar,
pero en vano; sólo un tenue acento empezó a salir de sus
abiertas bocas.
Allí vio Eneas a Deifobo, hijo de Príamo, llagado todo el
cuerpo, cruelmente mutiladas la cara y ambas manos, arrancadas
las orejas de las destrozadas sienes y cortada la nariz
con infame herida. Apenas reconoció al infeliz, que, trémulo
y avergonzado, procuraba tapar las señales de su horrible
suplicio, llegóse a hablarle y así le dijo con bien conocido
acento: "Valeroso Deifobo, descendiente del alto linaje de
Teucro, ¿Quién te trató tan cruelmente? ¿Quién fue tan feroz
contigo? Supe que en la última noche de Troya, después
de haber hecho gran matanza de Griegos, caíste rendido
sobre un montón de cadáveres; entonces yo mismo te erigí
un cenotafio en la playa Retea, y tres veces invoqué tus manes
en alta voz; allí están tus armas con tu nombre; pero a ti
¡Oh amigo! no pude verte ni sepultarte, al partir, en la tierra
patria." A lo cual respondió el hijo de Príamo: "Nada ¡Oh
amigo! dejaste por hacer; todos tus deberes cumpliste con
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Deifobo y sus tristes manes; mi destino fatal y el funesto
crimen de la Lacedemonia me precipitaron en este abismo
de males: ¡Estas pruebas me dejó de su amor! Bien te acuerdas
(harto forzoso es recordarlo) de aquella engañosa alegría
en que pasamos la última noche, cuando el fatal caballo penetró
por encima de las murallas de Troya, preñado de armados
peones. Ella, con fingidas danzas, conducía en
derredor a las Troyanas; celebrando orgías y colocada en el
centro, llevando en la mano una gran tea encendida, daba
con ella la señal a los Griegos desde lo alto de la fortaleza.
Yo entonces, vencido del sueño y de tantos afanes, fui a
tenderme en mi infausto tálamo, y ya empezaba a disfrutar
un dulce y profundo reposo, harto parecido a una plácida
muerte, cuando mi egregia esposa, después de sacar de mi
casa todas las armas y de quitarme de la cabecera mi fiel espada,
abrió las puertas a Menelao y le introdujo en mi estancia,
confiando, sin duda, prestar un gran servicio a su primer
esposo y borrar así la memoria de sus antiguas maldades. ¿A
qué me detengo? La turba se arroja sobre mi lecho; con ella
venía el nieto de Eolo, siempre instigador de crímenes. ¡Oh
dioses! si me es lícito implorar vuestra venganza, renovad en
los Griegos aquellos horrores. Pero tú, dime a tu vez qué
aventura te trae aquí en vida. ¿Vienes impulsado por el vaivén
de las olas o por mandato de los dioses, o cuál destino te
acosa para que hayas descendido a estas sombrías regiones,
nunca alumbradas del sol? Durante estas pláticas, ya la aurora
con su rosada cuadriga había traspuesto la mitad del espacio
celeste en su etérea carrera, y acaso hubiera el héroe
consumido en ellas todo el tiempo que le estaba concedido,
si su compañera, la Sibila, no le hubiera amonestado así brevemente:
"La noche se nos viene encima, Eneas, y empleamos
las horas en llorar. Este es el sitio en que el camino se
divide en dos partes: la de la derecha, que se dirige al palacio
del poderoso Plutón, es la senda que nos llevará a los Campos
Elíseos; la de la izquierda conduce al impío Tártaro,
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donde los malos sufren su castigo." A lo cual respondió Deifobo:
"No te irrites, gran sacerdotisa; ya me retiro; ya voy a
reunirme con las otras sombras y a sepultarme de nuevo en
las tinieblas. Ve, ve ¡Oh gloria y prez de los nuestros! a gozar
más feliz destino que el mío" Dijo, y se alejó.
Vuélvese entonces Eneas, y ve al pie de una roca que se
extiende a la izquierda mano, una gran fortaleza, rodeada de
triple muralla, que el rápido Flegetonte, río del Tártaro, circunda
de ardientes llamas, arrastrando en su corriente resonantes
peñas; en frente se ve una puerta enorme y con
jambas de un acero tan duro, que ninguna fuerza humana, ni
aun la espada de los mismos dioses, podría derribarlas. Una
torre de hierro se alza en los aires; sentada Tisifone, ceñida
de un manto de color de sangre, guarda el vestíbulo, despierta
día y noche; óyense allí de continuo gemidos y crueles
azotes y el rechinar del hierro y ruido de cadenas arrastradas.
Paróse Eneas, despavorido, y se puso a escuchar con profunda
atención. "Qué especie de crímenes se castigan aquí?
Dime, ¡Oh virgen! ¿Qué tormentos son éstos? ¿Quién exhala
esos gritos tan lastimeros?" Así comenzó entonces la profetisa:
"Inclito caudillo de los Teucros, a ningún justo le es lícito
penetrar en ese asilo de los crímenes, pero cuando Hécate
me destinó a la custodia de los bosques infernales, ella misma
me declaró los castigos que imponen los dioses y me
condujo por todos estos sitios. El cretense Radamanto ejerce
aquí un imperio durísimo, indaga y castiga los fraudes, y
obliga a los hombres a confesar las culpas cometidas y que
vanamente se complacían en guardar secretas, fiando su expiación
al tardío momento de la muerte. Al punto de pronunciada
la sentencia, la vengadora Tisifone, armada de un
látigo, azota e insulta a los culpados, y presentándoles con la
mano izquierda sus fieras serpientes, llama a la turba cruel de
sus hermanas. Abrense entonces por fin las sagradas puertas,
rechinando en sus goznes con horrible estruendo. "¿Ves,
prosiguió la Sibila, qué centinela está sentada en el vestíbulo?
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¿Cuál horrible figura guarda estos umbrales? Pues dentro
tiene su morada una hidra más horrible todavía, con sus cincuenta
negras fauces siempre abiertas; luego se abre el mismo
Tártaro, espantoso precipicio, que profundiza debajo de
las sombras el doble de lo que se levanta sobre la tierra el
etéreo Olimpo. Allí, en lo más hondo de aquel abismo, ruedan
precipitados del rayo los Titanes, antiguo linaje de la
Tierra. Allí vi a los dos hijos de Aloeo, enormes gigantes, que
intentaron quebrantar con sus manos el inmenso cielo y precipitar
a Júpiter de su excelso trono; vi también a Salmoneo,
padeciendo horribles castigos en pena de haber querido
imitar los rayos de Júpiter y los truenos del Olimpo. Tirado
por un carro de cuatro caballos y blandiendo teas, iba ufano
por los pueblos de Grecia y cruzaba su ciudad de Elix, reclamando
para sí los honores debidos a los dioses. ¡Insensato,
que creía simular con el bronce batido por los cascos de
sus caballos el crujido de las tempestades y del inimitable
rayo!, pero el Padre omnipotente le disparó entre densas
nubes un dardo (no teas, no humeantes llamas) y le precipitó
en el profundo abismo. Vi también a Ticio, hijo de la Tierra,
que produce todos los seres, cuyo cuerpo tendido ocupa
siete yugadas enteras; un enorme buitre mora en lo hondo de
su pecho y con su corvo pico le roe y le devora el hígado y
las entrañas, que nunca mueren, y renacen siempre para padecer
sin momento de tregua. ¿A qué hablar de los Lapitas
Ixión y Piritoo, sobre cuyas cabezas pende un negro peñasco,
amagándolos siempre con su caída? Delante tienen voluptuosos
lechos de áureas columnas y festines dispuestos
con regio lujo; pero la principal de las Furias vela tendida a
su lado, y en cuanto intentan llevar las manos a la mesa, se
levanta blandiendo su tea y se lo impide con tonantes voces.
Allí habitan los que en vida aborrecieron a sus hermanos o
hirieron a su padre o vendieron el interés de su cliente; los
que, numerosísima muchedumbre, incubaron riquezas atesoradas
para ellos solos, sin dar una parte a los suyos; los que
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perdieron la vida por adúlteros; los que promovieron impías
guerras o no temieron hacer traición a sus señores; todos
estos, encerrados allí, aguardan su castigo. No intentes saber
qué castigo es el suyo; unos hacen rodar un gran peñasco,
otros penden amarrados a los radios de una rueda. El infeliz
Teseo está sentado y lo estará eternamente, y Flegias, el más
desgraciado de todos, amonesta a los demás y va clamando
entre las sombras con grandes voces: "¡Escarmentad con mi
ejemplo; aprended con él a ser justos y a no despreciar a los
dioses!" Este vendió por oro su patria y le impuso un tirano;
hizo y deshizo leyes por su solo interés. Ese incestuoso atropelló
el lecho de su hija; todos osaron concebir grandes maldades
y las llevaron a cabo. No, aun cuando tuviese cien
lenguas y cien bocas y una voz de hierro, no podría expresar
todas las formas de los crímenes ni decirte todos los nombres
de sus castigos."
Luego que esto dijo la anciana sacerdotisa de Febo, "Más
ea, continuó, sigue adelante tu camino y ofrece a Proserpina
el debido tributo. Aceleremos el paso; ya descubro las murallas
forjadas en las fraguas de los Cíclopes, y veo las puertas
del palacio de Plutón bajo esa bóveda que tenemos delante:
ahí nos está mandado deponer nuestra ofrenda." Dijo, y
avanzando juntos por el tenebroso camino, atraviesan el
espacio que los separa del palacio y llegan a sus puertas;
Eneas penetra en el zaguán, se rocía el cuerpo con una agua
recién cogida y suspende el ramo en el dintel frontero.
Hecho esto, y habiendo ya cumplido con la diosa, llegaron
a los sitios risueños y a los amenos vergeles de los bosques
afortunados, moradas de la felicidad. Ya un aire más
puro viste aquellos campos de brillante luz, ya aquellos sitios
tienen su sol y sus estrellas. Unos ejercitan sus miembros en
herbosas palestras y se divierten en luchar sobre la dorada
arena; otros danzan en coro y entonan versos. Allí el sacerdote
Tracio, arrastrando largas vestiduras, acompaña sus
cantos con las siete cuerdas de su lira, que ora impulsa con
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los dedos, ora con el ebúrneo plectro. Allí está el antiguo
linaje de Teucro, raza bellísima, héroes magnánimos, nacidos
en mejores tiempos, Ilo, Asaraco y Dárdano, el fundador de
Troya. Asombrado Eneas, ve a lo lejos armas, carros vacíos,
lanzas hincadas en tierra y caballos sueltos paciendo diseminados
por las vegas; la afición que aquellos guerreros tuvieron
en vida a los carros y las armas, su antiguo afán por criar
lozanos corceles, los siguen aún en el seno de la tierra. Luego
ve a derecha e izquierda a otros comiendo tendidos sobre la
yerba y entonando en coro jubiloso himnos en honor de
Apolo, en medio de un fragante bosque de laureles, adonde
viene a caer el caudaloso Erídano, difundiéndose de allí por
toda la selva. Allí están los que recibieron heridas lidiando
por la patria, los sacerdotes que tuvieron una vida casta, los
vates piadosos que cantaron versos dignos de Febo, los que
perfeccionaron la vida con las artes que inventaron y los que
por sus méritos viven en la memoria de los hombres. Todos
éstos llevan ceñidas las sienes de nevadas ínfulas. Ya en medio
de ellos, la Sibila les habla así, dirigiéndose más particularmente
a Museo, a quien rodean los demás y que lleva a
todos la cabeza: "Decidme, almas bienaventuradas, y tú,
virtuosísimo vate, ¿en cuál región, en qué sitio mora Anquises?
Por él venimos y por él hemos cruzado los grandes ríos
del Erebo." Así respondió brevemente Museo: "Ninguno
tiene aquí morada fija; habitamos en frondosos bosques y
una veces andamos por los altos ribazos, otras por las márgenes
de los arroyos; pero si tal es vuestro deseo, subid este
collado, y pronto señalaré un camino para que le encontréis
fácilmente." Dijo, y echando a andar delante de ellos, les
muestra desde la altura unas risueñas campiñas a las cuales
bajan enseguida.
Estaba entonces el Anquises examinando con vivo afán
unas almas encerradas en el fondo de un frondoso valle,
almas destinadas a ir a la tierra, en las cuales reconocía todo
el futuro linaje de sus descendentes, su posteridad amada, y
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veía sus hados, sus varias fortunas, sus hechos, sus proezas.
Apenas vio a Eneas, que se dirigía a él cruzando el prado,
tendióle alegre entrambas manos, y bañadas de llanto las
mejillas, dejó caer de sus labios estas palabras: "¡Que al fin
has venido, y tu tan probada piedad filial ha superado este
arduo camino! ¡Que al fin me es dado ver tu rostro, hijo mi,
y oír tu voz y hablarte como de antes! Yo en verdad, computando
los tiempos, discurría que así había de ser, y no me
ha engañado mi afán. ¡Cuántas tierras y cuántos mares has
tenido que cruzar para venir a verme! ¡Cuántos peligros has
arrostrado, hijo mío! ¡Cuánto temía yo que te fuesen fatales
las regiones de la Libia!" Eneas le respondió: "Tu triste imagen,
¡Oh padre! presentándoseme continuamente, es la que
me ha impulsado a pisar estos umbrales. Mi armada está
surta en el mar Tirreno. Dame, ¡Oh padre! dame tu diestra y
no te sustraigas a mis brazos." Esto diciendo, largo llanto
bañaba su rostro: tres veces probó a echarle los brazos al
cuello; tres la imagen, en vano asida, se escapó de entre sus
manos como un aura leve o como lado sueño.
Eneas en tanto ve en una cañada un apartado bosque lleno
de gárrulas enramadas, plácido retiro, que baña el río
Leteo. Innumerables pueblos y naciones vagaban alrededor
de sus aguas, como las abejas en los prados cuando, durante
el sereno estío, se posan sobre las varias flores, y apiñadas
alrededor de las blancas azucenas, llenan con su zumbido
toda la campiña. Ignorante Eneas de lo que ve, y estremecido
ante aquella súbita aparición, pregunta la causa, cuál es
aquel dilatado río y qué gentes son las que en tan grande
multitud pueblan sus orillas. Entonces el padre Anquises,
"Esas almas, le dice, destinadas por el hado a animar otros
cuerpos, están bebiendo en las tranquilas aguas del Leteo el
completo olvido de lo pasado. Hace mucho tiempo que deseaba
hablarte de ellas, hacértelas ver, y enumerar delante de
ti esa larga prole mía, a fin de que te regocijes más conmigo
de haber por fin encontrado a Italia." "¡Oh padre! ¿Es creíble
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que algunas almas se remonten de aquí a la tierra y vuelvan
segunda vez a encerrarse en cuerpos materiales? ¿Cómo tienen
esos desgraciados tan vehemente anhelo de rever la luz
del día?" "Voy a decírtelo, hijo mio, para que cese tu asombro",
repuso Anquises, y de esta suerte le fue revelando cada
cosa por su orden:
"Desde el principio del mundo, un mismo espíritu interior
anima el cielo y la tierra, y las líquidas llanuras y el luciente
globo de la luna, y el sol y las estrellas; difundido por
los miembros, ese espíritu mueve la materia y se mezcla al
gran conjunto de todas las cosas; de aquí el linaje de los
hombres y de los brutos de la tierra, y las aves, y todos los
monstruos que cría el mar bajo la tersa superficie de sus
aguas. Esas emanaciones del alma universal conservan su
ígneo vigor y su celeste origen mientras no están cautivas en
toscos cuerpos y no las embotan terrenas ligaduras y miembros
destinados a morir; por eso temen, desean, padecen y
gozan; por eso no ven la luz del cielo encerradas en las tinieblas
de obscura cárcel. Ni aun cuando en su último día las
abandona la vida, desaparecen del todo las carnales miserias
que necesariamente ha inoculado en ellas, de maravillosa
manera, su larga unión con el cuerpo; por eso arrostran la
prueba de los castigos y expían con suplicios las antiguas
culpas. Unas, suspendidas en el espacio, están expuestas a los
vanos vientos; otras lavan en el profundo abismo las manchas
de que están infestadas, o se purifican en el fuego. Todos
los manes padecemos algún castigo, después de lo cual
se nos envía a los espaciosos Elíseos Campos, mansión feliz,
que alcanzamos pocos, y a que no se llega hasta que un larguísimo
período, cumplido el orden de los tiempos, ha borrado
las manchas inherentes al alma y dejádola reducida
sólo a su etérea esencia y al puro fuego de su primitivo origen.
Cumplido un período de mil años, un dios las convoca
a todas en gran muchedumbre, junto al río Leteo, a fin de
que tornen a la tierra, olvidadas de lo pasado, y renazca en
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ellas el deseo de volver nuevamente a habitar en humanos
cuerpos." Dicho esto, llevó a su hijo y a la Sibila hacia la
bulliciosa multitud de las sombras y se subió a una altura,
desde donde podía verlas venir de frente en larga hilera y
distinguir sus rostros.
"Escúchame, prosiguió, pues voy ahora a decirte la gloria
que aguarda en lo futuro a la prole de Dárdano, qué descendientes
vamos a tener en Italia, almas ilustres, que perpetuarán
nuestro nombre; voy a revelarte tus hados. Ese
mancebo, a quien ves apoyado en su fulgente lanza, ocupa
por suerte el lugar más cercano a la vida, y es el primero que
de nuestra sangre, mezclada con la sangre ítala, se levantará a
la tierra; ése será Silvino, nombre que le darán los Albanos,
hijo póstumo tuyo, que ya en edad muy avanzada tendrás,
fruto tardío, de tu esposa Lavinia, la cual le criará en las selvas,
rey y padre de reyes, por quien dominará en Alba-Longa
nuestro linaje. A su lado está Procas, prez de la nación troyana;
síguele Capis y Numitor, y Silvio Eneas, que llevará tu
nombre y te igualará en piedad y valor, si llega algún día a
reinar en Alba-Longa. ¡Qué mancebos! ¡Mira qué pujanza
ostentan! De esos a cuyas sienes da sombra una corona de
cívica encina, unos te edificarán las ciudades Nomento, Gabia
y Fidena; otros levantarán en los montes los alcázares
Colatinos, a Pometía, el castillo de Inno, a Bola y Cora; así se
llamarán algún día esas que hoy son tierras sin nombre. A su
abuelo sigue Rómulo, hijo de Marte y de Ilia, de la sangre de
Asaraco. ¿Ves esos dos penachos que se alzan sobre su cabeza,
y ese noble continente que en él ha impreso el mismo
padre de los dioses? Has de saber, hijo mío, que bajo sus
auspicios la soberbia Roma extenderá su imperio por todo el
orbe y levantará su aliento hasta el cielo. Siete colinas encerrará
en su recinto esa ciudad, madre feliz de ínclitos varones;
tal la diosa de Berecinto, coronada de torres, recorre en
su carro las ciudades frigias, ufana de ser madre de los dioses,
abrazando a cien descendientes, todos inmortales, todos
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moradores del excelso Olimpo. Vuelve aquí ahora los ojos y
mira esa nación; esos son tus romanos. Ese es Cesar, ésa es
toda la progenie de Iulo, que ha de venir bajo la gran bóveda
del cielo. Ese, será el héroe que tantas veces te fue prometido,
Cesar Augusto, del linaje de los dioses, que por segunda
vez hará nacer los siglos de oro en el Lacio, y en esos campos
que antiguamente reinó Saturno; en el que llevará su
imperio más allá de los Garamantas y de los Indios, a regiones
situadas más allá de donde brillan los astros, fuera de los
caminos del año y del sol, donde el celífero Atlante hace
girar sobre sus hombros la esfera tachonada de lucientes
estrellas. Y ahora, en la expectativa de su llegada, los reinos
Caspios y la tierra Meótica oyen con terror los oráculos de
los dioses, y se turban y estremecen las siete bocas del Nilo.
Ni el mismo Alcides recorrió tantas tierras, por más que
asaetease a la cierva de los pies de bronce, que pacificase las
selvas del Erimanto e hiciese temblar con su arco al lago de
Lerna; ni Baco el vencedor, que por las altas cumbres de
Nisa maneja con riendas de pámpanos los tigres que arrastran
su carro. ¿Y titubearíamos aún en ejercitar nuestro valor
con grandes hechos, o el miedo nos retraería de establecernos
en las tierras de Italia? ¿Quién es aquel que se ve allí
lejos, coronado de oliva, que lleva en la mano sacras ofrendas?
Reconozco la cabellera y la blanca barba del rey que
dará el primero leyes a Roma, y que desde su humilde Cures
y desde su pobre tierra pasará a regir un grande imperio.
Sucederále Tulo, que pondrá término a la paz de la patria y
armará a sus pueblos, ya desacostumbrados de vencer. De
cerca le sigue el arrogante Anco, que aun ahora se ufana demasiado
con el aura popular. ¿Quieres ver a los reyes Tarquinos,
y el alma soberbia de Bruto vengador, y las
restauradas fasces? Ese será el primero que tomará la autoridad
de cónsul y las terribles segures, y padre, condenará al
suplicio por la hermosa libertad a sus hijos, promovedores
de nuevas guerras. ¡Infeliz! Sea cual fuere el juicio que de ese
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acto haya de formar la posteridad, el amor de la patria y un
inmenso deseo de gloria vencerán en su corazón. Mira también
a lo lejos los Decios, los Drusos y al terrible Torcuato,
armado de una segur, y a Camilo con las enseñas recobradas
del enemigo. esas dos almas que ves brillar con armas iguales,
tan unidas ahora que las rodean las sombras de la noche,
¡Ah! si llegan a alcanzar la luz de la vida, ¡Cuántas guerras
moverán entre sí, cuánto estrago! ¡Cuántas huestes armarán
uno contra otro! El suegro bajará de las cumbres alpinas y
de la peña de Moneco y apoyarán al yerno los opuestos pueblos
del Oriente. ¡Oh hijos míos, no acostumbréis vuestras
almas a esas espantosas guerras, no convirtáis vuestro pujante
brío contra las entrañas de la patria! Y tú el primero, tú,
¡Oh sangre mía! tú, que desciendes del Olimpo, ten compasión
de ella y no empuñes jamás semejantes armas... Ese,
vencedor de Corinto, subirá al alto Capitolio en carro triunfal,
ilustrado con la matanza de los Aqueos. Ese debelará a
Argos y a Micenas, patria de Agamenón, y al mismo hijo de
Eaco, de la raza del omnipotente Aquiles; vengando así a sus
abuelos troyanos y los profanados templos de Minerva.
¿Quién podría pasarte en silencio, ¡Oh gran Catón! y a ti, oh
Cosso? ¿Quién al linaje de los Gracos y a los dos Escipiones,
rayos de la guerra, terror de la Libia, y a Fabricio, poderoso
en su pobreza, y a ti, ¡Oh Serrano! que siembras tus surcos?
Las fuerzas me faltan ¡Oh Fabios! para seguiros en vuestra
gloriosa carrera. Tú, ¡Oh Máximo! ganando tiempo, conseguirás
salvar la república. Otros, en verdad labrarán con más
primor el animado bronce, sacarán del mármol vivas figuras,
defenderán mejor las causas, medirán con el compás el curso
del cielo y anunciarán la salida de los astros; tú, ¡Oh romano!
atiende a gobernar los pueblos; ésas serán tus artes, y también
imponer condiciones de paz, perdonar a los vencidos y
derribar a los soberbios."
Así habló el padre Anquises a Eneas y a la Sibila, que le
escuchaban atónitos; luego añadió: "¡Mira cómo se adelanta
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Marcelo, cargado de despojos, y cómo, vencedor, se levanta
por encima de todos los héroes! Ese sostendrá algún día la
fortuna de Roma, comprometida en apretado trance; intrépido
jinete, arrollará a los Cartagineses y al rebelde Galo, y
suspenderá en el templo de Quirino el tercer trofeo." En
esto Eneas, viendo acercarse al lado del héroe un gallardo
mancebo vestido de refulgentes armas, pero con la frente
mustia, bajos los ojos e inclinado el rostro, "¿Quién es, ¡Oh
padre!, dijo, ese que acompaña a Marcelo? ¿Es su hijo o alguno
de la alta estirpe de sus descendientes? ¿Cuál le rodean
todos con obsequioso afán! ¡Cómo se parecen uno a otro!,
pero una negra noche rodea su cabeza de tristes sombras."
Entonces el padre Anquises, bañados de llanto los ojos, exclama:
"¡Oh hijo mío! no inquieras lo que será ocasión de
inmenso dolor para los tuyos. Vivirá ese mancebo, pero los
hados no harán más que mostrarle un momento a la tierra; la
romana estirpe os hubiera parecido ¡Oh dioses! demasiado
poderosa si le hubieseis otorgado ese don. ¡Cuántos gemidos
se exhalarán por él desde el campo de Marte hasta la gran
Roma! ¡Qué funerales verás, oh Tiber, cuando te deslices por
delante de su reciente sepultura! Ningún mancebo de la raza
troyana levantará tan alto las esperanzas de sus abuelos latinos,
ni la tierra de Rómulo, se envanecerá tanto jamás de
otro alguno de sus hijos. ¡Oh piedad! ¡Oh antigua fe! ¡Oh
diestra invicta en la guerra! Jamás contrario alguno se le hubiera
opuesto, impunemente, ya arremetiese a pie las huestes
enemigas, ya aguijase con la esquela los ijares de espumoso
corcel. ¡Oh mancebo digno de eterno llanto! si logras vencer
el rigor de los hados, tú serás Marcelo... Dadme lirios a manos
llenas, dadme que esparza sobre él purpúreas flores; que
pague a los menos este tributo a los manes de mi nieto y le
rinda este vano homenaje." Así van recorriendo sucesivamente
el espacio de los dilatados campos aéreos y examinándolo
todo. Luego que Anquises hubo conducido a su
hijo por todos aquellos sitios, e inflamado su ánimo con el
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deseo de su futura gloria, le cuenta las guerras que está destinado
a sustentar, le da a conocer los pueblos de Laurento y
la ciudad de Latino, y de qué modo podrá evitar y resistir los
trabajos que le aguardan.
Hay dos puertas del Sueño, una de cuerno, por la cual
tienen fácil salida las visiones verdaderas; la otra de blanco
nítido marfil, primorosamente labrada, pero por la cual envían
los manes a la tierra las imágenes falaces. Prosiguiendo
en sus pláticas con su hijo y la Sibila, despídelos Anquises
por la puerta de marfil, desde la cual toma Eneas derecho el
camino hacia la escuadra y vuelve a ver a sus compañeros.
Dirígese enseguida, costeando la playa, al puerto de Cayeta;
allí echan anclas y atracan en la orilla.
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SEPTIMO LIBRO DE LA ENEIDA
Tú también ¡Oh Cayeta! nodriza de Eneas, diste con tu
muerte eterna fama a nuestras playas; aun hoy tu memoria
protege estos sitios, y tu nombre declara, si algo vale esta
gloria, en qué lugar de la grande Hesperia descansan tus huesos.
Celebradas las exequias conforme al rito, y erigido un
túmulo de tierra, el piadoso Eneas, luego que se sosegó el
hondo mar, dio la vela y abandonó el puerto. Era de noche;
soplaban las auras blandamente; la blanca luna los alumbraba
en su rumbo y con su trémula luz rielaban las aguas del mar.
Pasan las naves rozando la orilla del país circeo, donde la
opulenta hija del sol hace resonar sus repuestos bosques con
perpetuo canto, y en sus soberbios palacios quema oloroso
cedro a la luz de la luna, mientras teje con sutil lanzadera
delicadas telas. Oyense allí, a deshora de la noche, rugido de
leones reluchando por romper sus cadenas; óyense cerdosos
jabalíes y osos, que se embravecen en sus jaulas, y aullidos de
espantables lobos, a quienes la cruel Circe, a favor de poderosas
yerbas, trocó la figura humana en semblante y cuerpo
de fieras. Para que impelidos al puerto no experimentasen
semejantes transformaciones los piadosos Troyanos ni pisasen
horribles playas, Neptuno hinchó sus velas con favorables
vientos, impulsólos en rápida fuga y los sacó de aquel
hirviente estrecho.
Ya se sonrosaba la mar con los primeros rayos del sol y la
rápida aurora desde el alto éter resplandecía en su carro, tiraV
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do por dos caballos de color rosa, cuando se aplanó el viento,
cesó de repente todo soplo, y los remos empezaron a
batir la mar, inmóvil como el mármol. En esto Eneas descubre
desde el piélago un espacioso bosque, por en medio del
cual va el caudaloso y manso Tíber, amarillo con su abundante
arena, a desembocar con rápidos remolinos en la mar;
en derredor y encima del río varias aves, acostumbradas a
sus riberas y a sus aguas, llenaban de dulces melodías el
viento con sus gorjeos y revoloteaban por el bosque. Allí
manda Eneas a sus compañeros que tuerzan el rumbo, enderezando
a tierra las proas. y se entra alegre por el umbroso
río.
Préstame ahora tu auxilio ¡Oh Erato! para que diga cuáles
fueron los reyes, cuáles los remotos sucesos, cuál el estado
del antiguo Lacio, cuando un ejército extranjero arribó por
primera vez en naves a las playas ausonias, y recuerde la ocasión
de aquellos primeros combates; inspira ¡Oh diosa! inspira
al poeta. Voy a cantar horrendas batallas; diré los ejércitos,
los reyes animados a la matanza, la hueste tirrena y toda la
Hesperia armada. De más alto empeño, más ardua que hasta
aquí, es ahora mi empresa. Regía en larga paz sus campos y
sus felices ciudades el anciano rey Latino, hijo de Fauno y de
la ninfa Marica Laurentina; Fauno era hijo de Pico, cuya ascendencia
¡Oh Saturno! remonta hasta ti, primer fundador de
su linaje. No tenía este Rey, por disposición de los dioses,
hijo alguno varón, pues uno que tuvo le había sido arrebatado
en la flor de sus años; sólo le quedaba una hija heredera
de su casa y de sus vastos estados y ya en edad de tomar
marido. Multitud de príncipes del gran Lacio, la Ausonia
toda la pretendían, y sobre todos el bizarrísimo Turno, de
antiguo y poderoso linaje, a quien la esposa del Rey deseaba
por yerno con extremado empeño; mas los dioses lo impiden
por medio de varios tremendos prodigios. Había en lo más
retirado y profundo del palacio, un laurel de sacro ramaje,
conservado de muy antiguo con religioso temor, el cual era
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fama que se había hallado el rey Latino en la época en que
empezara a edificar su capital, y que había consagrado a Febo,
por donde recibieron sus pobladores el nombre de Laurentinos,
Ocurrió un día ¡Oh asombro! que una apiñada
muchedumbre de abejas, cruzando el líquido éter con gran
ruido, fue a posarse en la copa de aquel laurel, y enredadas
unas con otras por los pies, quedaron suspensas de las frondosas
ramas, formando de súbito un enjambre. Al punto
mismo dijo así un adivino: "En esa señal vemos la llegada de
un varón extranjero y de un ejército que se dirige a estas
regiones por la parte de donde vienen esas abejas, y que nos
dominará desde nuestro excelso alcázar." Además, un día en
que la virgen Lavinia estaba al lado de su padre, quemando
en los altares castos inciensos, vióse (¡cosa horrible!) prender
el fuego en sus largos cabellos y arder con resonante llama
todas sus galas e inflamarse su velo real y su rica diadema de
pedrerías; luego se la vio rodeada de humo, y roja luz rociar
con fuego todo el palacio. Terrible y maravilloso declararon
este portento los augures; porque, si bien prometía a Lavinia
fama y destino insignes, amenazaba al pueblo con terrible
guerra. Cuidadoso el Rey con estos prodigios, va a consultar
los oráculos de su fatídico padre Fauno en las selvas donde
resuena el caudaloso raudal de la sagrada fuente Albunea,
que cubierta de opacas sombras, exhala mefíticos vapores.
Allí acuden en los casos dudosos a pedir oráculos las gentes
de Italia y toda la Enotria; allí cuando el sacerdote lleva sus
dones y se echa a dormir, en la callada noche, sobre las pieles
extendidas de las ovejas sacrificadas, ve en sueños revolotear
muchos espectros de maravillosa manera, y oye varias voces
y disfruta los coloquios de los dioses y hace llegar sus palabras
hasta el Aqueronte en los profundos avernos. Allí también
entonces el padre Latino, a fin de obtener oráculos,
había inmolado conforme al rito, cien lanudas ovejas y yacía
acostado sobre sus extendidas pieles, cuando de pronto salió
de lo más hondo de la selva una voz que decía: "No pienses,
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hijo mío, en dar tu hija a un esposo latino, ni creas en las ya
preparadas bodas. Vendrá un yerno extranjero, con cuya
alianza se levantará nuestro nombre hasta las estrellas, y cuyos
descendientes verán sometidas a sus pies y regidas por
sus leyes cuantas naciones contempla el sol recorriendo uno
y otro Océano." No recató el rey latino esta respuesta de su
padre Fauno, ni el aviso que le diera en la callada noche;
antes ya la Fama voladora lo había difundido por todas las
ciudades ausonias, cuando la juventud troyana llegó a aferrar
su armada en la hermosa ribera.
Tiéndense Eneas, los principales caudillos y el hermoso
Iulo bajo las ramas de un árbol; dispónense la comida, y para
ello colocan sobre la yerba tortas de flor, hacinando luego
sobre aquel asiento, dado por Ceres (así se lo sugirió el mismo
Júpiter), multitud de frutas silvestres. Consumidos estos
manjares, como su escasez los forzase a morder las tortas, a
violar con mano y dientes audaces el círculo de la fatal corteza
y a no perdonar sus espaciosos cuadros, "¡Ay, hasta las
mesas nos comemos!", exclamó Iulo, sin hacer nada más
alusión al oráculo. Estas palabras fueron para los troyanos el
primer anuncio del fin de sus trabajos, y Eneas, atajándolas
en los labios de su hijo, exclamó así al punto, pasmado de su
significación profética: "¡Salve, oh tierra que me debían los
hados! ¡Salve, oh vosotros, también fieles penates de Troya!
Esta es nuestra morada, ésta es nuestra patria: en estos términos
(ahora lo recuerdo) me reveló mi padre Anquises los
arcanos del destino. Cuando arrojado a ignotas playas el
hambre te fuerce, hijo mío, consumidos ya los manjares, a
devorar también las mesas, cuenta entonces que hallarás
asiento en tus fatigas y acuérdate de fundar allí con tu mano
y fortificar una primera población. Esta es aquella hambre
que nos estaba profetizada; ésta es la última calamidad por
que nos restaba pasar como término de nuestras miserias...
Animo, pues, y a la primera luz del nuevo sol exploremos
estos sitios, veamos qué gentes los pueblan, dónde están sus
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ciudades y encaminémonos desde el puerto en todas direcciones.
Ahora apurad las copas en honor de Júpiter, invocad
en vuestras preces a mi padre Anquises y traed más vino a
las mesas." Dicho esto, ciñe sus sienes con una hojosa rama
e invoca al Genio de aquellos sitios, a la tierra, divinidad
anterior a todas, y a las Ninfas y a los aun desconocidos ríos
de aquellas regiones; luego a la Noche y a los astros que nacen
en ella, a Júpiter de Ida; después, como es justo, a Cibeles
frigia y a la madre que tiene en el cielo y a su padre que
está en el Erebo. En esto el omnipotente Júpiter hizo retumbar
tres veces su trueno en el claro cielo y mostró en el
éter una rutilante y áurea nube, que él mismo blandía con su
mano; entonces cunde de pronto por el ejército troyano el
rumor de que es llegado el día en que va a edificar la ciudad
prometida; con lo que al punto renuevan las mesas y regocijados
con aquel gran presagio, previenen las copas, y ya llenas
de vino, las coronan de ramos y flores.
Apenas despuntaron al siguiente día los primeros albores,
parten por diversos caminos a explorar la ciudad, los términos
y las costas de aquella nación; aquí descubren los pantanos
que forman la fuente del río Numico; éste es el Tíber;
éste es el país que pueblan los fuertes Latinos. Entonces el
hijo de Anquises despacha a la augusta ciudad del Rey cien
emisarios elegidos de entre todas las clases y coronados de
ramos de oliva, que vayan a llevarle regalos y a pedirle paz
para los Troyanos; sin pérdida de momento, parten con rápido
paso los comisionados. Eneas entretanto señala por sí
mismo en la ribera con una zanja el reducido circuito de la
muralla, asiento de su futura ciudad, y a modo de campamento
rodea sus primeras viviendas con almenas y empalizadas.
Ya, recorrido el camino, divisaban los emisarios las
torres y los altos edificios de los Latinos, ya se acercaban a
sus muros. En frente de la ciudad multitud de mancebos en
la primera flor de la juventud se estaban ejercitando en cabalgar
y en manejar carros en el polvoroso llano, o bien en
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tender los rígidos arcos, o en blandir flexibles dardos o en
luchar a la carrera y a brazo partido, cuando un mensajero
fue a llevar a los oídos del anciano Rey la nueva de que habían
llegado unos guerreros de aventajada estatura y extraño
atavío. Mándalos él introducir en su palacio y se sienta en el
solio de sus mayores en medio de los suyos. Había en la
parte más alta de la ciudad un augusto y espacioso edificio,
sustentado por cien columnas, palacio del laurentino Pico,
que llenaban de religioso terror tradicional la devoción de
que era objeto y las selvas que le rodeaban. Era de buen
agüero para los reyes recibir allí el cetro y levantar las primeras
fasces; aquel templo les servía de tribunal, allí se celebraban
los sagrados festines, allí, después de inmolar un
carnero, acostumbraban los próceres a tomar asiento alrededor
de largas mesas. Veíanse allí, además, en el vestíbulo,
dispuestas por su orden, las efigies de los ascendientes del
Rey, labradas de antiguo cedro; Italo, el padre Sabino, que
plantó el primero la vid, y cuya imagen conserva todavía en
su mano la corva hoz; el viejo Saturno, el bifronte Jano y
todos los demás reyes de la monarquía, que peleando por la
patria recibieron marciales heridas. Penden, además en los
sacros umbrales multitud de armas, carros cautivos, corvas
segures, penachos, enormes cerrojos, dardos, escudos y espolones
arrebatados de las naves enemigas. Ceñida una corta
trabea con el báculo quirinal en la diestra y embrazada en el
izquierdo una rodela, sentábase allí Pico, el domador de caballos,
a quien su amante Circe, loca de celos, hirió con su
vara de oro, y con influjo de sus venenos le convirtió en ave
de pintadas plumas. Tal era el templo de los dioses, en cuyo
ámbito recibió a los Teucros el rey latino, sentado en el solio
de sus mayores; luego que hubieron entrado, les habló así el
primero con apacible semblante:
"Decid, hijos de Dárdano (pues no desconocemos ni
vuestra patria ni vuestro linaje y ya teníamos nuevas de que
hacia aquí enderezabais el rumbo), ¿Cuál es vuestro objeto?,
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¿Qué causa, qué necesidad ha traído a vuestros bajeles por
tantos cerúleos mares a las playas ausonias? Ya hayáis entrado
por nuestra ría y hayáis anclado en nuestro puerto por
haber perdido el derrotero o acosados por las tempestades,
que tan frecuentes persiguen a los navegantes en alta mar, no
huyáis de mi hospitalidad ni os forméis una idea equivocada
de los Latinos, linaje de Saturno, justo, no por la fuerza ni
por las leyes, sino por su propio natural y por apego a los
usos de su antiguo dios. Y aun me acuerdo (aunque el tiempo
ha obscurecido esta tradición) de haber oído decir a unos
ancianos Auruncos que Dárdano, nacido en estos campos,
penetró en las ciudades de la Frigia, cercanas al monte Ida y
en Samos de Tracia, que hoy se llama Samotracia; ahora el
áureo alcázar del estrellado cielo cobija un solio al que salió
de la tirrena mansión de Corito y es ya un numen más en los
altares."
Dijo, y en esto términos le contestó Ilioneo: "¡Oh Rey,
linaje ilustre de Fauno, no una negra borrasca nos ha obligado
a arribar a tus playas, acosados por las olas, ni las estrellas
ni las costas nos han hecho perder el rumbo. Con maduro
acuerdo y voluntad firme venimos a esta ciudad, arrojados
de nuestro reino, el más grande en otro tiempo que veía el
sol en su carrera de uno a otro confín del Olimpo. Nuestro
linaje tuvo principio en Júpiter; la juventud dárdana se regocija
de tener por progenitor a Júpiter; nuestro mismo Rey, el
troyano Eneas, de la excelsa raza de Júpiter, es quien nos
envía a tus umbrales. Cuán terribles desastres ha derramado
la fiera Micenas por los campos de Ida, cuáles hados han
impulsado a chocar entre sí a los dos continentes de Europa
y Asia, sábenlo hasta los que habitan las últimas regiones que
baña el Océano y aquellos a quiénes separa del resto del
mundo la zona que se extiende en medio de las otras cuatro
y tuesta un sol abrasador. Desde aquel gran desastre, arrastrados
por tantos y tantos mares, venimos implorando para
nuestros dioses patrios un reducido albergue, una playa seguV
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ra, el agua y el aire, comunes a todos. Ni seremos un desdoro
para vuestra nación, ni ganaréis poca fama con darnos amparo,
ni se borrará jamás de nuestras almas la gratitud a tamaño
beneficio, ni les pesará a los Ausonios de haber acogido a
Troya en su seno. Yo lo juro por los hados de Eneas y por
su diestra, poderosa lo mismo en la prueba de las alianzas
que en la de la guerra y las armas. No nos tengas en menos
porque venimos a ti con ramas de oliva en las manos y palabras
suplicantes; muchos pueblos, muchas naciones han
querido y solicitado unirnos a su suerte; pero los hados de
los dioses con su irresistible imperio nos han forzado a buscar
afanosamente vuestras comarcas. Aquí torna Dárdano,
nacido aquí, y con sus solemnes mandatos nos impele Apolo
hacia el tirreno Tíber y a la sagrada fuente del Numico. Estos
cortos dones de su pasada fortuna te da además, reliquias
arrebatadas a las llamas de Troya. Con esta copa de oro hacía
Anquises libaciones en los altares, éstos son los regios atavíos
que vestía Príamo cuando administraba justicia a sus
pueblos congregados: el cetro, la sagrada tiara y el manto
labrado por las mujeres de Troya..."
Suspenso latino al oír estas razones de Ilioneo, quédase
inmóvil, clavado en el suelo, fijos en él los ojos, revolviéndolos
con atención profunda; lo que tan perplejo le tiene no
es tanto ni las recamadas vestiduras de púrpura, ni el cetro
de Príamo, cuanto el pensar en las bodas de su hija; al mismo
tiempo medita en el oráculo del antiguo Fauno. Aquel extranjero
es, sin duda, el yerno que le anuncian los hados y el
que destinan a sucederle en su reino bajo felices auspicios,
del cual ha de nacer una egregia y valerosa prole, destinada a
subyugar el orbe entero. Por fin, exclama así, alborozado:
"¡Cumplan los dioses nuestros propósitos y sus propios
agüeros! Dársete ha ¡Oh troyano! lo que pides; no menosprecio
tus dones; mientras reine Latino no os faltarán tierras
feraces, ni las riquezas de Troya; sólo exijo que el mismo
Eneas, si tanto codicia mi alianza, si quiere de veras ser mi
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huésped y mi compañero, venga a mis estados y no rehuya
mi semblante amigo, prenda bastante de paz será para mí
tocar la mano de vuestro Rey. Vosotros ahora llevadle de mi
parte estas razones: Tengo una hija a quien me vedan dar
esposo de nuestra nación los oráculos del santuario paterno
y mil prodigios celestes, los cuales todos anuncian que es
destino del Lacio que ha de venir de extranjeras playas un
yerno, cuyo linaje levantará hasta los astros la fama de nuestro
nombre. Vuestro Rey es el que designan los hados, si no
me engañan mis presentimientos; lo creo así y lo deseo".
Dicho esto, elige entre los trescientos hermosos y velocísimos
caballos que tenía en sus soberbias cuadras, uno por
cada troyano, y manda que se les lleven por su orden, cubiertos
de ricas gualdrapas de púrpura, recamadas de varios
colores. Del pecho les penden colleras de oro, de oro son
sus jaeces, de rojo oro también los frenos que tascan sus
dientes. Al ausente Eneas manda llevar un carro y un tiro de
dos caballos de etérea raza, que arrojan fuego por la nariz, de
la sangre de aquellos que formó la artificiosa Circe, cruzando
ocultamente yeguas mortales con los caballos del Sol, su
padre. Con tales regalos y amistosas palabras del rey Latino,
vuélvense, montados en sus soberbios corceles, los enviados
de Eneas, ya mensajeros de paz.
Más he aquí que tornándose de la ciudad de Argos, que
riega el Inaco, y cruzando los aires en su carro la fiera esposa
de Júpiter, divisa en remota lontananza, desde el siciliano
promontorio de Paquino, a Eneas lleno de júbilo y toda la
armada dárdana, y ve a los Troyanos construyendo sus moradas
para tomar asiento en tierra y renunciar a sus naves.
Paróse, al verlo, herida de acerbo dolor, y meneando la cabeza,
exhaló del pecho estas palabras: "¡Oh estirpe aborrecida,
oh hados de la Frigia, siempre contrarios a los míos! ¿Sucumbieron
por ventura en los campos Sigeos? Cautivos ya,
¿Pudieron quedar en cautiverio? ¿Ardieron, acaso, en el incendio
de Troya? Por en medio de las huestes enemigas, por
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entre las llamas lograron abrirse camino. ¡Por quien soy, que
creo que ya mi numen se declara vencido y que he dado tregua
a la lucha, harta ya de aborrecer! Irritada contra esos
prófugos de su patria, he osado seguirlos por todos los mares
y contrastarlos en todos ellos; contra los Teucros se han
estrellado las fuerzas del cielo y del mar. ¿De qué me valieron
las Sirtes, ni Scila, ni la enorme Caribdis? Libres ya del
mar y de mis iras, van a poblar las suspiradas márgenes del
Tíber. Marte fue bastante poderoso para aniquilar el feroz
linaje de los Lapitas; el mismo padre de los dioses entregó la
antigua Calidonia a las iras de Diana, y ¿Cuál fue para tanto
castigo el crimen de los Lapitas, cuál el de Calidonia? ¡Yo
empero, yo, la poderosa consorte de Júpiter; yo, que, infeliz,
nada he dejado por intentar; yo, que a todo he acudido por
mí misma, soy vencida por Eneas! Pues bien; ya que mi numen
puede tan poco, no hay auxilio que titubee ya en implorar;
pues no alcanzo a doblegar a los dioses del cielo, acudiré
a los del Aqueronte. En buen hora que no pueda arrebatar a
Eneas el imperio del Lacio, en buen hora el irrevocable hado
le asegure por esposa a Lavinia; pero conseguiré a lo menos
poner trabas y dilaciones al cumplimiento de esos grandes
sucesos; pero conseguiré exterminar a fuerza de guerras los
pueblos de ambos reyes. Unanse en buen hora, a costa del
sacrificio de los suyos, el yerno y el suegro; tu dote será ¡Oh
virgen! la sangre de los Troyanos y de los Rútulos; Belona
será madrina de tus bodas. No será la hija de Ciseo la única
que haya concebido en sus entrañas una tea encendida; también
el hijo de Venus será otro Paris, y segunda vez las teas
de himeneo serán funestas a la nueva Troya."
Dicho esto, encamínase furiosa a la tierra y evoca de la
mansión de las tinieblas infernales, donde moran las horribles
hermanas, a la calamitosa Alecto, cuyo corazón sólo se
goza en tristes guerras, en iras, traiciones y atroces crímenes.
Su propio padre Plutón, sus mismas tartáreas hermanas aborrecen
a este monstruo: ¡Tantas y tan espantosas caras muda,
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tantas negras sierpes erizan su cuerpo! Con estas palabras la
excita Juno: "Virgen, hija de la Noche, concédeme el favor,
propio de ti, que voy a pedirte, para que no sucumban mi
honor y mi fama en el descrédito, ni logren los Troyanos
contraer alianza con el rey Latino, ni apoderarse de los ítalos
confines. Tú puedes armar para la guerra las diestras de los
hermanos antes unidos y abrasar en odios las familias; tú
puedes esgrimir contra ellas tus látigos de serpientes y tus
teas funerales; tú tienes mil maneras, mil artificios para hacer
daño; aguza tu fecundo ingenio, descompón las ajustadas
paces, siembra ocasiones de guerra, haz que la juventud
anhele y pida y blanda furiosa las armas."
Al punto Alecto, henchida del veneno de las Gorgonas,
se dirige primeramente al Lacio y a la excelsa morada del
laurentino Rey, y penetra hasta el callado aposento de la reina
Amata, la cual, con ocasión de la llegada de los Teucros y
de las bodas de Turno, se consumía en mujeriles congojas e
iras. Arrójale la diosa una de las culebras de su cerúlea cabellera
y se la clava en lo más hondo de las entrañas, a fin de
que, hostigada por ella, alborote con sus furias todo el palacio.
Deslízase la víbora por entre las ropas y el terso pecho,
revolviéndose sin ser sentida, e infunde por sorpresa en la
exaltada Reina un espíritu viperino. Ya revuelta en derredor
de su cuello, la gran culebra se trueca en collar de oro, ya en
larga venda que ciñe sus cabellos, ya se desliza veloz por
todos sus miembros. Mientras el primer virus destilado de
aquella húmeda ponzoña va inficionando sus sentidos y va el
fuego cundiendo a los huesos sin que todavía su alma se
haya empapado toda entera en la infausta llama, habla así al
Rey con dulzura y cual acostumbran las madres, haciendo
tiernos lamentos por su hija y por las bodas frigias que se
preparan;
"¿Y habrías de dar ¡Oh padre! nuestra Lavinia a esos
Troyanos desterrados? ¿No te dueles de tu hija, ni de ti mismo,
ni de su madre, a quien al primer soplo del aquilón dejaV
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rá abandonada el pérfido, llevándose por el mar la robada
virgen? ¿No penetró así en Lacedemonia el pastor frigio y se
llevó a Elena, hija de Leda, a las ciudades troyanas? ¿Que se
ha hecho de tus sagrados juramentos, qué de tu antiguo desvelo
por los tuyos, qué de tu palabra, tantas veces empeñada
a nuestro deudo Turno? Si desean los Latinos un yerno de
raza extranjera, si tal es tu firme resolución, y a ella te apremian
los mandatos de tu padre Fauno, juzgo que extranjera
será toda tierra libre de tu dominio, y así los expresaron los
dioses; y si nos remontamos al primer origen de tu linaje,
verás que Turno viene del corazón de Micenas y que cuenta
entre sus progenitores a Inaco y a Acrisio."
Luego que conoció la inutilidad de estas razones, viendo
que Latino perseveraba en su resolución, y cuando hubo
cundido al fondo de sus entrañas y penetrado en su cuerpo
el veneno de las furias destilado por la serpiente, precipítase
la infeliz delirante por toda la ciudad, presa de espantosas
visiones. Cual peonza que a impulso del retorcido látigo hacen
girar los muchachos en sus juegos, formando un ancho
corro en los desocupados atrios, y pasmándose de ver cuál
corre de aquí para allá en circulares trechos el tornátil boj
batido de la correa, y acelerado por ella en su veloz carrera,
tal y no menos rápida se precipita la Reina por las ciudades y
las indómitas tribus de su pueblo. Y no satisfecha aún, y cual
si estuviera poseída del numen de Baco, resuelta a mayor
atentado, aguijada de mayores furias, huye a las selvas y esconde
a su hija en los frondosos montes para sustraerla al
enlace con el Troyano y alejar las teas nupciales, dando bramidos,
invocándote ¡Oh Baco! y proclamándote único digno
de la virgen, puesto que por ti empuña el blando tirso y se
une a los coros que celebran tu gloria y conserva para ti su
cabellera consagrada a tu numen. Vuela la fama de este suceso,
y arrastradas del mismo modo por la Furias todas las
madres a buscar nuevos hogares, abandonan sus casas, dando
al viento los cuellos y las sueltas cabelleras. Unas llenan el
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espacio de trémulos alaridos, otras, ceñidas de pieles, esgrimen
lanzas rodeadas de pámpanos. Amata, en medio de
ellas, desatentada, blande una tea encendida y canta las bodas
de Turno con su hija, revolviendo sangrientas miradas; luego
de pronto exclama con torvo acento: "Oídme ¡Oh madres
latinas! si aun os queda en los piadosos ánimos algún cariño
a la desventurada Amata; si en algo tenéis vuestros derechos
de madres, desataos las vendas del cabello y celebrad orgías
conmigo."
De esta suerte aguijonea Alecto con los estímulos de Baco
a la reina Amata por las selvas y los desiertos de las fieras.
Cuando juzgó que ya había atizado bastante los primeros
furores, revuelto el palacio y desbaratado los planes del rey
Latino, alzóse de allí al punto en sus negras alas, encaminándose
a la ciudad del animosos Rútulo, la cual es fama que
fundó Dánae, con los colonos acrisios cuando la precipitó en
aquella playa el impetuoso noto. Los antiguos la denominaron
Ardea, y aún hoy conserva este gran nombre; pero su
fortuna pasó; allí Turno, ya mediada la negra noche, disfrutaba
en su soberbio palacio apacible sueño. Alecto se despoja
de su fiero aspecto y de su cuerpo de furia,
transformándose en figura de vieja. Su horrible frente se ve
surcada de arrugas, una venda sujeta sus blancos cabellos,
que ciñe un ramo de oliva. Trocada así en la vieja Calibe,
sacerdotisa de Juno, preséntase ante los ojos del mancebo y
le habla de esta manera:
"¿Consentirás, ¡Oh Turno! en haber arrostrado en vano
tantos afanes y en que pase tu cetro a manos de colonos
troyanos? ¡El rey Latino te niega al pactado enlace y la dote
que te has ganado con tu sangre, y quiere que un extranjero
herede su reino! ¡Ve ahora, iluso, ve a arrostrar peligros tan
mal agradecidos; ve y debela las huestes tirrenas; asegura a
los Latinos el beneficio de la paz! La misma omnipotente
hija de Saturno me ha mandado que viniera a decirte claramente
estas cosas cuando estuvieras descansando en la sereV
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na noche. Ea, pues, dispónte ufano a armar tu juventud guerrera
y a sacarla de la ciudad; embiste a los caudillos frigios,
acampados en las márgenes del hermoso río, y abrasa sus
pintadas naves; así lo manda la poderosa fuerza de los dioses.
El mismo rey Latino, si no te da por esposa a su hija y
falta a su empeño, conozca y pruebe, en fin, las armas de
Turno."
Burlándose de la Sibila, replícale así el mancebo: "No ha
faltado, como crees, un mensajero para anunciarme que han
entrado naves extrañas en las aguas del Tíber. No me ponderes
tanto los peligros que corro, no se ha olvidado de mí la
regia Juno...; pero vencida por la edad y de sus estragos, incapaz
por ello de discernir la verdad de las cosas, ¡Oh anciana!
te forjas vanos temores y te exageras los peligros en
medio de las contiendas de los reyes. Ve a cuidar, como debes,
de las imágenes de los dioses y de la seguridad del templo,
y deja a los hombres el cuidado de las paces y las
guerras."
Estas palabras encendieron en ira a Alecto, cuando de
pronto se apodera del joven, que la reconoce y la implora,
súbito temblor. Sus ojos quedan desencajados: ¡Tantas serpientes
silban en la Furia, tan patente se muestra en su horrenda
figura! Entonces, revolviendo los llameantes ojos,
rechaza al Rey, suspenso y empeñado en disculparse, irgue
en su cabello dos culebras, chasquea su látigo y con rabiosa
lengua exclama así: "Aquí estoy, aquí vencida de la edad y de
sus estragos, incapaz por ello de discernir la verdad de las
cosas, yo, que me forjo vanos temores y me exagero de los
peligros en medio de las contiendas de los reyes. Mira estas
serpientes; vengo de la mansión de las Furias, mis hermanas
y traigo en la mano guerras y matanzas..." Dicho esto, arroja
una tea al joven y se inca en el pecho, humeante con negro
resplandor. Rompe entonces su sueño indecible espanto;
todo su cuerpo se empapa en un sudor que le cala hasta los
huesos, y fuera de sí, lanza bélicos rugidos; revuélvese en el
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lecho, buscando sus armas; sus armas busca por todo el palacio,
respirando ansia insensata de hierro y lides y ardiendo
en ciega ira; no de otra suerte, cuando se enciende una resonante
lumbrada, de retamas debajo de una caldera llena de
agua, hierve ésta con estrépito y se levanta espumante, y
rebosa, y convertida en negro vapor, se exhala por los aires.
Declara, pues, a sus principales guerreros que, rota la paz, va
a marchar contra el rey Latino, y manda aprestar las armas,
fortificar a Italia y arrojar de sus confines al enemigo; él sólo
basta, dice, contra los Teucros y los Latinos. Dicho esto e
invocando los dioses, excítanse mutuamente y a porfía los
Rútulos a la guerra, movidos del amor que profesan a su rey,
unos por su gallardía y juventud, éstos por su regia prosapia,
aquéllos por sus preclaras hazañas.
Mientras Turno infunde animoso brío a los Rútulos,
vuela Alecto, batiendo sus infernales alas, al campamento de
los Teucros, e ideando nuevas trazas, explora los sitios en
que el hermoso Iulo se entretenía en acosar las fieras con
lazos y a la carrera. Entonces la virgen del Cocito comunica a
sus perros súbita rabia, les lleva a la nariz el conocido olor de
un ciervo para que ardientes le persigan, lo cual vino a ser la
ocasión primera de tantos desastres y lo que inflamó en guerrera
saña a aquellas rústicas gentes. Había un hermosísimo
ciervo de gran cornamenta, al cual desde que aún mamaba
arrebataron a su madre y criaban los hijos de Tirreo, y éste
también, que era el mayoral de los ganados del Rey y el
guarda de sus dilatados campos. Criábale con particular amor
y le tenía acostumbrado a obedecerla Silvia, hermana de
aquellos mancebos; ella le adornaba las astas con guirnaldas,
le peinaba el cuerpo y le lavaba en cristalinas fuentes. Hecho
a que le pasaran la mano, a comer en la mesa de su ama,
vagaba de día por las selvas, y a la noche, aunque ya muy
entrada, se volvía por sí solo al conocido hogar. Sucedió por
dicha aquel día que errante, lejos de él, cuando acababa de
bañarse en un manso río y estaba descansando del gran calor
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en la verde ribera, le levantaron rabiosos los perros de Iulo,
que por allí andaba cazando, e inflamado el mancebo en
ansia de noble prez, le disparó del corvo arco una saeta, que
dirigida con mano certera, así lo quiso la Furia, fue silbando
a traspasarle el vientre y lis ijares, Huye el herido ciervo a la
conocida morada, y lanzando gemidos, se entra ensangrentado
en el redil, llenándolo con lastimosos acentos, cual si se
quejara e implorase compasión. Silvia la primera, al verle, se
golpea los brazos, grita socorro y concita a todos los rústicos
pastores, que acuden de improviso, como que la horrible
Furia andaba oculta por aquellas calladas selvas; cuáles armados
con palos de tostada punta, cuáles con ñudosas estacas,
todos con lo primero que han encontrado a mano y que
la ira ha convertido en armas, Tirreo, que estaba a la sazón
partiendo con apretadas cuñas una enorme encina, ase de su
hacha, llama a toda su gente y acude también respirando
saña. Entre tanto la horrible diosa, que desde su escondrijo
ve llegada la ocasión de provocar una gran desgracia, se sube
al tejado de la alquería, y desde aquella altura hace la señal de
los pastores, esforzando con la corva bocina su voz infernal,
con que retembló todo el monte y atronó a lo lejos las profundas
selvas. Oyóla el apartado lago de Diana, oyéronla el
río Nar, blanco con sus sulfurosas aguas y las fuentes de
Velino, y temblorosas las madres estrecharon al pecho sus
hijos. Al punto los indómitos pastores, oída la señal que les
diera la horrible bocina, acuden presurosos, provistos de
improvisadas armas, al mismo tiempo que la troyana juventud
se precipita por todas las puertas de sus reales en auxilio
de Ascanio. Ordénanse las huestes y trábase la lid, no ya, a la
manera de campesinos, con recias estacas y garrotes de tostada
punta, sino con espadas de dos filos; una horrible mies
de desnudos aceros eriza la vasta llanura, resplandecen las
armas heridas del sol y reverbera la luz hasta las nubes, como
cuando al primer soplo del viento empieza a blanquear una
ola, va luego poco a poco hinchándose la mar, y levantando
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cada vez más altas sus olas, hasta que alza al firmamento aun
las aguas de sus más profundos abismos. En esto el joven
Almón, el mayor de los hijos de Tirreo, que lidiaba en primera
fila, cae herido de una estridente saeta, que, hincándosele
debajo de la garganta, ahogó con sangre sus labios la frágil
vida. A su lado sucumben otros muchos, y entre ellos,
mientras se estaba ofreciendo medianero para poner paz, el
anciano Galeso, varón el más justo y rico que tenía entonces
la Ausonia; cinco rebaños de ovejas y cinco vacadas volvían
casi de noche de sus dehesas, y en la labranza de sus heredades
empleaba cien arados.
Mientras con dudosa fortuna sigue trabada aquella lid en
los campos, la Furia, que ha cumplido ya su promesa ensangrentando
la guerra y ocasionando muertes al primer choque,
abandona la Hesperia, y remontándose al aéreo espacio,
habla así ufana a Juno con arrogantes voces: "¡Allí tienes
suscitada con una sañuda guerra la discordia que apetecías;
prueba ahora a amistarlos de nuevo y a ponerlos en paz! Una
vez que ya he rociado a los Teucros con sangre ausonia, más
haré todavía si me aseguras que tal es tu voluntad; yo esparciré
rumores que subleven a los pueblos comarcanos e inflamaré
los ánimos en insano furor guerrero para que de
todas partes acudan en auxilio de los Latinos; yo sembraré de
armas los campos." Juno le respondió: "Harto hay ya de
terrores y amaños. Ya hay ocasión bastante para la guerra, y
lidian cuerpo a cuerpo; esas armas que les dio la ventura
están ya bañadas de reciente sangre. Celebren ya, en buen
hora, tales bodas, júntense con tales lazos el ilustre hijo de
Venus y el rey Latino. Por lo que a ti toca, no consentirá el
sumo Padre, árbitro del Olimpo, que por más tiempo vagues
libre por los espacios etéreos. Vuélvete a tu morada; yo proveeré
por mí misma a cuanto pueda sobrevenir en esta trabajosa
empresa." Esto dijo la hija de Saturno. Alecto
entonces, batiendo sus estridentes alas, cuajadas de sierpes,
vuela a la mansión del Cocito, abandonando las celestes altuV
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ras. Hay en el corazón de Italia, a la falda de una alta sierra,
un sitio noble y famoso en gran parte de la tierra, denominando
los valles Amsanctos, circuídos por todos lados de
frondosas selvas y por cuyo centro pasa un tortuoso torrente,
rompiéndose entre peñas con fragoso estruendo. Abrese
allí una horrenda sima, respiradero del infernal Plutón, ancho
abismo que sirve de pestilentes fauces al desbordado
Aqueronte; húndese por allí la Furia, aborrecido numen, y el
cielo y la tierra respiran libres de su presencia.
En tanto la Reina, hija de Saturno, preserva en dar la última
mano a la guerra. Abandonando el campo de batalla,
precipítase la innumerable muchedumbre de los pastores
hacia la ciudad, llevándose los cadáveres del mancebo Almón
y del ya desfigurado Galeso, implorando a los dioses,
tomando a Latino por testigo de aquel desastre. Llega en
esto Turno, y en medio de aquel furioso y sangriento tumulto
aumenta la confusión con sus quejas de que se llame
al reino a los Troyanos, de que se solicite una alianza frigia y
de que a él se le arroje del palacio. Entonces aquellos cuyas
madres, poseídas de báquico furor, vagan por las enmarañadas
selvas celebrando orgías (¡tanto influjo ejerce el nombre
de Amata!), acuden también en tropel y fatigan el viento con
sus bélicos clamores; todos, a despecho de los presagios
contra la voluntad de los dioses, piden, con perverso consejo,
una guerra infanda y asedian a porfía el palacio del rey
Latino. El se resiste, semejante a una roca del mar, inmóvil y
sustentada en su gran mole, entre el fragor de los vientos
desatados y de las olas furiosas que ladran a su rededor; vanamente
se estremecen en contorno los escollos y las espumosas
peñas, y baten sus costados las rechazadas algas; mas
viento, en fin, que no hay camino de conjurar aquel desacordado
empeño y que las cosas van a merced de la despiadada
Juno, toma repetidas veces por testigos a los dioses y a las
vanas auras, exclamando: "¡Ay, los hados nos quebrantan, la
tempestad nos arrolla! Con vuestra sacrílega sangre pagaréis
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¡Oh míseros! ese atentado. A ti ¡Oh Turno! te está reservado
un lastimoso desastre y con tardíos votos implorarás a los
dioses. Yo, por mí, tengo asegurado mi sosiego; a la vista
está el puerto de todas mis esperanzas; sólo pierdo una
muerte feliz." Dicho esto, se encerró en su palacio y abandonó
las riendas del gobierno.
Existía en el Lacio hesperio una costumbre, que las ciudades
albanas observaban de muy antiguo como sagrada y
que hoy conserva todavía Roma, la señora del mundo, cuando
se dispone a mover guerras, ya para llevar terrible estrago
a los Getas, ya a los Hircanos o a los Arabes, ya se encamine
al país de los Indios y avanzando más hacia la Aurora, vaya a
recobrar de los Partos sus enseñas. Dos puertas hay en el
templo de la guerra, así las llaman, consagradas por la religión
y por el miedo al cruento Marte; guárdanlas cien cerrojos
de bronce e indestructibles barras de hierro, y Jano,
además, las custodia permanentemente. Tan luego como el
Senado declara la guerra, el mismo cónsul en persona, vestido
de la trabea quirinal y de la gabina toga, insignias de su
dignidad, abre las puertas y proclama la guerra; síguele toda
la juventud, y con ronco son responden los clarines a su
vocerío. De esta manera querían que declarase Latino la guerra
a los Troyanos y abriese las infaustas puertas; mas no
quiso el Rey tocarlas con su mano, y rehuyendo aquel fatal
ministerio, fue a sepultarse en lo más profundo de su palacio.
Entonces la Reina de los dioses, desprendida del cielo,
empuja con su propia mano las puertas, harto tiempo cerradas
para su impaciencia, y haciéndolas girar sobre sus goznes,
rompe las férreas vallas de la guerra. Arde en bélico
furor Italia, antes sosegada e inmóvil: unos se preparan a
servir de peones, otros, jinetes en fuertes corceles, levantan
con sus furiosas arremetidas nubes de polvo; todos buscan
armas. Unos acicalan leves rodelas y brillantes dardos y afilan
las segures en las piedras; todos se deleitan en tremolar banderas
y en oir el ruido de las trompetas. Cinco grandes ciuV
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dades a porfía baten los yunques y renuevan las armas: la
poderosa Atina, la soberbia Tíbur, Ardea, Crustumera y la
torreada Antemna. Forjan yelmos, reparos seguros para las
cabezas; con dobladas varas de sauce forman adargas; otros
corazas de metal; otros extienden la flexible plata en forma
de leves grevas. Todos olvidan su amor a la reja y al arado; la
hoz se trueca en arma; todos reforjan en el horno las espadas
de sus padres. Suenan las trompetas, vuelan las órdenes de
escuadra en escuadra. Este, fuera de sí, ase el yelmo guardado
en su hogar; aquél sujeta al no usado yugo sus fogosos
caballos; cuál embraza el escudo y viste la loriga de triple
franja de oro, cuál se ciñe la fiel espada.
Abridme ahora ¡Oh Musas! el Helicón e inspirad mis
cantos; decidme cuáles reyes tomaron parte en aquella guerra,
cuáles ejércitos llevaron en su seguimiento los campos,
qué guerreros florecían ya entonces en la fecunda Italia, en
qué guerras ardió por aquellos tiempos, pues vosotras ¡Oh
diosas! lo tenéis presente y podéis recordar al mundo esas
cosas, que escasamente ha traído hasta nuestra edad un leve
soplo de la fama.
El primero que se encamina a la guerra desde las playas
tirrenas con sus armadas huestes es el feroz Mecencio, despreciador
de los dioses. Junto a él va su hijo Lauso, el más
apuesto guerrero de Italia, después del laurentino Turno.
Lauso, domador de caballos y terror de las fieras, capitanea
en vano mil guerreros de la ciudad de Agila; mancebo digno
de mejor fortuna en el trono y de no tener por padre a Mecencio.
En pos de ellos ostenta en el campo su carro decorado
con palmas y sus vencedores caballos el hermoso Aventino,
hijo del hermoso Hércules, llevando en su escudo la empresa
paterna, la Hidra ceñida de cien serpientes. La sacerdotisa
Rea, mujer unida a un dios, le dio a luz furtivamente en la
selva del monte Aventino, después que Hércules, muerto
Gerión, llegó vencedor a los campos laurentinos y fue a baL
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ñar sus vacas iberas en el río tirreno. Sus soldados llevan a la
guerra picas y terribles chuzos con ocultos rejos y pelean con
lanzas sabinas de redondo cabo. Aventino, a pie, ceñido de
la piel de un enorme león, erizada de espantosas vedijas y
cubierta la cabeza con las quijadas de la fiera, en que todavía
brillan sus blancos dientes, se encamina al real alcázar, horrible
con aquellos arreos, a la usanza de los de su padre Hércules.
Vienen después dos hermanos, Catilo y el fogoso Coras,
mancebos argivos, abandonando las murallas tiburtinas, así
llamadas del nombre de su hermano Tiburto; siempre en
primera fila se precipitan sobre las apiñadas huestes contrarias.
Tal descienden de la alta cumbre de un monte dos centauros,
hijos de las nubes, abandonando en rápida carrera el
Omolo y el nevado Otris; ábreles la selva ancho paso, y por
él caen tronchadas las ramas con fragoso estruendo.
No faltó allí en aquel trance el fundador de la ciudad de
Prenesta, el rey Céculo, a quien todas las edades han creído
hijo de Vulcano, nacido entre agrestes alimañas y hallado en
una hoguera. Acompáñale innumerable turba de pastores,
los que moran en la alta Prenesta y en los campos de Gabina,
cara a Juno, y los del frío Anieno y los de las peñas Hérnicas,
regadas por cien arroyos, y también a los que sustentan la
rica Anagnia y el río Amaseno. No todos éstos llevan armas,
ni hacen resonar yelmos ni carros; los más disparan con la
honda pelotas de pardo plomo; otros blanden dos dardos en
la mano y cubren sus cabezas rojos capirotes de piel lobuna;
llevan descalzo el pie izquierdo y una abarca de cuero crudo
les cubre el derecho.
Entre tanto Mesapo, domador de caballos, hijo de Neptuno,
a quien no es dado postrar ni con fuego ni con hierros,
concita súbitamente a la pelea a sus pueblos, por largo tiempo
sosegados, y a sus no aguerridas huestes, y empuña la
espada. Marchan con él los escuadrones Fesceninos y los
Faliscos, afamados por su justicia; los que oran en las alturas
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de Soracte, y en los Flavinios campos, y en las montuosas
márgenes del lago Cimino, y en los bosques Capenos. Caminaban
en iguales grupos, entonando loores a su Rey, semejantes
a una bandada de nevados cisnes, que, de vuelta de los
prados adonde han ido a pastar, surcan el líquido éter exhalando
por los largos cuellos canoros acentos con que resuena
el río y que repite con lejanos ecos el lago Asia... Nadie, al
ver tal muchedumbre, la hubiera tomado por un ejército
cubierto de hierro, sino por una aérea nube de aquellas roncas
aves precipitándose desde la alta mar hacia las playas.
He aquí a Clauso, del antiguo linaje de los Sabinos, que
viene capitaneando una poderosa hueste, poderoso como
ella, y de quien descienden hoy la tribu y la familia Claudia,
difundida por el Lacio desde que Roma le dio en parte a los
Sabinos. Vienen con él la gran cohorte Amiterna y los antiguos
Quirites y todas las armadas gentes de Ereto y de la
olivífera Mutusca, los de la ciudad de Nomento, los de las
húmedas campiñas de Velino, los que habitan las enriscadas
asperezas de Tétrica, el monte Severo y la Casperia y los
Forulos y las orillas del río de Himela; los que beben las
aguas del Tíber y del Fabaris; los que enviara la fría Nursia,
las huestes de Horta y los pueblos Latinos y los que divide,
cruzando por mitad de su territorio, el río Alia, nombre infausto.
Tan numeroso como las olas que revuelve el africano
mar cuando el fiero Orión se esconde en las aguas invernales,
o como las espigas que tuesta el nuevo sol en los campos
del Hermo o en los rojos sembrados de la Lilia, resuenan los
escudos, teme la tierra al batir de las pisadas.
Acude por otra banda en su carro el hijo de Agamenón,
Haleso, enemigo del nombre troyano, trayendo en auxilio de
Turno mil pueblos feroces, los que revuelven con el rastrillo
los fértiles viñedos Másicos, los que envían a aquella guerra,
desde sus altos collados, los senadores de Aurunca y los que
moran junto al golfo Sidicinio; los de Cales y los del cenagoso
río Volturno, y con ellos el áspero Satículo y la hueste de
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los Oscos; sus armas son chuzos despuntados, a que ajustan
largas correas. Una adarga cubre su brazo izquierdo y lidian
cuerpo a cuerpo con espadas corvas.
Ni serás olvidado en mis versos, ¡Oh Obalo! de quien es
fama que te hubo de la ninfa Sebetida el rey Telón, cuando
ya anciano reinaba sobre los Telebos de Caprea; mas no
contento su hijo con los estados de su padre, ya entonces
extendía su dominio a los pueblos Sarrastes y a los llanos que
riega el Sarno, y a los que pueblan a Rufra y a Bátulo, y los
campos de Celena, y los que miran las fructíferas murallas de
Abella. Estos blanden dardos arrojadizos al modo de los
Teutones, llevan capacetes de corteza de alcornoque, y en
sus manos brillan rodelas y espadas de acero.
También te envió a aquella guerra la monstruosa Nersa
¡Oh Ufente! de preclara fama y venturoso en armas; tú, a
quien señaladamente obedece el Equícola, pueblo feroz dado
a la montería, y que labra armado una dura tierra, siempre
sediento de nuevas rapiñas y de vivir del robo.
Viene también, enviado por el rey Archipo, el fortísimo
Umbro, sacerdote de la nación Marruvia, ceñido el yelmo de
ramos de feliz oliva, el cual solía adormecer con el canto y
con la mano a las víboras y a las hidras de ponzoñoso
aliento, y aplacar sus iras, y tenía el arte de curar sus mordeduras;
mas no le bastó para sanar la herida de una lanza troyana,
ni le aprovecharon para ella sus soñolientos cantos ni
las yerbas cogidas en los montes Marsos. Y lloraron tu
muerte el bosque de Anguitia y las cristalinas aguas del lago
Fucino...
Iba también a la guerra Virbio, hermosísimo hijo de Hipólito,
enviado a ella por su madre Aricia, que le criara en los
bosques de Egeria, en los contornos de la húmeda playa
donde se alza el rico altar de la bondadosa Diana. Es fama
que Hipólito, luego que pereció por arte de su madrastra, y
despedazado por sus furiosos caballos, satisfizo con su sangre
la venganza de su padre, tornó segunda vez a la tierra,
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resucitado con yerbas de Peón que le dio la enamorada Diana.
Entonces el Padre omnipotente, indignado de que un
mortal hubiese vuelto de las sombras infernales a la luz de la
vida, precipitó con su rayo en las ondas estigias al hijo de
Febo, inventor de la poderosa arte médica; mas la divina
Diana esconde a Hipólito en sus repuestas moradas y lo encomienda
a la ninfa Egeria y ala espesura, para que allí solo y
sin gloria pasase la vida en las selvas de Italia bajo el nombre
de Virbio. De aquí proviene que ni al templo de Diana ni a
sus bosques sagrados se permita llegar caballos, porque éstos,
espantados con la vista de los monstruos marinos,
arrastraron por la playa al carro y al mancebo. No menos
que él, ejercitaba su hijo en las llanuras los fogosos caballos y
se precipitaba en su carro a las batallas.
Osténtase también armado entre los primeros el mismo
Turno, llevándoles toda la cabeza; su alto almete, crinado de
tres penachos, sostiene a la Quimera, arrojando por las fauces
los fuegos del Etna; cuanto más se embravece la lid con
la derramada sangre, más ella retiembla y vomita lívidas llamas.
En el oro de su ligero escudo se ve representada a Io,
erguidos los cuernos, cubierta ya de cerdas, ya convertida en
vaca (¡Larga y memorable historia!); vese también allí a Argos,
custodio de la virgen y a su padre Inaco derramando de
su cincelada urna un caudaloso río. Síguele una nube de
peones cubiertos de adargas, que se extienden por todo el
ámbito de la campiña; entre ellos van la gente argiva, las
huestes auruncas, los Rótulos, los antiguos Sicanos y las escuadras
Sacranas y los Labicos, de pintadas rodelas, los que
cultivan tus bosques ¡Oh Tíber! y la sagrada margen del
Numico, y los que revuelven con la reja los collados rútulos
y el monte Circeo, a cuyos campos presiden Júpiter Anxuro
y Feronía, a quien recrean las lozanas selvas; los que habitan
a orillas de la negra laguna se Satura, donde el frío Ufente se
abre camino por hondos valles y va a perderse en el mar.
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Vino en pos de ellos la guerrera virgen Camila, de la nación
Volsca, capitaneando lucidos escuadrones cubiertos de
acero. No están avezadas sus mujeriles manos a la rueca ni a
los canastillos de Minerva; pero sabe resistir los duros afanes
de la guerra y vencer en su rápida carrera a los vientos; capaz
hubiera sido volar por encima de las mieses sin tocarlas ni
doblegar tiernas espigas, y de cruzar el mar, suspendida sobre
las hinchadas olas, sin mojar en él las veloces plantas.
Toda la juventud, todas las madres se precipitan de los caseríos
y de los campos para verla pasar embelesadas y admirar
su bizarría; cómo vela sus delicados hombros un regio
manto de púrpura, cuál sujeta sus cabellos un broche de oro,
cuán airosa ostenta a la espalda una aljaba licia y blande en su
mano, a modo de los pastores, una lanza de mirto con ferrada
punta.
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OCTAVO LIBRO DE LA ENEIDA
Luego que Turno levantó en el alcázar de Laurento el
pendón de la guerra y retumbaron con ronco estruendo las
bocinas; luego que apercibió a la lid sus bravos caballos y sus
armas, conturbáronse de súbito los ánimos; al mismo tiempo
todo el Lacio se conjuró en tumultuario alboroto, y la impetuosa
juventud prorrumpe en fieros clamores. Sus primero
capitanes, Mesapo, Ufente y Mecencio, despreciador de los
dioses, allegan con violencia auxilios de todas partes y talan a
los labradores sus dilatados campos; enviado Vénulo, parte a
la ciudad del gran Diomedes en demanda de socorros y para
noticiarle que los Teucros se hallan en el Lacio; que a él ha
arribado Eneas con su armada, trayendo consigo sus vencidos
penates; que se dice destinado por los hados a reinar en
aquellas regiones; que muchos pueblos han ido ya a reunirse
al héroe dardanio; que su nombre va teniendo cada vez más
eco en todo el Lacio; y por último, que mejor que el rey
Turno o que el rey Latino, debía él conocer claramente qué
preparan aquellos comienzos y a cuál resultado de la guerra
aspira Eneas si le propicia la fortuna.
Así andaban las cosas por el Lacio, con lo que fluctuaba
el héroe troyano en un mar de cuidados, llevando ya aquí, ya
allí su pensamiento, sin acertar a fijarle en parte alguna; no
de otra suerte la trémula luz del sol o la imagen de la radiante
luna, cuando reverbera en las aguas de un jarrón de bronce,
revolotea, iluminando todos los contornos, chispea en los
aires y va a herir los artesones de la encumbrada techumbre.
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Era la noche, y un profundo sueño embargaba a los fatigados
vivientes de la tierra y de los aires, cuando el gran caudillo
Eneas, turbado el pecho con los tristes pensamientos de
la guerra, se tendió en la ribera bajo la bóveda del frío éter, y
dio a sus miembros un tardío descanso. Entonces el mismo
dios de aquellos sitios, el Tíber, se le apareció, en figura de
un anciano, entre los frondosos álamos de la ribera, y levantándose
del fondo de sus serenas aguas, cubierto con un
ligero cendal de verdoso color y ceñido el cabello de hojosas
espadañas, le habló así, sosegando su espíritu con estas palabras:
"¡Oh hijo del linaje de los dioses, que nos restituyes la
ciudad troyana salvada de manos de sus enemigos, y conservas
el eterno Pérgamo! ¡Oh tú, esperado en el suelo de Laurento
y en los campos latinos! Aquí tienes segura morada y
seguros penates; no desistas ni te dé gran cuidado de esta
guerra; ya para ti han acabado los grandes afanes, ya han
calmado las iras de los dioses... No creas que esto es ilusión
del sueño; ya vas a encontrarte, tendida bajo las encinas de la
ribera, una corpulenta cerda blanca dando de mamar a
treinta lechoncillos blancos como ella; éste es el sitio en que
has de edificar tu ciudad, éste el descanso de tus trabajos;
pasados enseguida treinta años, Ascanio edificará la ciudad
de Alba, cuyo preclaro nombre recordará el encuentro de
que te he hablado. Lo que te vaticino es seguro; ahora te diré
en pocas palabras por qué medios alcanzarás la victoria, que
es lo que más importa: escucha. Los Arcades, descendientes
de Palante, que siguiendo las banderas de su rey Evandro
vinieron a estas playas, fijaron aquí su asiento edificaron en
los montes una ciudad a la que pusieron por nombre Palantea,
del de su progenitor Palante. Estos están en continua y
porfiada guerra con la nación latina; ajusta, pues, con ellos
estrecha alianza y asegúrate el auxilio de sus armas; yo mismo
te conduciré por mis orillas y por mis aguas propias, de
suerte que puedas con tus remos navegar contra la corriente.
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¡Levántate, hijo de una diosa! En cuanto las primeras estrellas
desaparezcan bajo el horizonte, ofrece a Juno las debidas
preces y aplaca a fuerza de suplicantes votos su ira y sus
amenazas. Una vez vencedor, me tributarás honrosos sacrificios.
Yo soy el cerúleo Tíber, río el más querido del cielo, el
que, como ves, ciñe estas riberas con abundosa corriente y
cruza esas pingües campiñas. Aquí tengo mi gran palacio, mi
fuente nace entre nobilísimas ciudades."
Dijo, y se sumergió en las profundidades de su fondo. La
noche y el sueño abandonan a Eneas, que se levanta al punto,
y mirando la naciente luz del nuevo sol, coge en sus palmas
ahuevadas agua del río, conforme al rito, y da al viento
estas palabras: "¡Oh ninfas, ninfas de Laurento, de do desciende
el linaje de los ríos! y tú, ¡Oh padre Tíber, de sacra
corriente! acoged a Eneas y apartad de él, en fin, los peligros.
Sea cual fuere la fuente donde nacen tus aguas, ¡Oh tú que te
compadeces de mis desventuras! sea cual fuere el suelo de
donde brotas, siempre tributaré ofrendas en honra tuya. ¡Oh
el más hermoso de los ríos, cornígero rey de los raudales de
Hesperia! ¡Ah! sé conmigo tras tantos afanes y confirma tus
prósperos oráculos con prontos auxilios." Dice, y escogiendo
en su armada dos birremes, las provee de remeros y gente
armada.
Mas he aquí que de pronto ¡Oh asombroso prodigio!
aparece por medio de la selva, y va a tenderse en la verde
playa, una cerda blanca rodeada de su cría, toda de igual color,
a ti al punto ¡Oh poderosísima Juno! consagra el piadoso
Eneas aquella ofrenda, inmolando en tus altares la madre y la
cría. Durante toda aquella noche el Tíber había amansado
sus hinchadas olas y abajádose, refluyendo en su silencioso
cauce, a manera de un estanque o de una apacible laguna,
para que no opusiesen al remo sus aplanadas y serenas aguas
resistencia alguna. Aceleran, pues, el comenzado camino;
deslízanse por las aguas con plácido rumor las embreadas
naves, maravíllanse las ondas, maravillase el bosque con el
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desusado espectáculo de los espléndidos escudos de aquellos
guerreros y aquellas pintadas barcas que bogan por el río.
Día y noche fatigan el remo, surcando los largos recodos que
forma el Tíber entre variadas arboledas cuyo pomposo ramaje
los cubre, y hendiendo las verdes selvas que se reflejan
en la mansa corriente. Ya el ígneo sol inflamaba el cenit
cuando divisaron a lo lejos unas murallas, una fortaleza y
algunas escasas habitaciones, las mismas que ahora ha levantado
al firmamento el poderío romano y que entonces
formaba la pobre capital del rey Evandro. Hacia ella enderezan
al punto las proas y se acercan a la ciudad.
Casualmente aquel día estaba el rey árcade ofreciendo en
un bosque delante de la ciudad solemnes sacrificios al grande
hijo de Anfitrión y a los dioses; con él su hijo Palante, los
mancebos principales de la nación y el reducido senado estaban
quemando inciensos; tibia la sangre de las víctimas humeaba
en las aras. Luego que vieron las altas naves que se
deslizaban por entre el opaco bosque, apoyadas en lo callados
remos, aterráronse con aquella súbita aparición, y todos
a la par se ponen en pie, abandonando las mesas; pero el
valeroso Palante les impide interrumpir los sacrificios, y empuñando
una jabalina, se precipita al encuentro de los forasteros,
a quienes grita de lejos desde lo alto de un collado:
"¿Qué causa ¡Oh mancebos! os impulsó a tentar estas ignotas
regiones? ¿Adónde vais? ¿Qué linaje es el vuestro? ¿De
dónde venís? ¿Nos traéis la paz o la guerra?" Entonces el
caudillo Eneas, alargando en su mano una rama de pacífica
oliva, le habló así desde la alta popa: "Viendo estás Troyanos
y armas enemigas de los Latinos; viendo estás a unos fugitivos
de las soberbias armas del Lacio. A Evandro buscamos;
cuéntale esto y dile que los caudillos elegidos de la nación
Dárdana vienen a pedirle alianza." Pasmóse Palante al oir
aquel gran nombre de Troya y, "¡Oh tú! quienquiera que
seas, respondió, salta a la playa y ven a hablar con mi padre;
ven a ser huésped de nuestros penates." Al mismo tiempo
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tiende la mano a Eneas y se la aprieta cariñosamente, con lo
que, dejando el río, penetran juntos en el bosque.
Entonces Eneas dirigió al Rey estas palabras amigas:
"¡Oh el mejor de los Griegos, a quien la fortuna ha querido
que dirija mis súplicas y tienda los ramos de oliva entrelazados
con las sagradas ínfulas! en verdad no me inspiraste temor,
aunque caudillo de los Dánaos, y Arcade, aunque unido
por tu linaje a los dos Atridas; antes la rectitud de mis intenciones,
los santos oráculos de los dioses, nuestro origen común
y tu fama, esparcida, por toda la haz de la tierra, me han
unido a ti, impulsándome de consuno mi voluntad y los hados,
Dárdano, primer padre y fundador de la ciudad de Troya,
nacido de Electra, hija de Atlante, al decir de los Griegos,
pasó al país de los Teucros; el poderoso Atlante, que sostiene
las etéreas bóvedas en sus hombros, fue el padre de
Electra. Vuestro primer ascendiente es Mercurio, a quien la
cándida Maya concibió y dio a luz en las heladas cumbres del
monte Cilene, y a Maya, si damos crédito a las tradiciones, la
engendró Atlante, el mismo Atlante que sustenta las estrellas
del firmamento; de esta suerte vuestro linaje y el mío arrancan
de un mismo tronco. Fiado en todo esto, ni te he enviado
embajadores, ni he empleado artificios para tantear tus
disposiciones; yo mismo te presento mi cabeza, yo mismo
vengo suplicante a tus umbrales. Esta misma nación de los
Rútulos, que te acosa con impía guerra, cree que si logra
arrojarnos de sus confines, ningún obstáculo la impedirá
someter completamente a Hesperia y dominar en cuanto
espacio bañan los dos mares que la ciñen por norte y mediodía.
Recibe mi fe y dame la tuya; conmigo traigo gente esforzada
para la guerra, ánimos valerosos y una juventud
probada en la desgracia."
Mientras esto decía Eneas, contemplaba Evandro con viva
atención sus ojos, su rostro, todo su cuerpo; enseguida le
responde estas breves palabras: "¡Con cuánto placer, oh el
más fuerte de los Teucros, te recibo y te reconozco! ¡Cómo
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me recuerdas el acento, la expresión, el semblante de tu padre,
el grande Anquises! Me acuerdo de que habiendo ido
Príamo, hijo de Laomedonte, a visitar el reino de su hermana
Hesione, arribó a Salamina y fue de paso a recorrer los helados
confines de nuestra Arcadia. Vestía entonces mis mejillas
el primer bozo de la juventud, causábame admiración los
caudillos teucros, causábamela el hijo de Laomedonte; pero
Anquises descollaba por encima de todos ellos; ardía mi
mente en juvenil afán de hablar con el héroe y de enlazar mi
diestra con la suya. Lleguéme a él y le conduje solícito a las
murallas de Feneo; luego, al separarnos me dio una soberbia
aljaba llena de saetas licias y una clámide recamada en oro, a
más de dos áureos frenos, que ahora posee mi hijo Palante.
Así, pues doy gustoso la mano a la alianza que me proponéis,
y mañana, apenas el primer albor del día vuelva a iluminar la
tierra, os despacharé bien provistos de socorros hasta donde
alcancen mis riquezas. Entretanto, pues venís como amigos,
celebrad gozosos con nosotros este sacrificio anual, que no
me es lícito demorar, y acostumbraos desde ahora mismo a
las mesas de vuestros aliados."
Dicho esto, manda cubrir nuevamente las mesas de
manjares y copas, y él mismo coloca a sus huéspedes en
asientos de césped, brindando al principal de todos, Eneas, a
ocupar un solio de arce, cubierto con la peluda piel de un
león. Enseguida algunos mancebos elegidos y el sacerdote
del ara traen las entrañas asadas de los toros, cargan en canastillos
los dones preparados de Ceres y suministran los de
Baco. Eneas, y con él toda la troyana juventud, se comen los
lomos de un buey entero y las entrañas consagradas.
Luego que hubieron saciado el hambre, hablóles en estos
términos el rey Evandro: "Estas sacras ceremonias que veis,
este solemne festín, ese altar dedicado a una divinidad tan
poderosa, no nos los impone una superstición, ignorante de
las antiguas tradiciones religiosas; libertados de un horrendo
peligro. ¡Oh huésped troyano! dedicamos esta fiesta a renoV
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var y a honrar la memoria de un gran beneficio recibido,
Mira primeramente esa roca suspendida de esos riscos, mira
esas moles dispersas en una vasta extensión, esa desierta
cueva en el monte y ese gran hacinamiento de derruídos
peñascos; allí hubo una espaciosa caverna, inaccesible a los
rayos del sol, en que habitaba el horrible monstruo Caco,
medio hombre y medio fiera; su suelo estaba siempre empapado
de caliente sangre; en sus odiosas puertas pendían clavadas
multitud de pálidas y sangrientas cabezas. Vulcano era
su padre; por la boca arrojaba las negras llamas de aquel dios
y su cuerpo se movía como una inmensa mole. Por fin, el
tiempo concedió a nuestras súplicas que acudiese una divinidad
en nuestro auxilio, y, en efecto, el gran vengador Alcides,
soberbio con la muerte y los despojos del triple Gerión,
vino aquí vencedor, pastoreando sus enormes toros, que
ocupaban todo el valle y las márgenes del río. Caco entonces,
excitado por las Furias y para que nada hubiese que no intentase
en punto a maldad y dolo, sustrajo de la majada cuatro
excelentes toros y otras tantas hermosísimas becerras, y
para que sus pisadas no dieran indicios del robo, se los llevaba
a su cueva, tirándolos de la cola, con lo que desaparecía
todo rastro del hurto, y los escondía bajo una opaca peña;
ninguna señal podía guiar a la cueva para buscarlos. Sucedió
pues, que cuando ya el hijo de Anfitrión iba sacando de las
majadas de su rebaño bien pastado, y se disponía a la partida,
empezaron los toros a mugir, llenando con sus lamentos
todo el bosque y las colinas que iban abandonando, a cuya
voz respondió, mugiendo en la caverna, una de las becerras
robadas, burlando así las esperanzas de Caco. Enfurécese
con esto Alcides y arde en su pecho negra hiel; empuña rabioso
sus armas, su ñudosa maza, y se lanza a la cumbre del
empinado monte. Entonces por primera vez nuestros mayores
vieron a Caco trémulo y turbados los ojos; huye más
rápido que el euro y se encamina a su cueva; el miedo le pone
alas a los pies. Luego que se encerró y que, rompiendo las
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cadenas que lo sostenían, hubo desprendido un enorme peñasco
que pendía del techo, dispuesto así por arte de su padre,
con lo que fortificó reciamente la entrada de su cueva,
he aquí que llega Tirintio ardiendo en ira, y empieza a registrarlo
todo en busca de la entrada, llevando los ojos de aquí
para allá y rechinándole los dientes. Tres veces ardiendo en
ira exploró todo el monte Aventino, tres veces embiste en
vano al peñón que cierra la boca de la cueva, tres veces vuelve
cansado a sentarse en el valle. Alzábase a espalda de la
caverna una altísima y aguda roca, tajada por todos lados,
lugar a propósito para que anidasen en él las aves de rapiña.
Como aquella roca se inclinaba hacia la izquierda sobre el
río, Hércules, empujándola con toda su fuerza por la derecha,
la hizo estremecer y la descuajó, por fin, de sus profundas
raíces; precipítase con esto de repente, haciendo
retumbar con su caída el inmenso éter; estallan las riberas
desmenuzadas, el río retrocede como aterrado. En esto aparecieron
descubiertos el antro y el inmenso palacio de Caco,
y se vieron patentes sus tenebrosas cavernas; no de otra
suerte que si entreabriéndose la tierra a impulso de poderoso
empuje, nos descubriese las infernales moradas y los pálidos
reinos, aborrecidos de los dioses, veríamos el horrendo báratro,
y a la súbita irrupción de la luz se estremecerían los
manes. Así el monstruo, sobrecogido de súbito por la inesperada
claridad del día, y encerrado en su hueca peña, empezó
a lanzar rugidos más espantosos que de costumbre,
mientras Alcides desde lo alto le acribilla a flechazos, echa
mano de toda clase se armas y precipita sobre él troncos de
árboles y enormes piedras. Entonces el monstruo, viendo
que no le queda medio de huir de aquel peligro, empieza ¡Oh
prodigio! a arrojar por las fauces enormes bocanadas de humo,
envolviendo la caverna en negras sombras, que lo sustraen
a la vista, y aglomera bajo su mansión una humeante
noche en que el fuego se mezcla con las tinieblas. No pudo
ya Alcides reprimir su rabia, y precipitándose de un salto en
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medio del fuego, allí donde ondean las más densas humaredas,
donde más hierve la negra niebla que llena la vasta caverna,
allí agarra a Caco, que vanamente vomitaba llamas en
medio de la obscuridad, le enlaza con sus robustos brazos y
le comprime hasta hacerle saltar los ojos de sus órbitas y
arrojar por la seca garganta un chorro de sangre. Arrancada
de pronto la puerta, ábrese la negra cueva y descúbrense a la
luz del día las becerras robadas y todas las rapiñas que negaba
el perjuro. Acuden algunas gentes y sacan de la cueva,
arrastrándole por los pies, el informe cadáver, sin acertar a
saciarse de mirar aquellos terribles ojos, aquel rostro, el cerdoso
pecho de aquella especie de fiera y los fuegos apagados
en sus fauces. Desde entonces empezó a celebrarse esta
fiesta en honor de Hércules, perpetuada por las generaciones
agradecidas, habiendo sido Poticio su fundador, y la familia
Pinaria, custodia del sacro rito hercúleo, erigió en el bosque
ese altar, que siempre se denominará, siempre será el más
grande para nosotros. Así, pues, ¡Oh mancebos! tomad parte
en esta fiesta, ceñid de ramaje vuestras cabelleras en honor
de los grandes hechos que vamos a celebrar, levantad las
copas en las diestras, invocad a nuestro común numen y
libad vinos sin duelo." Dijo, y el álamo consagrado a Hércules
veló con sus hojas de dos colores la cabellera del héroe y
pendió en guirnaldas de sus sienes, la sagrada copa llenó su
mano y al punto todos alegres hacen en las mesas libaciones
y elevan preces a las deidades.
Alzábase entre tanto por el inclinado cielo la estrella de la
tarde; ya iban andando los sacerdotes y delante de todos
Poticio, ceñidos de pieles conforme al rito, llevando en sus
manos el fuego sagrado. Empiezan los festines, y las segundas
mesas se cubren de gratos dones; en bandejas llenas se
acumulan las ofrendas encima de los altares. Entonces comienzan
sus cánticos los Salios, ceñidas las sienes de guirnaldas
de álamo, en torno de las encendidas piras. Este coro
es de mancebos, aquél de ancianos; ambos cantan en sus
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himnos los loores de Hércules y sus grandes batallas; cómo
ahogó con su mano las dos serpientes, primeros monstruos
que suscitó contra él su madrastra; cómo debelará dos insignes
ciudades, Troya y Ocalia; cómo arrostró mil duros trabajos
so el yugo del rey Euristeo, por disposición de la
despiadada Juno. "Tú ¡Oh invicto! diste muerte con tu mano
a los centauros Hileo y Folo, hijos de una nube; tú la diste
también al monstruo de Creta y al enorme león de la roca
Nemea. De ti temblaron los lagos estigios y el portero del
Orco, tendido en su sangrienta cueva sobre un montón de
roídos huesos. No hubo monstruo que lograra infundirte
miedo, ni aun el mismo Tifeo, gigantesco y armado; no bastó
a conturbar tu ánimo la serpiente de Lerna, esgrimiendo en
torno de ti su multitud de cabezas. ¡Salve, verdadera prole de
Júpiter, ornamento añadido al coro de los dioses!: ven, senos
propicio y acepta estas ofrendas que te traemos." Con tales
himnos celebran las glorias de Alcides; sobre todo recuerdan
la caverna de Caco y la muerte del monstruo entre las llamas
que arrojaba con su aliento. Todo el bosque resuena con el
estrépito de los cantares, que el eco repite en los collados.
Concluidas las ceremonias religiosas, vuélvense todos a la
ciudad. Abrumado por los años, iba el Rey entre Eneas y su
hijo Palante, entreteniendo con varias pláticas la molestia del
camino. Todo lo observa con atentos ojos y de todo se maravilla
Eneas; entérase bien de los sitios, y gozoso inquiere y
escucha una por una las tradiciones de los antiguos pobladores.
Entonces el rey Evandro, fundador del alcázar romano,
de dijo: "Faunos y ninfas indígenas habitaban antiguamente
en estos bosques, poblados por una raza de hombres nacidos
de los duros troncos de los robles, sin costumbres ni
cultura alguna; ni sabían uncir toros al yugo, ni allegar hacienda,
ni guardar lo adquirido; los frutos de los árboles y la
caza les daban un desabrido sustento. Saturno el primero
vino del etéreo Olimpo a estas regiones huyendo de las armas
de Júpiter, destronado y proscrito; él empezó a civilizar
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a aquella raza indómita que vivía errante por los altos montes,
y les dio leyes, y puso el nombre de Lacio a estas playas,
en memoria de haber hallado en ellas un sitio seguro donde
ocultarse. Es fama que en los años que reinó Saturno fue la
edad de oro: ¡De tal manera regia sus pueblos en plácida paz!
hasta que poco a poco llegó una edad inferior y descolorida,
a que siguieron el furor de la guerra y el ansia de poseer.
Entonces vinieron huestes ausonias y tribus sicanas, y muchas
veces cambió de nombre esta tierra de Saturno; entonces
también la dominaron reyes, y entre ellos el fiero Tíber,
terrible gigante, por quien, andando el tiempo, los Italos
denominaron Tíber a nuestro río; así el antiguo Albula perdió
su verdadero nombre. Arrojado de mi patria y avezado a
todos los trabajos del mar, la omnipotente fortuna y el inevitable
hado me trajeron a estos sitios, a los que me impelían
los tremendos mandatos de mi madre la ninfa Carmenta y
los oráculos del dios Apolo." Dicho esto, prosigue su camino
y enseña a Eneas el ara y la puerta que los Romanos denominan
Carmental; antiguo monumento, levantado en
honor de la ninfa Carmenta, fatídica profetisa que la primera
vaticinó la futura grandeza de los hijos de Eneas y las glorias
del monte Palatino. Enseguida le enseñó el espacioso bosque
donde el valeroso Rómulo abrió un asilo, y bajo la fría roca
el Lupercal, así llamado a la usanza de los Arcades, que dan
al dios Pan el nombre de Liceo. Igualmente le enseña el bosque
del sacro Argileto, y le refiere la historia de la muerte de
su huésped Argos, tomando a aquellos mismos lugares por
testigos de que no tuvo parte de ella. Desde allí le lleva a la
roca Tarpeya y al futuro Capitolio, hoy cubierto de oro, entonces
erizado de silvestre maleza. Ya en aquellos tiempos el
religioso horror que infunde este sitio aterraba a los medrosos
campesinos; ya en aquellos tiempos temblaban a la vista
del bosque y de la roca. "En este bosque, dijo Evandro; en
este bosque de frondosa cumbre mora un dios, no sabemos
cuál. Los Arcades creen haber visto en él al mismo Júpiter en
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el acto de batir frecuentemente con la diestra su negra égida
y de concitar las tempestades. Esas dos ciudades derruidas,
que ves más allá, son monumentos que recuerdan a los antiguos
héroes que las poblaron. Fundó ésta el padre Jano,
aquélla Saturno; ésta se llamaba Saturnia, aquélla Janículo."
Esto diciendo, se encaminaba a la humilde ciudad de Evandro;
en lo que es ahora el foro romano veían andar esparcidos
los rebaños; las vacadas mugían en donde se alzan hoy
las magníficas Carinas. Luego que llegaron al palacio, "En
estos dinteles, dijo, penetró Alcides vencedor; esta morada le
recibió en su seno. Osa ¡Oh huésped! despreciar las riquezas,
y muéstrate tú también digno de imitar a un dios, mirando,
como él, sin desvío mi pobreza." Dijo, y condujo al grande
Eneas a lo interior de la reducida morada, haciéndole sentar
en un estrado de hojas de árboles y cubiertas con la piel de
una osa africana.
Cae en tanto la noche, y con sus negras alas rodea la tierra,
mientras Venus, aterrada, y no sin razón, a la vista de las
amenazas de los Laurentinos y de su terrible levantamiento,
habla así a su esposo Vulcano en el áureo tálamo, y con sus
palabras le inflama en divino amor: "Cuando los reyes griegos
asolaban con la guerra a Troya, predestinada a perecer a
sus manos, y aquellas torres, predestinadas también a las
llamas enemigas, ningún auxilio te pedí para los míseros
Troyanos, nunca imploré las armas que sabes forjar con divino
arte, ni quise, carísimo esposo, exigir de ti un trabajo
inútil, aunque debía mucho a los hijos de Príamo y muchas
veces lloraba los duros infortunios de Eneas. Ahora, por
mandato de Júpiter, ha ido a parar a las playas de los Rútulos;
por eso ahora acudo suplicante a implorar tu numen
sagrado para mí; madre, vengo a pedirte armas para mi hijo.
La hija de Nereo; la esposa de Titón, lograron con sus lágrimas
moverte a piedad; mira qué pueblos se conjuran, qué
ciudades cierran sus puertas y afilan sus espadas contra mí y
para la destrucción de los míos."
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Dijo, y con sus nevados brazos ciñe blandamente al esposo,
que titubea al principio; mas luego de pronto siente en
sí el acostumbrado ardor; un conocido fuego penetra en su
médula y circula por sus reblandecidos huesos; no de otra
suerte el relámpago, cuando estalla con el trueno, recorre en
un momento los cielos con su vibrante lumbre. Conócelo la
esposa, satisfecha del resultado de su ardid, y segura del poder
de su hermosura; entonces Vulcano, vencido de eterno
amor, le responde así: "¿Para qué buscas tan lejos tus razones?
¿Qué se hizo ¡Oh diosa! la confianza que solías tener en
mi? Si antes me hubieras manifestado ese empeño, antes
hubiera yo provisto de armas a los Troyanos; ni el padre
omnipotente ni los hados se oponían a que aun estuviera
Troya en pie, ni a que Príamo hubiese existido otros diez
años. Y ahora, si te aprestas a guerrear, y tal es tu voluntad,
dispón de todo aquello, a que alcanza mi arte, de cuanto
pueden hacer el hierro y el electro fundido, de cuanto alcanzan
el fuego y el aire, deja de poner en duda con esos ruegos
el poder de tus fuerzas." Dicho esto, prodigó su esposa las
deseadas caricias, y disfrutó en su regazo las dulzuras de un
regalado sueño.
Luego, cuando la noche en mitad de su carrera ahuyenta
el primer sueño; a la hora en que la matrona, forzada de la
necesidad a ganarse su vida con la rueca y con las delicadas
labores de Minerva, avienta las cenizas y las amortiguadas
ascuas, tomando para el trabajo parte de la noche, y a la luz
de su lámpara ejercita a sus criadas en una larga tarea, con lo
que conserva la castidad del lecho conyugal y atiende a la
crianza de sus hijuelos; el dios ignipotente, no de otra suerte
ni más perezoso, deja también a sus fraguas. Entre la costa
de Sicilia y la eolia Lípara se alza una isla, toda erizada de
humeantes riscos, debajo de la cual una y muchas cavernas,
semejantes a las del Etna, corroídas por los hornos de los
Cíclopes, retumban con los recios martillazos dados en los
yunques, difundiendo por los ecos roncos gemidos, rechina a
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todas horas en aquellas cuevas el derretido metal de los Calibes,
y jadea sin cesar el fuego en las fraguas; allí está el palacio
de Vulcano, de cuyo nombre ha recibido aquella tierra el
de Vulcania. Allí descendió el ignipotente desde el alto cielo,
en ocasión en que estaban forjando hierro en la vasta caverna
los cíclopes Brontes, Esteropes y Piracmón, desnudo el
cuerpo: informe todavía, y sólo concluido en parte, labraban
sus manos uno de aquellos innumerables rayos que el poderoso
Júpiter lanza a la tierra; otra parte estaba aún din concluir.
Para forjarle habían mezclado tres rayos de granizo,
tres de rutilante fuego y tres del alado austro; a la sazón estaban
añadiendo a la obra los horribles resplandores, el estrépito
y el miedo, y el furor de las perseguidoras llamas. En
otra parte trabajaban con afán en concluir un carro y unas
veloces ruedas para Marte, con que concita a los hombres y a
las ciudades. Otros a porfía estaban decorando con escamas
de serpientes y oro una aterradora égida, arma de la furiosa
Palas; en ella esculpían entrelazadas sierpes, y en la parte que
había de cubrir el pecho de la diosa representaba la cabeza
de la Gorgona revolviendo los ojos de espantosa manera.
"Dejadlo todo, dijo el dios; quitad de ahí las obras comenzadas,
Cíclopes del Etna, y poned atención en lo que os voy a
decir. Tenéis que forjar las armas para un valeroso guerrero;
aquí de todas vuestras fuerzas, aquí de la rapidez vuestras
manos, aquí de vuestra maestría. ¡A la obra, y pronto!" No
dijo más, y todos al punto se inclinaron sobre los yunques y
se distribuyeron con igualdad la tarea. Ya corren, formando
líquidos arroyos, el bronce y el oro, y en la inmensa fragua se
derrite el matador acero, con lo que forjan un inmenso escudo,
compuesto de siete discos, trabados unos con otros,
bastante a contrastar él solo todos los dardos de los Latinos.
Unos con los hinchados fuelles absorben y arrojan el aire;
otros templan en el agua de un lago el rechinante metal; gime
la caverna con el estruendo de los martillados yunques. Ellos
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alternadamente y a compás levantan los brazos con poderoso
empuje, y con la recia tenaza voltean el amasado hierro.
Mientras el dios de Lemnos activa estos trabajos en las
playas eolias, la vivificadora luz del día y los matinales cantos
de las aves, que gorjean sobre su humilde techo, despiertan a
Evandro. Levántase el anciano, vístese una túnica y calza sus
pies con la sandalia tirrena; enseguida se ciñe al costado,
suspendiéndola de los hombros, la espada de los Tegeos y
revuelve a su brazo izquierdo una piel de pantera. Con él
salen del alto zaguán dos perros, sus vigilantes guardas, que
acompañan los pasos de su amo, el cual se encamina a la
repuesta morada de su huésped Eneas, recordando sus palabras
de la víspera y los socorros prometidos. No menos madrugador
Eneas, iba ya, acompañado de Acates, al encuentro
de Evandro, a quien acompañaba su hijo Palante. Lléganse
uno a otro, se dan las diestras y van juntos a sentarse en una
estancia interior, donde pueden, en fin, entregarse con libertad
a sabrosas pláticas. El Rey el primero le habla en estos
términos: "¡Oh el más grande caudillo de los Troyanos!
mientras tú vivas, nunca declararé vencida la fortuna ni tendré
por concluido el imperio de Troya. Flacas son las fuerzas
con que puedo auxiliarte en esta guerra, en que se empeña la
gloria de aquel gran nombre: por un lado me cerca el río
etrusco; por otro me estrecha el Rútulo, cuyas armas resuenan
en derredor de mis murallas; pero me dispongo a unir a
tus reales grandes pueblos, reinos opulentos; los prósperos
hados te han traído a estos sitios, donde una inesperada
fortuna te depara el término de tus males. No lejos de aquí
se levanta, fundada sobre un vetusto peñón, la ciudad de
Agila, donde en otro tiempo la nación de los Lidios, preclara
en armas, fue a establecerse en las sierras etruscas. Al cabo
de muchos años, el rey Mecencio adquirió el dominio de esta
floreciente ciudad, que gobernó con bárbaro imperio y
crueles violencias. ¿Recordaré sus impías matanzas, los crímenes
del tirano? ¡Caigan esos crímenes, oh dioses, sobre la
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cabeza y su linaje! El ataba a los vivos con los muertos, manos
con manos, boca con boca (¡nuevo género de tormento!),
y así los dejaba perecer con larga muerte en aquel
espantoso abrazo, chorreando podredumbre y corrompida
sangre. Cansados, al fin, de tantas atrocidades, los ciudadanos
se arman y embisten a aquella furia en su palacio, al que
prenden fuego después de acuchillar a su guardia; él entre la
mortandad consigue escaparse y huir al país de los Rútulos,
donde le protegen hoy las armas del rey Turno; pero la Etruria
entera, en su justo furor, se ha sublevado, y armada reclama
al Rey para sacrificarlos. Yo quiero darte ¡Oh Eneas!
por caudillo a esos millares de hombres; ya sus naves apiñadas
hierven de impaciencia en la playa, ya todos claman por
sus banderas; pero los retiene un anciano arúspice, vaticinándoles
estos hados: "¡Oh escogida juventud de Meonia,
flor y gloria de vuestros valerosos ascendientes!, vosotros, a
quienes un justo dolor impele contra el enemigo y a quienes
inflama Mecencio en justa ira, sabed que no concede el cielo
a ningún Italo debelar a la poderosa nación de los Rútulos;
buscad capitanes extranjeros." Con esto la hueste etrusca se
detiene en su campamento, aterrada con semejante anuncio
de los dioses. El mismo Tarcón, su caudillo me ha enviado
embajadores que me trajeran la corona, el cetro y las insignias
reales, y me pidiesen que pasase a tomar el mando de
sus tropas y a posesionarme del imperio tirreno; pero mi
avanzada senectud, rendida al hielo de los años, me veda
ejercer el mando supremo, y no alcanzan ya mis fuerzas a
soportar los rigores de la guerra. Hubiera persuadido a mi
hijo a aceptar por mí el ofrecimiento, si por su madre, sabina,
no fuese en algún modo hijo de esta patria. Tú, a quien
los hados conceden juventud y gran linaje; tú, a quien designan
los númenes, ve allá, ¡Oh fortísimo caudillo de los Teucros
y de los Italos! Además te agregaré este mi hijo Palante,
esperanza y consuelo de mi ancianidad, para que a tu escuela
se avece a la milicia y al duro oficio de Marte, vea tus
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hazañas y se acostumbre a admirarte desde sus primeros
años. Daréle doscientos jinetes árcades, la flor de nuestra
robusta juventud, y Palante, en su propio nombre, te llevará
otros tantos."
Dijo así el Rey. Eneas, hijo de Anquises, y el fiel Acates
revolvían en su mente tristes pensamientos cuando, rasgándose
de improviso el cielo, les manifestó en él Citerea una
señal de su presencia: un gran relámpago, seguido de un
trueno, estalló en el éter, todo el espacio se estremeció de
repente y resonó en los aires el ronco toque de las trompetas
tirrenas. Alzan los ojos; una y otra vez, retumba el gran fragor,
y en la serena región del cielo ven entre las nubes rutilar
en el puro éter muchedumbre de armas, y oyen el estrépito
con que chocan entre sí. Espantáronse todos; pero el héroe
troyano conoce en aquel fragor el cumplimiento de las promesas
de su divina madre, y dice al Rey: "No discurras ¡Oh
huésped! sobre los sucesos que anuncia este prodigio; conmigo
sólo habla el Olimpo; ya mi divina madre me anunció
que me enviaría esa señal si llegase a estallar la guerra, y traería
en mi auxilio, cruzando las auras, armas forjadas por Vulcano...
¡Oh cuánta mortandad amenaza a los míseros
Laurentinos! ¡Oh y cómo me vas a pagar, oh Turno, tu tenacidad!
¡Oh y cuántos escudos de guerreros, cuántos yelmos,
cuántos cadáveres de fuertes varones vas a arrastrar en tus
olas, oh padre Tíber! ¡Vengan ahora a darnos batallas y rompan
los tratados!"
Dicho esto, se levantó del alto solio, y lo primero fue a
ver avivar los amortecidos fuegos del altar de Hércules, luego
se encaminó gozoso a ofrecer sus preces a los dioses lares
que le habían acogido la víspera, y a los humildes penates de
Evandro, el cual, lo mismo que la troyana juventud, hizo
sacrificar, en conformidad con los ritos, ovejas escogidas de
dos años. Enseguida se dirigió a sus naves y revistó su gente,
de la cual eligió, para que le siguiesen a la guerra, a los más
valerosos; los restantes, dejándose llevar río abajo por la apaL
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cible corriente, van a anunciar a Ascanio los prósperos sucesos
de su padre. Da Evandro caballos a los Troyanos que
han de dirigirse a los campos tirrenos, y hace traer para
Eneas uno magnífico, todo cubierto con una roja piel de
león, refulgente con garras de oro.
Difúndese de pronto por la pequeña ciudad la voz de que
va a partir rápidamente para las costas del rey tirreno la caballería
árcade, y ya las madres redoblan sus votos con el
miedo que acrecienta el cercano peligro; la imagen de Marte
se les aparece más terrible. Entonces el rey Evandro, asiendo
la mano de su hijo, pronto a marchar, le estrecha en sus brazos,
prorrumpe en llanto y exclama: "¡Oh, si Júpiter me restituyese
a mis pasados años, al ser que tenía cuando bajo las
murallas de Prenesta arrollé la primera falange enemiga, y
vencedor incendié rimeros de escudos, y con esta diestra
lancé a los abismos del Tártaro al rey Erilo, a quien su madre
Feronia dio, al nacer ¡Prodigio horrendo! tres almas y tres
armaduras! Era forzoso darle muerte tres veces, y sin embargo,
entonces esta diestra le arrancó aquellas tres almas y le
despojó de sus tres armaduras. ¡Oh! si recobrase mi antigua
pujanza, no tendría yo ahora que arrancarme, hijo mío, de
tus queridos brazos, ni nunca el vecino Mecencio, insultando
esta cabeza, habría causado con su espada tantos desastres,
ni dejado a su pueblo viudo de tantos ciudadanos. ¡Oh dioses
y oh tú, supremo rey de las deidades, Júpiter, yo os ruego
que tengáis compasión del rey árcade y que oigáis sus paternales
preces; si vuestros númenes han de restituirme incólume
mi Palante, si los hados me le conservan, si he de vivir
bastante para volverle a ver y estrecharle a mi seno, concededme
la vida, aunque me cueste sufrir cualesquier trabajos;
mas si me amagas ¡Oh Fortuna! con un infando suceso, ahora,
¡Oh! ahora mismo séame dado romper esta miserable
vida, mientras me agitan estas congojas y la incierta esperanza
de lo venidero, mientras te estrecho en mis brazos, ¡Oh
mancebo querido! única delicia de mi ancianidad; antes que
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desgarre mis oídos una horrible nueva." Así exclamaba el
anciano en aquella postrera despedida; luego sus criados se
lo llevan desmayado al palacio.
Ya la caballería iba saliendo por las puertas de la ciudad,
marchando entre los primeros Eneas y el fiel Acates, a quienes
seguían los demás próceres troyanos; en el centro del
escuadrón se distinguía Palante por su vistosa clámide y sus
refulgentes armas; tal, empapado todavía en las aguas del
Océano, Lucifer, el astro predilecto de Venus, levanta sobre
el horizonte su sagrada frente y disipa las tinieblas. Temblorosas
las madres, de pie encima de los adarves, siguen con
los ojos la nube de polvo y el resplandor metálico que se
desprenden de la armada muchedumbre, la cual, cruzando
las malezas, prosigue su camino por los atajos, levantando
gran clamor, a que mezclan los alineados corceles el compasado
batir de sus cascos en la seca tierra. Hay junto al helado
río que riega la ciudad de Cere un gran bosque, consagrado
en toda aquella tierra por la veneración de los mayores; por
todas partes le rodean collados que forman entre sí hondos
valles y una selva de negros abetos. Es fama que los antiguos
Pelasgos, primer pueblo que ocupó los confines latinos, consagraron
aquel bosque a Silvano, dios de los campos y de los
ganados, e instituyeron un día festivo en honra suya. No
lejos de allí habían asentado sus reales Tarcon y los Tirrenos,
y ya desde un empinado cerro podría descubrirse todo su
ejército tendido por la espaciosa campiña. Allí Eneas y su
escogida juventud guerrera hacen alto rendidos, y hombres y
caballos se entregan al descanso.
En tanto la diosa Venus se aparece resplandeciente sobre
las etéreas nubes, trayendo el don prometido a su hijo, al
cual, tan luego como le vio de lejos, retraído en su estrecho
valle, a la margen del fresco río, habla así, poniéndosele delante:
"Aquí tienes el don prometido, labrado por arte de mi
esposo; no vaciles por más tiempo, hijo mío, en presentar
batalla a los soberbios Laurentinos y al intrépido Turno."
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Dijo así Citerea, abrazó a su hijo, y dejó al pie de una encina,
enfrente de él, las radiantes armas. Alborozado con tan alta
honra y con el don de la diosa, no se harta Eneas de mirarle,
y examina cada prenda una por una, lleno de asombro; coge
y revuelve en sus manos el terrible y penachudo yelmo, que
vibra llamas, la mortífera espada, la recia loriga de bronce,
roja como la sangre, enorme, semejante a la cerúlea nube que
inflaman los rayos del sol y esparce a lo lejos sus resplandores;
luego contempla las ligeras grevas de plata y oro, y la
lanza y la maravillosa obra del escudo. En él había representado
el dios ignipotente, sabedor del destino reservado a las
edades futuras, toda la historia de Italia y los triunfos de los
Romanos; en él se veía todo el linaje de la futura descendencia
de Ascanio y la serie de sus grandes batallas. Allí, en la
verde cueva de Marte, había representado, tendida en el
suelo, la parida loba, de cuyas ubres pendían dos mellizos,
jugueteando y mamando impávidos a su madre, que inclinada
sobre ellos la rolliza cerviz, los acariciaba sucesivamente
con la lengua y los aseaba y pulía. No lejos de allí había las
Sabinas, indignamente arrebatadas de sus asientos en el anfiteatro,
en medio de los grandes juegos del circo, de donde
se originó de súbito una nueva guerra entre la gente de Rómulo
y el viejo Tacio y los austeros curites. Enseguida veíase,
ajustada ya la paz, a los dos reyes armados, delante del altar
de Júpiter con sendas copas en las manos, pactando alianza
después de haber inmolado una cerda. No tan lejos de allí
una rápida cuadriga descuartizaba, por mandato de Tulo, a
Mecio (hubieras sido fiel a tus palabras ¡oh Albano!); y desgarrando
en los matorrales las entrañas del falsario, regaban
con su sangre los abrojos. Más allá exigía Pórsena de los
Romanos que resistiesen al expulsado Tarquino, y acosaba a
la ciudad con estrecho cerco, mientras los descendientes de
Eneas se lanzaban a las espadas en defensa de su libertad.
Veíase allí a Pórsena, amenazador, indignado de que Cocles
hubiese osado cortar el puente, y de que Clelia, rotas sus
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prisiones, cruzase el río a nado. En pie sobre la cumbre de la
roca, Tarpeya, Manlio defendía el templo y el excelso Capitolio;
tosca techumbre de bálago cubre el palacio de Rómulo,
recién construido. Un blanco ánade, revoloteando por entre
los dorados pórticos, anunciaba con su canto que los Galos
estaban ya a las puertas de Roma. Llegaban éstos en efecto
por entre las malezas, y ya ocupaban el alcázar, defendidos
por las tinieblas a favor de una opaca noche; distinguíase por
sus doradas cabelleras, sus arreos recamados de oro y sus
listados sayos; de sus cuellos, blancos como la leche, penden
collares de oro; cada uno blande en su mano dos venablos
de madera de los Alpes y se cubre todo el cuerpo con un
largo escudo. Allí se veían esculpidos los salteadores Salios,
los Lupercos desnudos, los Flamines con sus penachos de
lana y los broqueles caídos del cielo; las castas matronas llevaban
por la ciudad los objetos sagrados en muelles andas.
Lejos de allí, estaban representadas las mansiones tartáreas,
las profundas bocas de Dite y los castigos de los crímenes, y
tú ¡Oh Catilina! suspendido de un inminente escollo y temblando
ante la faz de las Furias, en un sitio repuesto se veían
los varones piadosos, y a Catón dictándoles leyes. Entre estas
imágenes se extendía la del hinchado mar, cuyas olas de
oro se coronaban de blanca espuma; surcábanle en torno
delfines de plata, formando raudos giros y batiéndole con
sus colas. En medio se veían dos escuadras de ferradas proas
y la batalla de Accio; toda la costa de Leucate hervía con el
bélico aparato que reverberaba en las olas de oro. De un
lado se ve a Cesar Augusto, de pie en la más alta popa, capitaneando
a los Italos, con los padres de la patria, el pueblo,
los penates y los grandes dioses; de sus fúlgidas sienes brotan
dos llamas y sobre su cabeza centellea la estrella de su padre.
En otra parte, Agripa, favorecido por los vientos y los dioses,
acaudillando altanero su gente, se ciñe las sienes con la
corona rostral, soberbia insignia guerrera. En la opuesta
banda Antonio, ostentando bárbara pompa y cien varias
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huestes, vencedor de los pueblos de la Aurora y de los de las
costas del mar Rojo, trae consigo el Egipto, las fuerzas del
Oriente y los remotos Bactros y le sigue ¡Oh baldón! una
consorte egipcia. Trábase la lid, a la que se precipitan todos a
una; el ponto entero, batido por los remos y las ferradas proras
de tres puntas, se cubre de espuma. Dirígense a la alta
mar; no parecía sino que descuajadas las Cícladas, iban flotando
por las aguas o que se estrellaban unos contra otros
los altos montes: ¡Con tan recio ímpetu chocan entre sí las
huestes desde las torreadas naves! Vuelan las estopas encendidas,
arrojadas a mano, y el hierro volador de los dardos;
una nunca vista carnicería enrojece los campos de Neptuno.
En medio de la lid, la Reina concita a sus huestes con los
sonidos del sistro patrio y no ve a su espalda las dos serpientes
que la amenazan. Todo el linaje de monstruosas divinidades
y el ladrador Anubis hacen armas contra Neptuno,
Venus y Minerva; en lo más recio de la pelea se ve esculpido
en el hierro a Marte, ciego de ira, en cuyo contorno vagan
por el éter las tristes Furias; alborozada la Discordia va entre
ellas con el manto desgarrado, y Belona la sigue esgrimiendo
su sangriento látigo. Viendo esto desde las alturas Apolo,
protector de Accio, disparaba su arco, con lo que volvían la
espalda, aterrados, el Egipto, y los Indios, y los Arabes y los
Sabeos; veíase a la misma Reina, después de invocar a los
vientos, dar la vela, aflojando a toda prisa y a más no poder
las jarcias de sus naves.
Habíala representado el ignipotente, pálida ya de su próxima
muerte, huyendo en medio del estrago, a impulso de las
olas y del céfiro; y en frente de ella la grande imagen del Nilo,
llorando y abriendo sus siete bocas, desplegando sus anchas
vestiduras, llamaba a los vencidos a su cerúleo regazo, a
los recónditos abismos de sus corrientes. En tanto Cesar
llevado en triple triunfo a las murallas de Roma, consagraba
en toda la ciudad, cual voto inmortal a los dioses de Italia,
trescientos magníficos templos.
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Hervían las calles en gritos de alborozo, en juegos y
aplausos; en todos los templos resonaban los coros de las
matronas y se alzaban aras; delante de todas las aras cubrían
el suelo inmolados novillos.
Sentado en los marmóreos umbrales del espléndido templo
de Febo, Cesar examina las ofrendas de los pueblos y las
suspende de las soberbias puertas; van pasando en larga fila
las naciones vencidas, tan diferentes en trajes y armas como
en lenguas; aquí Vulcano había representado la raza de los
Nómadas y los desceñidos Africanos; allí los Lélegas y los
Caras y los Gelonos, armados de saetas.
Veíanse allí al Eufrates, arrastrando su corriente ya más
amansada, y los Morinos, que pueblan los confines de la
tierra, y el bicorne Reno, y los indómitos Dahos, y el Arajes,
que sufre indignado el puente que le oprime.
Todas estas cosas contemplaba maravillado Eneas en el
escudo de Vulcano, don de su madre, y regocijándose con la
vista de aquellas imágenes, cuyo sentido ignora, échase al
hombro la fama y los hados de sus descendientes.
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NOVENO LIBRO DE LA ENEIDA
Mientras pasan estas cosas en otra parte de Italia, Juno,
hija de Saturno, envía desde el cielo a Iris en busca del valeroso
Turno, que a la sazón estaba descansando en un bosque
del valle consagrado a su abuelo Pilumno. En estos términos
le habló con su rosada boca, la hija de Taumante: "Lo que
ninguno de los dioses se hubiera atrevido ¡Oh Turno! a
prometer a tus preces, te lo brinda de agrado este día ya cercano
a su fin. Eneas, dejando su ciudad, separado de sus
compañeros y de su armada, se ha encaminado a la regia
mansión del palatino Evandro; más aún, ha penetrado hasta
las últimas ciudades de Corito, donde está juntando una
hueste de Lidios y armando a las gentes del campo. ¿Qué
dudas? Esta es la ocasión de pedir tus caballos y tu carro.
Rompe las treguas y arrebata por asalto sus desprevenidos
reales." Dijo, y se levantó por el éter con sus iguales alas,
describiendo en su fuga un inmenso arco bajo las nubes.
Conocióla el joven, y levantando hacia las estrellas ambas
manos, dirigió a la fugitiva mensajera estas palabras: "Iris,
ornamento del cielo, ¿Quién te ha enviado a la tierra por las
nubes en busca mía? ¿De dónde proviene ese súbito resplandor?
Veo abrirse los cielos y las estrellas errantes por el
polo; sea quien fueres, tú que me llamas al combate, me confío
a ese gran presagio." Y dicho esto, llegóse al río, cogió en
las palmas un poco del agua pura que corre por la superficie,
y dirigiendo numerosas preces a los dioses, llenó el aire con
sus votos.
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Ya se extendía por los dilatados campos todo su ejército,
rico de caballería, rico de vistosos arreos de varios colores
recamados de oro. Mesapo capitanea las primeras haces, y
los hijos de Tirreo las últimas; en el centro recorre las filas el
caudillo Turno, bien armado, sobresaliendo toda su cabeza
por cima de los demás; semejante al profundo Ganges cuando
corre callado, acrecida su corriente con las aguas de siete
mansos ríos, o al caudaloso Nilo cuando refluye de los campos
que fecunda su raudal y se recoge en su cauce. En esto
los Teucros ven alzarse de pronto una densa polvareda y
cubrirse los campos de tinieblas. Caico el primero da la
alarma desde una frontera atalaya. "¿Qué negro tropel, ¡Oh
ciudadanos! se nos acerca en revuelta confusión? ¡Ea, pronto,
aparejad el hierro, blandid los dardos, subid a los adarves;
el enemigo se nos viene encima!" Al punto los Teucros con
gran clamor ocupan todas las puertas y llenan las murallas,
porque así se lo había prevenido, al partirse, el excelente
capitán Eneas, recomendándoles que en cualquier trance que
les ocurriese, no presentasen batalla en campo raso, antes se
redujesen a defender y asegurar su campamento atrincherado:
así, pues, aunque la vergüenza y la ira los impele a embestir
al enemigo, cierran las puertas, cumpliendo lo
mandado, y le aguardan bien apercibidos en sus huecas torres.
Turno, que, en su veloz carrera, precedía al pesado escuadrón,
se presenta de improviso delante de la ciudad,
acompañado de veinte jinetes escogidos, caballero en un
corcel de Tracia manchado de blanco, y cubierta la cabeza
con un yelmo de oro coronado de rojo penacho. "¿Quién me
sigue, mancebos? ¿Quién acometerá el primero al enemigo?...
¡Yo seré!" exclama; y blandiendo un dardo, lo arroja
por los aires, dando así principio a la pelea y se lanza intrépido
al campo. Levantan en esto sus compañeros grandes clamores,
y le siguen con horrísono estruendo, pasmados al ver
la cobardía de los Teucros, que, inertes, ni bajan al llano ni
presentan batalla, antes se reducen a guardar sus reales,
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mientras Turno a caballo, fuera de sí, registra por todas partes
los muros, buscando una entrada por extraviadas sendas.
Cual en mitad de la noche, sufriendo el rigor del viento y de
las lluvias, acecha el lobo una llena majada, rugiendo en derredor
de la cerca, mientras los corderillos balan seguros
debajo de sus madres; él, rabioso, ceba su saña en la ausente
presa, devorando por la larga hambre y la sed de sangre que
requema en sus fauces; no de otra suerte arde en ira el
Rútulo, mirando los muros y los reales; el dolor abrasa sus
huesos; todo se le vuelve discurrir un medio de penetrar en
la plaza, de arrancar de sus empalizadas a los encerrados
Teucros, y sacarlos a campo raso. Para conseguirlo, ataca su
armada que tenían oculta a un lado del campamento, cercada
de trincheras y defendida por las aguas del río; exhorta a sus
entusiasmados compañeros a incendiarla, y arrebatado de
furor, blande en su mano un pino encendido. Todos se precipitan
en pos de él, inflamados por su ejemplo; y despojando
los hogares, toda la juventud vuela a armarse de negras
teas; los humeantes tizones esparcen sombrío resplandor y
levantan hasta las estrellas nubes de pavesas y humo.
¿Cuál dios ¡Oh musas! apartó de los Teucros tan horrible
incendio? ¿Cuál repelió de sus naves tan inminentes llamas?
Decidlo vosotras: antigua es esta tradición, pero aún dura y
durará eternamente. En la época en que por primera vez
labraba Eneas su armada en el frigio monte Ida y se disponía
a surcar los mares, es fama que Cibeles misma, madre de los
dioses, habló en estos términos al gran Júpiter: "Concede a
mis ruegos, hijo mío, concede lo que te pide tu amada madre,
pues eres el dominador del Olimpo. Yo tuve en la más
alta cumbre del Ida un pinar, mi retiro predilecto durante
muchos años, que formaba un bosque sagrado, donde los
Frigios me tributaban culto bajo las sombras, formadas por
negros pinos y robustos alerces. Yo di gozosa aquellos árboles
al mancebo troyano cuando estaba construyendo su
armada; ahora tiemblo por ellos; ahuyenta mis temores y
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otorga a las preces de tu madre que no los quebrante ninguna
travesía; que no sean vencidos de ningún vendaval: válgales
haber nacido en nuestras montañas." A lo cual replicó
su hijo, el que rige los astros del mundo: "¡Oh madre! ¿Qué
exiges de los hados? ¿Qué me pides para esas naves? Obra
de mano mortal, ¿han de ser por ventura inmortales? ¿Eneas
ha de arrostras con seguridad todos los azares? ¿Cuál dios
alcanzó jamás tamaño poder? Baste que a todas las que, salvadas
de las olas y terminado su derrotero, arriben a los
puertos ausonios y lleven al caudillo dárdano a los campos
de Laurento, les quite yo la forma mortal, disponiendo que
se truequen en diosas del vasto mar, semejantes a Doto, hija
de Nereo, y a Galatea, que cortan con su pecho el espumoso
ponto." Dijo, y jurándolo por las aguas del Estigio, donde
reina su hermano, por sus torrentes de pez y sus riberas,
llenas de negros remolinos, inclinó la cabeza, y con aquel
movimiento retembló todo el Olimpo.
Ya era llegado el día prometido, ya se habían cumplido
los tiempos debidos a las Parcas, cuando la injuria de Turno
movió a la madre de los dioses a apartar las teas de las sagradas
naves. En esto, de pronto brilló a los ojos de todos una
desusada luz y se vio cruzar el cielo una gran nube por la
parte de la aurora; cruzáronle también los coros del Ida; luego
cayó en alas de los vientos horrenda voz, que llenó con su
estruendo las huestes de los Troyanos y de los Rútulos. "No
os afanéis ¡Oh Teucros! por defender mis naves, ni por ello
aparejéis las armas; antes logrará Turno incendiar los mares
que mis sagrados pinos. Vosotras ¡Oh naves! id libres; id,
diosas del piélago; la Madre lo manda." Y al punto todas las
naves rompen los cables que las amarran a la playa, y a manera
de delfines, sumergen las proas en lo más hondo del
mar, de donde, ¡Oh asombroso prodigio! salen y circulan por
el ponto tantas figuras de vírgenes cuantos eran los ferrados
bajeles que antes estaban anclados en la ribera.
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Pasmáronse los Rútulos; el mismo Mesapo quedó aterrado
y se turbaron sus caballos; suspende su curso el ronco
Tíber y retrocede, temeroso de lanzarse al mar. Y sin embargo,
no decayó la confianza del audaz Turno; antes con estas
palabras alienta e increpa a los suyos: "¡A los Troyanos amenazan
esos prodigios! El mismo Júpiter les arrebata su acostumbrado
auxilio; ni dardos ni llamas aguardan ya a los
Rútulos; cerrado está ya a los Teucros el camino del mar y
ninguna esperanza de fuga les queda. La fuga por mar les
está vedada, la tierra es nuestra, innumerable muchedumbre
ítala se alza en armas contra ellos; no me amedrentan a mí
esos fatales presagios de los dioses con que tanto se afanan
los Frigios. Bástales a los hados y a Venus haber alcanzado
que arribasen los Troyanos a los campos de la fértil Ausonia;
también yo tengo mis hados contrarios a los suyos, que son
los de exterminar con la espada a ese execrable linaje que
viene a arrebatarme a mi esposa; no sólo a los Atridas, no
sólo a Micenas es dado sentir y vengar con las armas tales
ultrajes. Bastárales haber sido exterminados una vez, si escarmentados
de su culpa detestasen, como debieran, a todo
el linaje mujeril, esos en quienes ahora infunde confianza la
empalizada que los separa de nosotros, esos a quienes alientan
los fosos que nos oponen, ¡Pequeño obstáculo para su
muerte! ¿Acaso no han visto reducidas a pavesas las murallas
de Troya, fabricadas por mano de Neptuno? ¡Oh flor de mis
guerreros! ¿Quién de vosotros se presta a meter el hacha en
esa empalizada y a arremeter conmigo esos acobardados
reales? No necesito yo para atacar a los Teucros ni armas de
Vulcano ni mil bajeles; únanseles en buen hora como auxiliares
todos los Etruscos; no teman tenebrosas emboscadas ni
el inútil robo del Paladión, asesinados los centinelas del supremo
alcázar, ni nos esconderemos en el obscuro vientre de
un caballo; a la luz del sol, descubiertamente pondré fuego
de seguro a sus murallas. Yo les haré ver que no se las han
con Griegos ni con aquella juventud pelasga que Héctor
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trajo entretenida diez años. Y ahora, ¡Oh guerreros! pues ya
es pasada la mejor parte del día, destinad lo que resta de él a
dar solaz a los cuerpos, que ya han cumplido bien su obligación,
y preparados aguardad la batalla." Enseguida da Mesapo
el encargo de apostar destacamentos en todas las puertas
y de rodear de hogueras las murallas. Elige para que vigilen
con sus tropas el campamento, catorce jefes rútulos, a cada
uno de los cuales siguen cien mancebos cubiertos de purpúreos
penachos y de rutilantes armaduras de oro, que por
turno, ya rondan el campo, ya tendidos por la yerba saborean
los placeres del vino apurando las copas de bronce. Brillan a
trechos las hogueras; el juego entretiene la vigilia de una noche
de guardia...
Desde lo alto de sus trincheras, que ocupan armados, ven
los Troyanos aquellos preparativos de asedio, y no sin grave
sobresalto, registran las puertas y enlazan entre sí con puentes
sus baluartes. Todos aprestan sus armas, estimulados por
Mnesteo y por el impetuoso Seresto, a quienes el caudillo
Eneas había cometido el mando de sus tropas y la dirección
de la guerra para el caso de que alguna desgracia reclamase
su esfuerzo. Toda la hueste comparte por suertes el peligro,
relevándose unos a otros en la vigilante defensa de las murallas.
Guardaba una de las puertas el valeroso Niso, hijo de
Hitarco, destrísimo en el manejo del venablo y de las veloces
saetas; la selva de Ida, su patria, gran madre de cazadores, le
había dado por compañero a Eneas. Junto a él está su amigo
Euríalo, mancebo en juventud, y el más gallardo de cuantos
siguen las enseñas de Eneas y visten las troyanas armas. Unidos
con estrecha amistad, juntos se precipitaban siempre en
los combates; a la sazón estaban ambos de guardia en la
misma puerta: ¡Oh Euríalo! le dice Niso, ¿Serán por ventura
los dioses los que infunden este ardor en mi espíritu, o tal
vez cada cual se forja un dios de sus ciegos apetitos? Ello es
que ardo en ansia de pelear o de acometer alguna grande
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empresa y que no acierto a estarme quieto. Bien ves cuán
confiados, cuán desprevenidos están los Rútulos; sus hogueras
brillan cada vez más escasas; vencidos del vino, duermen
tendidos por el campo; todo a lo lejos yace en silencio; oye,
pues, lo que me agita, y la idea que revuelvo en mi mente.
Todos a una, el pueblo y los senadores, piden que se llame a
Eneas con urgencia, enviándole mensajeros que traigan de él
seguras nuevas. Si me prometen para ti lo que pienso pedirles,
pues a mí me basta la gloria que ha de resultarme de mi
empresa, paréceme que siguiendo la falda de aquel collado
podré hallar un camino que me conduzca a las murallas de
Palantea." Profunda impresión hicieron estas palabras en
Euríalo, grandemente ganoso de loores, el cual habló así a su
fogoso amigo: "¿Por ventura ¡Oh Niso! rehuyes asociarme a
ese gran proyecto? ¿Crees que te dejaré lanzarte solo a tamaños
peligros? No me formó para eso mi belicoso padre
Ofeltes entre los continuos rebatos de los Griegos y los trabajos
de Troya, ni nunca tal hice contigo desde que sigo al
magnánimo Eneas y sus adversos hados. Aquí hay un pecho
que desprecia la vida y que cree comprar bien con ella esa
gloria a que aspiras." Niso le respondió: "En verdad que
nunca tal temí de ti, ni me fuera lícito tal pensamiento, no;
así el gran Júpiter o cualquier otro dios que mire mi proyecto
con propicios ojos me restituya a ti triunfante. Pero si en
medio de los trances de tan peligrosa aventura, ya la casualidad,
ya un dios me arrastrase a la desgracia, quisiera que tú
me sobrevivieses; tu edad es más digna de la vida. Haya al
menos alguno que retire mi cadáver del campo de batalla,
que pague su rescate y lo deposite en la tierra, o que si esto
me negase la acostumbrada fortuna, tribute los fúnebres
honores a mis despojos ausentes y los decore con un sepulcro.
Ni sea yo ocasión de tan gran dolor para tu mísera madre,
que, sola entre tantas madres, se ha atrevido ¡Oh
mancebo! a seguirte, desdeñando la ciudad del grande Acestes."
A lo cual replica Euríalo: "Inútilmente esfuerzas esas
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vanas razones; no desisto de mi inmutable resolución.
Echemos a andar." Y al mismo tiempo despierta a los centinelas
que han de reemplazarlos por suerte, con lo que, dejando
la avanzada, se encaminan juntos al real de Ascanio.
A la hora en que todos los seres animados deponen con
el sueño sus afanes y olvidan las penas del corazón, los principales
caudillos de los Teucros, juventud escogida, celebraban
consejo para tratar de la apurada situación del reino.
¿Qué hacer? ¿Quién iría de mensajero a Eneas? Apoyados en
sus largas lanzas y embrazado el escudo, deliberan en medio
del campamento, cuando se presentan juntos y alegres Niso
y Euríalo, pidiendo que se les deje entrar para un negocio
grave y que bien merece que el consejo se detenga a escucharlo.
Iulo el primero recibe a los impacientes mancebos y
manda a Niso que hable, lo cual hizo así el hijo de Hitarco:
"¡Oh guerreros de Eneas! escuchadnos con ánimo benigno, y
no juzguéis por nuestra edad de la empresa que venimos a
proponeros. Vencidos del sueño y presa del vino, los Rútulos
yacen en silencio; nosotros hemos descubierto un sitio
adecuado para sorprenderlos, que es aquel en que el camino
se divide en dos ramales, junto a la puerta más cercana al
mar. Sus hogueras están ya en la mayor parte apagadas, y de
ellas se levantan al firmamento negras humaredas; si nos
dejáis aprovechar esta favorable ocasión, iremos a la ciudad
de Palante en busca de Eneas, y pronto nos veréis volver
con él cargados de despojos, después de haber hecho gran
mortandad en el enemigo. No erraremos el camino; que muchas
veces en nuestras continuas cacerías vimos aquella ciudad
en el fondo de los obscuros valles y exploramos todas
las márgenes del río." Entonces Aletes, lleno de años y hombre
de maduro consejo, "¡Oh dioses patrios, bajo cuyo numen
está siempre Troya! exclamó, sin duda no os disponéis a
borrar enteramente del mundo a los Teucros, cuando suscitáis
entre ellos una juventud animosa y pechos tan esforzados."
Y esto diciendo, abrazaba a entrambos y les asía las
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manos, regándoles los rostros con su llanto. "¿Qué recompensa,
¡Oh mancebos! les decía, qué digna recompensa podrá
pagar tal proeza? La más hermosa os la darán en primer
lugar los dioses y vuestra virtud; además os la premiarán muy
pronto el piadoso Eneas y el joven Ascanio, que nunca olvidará
tan grande merecimiento." "Y yo, que no veo salvación
más que en la vuelta de mi padre, prosiguió Ascanio, os juro
¡Oh Niso! por los grandes penates, por los lares de Asaraco y
por el santuario de la cándida Vesta, que pongo en vuestras
manos mi fortuna y mis esperanzas. Traed a mi padre, volvedme
su presencia; con su vuelta acabarán nuestras desgracias.
Yo os daré dos copas de plata primorosamente
cinceladas, que mi padre ganó en la toma de Arisba, dos
trípodes. Dos grandes talentos de oro y una taza antigua que
me regaló la sidonia Dido. Si nos diere la suerte conquistar a
Italia y señorearnos de ella, y repartirnos por suerte sus despojos;
ya has visto qué caballo, qué armas de oro llevaba
Turno; pues yo exceptuaré del sorteo aquel escudo, aquel
purpúreo penacho, y desde ahora ¡Oh Niso! cuéntalos por
tuyos. Además te dará mi padre doce hermosísimas esclavas,
otros tantos cautivos, todos armados, y sobre esto, todas las
tierras del rey Latino. Y a ti, Euríalo, casi mi igual por la
edad, a ti ¡Oh mancebo dignísimo! te doy mi corazón y te
tomo por compañero de todas mis empresas. Sin ti no quiero
buscar gloria alguna; ya en paz, ya en guerra, en tus obras,
en tus consejos pondré toda mi confianza." En estos términos
le responde Euríalo: "Jamás en tiempo alguno desmentiré
estos esforzados impulsos, ya me sea próspera, ya adversa
la fortuna; pero una sola cosa te pido, que precio más que
todos tus dones. Tengo una madre del antiguo linaje de
Príamo, a la cual ¡Infeliz! ni la tierra de Ilión ni la ciudad del
Rey Acestes pudieron retraer de seguirme: yo ahora la dejo
ignorante de los peligros que voy a correr, y sin despedirme
de ella; testigos me son la noche y tu diestra de que no podría
resistir el llanto de mi madre. Tú, yo te lo ruego, conV
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suela a la desvalida, socorre a la abandonada. Déjame llevar
de ti esta esperanza, con ella iré más alentado para cualesquiera
trances." Lloraban los enternecido Troyanos, y más
que todos el hermoso Iulo, angustiado su corazón por aquella
viva imagen de amor filial, y así le dice...: "Yo te prometo
todo lo que merece tu heroico ardimiento. Tu madre será la
mía, y sólo le faltará el nombre de Creusa; que no a menos
da derecho el ser madre de tal hijo, sea cual fuere la suerte
que te aguarda. Juro por mi cabeza, que es el usado juramento
de mi padre, juro que cuanto te prometo para cuando
vuelvas, lograda tu empresa, se lo cumpliré igualmente, si no
vuelves, a tu madre y a tu linaje." Así exclama llorando; al
mismo tiempo se desciñe del hombro una espada de oro,
obra primorosa del artífice Licaón cretense, hábilmente
adaptada a una vaina de marfil. Mnesteo da a Niso una piel,
terrible despojo de un león; el fiel Aletes cambia de yelmo
con él. Enseguida echan a andar, bien armados y seguidos de
los principales guerreros, jóvenes y ancianos que con sus
votos los acompañan hasta las puertas; también los acompaña
el hermoso Iulo, superior a sus años en esfuerzo y varonil
prudencia, confiándoles para su padre multitud de encargos;
pero el viento se lleva toda aquellas palabras y las dispersa en
las nubes.
Salen por fin, y cruzando los fosos, se encaminan por
entre las sombras de la noche a los reales enemigos, donde
los aguarda la muerte, pero donde antes se la darán a muchos.
A cada paso ven soldados tendidos en la yerba, rendidos
del sueño y del vino; los carros empinados en la playa, y
entre las ruedas y los arneses, revueltos los hombres con las
armas y los barriles de vino. Entonces el hijo de Hirtaco
habló así el primero: "Manos a la obra, Euríalo; la ocasión
nos brinda a ello. Esta es la senda; tú, para que no nos sorprenda
el enemigo por la espalda, quédate ahí y atalaya todo
estos contornos; yo entre tanto acuchillaré a toda esa caterva
y te abriré ancho camino." Dice así en voz baja, y al mismo
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tiempo arremete con la espada al soberbio Ramnetes, que,
tendido en un magnífico lecho, roncaba estrepitosamente.
Rey y augur, caro más que todos al rey Turno, no le valió su
saber para evitar aquel trance fatal; enseguida acomete a tres
servidores suyos que yacían tendidos en medio de sus armas,
y al escudero Remo y a su auriga, a quien hallo por casualidad
entre sus propios caballos, y les corta con su espada los
pendientes cuellos; luego degüella a Remo y abandona el
tronco, del que sale a borbotones un chorro de sangre, que
va a empapar el caliente suelo y el lecho. Emprende enseguida
con Lamiro y Lamo y con el joven Serrano, de hermosa
apostura, que había pasado jugando parte de aquella noche y
que a la sazón yacía en profundo sueño; ¡Feliz si hubiera
seguido jugando hasta rayar el día! Cual hambriento león, en
medio de una majada llena, despedaza y arrastra al tímido
rebaño, mudo de espanto, y ruge con sangrientas fauces, tal
Euríalo causa no menor estrago; también él hierve en furor y
lo ceba en una obscura muchedumbre sin nombre; así inmola
a Fado, a Herbeso, a Reto y a Abaris, que sin saberlo
pasan de la vida a la muerte. Reto velaba y lo veía todo; mas,
vencido del miedo, se escondía detrás de una gran cuba; en
el momento en que se levantaba para huir, le clava en el pecho
su espada hasta la empuñadura y la saca enseguida, dejándole
cadáver. En medio de un río de sangre, mezclada
con vino, exhala el alma. Inflamado con el éxito de su sorpresa,
cebábase Euríalo en la matanza, y ya se dirigía a las
tiendas de Mesapo, donde veía apagarse las últimas hogueras
y pacer la yerba los caballos, trabados los pies según costumbre,
cuando Niso, viendo que se dejaba arrastrar demasiado
por la sed de sangre, le dice rápidamente: "Dejémoslo;
que ya se acerca la enemiga aurora. Basta de carnicería; ya
hemos abierto camino por en medio de los enemigos." Sin
querer despojar a éstos de una multitud de preciosas piezas
de plata maciza, armas, copas, ricos tapices, Euríalo se lleva
solamente el jaez de Ramnetes y su tahalí chapado de oro,
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prendas que el opulento Cedico enviara años atrás al tiburtino
Rémulo en recuerdo de hospitalidad: Rémulo, al morir, se
las dio a su nieto; y muerto éste, los Rútulos se apoderaron
de ellas en la guerra. Cógelas, pues, Euríalo, y vanamente se
las echa a los robustos hombros; cíñese además el penachudo
yelmo de Mesapo, y saliendo del campamento, se ponen
ambos en salvo.
Entre tanto, trescientos jinetes, todos con sus broqueles y
mandados por Volscente, se encaminaban desde la ciudad
latina a llevar a Turno un mensaje de su rey, mientras tanto
el resto de la legión a que pertenecían hacía alto en el llano.
Ya se acercaban al campamento, y casi habían llegado a las
empalizadas, cuando divisaron de lejos a los fugitivos, que
torcían hacia la izquierda, habiéndolos descubierto el yelmo
del imprudente Euríalo, herido por los primeros resplandores
del alba entre la ya pálida obscuridad de la noche. No en
vano los vio Volscente, que al punto les gritó desde donde
estaba con los suyos: "¡Teneos, guerreros! ¿Qué hacéis ahí?
¿De que ejército sois? ¿A donde vais?" Ellos nada respondieron,
antes aprietan el paso por entre la espesura, fiados en la
obscuridad, con lo cual de esparcen los jinetes por las conocidas
veredas para cerrarles todas las salidas. Era aquel sitio
una negra selva de frondosas encinas, llena de matorrales y
abrojos, cruzada por algunos raros y ocultos senderos. La
obscuridad del bosque y el pesado botín de que va cargado
impiden a Euríalo adelantar, y el sobresalto además le hace
perder el camino. Niso huye, y ya, sin acordarse de su compañero,
había dejado atrás a los enemigos y los lagos que
después se llamaron albanos, del nombre del Alba, y donde
entonces tenía el rey Latino sus mejores majadas, cuando
haciendo alto por fin, busca en vano a su amigo ausente.
"¡Euríalo infeliz! exclama, ¿Donde te he dejado? ¿Qué camino
he de seguir para buscarte?" Internándose segunda vez en
los senderos que ha recorrido por la intrincada selva, reconoce
sus propias pisadas y vaga perdido por entre los silenL
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211
ciosos jarales. Oye ruido de caballos, de armas, de gente;
poco después llega a sus oídos un triste clamor y ve a Euríalo,
que, engañado por la obscuridad, sin conocer el sitio
en que se halla, turbado por aquel súbito ataque, y rodeado
ya de la hueste enemiga, forcejea en vano rabiosamente por
desasirse. ¿Qué hacer para salvarle? ¿Con qué esfuerzo, con
qué armas osará arrancar al mancebo de aquel peligro? ¿Irá a
arrojarse, desesperado, en medio de las espadas enemigas,
buscando en ellas honrosa muerte? Al punto, blandiendo su
venablo con el tendido brazo y alzando los ojos a la alta luna,
le dirige esta deprecación: "¡Oh diosa, hija de Latona,
ornamento de los astros, guardadora de las selvas, sénos
propicia en este duro trance? Si algunos dones tienes ofrecidos
por mí en tus aras mi padre Hirtaco; si yo mismo les
tengo añadido algunos con los productos de mis cacerías,
suspendiéndolos de los artesones de tu templo o clavándolos
en sus sacras bóvedas, déjame dispersar esa muchedumbre y
dirige mis dardos por el viento." Dijo, y haciendo empuje
con todo su cuerpo, disparó el férreo dardo, que hiende volando
las sombras de la noche y va a clavarse en la espalda
de Sulmón, donde se rompe, y con su rajada madera le traspasa
las entrañas. Cae yerto Sulmón, vomitando por el pecho
un caliente río de sangre y jadeando entre largos sollozos.
Atónitos los Rútulos, tienden la vista a todos lados; exasperado
Niso con esto, dispara, levantando el brazo a la altura
del oído, un segundo dardo, y mientras todos andan azorados,
traspasa el rechinante hierro las sienes de Tago, y tibio
ya, va a hincarse en su horadado cerebro. Furioso Volscente
de no ver quién causa aquel estrago, y no sabiendo cómo
cebar su rabia, "Pues tú, exclama, tú me pagarás con tu caliente
sangre la muerte de esos dos, mientras no parece el
verdadero asesino"; y al mismo tiempo arroja, espada en
mano, contra Euríalo. Aterrado, fuera de sí, incapaz ya de
permanecer oculto y de soportar aquel horrible trance, preséntase
Niso, gritando: "¡A mí, a mí, yo soy el matador!; volV
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ved contra mí las espadas, ¡Oh Rútulos! Mía es toda la traición;
éste nada ha intentado, nada ha podido hacer contra
vosotros, lo juro por ese cielo, por esos astros, testigos de la
sinceridad de mis palabras; su única culpa es haber querido
demasiado a su infeliz amigo." Mientras así clamaba Niso, la
espada de Volscente, esgrimida con poderoso empuje, atraviesa
las costillas y rompe el blanco pecho de Euríalo, que
cae herido de muerte; corre la sangre por sus hermosos
miembros, y su cuello se dobla sobre sus hombros, semejante
a una purpúrea flor cuando, cortada por el arado, desfallece
moribunda, o cual las adormideras inclinan la cabeza
sobre el cansado tallo a impulso de un recto aguacero. Al
punto Niso se precipita en medio de los enemigos, buscando
únicamente entre todos a Volscente, sólo a Volscente. Rodéanle
los Rútulos de tropel y le embisten en todas direcciones,
mientras él con mayor brío acosa a su contrario,
esgrimiendo en círculo la fulmínea espada, hasta que al fin
logra hundirla en la boca del Rútulo, abierta para gritar, y
antes de morir arranca el alma a su contrario: entonces, acribillado
de heridas, se arrojó sobre su amigo exánime, y allí
por fin descansó en plácida muerte.
¡Felices ambos! Si algo alcanzan mis versos, perpetuamente
viviréis en la memoria de los hombres, mientras el
linaje de Eneas pueble el inmoble peñón del Capitolio y domine
al mundo el soberano de Roma.
Vencedores los Rútulos, se apoderan del botín y de los
despojos de los dos amigos, y llorando se llevan el cuerpo de
Volscente los reales, donde no era menor la desolación al
ver inmolados los principales del ejército, Remnetes, Serrano
y Numa. Todos se agolpan alrededor de los cadáveres y de
los moribundos, contemplando los sitios tibios aún con la
reciente mortandad y los arroyos llenos de espumosa sangre.
Entre los despojos reconocen el espléndido yelmo de Mesapo
y aquel jaez recobrado con tantos afanes.
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213
Ya en esto la naciente Aurora, dejando el purpúreo lecho
de Titón, esparcía sobre el mundo su nueva claridad; ya el
sol derramaba su luminoso resplandor, cubriendo con él
todos los objetos, cuando Turno, armado de pies a cabeza,
concita a sus guerreros y apresta a la batalla sus falanges cubiertas
de acero: todos mutuamente exacerban sus iras, refiriendo
de mil maneras el desastre ocurrido, y siguen con
fiera gritería las cabezas de Niso y Euríalo, clavadas, ¡Horrible
espectáculo! en las puntas de dos enhiestas lanzas... Los
aguerridos Troyanos agolpan la mayor parte de sus fuerzas a
la izquierda, por hallarse la derecha, ceñida por el río, y defienden
los anchos fosos, mientras otros ocupan las altas
torres, afligidos al ver las dos cabezas, ¡Ay! harto conocidas,
clavadas en las picas y chorreando negra sangre.
Entre tanto la Fama, alada mensajera, revoloteando por
la aterrada ciudad, se desliza hasta los oídos de la madre de
Euríalo, con lo que, abandonando de pronto el calor vital los
huesos de la infeliz, deja caer de sus manos los husos y la
retorcida tarea. Lánzase la desventurada madre con mujeriles
alaridos, mesando sus cabellos, y delirante se encamina a los
muros, internándose hasta las primeras filas; no se cura de
los soldados, de los peligros ni de los dardos; al mismo tiempo
hinche el viento con estas lamentaciones: "¡Que así te
veo, Euríalo! ¡Que así pudiste, oh cruel, dejarme sola, tú, el
postrer arrimo de mis cansados años! Y al arrojarte a tan
gran peligro, ¡Ni siquiera diste a tu mísera madre un postrer
adiós! ¡Ay! ¡Ahora yaces en ignoto suelo, presa de los perros
del Lacio y de las aves de rapiña! y yo, madre tuya, no asistí a
tu muerte, ni te cerré los ojos, ni lavé tus heridas, ni te cubrí
con aquellas ropas que para ti labraba a toda prisa día y noche,
labor con que consolaba mi triste ancianidad. ¿Qué será
ya de mi? ¿Cuál tierra posee ahora tus destrozados restos, tu
miserable cadáver? ¡Eso, hijo mío, eso sólo me traes, eso
sólo me queda de ti? ¿Para esto te he seguido por tierra y por
mar? ¡Traspasad mi pecho, oh Rútulos, si sois compasivos;
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lanzad contra mí todos vuestros dardos, acuchilladme a mí la
primera? O bien tú, gran padre de los dioses, compadéceme
y con tu rayo precipita al Tártaro esta mi aborrecida cabeza,
pues no puedo de otro modo acabar con la horrible vida."
Estos lamentos conmueven los corazones, y un triste gemido
circula por todo el ejército, cuyo aliento para la batalla
quebranta el dolor que embarga sus fuerzas. Al fin, por
mandato de Ilioneo y del lloroso Iulo, Ideo y Actor levantan
a la desolada madre, ocasión del general abatimiento, y se la
llevan en brazos a su morada.
En tanto las sonoras trompetas de bronce retumban a los
lejos, con terribles toques, seguidos de gran vocería, que
hace crujir el firmamento; al mismo tiempo avanzan rápidamente
los Volscos, guarecidos bajo sus broqueles y se
aprestan a llenar los fosos y a arrancar las empalizadas,
mientras otros preparan el asalto, arrimando escalas a las
murallas por la parte en que aparece menos compacto el
enemigo. Por su parte los Troyanos, amaestrados por una
larga carrera en defender murallas, les tiran todo linaje de
armas arrojadizas y los rechazan con sus recias picas; además
precipitan sobre ellos enormes peñascos con objeto de romper
la abroquelada hueste, que todo lo arrostra, sin embargo,
bajo su densa bóveda; mas al cabo ya no pudieron resistir,
pues hacia la parte por donde embestía el mayor tropel de
enemigos, llevaron rodando y despeñaron los Teucros una
terrible mole que aplastó a multitud de Rútulos y deshizo la
trabazón de los broqueles, con lo que renuncian a seguir por
más tiempo en aquel ciego ataque, y a flechazos, procuran
desalojar del baluarte al enemigo... En otra parte el espantoso
Mecencio blandía en una mano su enorme lanza etrusca, y
en la otra humeante tea, mientras Mesapo, domador de caballos,
hijo de Neptuno, abre una brecha en la empalizada y
pide escalas para trepar al muro.
¡Oh Musas! ¡Oh Calíope! Dad, os ruego, aliento a mi voz
para que cante los estragos y matanza que hizo en aquella
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215
ocasión la espada de Turno, y a cuantos guerreros lanzó cada
uno de ellos al Orco! Revolved conmigo los grandes sucesos
de aquella guerra, pues bien los recordáis ¡Oh diosas! y podéis
referirlos.
Había una enorme torre, de muchos y altos pisos, oportunamente
colocada, contra la cual concentraban los Italos
sus mayores esfuerzos, sin perdonar medio para expugnarla,
y que los Troyanos defendían, arrojando por sus trincheras
una lluvia de piedras y dardos. Turno el primero lanzó contra
ella una tea encendida, con que prendió fuego a uno de
sus costados; y pronto las llamas embravecidas por el viento,
se corrieron por los tablones y las puertas, devorándolo todo.
Turbados y temblorosos los de dentro, intentan vanamente
huir de aquel horrible peligro; mientras se agolpan
hacia la parte a que aún no ha llegado el incendio, húndese
de repente la torre bajo su peso y todo el firmamento retumba
con gran fragor. Arrastrados por la enorme mole derruida,
caen a tierra multitud de moribundos clavados en sus
propios dardos o traspasado el pecho por las recias astillas
de los rotos maderos; a duras penas logran escapar Helenor
y Lico, de los cuales, Helenor, el de más edad, era hijo del
rey de Meonia, y de la sierva Licimnia, que le había criado
secretamente y enviádole a la guerra de Troya con armas a
que no tenía derecho: así militaba sin gloria, con una espada
desnuda y una rodela sin ningún trofeo. Este apenas se vio
en medio de la muchedumbre de Turno, rodeado por todas
partes de las huestes latinas, semejante a una fiera que, cercada
por un denso tropel de monteros, se embravece contra
los chuzos, y segura de morir cierra con ellos, seguro también
de morir, arremete a los enemigos, y éntrase por donde
más espesas se le oponen las lanzas. Más ligero de pies Lico,
llega a os muros, huyendo por entre los enemigos y las armas,
y pugna por asir el alto caballete y alcanzar con la mano
las que le tienden los suyos; pero Turno, vencedor, que va
acosándole de cerca con su lanza, le increpa en estos térmiV
I R G I L I O
216
nos: "¿Esperabas, insensato, escapar de mis manos?" Y al
mismo tiempo ase de él mientras pendía del muro, y con
parte de éste lo arranca, trayéndolo hacia sí, no de otra suerte
que cuando el águila armígera de Júpiter levanta en sus garras
a una liebre o a un cándido cisne, y se remonta con su presa
a las alturas, o cual el lobo consagrado a Marte arrebata de la
majada al corderillo que su madre reclama con frecuentes
balidos. Por todas partes se alza gran vocería; arremeten los
Rútulos, y unos rellenan los fosos con tierra, mientras otros
lanzan a las almenas teas encendidas. Ilioneo precipita un
peñón, enorme fragmento de un monte, sobre Lucecio, que
ya al pie de una de las puertas, iba a prenderle fuego; Liger,
diestro en arrojar venablos, derriba y mata a Ematio; Asilas,
certero flechador, a Corineo; Ceneo a Ortigio, y al vencedor
Ceneo, Turno, el cual también da muerte a Itis, a Clonio, a
Dioxippo, a Prómolo, a Sagaris y a Ida, que defendía las más
altas torres. Capis, mata a Priverno, que, herido ya antes por
la ligera lanza de Temila, había ¡Insensato! arrojado su rodela
y puéstose la mano en la herida, con lo que la voladora saeta
de Capis, dándole en el costado izquierdo, le dejó clavada en
él aquella mano, y penetrado en sus pulmones, le cortó para
siempre el vital aliento. El hijo de Arcente ostentaba sus
vistosas armas, su clámide primorosamente bordada, teñida
de púrpura ibera, y su arrogante figura; su padre, que lo enviara
a aquella guerra, le había criado en el bosque de Marte,
a la margen del río Simeto, donde está el pingüe y propicio
altar de Palico, Mecencio, depuesta la lanza, voltea tres veces
alrededor de su cabeza la correa de su chasqueante honda, y
partiendo, con el reblandecido plomo que dispara, las sienes
del hijo de Arcente, lo tiende cadáver en el campo de batalla.
Es fama que aquel día por primera vez disparó en un combate
la veloz saeta de Ascanio, el cual hasta entonces sólo se
había ejercitado en acosar a las fugaces alimañas, y que con
su diestra dio muerte al fuerte Numano, por sobrenombre
Rémulo, recién casado con la hermana menor de Turno.
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Ensoberbecido con aquel reciente regio enlace, iba Numano
al frente de la primera falange, vociferando cuanto se le venía
a la boca y prorrumpiendo en estos jactanciosos denuestos:
"¿No os da vergüenza encerraros por segunda vez entre
empalizadas, ¡Oh Frigios! dos veces cautivados, y oponer
murallas a la muerte? ¡He ahí los que vienen a pedirnos con
las armas que les demos esposas! ¿Cuál dios, qué demencia
os impelió a Italia? Aquí no os las habéis con los Atridas ni
con el artero Ulises. Nación brava, de dura estirpe, tenemos
por costumbre meter en un río a nuestros hijos recién nacidos
para robustecerlos con el contacto del áspero hielo y de
las olas; de niños se avezan a la caza y a fatigar el monte; sus
juegos son domar potros y manejar el arco y las flechas; sufrida
para el trabajo, acostumbrada a la sobriedad, nuestra
juventud, o doma la tierra con el arado o gana ciudades con
la espada. A todas edades sufrimos el peso del hierro, y con
la punta de la lanza, aguijamos los lomos de los uncidos bueyes.
Ni la tarda senectud debilita en nosotros las fuerzas del
ánimo, ni nos quita el vigor del cuerpo: con un yelmo oprimimos
nuestras canas; siempre nos place allegar nuevas presas
y vivir de lo que por fuerza arrebatamos. Vosotros bajo
vuestras ropas teñidas de azafrán y de reluciente púrpura
abrigáis corazones cobardes; vuestros recreos son los cantos
y las danzas, y lleváis sayos con mangas, y cofias con cintas y
rapacejos. ¡Oh Frigias, en verdad, pues ni aun Frigios sois,
volveos a vuestro alto Dindimo, donde os aguardan los dos
tonos de la flauta a que estáis acostumbrados! Id, que os
llaman los panderos berecintios y el melodioso boj de la madre
Cibeles; dejad las armas para los hombres y renunciad al
hierro."
No pudo Ascanio soportar aquellos arrogantes y crueles
insultos, y puesto frente de él, asesta un dardo en su arco de
crin, y extendiendo ambos brazos, párase suplicante y dirige
a Júpiter estas preces: "¡Oh Jove omnipotente! favorece este
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mi atrevido estreno, y yo llevaré a tus templos solemnes dones
y ofreceré en tus aras un blanco novillo de dorados
cuernos, que levante la cabeza tanto como su madre y tope
ya y esparza la arena con los pies." Oyóle el padre del cielo, y
por el lado de la izquierda en el sereno firmamento retumbó
el trueno; zumba al mismo tiempo el mortífero arco y parte
volando la estridente saeta, que va a dar en la cabeza de Rémulo
y le traspasa las sienes. "Ve e insulta ahora a la virtud
con soberbias palabras. Esta respuesta dan a los Rútulos los
Frigios, dos veces cautivados" No más dijo Ascanio; los
Teucros prorrumpieron en grandes clamores, palpitando de
júbilo y levantando su espíritu hasta las estrellas. Veía el crinado
Apolo desde las etéreas alturas, sentado en una nube,
las huestes ausonias y la ciudad de los Troyanos, y en estos
términos habló al vencedor Iulo: "¡Bien, noble mancebo,
bien!; así se camina a la gloria, ¡Oh hijo y futuro padre de
dioses! Algún día el linaje de Asaraco sosegará por derecho,
todas las guerras que en lo venidero preparan los hados.
Troya es estrecho campo para tu gloria." Dicho esto, se desprende
por el alto éter en alas del viento y se encamina hacia
Ascanio, tomando al propio tiempo la figura y porte del
viejo Butes, antiguo escudero del dardáneo Anquises y fiel
portero de su palacio: a la sazón Eneas le tenía por ayo de su
hijo. Mostraba Apolo una perfecta semejanza con el anciano;
la misma voz, el mismo color, las mismas canas e iguales
armas, de fiero sonido. Bástete, hijo de Eneas, dijo al fogoso
Iulo, haber dado muerte impunemente con tu dardo a Numano;
el grande Apolo te concede ese primer triunfo y no
lleva a mal que descuelles en el manejo de las armas; pero
cesa ya, mancebo de pelear." Dicho esto, y sin guardar respuesta,
deja Apolo la forma mortal y se desvanece a la vista
en el leve viento. Reconocieron los próceres troyanos al dios
y sus divinas flechas y oyeron el sonido que al alejarse hacía
su aljaba; con lo que, obedientes al mandato de Febo, contienen
a Ascanio, ya ansioso de pelea, y por segunda vez se
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arrojan a la lid, arrostrando los peligros con temerario ardimiento.
Corre un gran clamor por los muros y los torreones;
todos tienden los arcos y aparejan los amentos; el suelo se
cubre de dardos, los escudos y los huecos almetes retumban
con los golpes; trábase la lid con horrenda furia. No con
mayor violencia azota la tierra un aguacero, impelido por
occidente por las lluviosas Cabrillas; no de otra suerte los
nubarrones se precipitan en abundoso granizo sobre los mares,
cuando desatados los fieros vendavales en deshecha
tempestad, rasgan el nebuloso éter.
Pandaro y Bitias, hijos de Alcanor de Ida, a quienes la
agreste Iera crió en un bosque de Júpiter, mancebos semejantes
a los abetos y a los montes de su patria, abren, confiados
en sus armas, la puerta, cuya custodia por mandato de su
caudillo, les estaba sometida, y provocan al enemigo a entrar
en la ciudad. Armados de hierro y cubiertas las erguidas cabezas
con relucientes penachos, ambos se mantienen firmes
uno a la derecha y otro a la izquierda de las torres, cuales en
contorno de los ríos, ya en las márgenes del Po, ya en las del
ameno Atesis, álzanse dos altísimas encina y mecen en el
firmamento sus nunca podadas y altas copas. Acometen al
punto los Rútulos por la entrada que ven abierta, y en el
mismo instante Quercente y Aquícolo, el de las vistosas armas,
y el temerario Tmaro y el belicoso Hemón, o huyen
rechazados con toda su gente, o caen sin vida en el mismo
umbral de la puerta: crecen entonces más y más las iras de
los enconados ánimos, y ya los Troyanos, aglomerados en
aquel punto, atacan a su vez y avanzan más allá de su campamento.
Llega en esto un mensaje al caudillo Turno, el cual por
otra parte andaba haciendo espantoso estrago, de cómo el
enemigo se había recobrado con sangrienta furia y había
abierto de par en par las puertas. Deja con esto al punto la
lid en que estaba empeñado, e incitado de bravísima saña, se
arroja sobre la puerta troyana y los soberbios hermanos, y
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embistiendo el primero, porque fue el primero que se le puso
delante, a Antifates, hijo bastardo del alto Sarpedón y de
una Tebana, lo derribó, lanzándole un dardo de cerezo ítalo,
que volando por el aura leve, fue a clavársele en mitad del
pecho, brota de la cavernosa herida un arroyo de espumosa
sangre, e hincado en los pulmones se entibia el hierro. Enseguida
inmola con su mano a Merope, a Erimanto y a Afidno;
luego arremete a Bitias, cuyos ojos centellean y que
brama de furor, mas no con un dardo, pues un dardo no le
hubiera quitado la vida, sino con una falárica que, vibrada a
manera de rayo, voló rechinando con aterrador estruendo.
No resistieron su ímpetu las dos pieles taurinas ni la doble
malla de oro que cubrían la fiel loriga del gigante, el cual
desplomándose, herido de muerte, hizo con su choque gemir
la tierra; sobre ella resuena, al caer, el enorme escudo. No de
otra suerte se derrumba en la eubea orilla de Bayas un paredón
de piedra, levantado antiguamente por dique a la mar;
tal se desmorona y va a hundirse en lo más hondo del piélago;
revuélvense las olas, mezcladas con las negras arenas de
su fondo, y al estruendo se estremecen la alta Prochita e Inarime,
duro lecho impuesto a Tifeo por el soberano mandato
de Jove.
Entonces el armipotente Marte infunde nuevo brío y
fuerzas a los latino, aguijándoles el pecho con acres estímulos,
al propio tiempo que esparce entre los Teucros la fuga y
el negro temor. Acuden de todos lados los Italos a do quiera
que se les presenta ocasión de pelear, el dios de las batallas
inflama sus corazones... Pandaro, al ver tendido en tierra a su
muerto hermano, a qué parte se inclina la fortuna, qué peligros
amagan a los suyos, hace con vigoroso empuje girar la
puerta sobre sus goznes, apoyando, por la parte de dentro,
en ella sus anchas espaldas, y deja fuera de las murallas a
muchos de los suyos empeñados en recia lid, al paso que
recibe y encierra consigo a los que se le vienen encima, sin
ver ¡Insensato! que el rey de los Rútulos penetra también
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entre el confuso tropel, y que él mismo le encierra en la ciudad,
cual horrible tigre en medio de inerte rebaño. De
pronto una desusada luz brilló en los ojos de Turno y sus
armas crujieron con horrible fragor, tembló sobre su yelmo
el sangriento penacho y de su escudo brotaron vivas centellas.
Al punto los conturbados Troyanos reconocen aquella
aborrecida faz y aquellos descomunales miembros; entonces
el gigantesco Pandaro sale a su encuentro y ardiendo en ira
por la muerte de su hermano, "No es este, le dice, el palacio
dotal de Amata, no encierra aquí a Turno entre murallas su
patria Ardea. Viendo estás un campamento enemigo; imposible
salir de aquí." Sonriéndose, con sosegado continente le
responde Turno: "Empieza, si tan bravo eres, y sé conmigo
en batalla; así podrás contar a Príamo que aquí has encontrado
un Aquiles." Al punto, echando el resto de sus fuerzas,
lanza Pandaro contra él un ñudoso chuzo cubierto de su
áspera corteza, pero que sólo hirió al viento; torcido en su
camino por Juno, hija de Saturno, fue a clavarse en la puerta.
"No esquivarás tú así el golpe que te va a asestar mi pujante
diestra; brazo muy distinto al tuyo es el que te descarga este
tajo." Dice, y empinándose y levantando en alto la espada, le
parte por mitad la frente entre las dos sienes, dividiéndole las
quijadas, aun lampiñas, de una espantosa cuchillada. Cae el
gigante con gran ruido; la tierra se estremece bajo su enorme
peso; en las ansias de la muerte vense tendidos por tierra sus
ya inertes miembros y sus armas cubiertas de sangre y sesos;
la cabeza, dividida en dos partes iguales, le pende sobre uno
y otro hombro. Trémulos y despavoridos huyen los Troyanos
en todas direcciones, y si en aquel momento se le hubiera
ocurrido al vencedor romper las empalizadas e
introducir por la brecha a los suyos, aquél hubiera sido el
último día de la guerra y del linaje troyano; pero su furor y
una insensata sed de matanza le impelieron a seguir el alcance...
Primero acomete a Faleris, y luego a Giges, desjarretado
ya; hinca en las espaldas de los fugitivos las lanzas que les ha
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arrebatado: Juno misma le da fuerzas y brío. Da también
muerte a Halis y a Fegeo, clavándole en su propia rodela, y a
Alcandro, a Halio, a Nemón y a Pritnis, que, ignorantes de
que estuviese Turno dentro de la ciudad, esforzaban el combate.
A Linceo, que acudía contra él, llamando a sus compañeros,
lo retiene apoyado de espaldas en un parapeto,
esgrimiendo la certera espada, con la que de un solo tajo
tirado de cerca le hace volar a lo lejos cabeza y yelmo. En
seguida arrolla a Amico, el destructor de las fieras, el más
hábil en envenenar las puntas de los dardos; a Clicio, hijo de
Eolo, y a Creteo, amigo y compañero de las Musas; a Creteo,
cuyo mayor deleite eran los versos y las cítaras, y ajustar el
ritmo al son de la lira, y que siempre estaba cantando de caballos,
armas y batallas.
Noticiosos, por fin, de la matanza hecha en los suyos,
acuden los capitanes teucros Mnesteo y el impetuoso Seresto,
y ven a sus compañeros dispersos y al enemigo dentro de
los muros. Y Mnesteo, "¿A do huís, a do vais? exclama;
¿Qué otras murallas, qué otros refugios os quedan ya? ¡Un
hombre solo y cercado por todas partes de vuestros parapetos,
ha de hacer tantos estragos en la ciudad, oh Troyanos!
¿Ha de lanzar al Orco a tantos de nuestros principales guerreros?
¿No os mueve a compasión, no os causa sonrojo,
cobardes, el pensar en vuestra patria infeliz, en vuestros antiguos
dioses y en el grande Eneas?" Inflamados por estas
palabras, páranse los fugitivos y se forman en cerrada hueste;
con lo que Turno empieza poco a poco a retirarse de la lid y
a dirigirse hacia la parte del campamento que ciñe el río.
Acométenle entonces los Teucros con nuevo ardor y
gran vocería, concentrando sobre él todas sus fuerzas, cual
suele una turba de monteros acosar con duros venablos a un
fiero león; él aterrado, pero terrible y lanzando sañudas miradas,
retrocede; ni la rabia ni su valor nativo le permiten
tampoco huir, ni tampoco puede, aunque los desea, embestir
y romper por entre los chuzos y los monteros. No de otra
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suerte Turno, indeciso, va retrocediendo lentamente, abrasado
de ira; dos veces revolvió sobre los enemigos, y dos veces
los arrolló en completa fuga hasta junto a los muros; mas
luego se agolpa contra él solo precipitadamente todo el ejército,
y ya la poderosa hija de Saturno no se atreve a sostenerle
contra tantas fuerzas reunidas, porque su hermano
Júpiter le había enviado desde el cielo a la aérea Iris, con
órdenes severas para el caso de que no se retirase Turno de
las altas murallas de los Teucros; por eso no puede ya el
mancebo ni cubrirse con el escudo ni atacar con la diestra:
¡Tan abrumado de dardos se ve por todas partes!
Zúmbale en derredor de las sienes el yelmo con los repetidos
golpes, y abóllase bajo las pedradas el duro metal de su
armadura; derríbanle el penacho; no le basta el escudo a parar
las heridas; los Troyanos y el mismo fulmíneo Mnesteo le
acosan con sus lanzas; un raudal de sudor negro y espeso
con el polvo y la sangre le chorrea por todo el cuerpo, ni aun
puede respirar; acre estertor quebranta sus fatigados miembros.
Entonces, por fin, arrójase con sus armas al río, el cual,
recibiéndole en su rojo regazo y sosteniéndole en sus apacibles
ondas, le restituye contento a sus compañeros, lavada la
sangre de sus heridas.
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DECIMO LIBRO DE LA ENEIDA
Abrese en tanto la morada del omnipotente Olimpo, y el
padre de los dioses y rey de los hombres convoca a concilio
en la estrellada mansión, desde donde, encumbrado, abarca
con la vista toda la tierra, y los reales de los Troyanos y los
pueblos latinos. Toman asiento los dioses en una estancia
abierta por ambos lados, y Júpiter les habla de esta manera:
"Poderosos moradores del Olimpo, ¿Cuál causa ha trocado
las vuestras voluntades, y por qué pugnáis unos contra
otros con tanto encono? Yo había prohibido a Italia hacer
armas contra los Teucros; pues ¿Cómo así la discordia quebranta
mis mandatos? ¿Qué delirio impele a unos y a otros a
trabar lides y a destrozarse con hierro? Tiempos llegarán (no
los precipitéis) en que será forzoso pelear, cuando la fiera
Cartago, abriéndose paso por los Alpes, lleve a los alcázares
romanos grande estrago. Entonces podréis cebar vuestros
odios y será lícito el saqueo; ahora estad quedos y ajustad
contentos plácida alianza."
Esta breve arenga pronunció Júpiter; mas prolija la rubia
Venus replicó en estos términos... : "¡Oh padre, oh eterno
soberano de los hombres y de los dioses! pues ¿Qué otro
poder que no sea el tuyo puedo implorar? Ya ves cómo me
insultan los Rútulos y cómo el arrogante Turno, ensoberbecido
con el favor de Marte, se precipita por medio de nuestros
escuadrones. No bastan ya a cubrir a los Teucros sus
cerradas murallas, antes tienen que sostener crudas lides
dentro de sus puertas y en sus mismas trincheras, llenando
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sus fosos con propia sangre: ausente Eneas, ignora estas
cosas. ¿Nunca habrás de hacer levantar ese cerco? Por segunda
vez un ejército no menos formidable que el de los
Griegos amenaza los muros de la naciente Troya; por segunda
vez se levanta de la etolia Arpis contra los Teucros el hijo
de Tideo. Paréceme, en verdad, que aun está abierta mi herida,
y acaso no sea la última que reciba tu hija de armas mortales.
Si, sin licencia tuya y contra tu voluntad, han venido a
Italia los Troyanos, paguen su culpa y no les des tu auxilio;
mas si han seguido tantos oráculos como les daban los dioses
del cielo y los del averno, ¿Por qué ahora hay quien pueda
contrastar tus mandatos o forjar nuevos destino?
¿Recordaré nuestros bajeles incendiados en las playas sicilianas,
al rey de las tempestades, concitando en la Eolia los
furiosos vientos y a Iris enviada contra nosotros desde las
nubes? Sobre todo eso, ahora Alecto nos suscita el encono
de los númenes infernales (¡aun no faltaba esta nueva manera
de persecución!), y enviada de súbito por los dioses, recorre
furiosa las ciudades de los Italos. No me curo ya del imperio
prometido; lo esperé mientras nos fue propicia la fortuna;
venzan los que tú quieras. Si no hay región alguna que tu
cruel esposa conceda a los Teucros, ¡Oh padre! yo te lo ruego
por las humeantes reliquias de Troya, séame permitido
retirar de entre las armas libre y seguro a Ascanio, séame
permitido salvar a mi nieto. En buena hora Eneas continúe
siendo juguete de ignotos mares y siga la senda, sea cual fuere,
que le depare la fortuna: concédeme que pueda proteger a
Ascanio y apartarle de esa horrible lid. Mía es Amatonte,
mías son la excelsa Pafos, y Citera, y la mansión de Idalia;
pase allí sin gloria la vida, depuestas las armas. Dispón que
Cartago sujete a la Ausonia con supremo dominio; nada se
opondrá al triunfo de las ciudades tirias. ¿De qué vale a los
Teucros haber escapado de los estragos de la guerra, huyendo
por entre las llamas de los Griegos, y haber apurado tantos
peligros del mar y de la espaciosa tierra, buscando el
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Lacio para edificar en él un nuevo Pérgamo? ¿No les hubiera
estado mejor quedar sepultados entre las últimas cenizas de
la patria y en el suelo en que fue Troya? ¡Vuelve, te ruego,
vuelve a los míseros Troyanos su Xanto y su Simois; concédeles,
oh padre, arrostrar segunda vez los desastres de Ilión!"
Movida entonces de gran furor, dijo así la regia Juno: "¿Por
qué me obligas a romper mi profundo silencio y a divulgar
con palabras mi oculto dolor? ¿Cuál hombre, cuál numen, ha
obligado a Eneas a empeñarse en esta guerra y a atacar como
enemigo al rey Latino? Concedo que le hayan impulsado a
Italia la autoridad de los hados y los furores de Casandra;
mas, por ventura, ¿Le he exhortado yo a salir de sus reales ni
a encomendar su vida a los vientos? ¿Por ventura debía confiar
a un niño la dirección de la guerra y la defensa de sus
muros ni ir a tentar la fe tirrena ni a perturbar pueblos sosegados?
¿Cuál dios, cuál fiero influjo de mi poder le ha empeñado
en esa tortuosa senda? ¿Qué tienen que ver con esto
Juno ni Iris, enviada desde las nubes? ¡Cosa indigna es que
los Italos rodeen de llamas la naciente Troya y que persevere
en su patrio suelo Turno, cuyo abuelo es Pilumno, cuya madre
es la diosa Venilia! Pues ¿Cuánto más lo será que muevan
los Troyanos con fiera saña guerra a los Latinos; que
opriman con su yugo ajenos campos y los entren a saco; que
elijan suegros y arrebaten a sus familias las vírgenes desposadas;
que se presenten pidiendo paz, y traigan sus naves erizadas
de armas? ¿Tú has de poder salvar a Eneas de manos
de los Griegos y oponerles, en vez del guerrero, una niebla y
vanos vientos, y convertir las naves de su armada en otras
tantas ninfas, y en mí, por el contrario, ha de ser cosa nefanda
auxiliar en algo a los Rútulos? Ausente Eneas ignora estas
cosas, ¡Ignórelas y siga ausente en buena hora! Tuyas son
Pafos e Idalia y la alta Citera; pues ¿Para qué provocas a una
nación belicosa y a unos ánimos bravíos? ¿Somos nosotros,
por ventura, los que nos empeñamos en exterminar los abatidos
restos de los Frigios? ¿Nosotros? ¿Acaso entregué yo a
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los Aquivos los míseros Troyanos? ¿Quién dio causa a que
se levantasen en armas Europa y Asia y se rompiesen las
alianzas con ocasión de un rapto? ¿Guié yo, acaso, al adúltero
descendiente de Dárdano al asedio de Esparta? ¿Di yo
armas para la guerra, o la aticé con los fuegos del amor?
Entonces te hubiera estado bien temer por los tuyos; ahora
son ya tardías esas injustas quejas en que prorrumpes y con
que quieres provocar vanas contiendas."
Habló así Juno: divididos en varios pareceres, agitábanse
en tanto todos los dioses, formando un murmullo semejante
al que hacen en las hojas de los árboles los primeros soplos
del viento, cuando vagan en el aire sordos rumores que
prometen a los marineros futuras borrascas. Entonces el
padre omnipotente, soberano árbitro de todas las cosas, se
dispone a hablar; a su voz calla la alta morada de las deidades
y la tierra se estremece en su asiento; calla el encumbrado
éter, suspenden los céfiros su vuelo, sosiega el ponto sus
serenas olas. "Escuchad, pues, y grabad estas palabras en
vuestra mente, dijo. Supuesto que no hay medio de unir en
alianza a los Ausonios con los Teucros, ni tiene fin vuestra
discordia, sean cuales fueren hoy la fortuna y las esperanzas
de los Troyanos o de los Rútulos, no tomaré partido por
unos ni por otros, aun cuando los Italos aprieten el cerco de
la nueva Troya, o por el rigor de los hados, o por efecto de
un fatal error o de infaustos oráculos. Tampoco me declaro
por los Rútulos. A cada cual den sus obras el desastre o la
fortuna: Júpiter es el mismo soberano para todos; los hados
se abrirán camino." Dijo, e inclinando la cabeza, juró por las
olas del Estigio, el río de su hermano, por las riberas que
arrastran entre negros abismos torrentes de pez, y con aquel
movimiento se estremeció todo el Olimpo. Con esto se concluyó
la asamblea; levántase Júpiter de su áureo solio y llevándolo
en medio, condúcenle los dioses hasta sus umbrales.
Entre tanto los Rútulos, agolpados alrededor de todas las
puertas, redoblan sus esfuerzos mortíferos y pugnan por
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poner fuego a las murallas. Acosados en sus trincheras, ninguna
esperanza de fuga ven los míseros compañeros de
Eneas; en vano se sostienen aun en lo alto de las torres y
coronan los adarves con algunos pocos defensores. Forman
las primeras filas Asio, hijo de Imbraso, Timetes, hijo de
Hicetaón, los dos Asaracos y el anciano Timbris con Cartor,
acompañados de los dos hermanos Sarpedón, Claro y Temón,
venidos de la noble Licia. Acmón de Lirneso, no menos
grande que su padre Clitio y que su hermano Mnesteo,
lleva con el esfuerzo de todo su cuerpo un peñón, parte no
pequeña de un monte. Estos se defienden a la desesperada
con dardos, aquéllos con piedras; unos arrojan teas encendidas,
otros disparan saetas. En medio del tropel vese al mismo
garzón dardanio, justísimo cuidado de Venus,
descubierta la hermosa cabeza, brillante como una piedra
preciosa engarzada en rojo oro, adorno del cuello o de la
cabeza; o cual reluce el marfil embutido por el arte en boj o
en terebinto de Orico; sobre su cuello lácteo le cae el suelto
cabello, muellemente prendido con un anillo de oro. ¡Y a ti
también te vieron aquellos magnánimos guerreros dirigir tus
tiros y armar de veneno tus dardos, oh Ismaro! ¡Oh guerrero
generoso, hijo de la nación Meonia, cuyos naturales labran
fértiles campiñas, que riega el Pactolo con su áurea corriente!
También están allí Mnesteo, a quien sublima la reciente gloria
de haber arrojado a Turno de las trincheras, y Capis, de
quien toma nombre la ciudad de Capua.
Trabados estaban unos y otros en fiera batalla, mientras
Eneas en mitad de la noche iba surcando el piélago. Fue el
caso que, después de dejar a Evandro, se encaminó a los
reales de los Etruscos, donde se presentó al Rey y le enteró
de su nombre y linaje, como igualmente de su objeto y de
sus medios de conseguirlo; díjole qué auxilios de armas se
había asegurado Mecencio, y cuánto había que temer de la
violenta condición de Turno; hízole presente lo poco que
hay que fiar en las cosas humanas, interpolando con súplicas
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sus razones. Sin pérdida de momento Tarcón reúne a los de
Eneas todos sus recursos y pacta con él la alianza; entonces,
no contenida ya por sus hados, y confiada la nación de los
Lidios a un caudillo extranjero, en conformidad con el mandato
de los dioses, se embarca en la escuadra de Eneas.
Monta éste la primera, cuya proa decoran los leones frigios,
sobre los cales se alza el Ida, imagen deleitosa para los prófugos
Teucros. Allí va sentado el grande Eneas, revolviendo
en su mente los varios sucesos de la guerra; a su izquierda
Palante, departiendo con él, ya le pregunta los nombres de
las estrellas que enseñan el rumbo en medio de la obscura
noche, ya las aventuras que ha corrido por tierra y por mar.
Abridme ahora ¡Oh musas! el Helicón e inspirad mis
cantos; decidme qué gentes acompañaron a Eneas desde las
orillas toscanas, y armaron naves en su auxilio, y con él surcaron
el piélago.
Masico, el primero, corta la mar con su ferrada Tigre, llevando
a sus órdenes mil mancebos, que vienen de las murallas
de Clusio y de la ciudad de Cosa; sus armas son
venablos, saetas, leves aljabas pendientes de sus hombros, y
mortíferos arcos. En la misma línea van el fiero Abante; toda
su gente resplandecía con vistosas armas, y su nave con un
Apolo dorado. Populonia, su patria, le había dado seiscientos
mancebos aguerridos, y otros trescientos la isla de Ilva, suelo
pródigo de sus inagotables hierros. Iba el tercero Asilo, intérprete
de los hombres y de los dioses, a quien obedecen las
entrañas de las víctimas y las estrellas del cielo, y las lenguas
de las aves y los présagos resplandores del rayo: éste lleva
consigo una apretada hueste de mil guerreros, armados de
agudas lanzas; Piza, que por su origen desciende del Alfeo, y
por su situación es una ciudad etrusca, los ha puesto bajo sus
órdenes. Sígueles el hermosísimo Astur; Astur, que confía en
su caballo y en sus armas de varios colores; trescientos van
con él, todos animados del mismo ardor, así los de la ciudad
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de Cere como los de los campos que riega el Minión y los de
la antigua Pirgo y los de la insalubre Gravisca.
No te pasaré por alto ¡Oh Cinira! fortísimo caudillo de
los Lígures, ni a ti, de pocos acompañado, ¡Oh Cupavo! en
cuyo penacho se alzan plumas de cisne, señal de que el amor
es el crimen de tu linaje, y recuerdo de la metamorfosis de tu
padre; pues es fama que Cicno, afligido por la muerte de su
amado Faetonte, cantaba entre la espesura y la sombra de
sus hermanas, convertidas en álamos; y aliviando así con la
poesía su triste amor, vio cubrirse se blanda pluma su ancianidad,
y dejó la tierra y voló a los astros, sin cesar en sus
cantos. Acompañado de numerosa hueste bien ordenada,
impele su hijo a fuerza de remos la inmensa nave El Centauro,
que representado en su actitud de arrojar a las olas un
enorme peñón, parece como que la amenaza desde la alta
proa, mientras con su larga quilla va surcando el profundo
piélago.
Trae también una hueste de las playas de su patria aquel
Ocno, hijo de la adivina Manto y del toscano río, que te dio
murallas ¡Oh Mantua! y el nombre de madre. Mantua es rica
de antiguos progenitores, pero no todos vienen del mismo
origen. Tres linajes, divididos cada cual en cuatro ramas, la
tienen por cabeza, pero la sangre toscana constituye su mayor
fuerza. De allí proceden también quinientos guerreros, a
quienes el odio a Mecencio ha puesto las armas en la mano,
y a quienes el Mincio, velado de verde espadaña por su padre
Benaco, conducía sobre las olas en terrible nave.
Allí va el grave Auletes, y a su mandato cien remos levantándose
a la vez, baten las olas, que revueltas se cubren
de espuma. Llévale a su bordo un enorme Tritón, que va
aterrando con los sonidos de su bocina los cerúleos mares;
su cuerpo, en actitud de nadar, representa hasta la cintura el
velloso busto de un hombre, rematando el resto en figura de
priste: bajo su monstruoso pecho murmuran las espumantes
olas.
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Tales eran los escogidos próceres que en treinta bajeles
acudían en auxilio de la nueva Troya, surcando con sus ferradas
proas la salada llanura.
Ya en esto se había retirado del cielo la luz del día y la
alma Febe vagaba en su nocturno carro por lo más alto del
firmamento. Eneas, sentado en la popa, pues los cuidados
no le dejan entregar su cuerpo al descanso, rige él mismo el
timón y atiende a las velas, cuando he aquí que de pronto le
sale al encuentro, en mitad de su camino el coro de sus
compañeras las ninfas, a quienes, de naves, había trocado el
alma Cibeles en númenes del mar; nadando todas juntas,
iban surcando las olas, a su lado, tantas cuantas antes en
forma de ferrados bajeles habían atracado en la playa. Reconocen
de lejos a su Rey y le rodean, formando coros, mientras
Cimodocea, la más elocuente de todas, asida con la
diestra a la popa de su nao, que va siguiendo, levantando el
busto encima del agua y batiendo con la izquierda, a manera
de remo, las calladas olas, le declara en estos términos la
situación de los suyos, que él ignoraba: "¿Velas, ¡Oh Eneas!
linaje de los dioses? Vela y navega a todo trapo. Somos los
árboles de la sacra cumbre del Ida, antes tu armada y ahora
ninfas del piélago; cuando el pérfido Rútulo nos acosaba con
hierro y llamas, rompimos a pesar nuestro las amarras con
que nos sujetaste y fuimos a buscarte por el mar; compadecida
de nosotras, Cibeles nos trocó en esta figura y nos concedió
ser diosas y vivir eternamente debajo de las olas. Sabe
que tu hijo Ascanio está estrechado dentro de sus muros y
de sus empalizadas por los dardos que hacen llover sobre él
los fieros Latinos. Ya la caballería árcade, mezclada con los
fuertes Etruscos, ocupa los puntos que le has prevenido, y
Turno tiene resuelto salirles al encuentro con sus huestes
para que no puedan reunirse a tu campamento: ánimo pues,
y al rayar la aurora adelántate a mandar que se armen todos
tus aliados, y embraza el invencible escudo que te dio el
mismo Vulcano, y cuyos bordes cercó de oro. Si no desdeV
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ñas mi aviso, verá la primera luz de mañana grandes montones
de cadáveres rútulos." Dijo, y práctica en el arte, empujó
con la diestra, al retirarse, la alta popa, que huyó sobre las
olas más rápida que un venablo o una saeta veloz como el
viento; y lo mismo hacen todas las demás. Pásmase el troyano
hijo de Anquises, no sabiendo la razón de aquel suceso;
mas con el feliz presagio conforta su espíritu, y alzando los
ojos a la bóveda celeste, prorrumpe en esta breve plegaria:
"¡Oh alma diosa del Ida, madre de los númenes, a quien recrean
el monte Dindimo y las ciudades torreadas y los domados
leones uncidos a tu carro, guíame tú ahora a la pelea!
¡Haz que se cumpla ese próspero agüero, y propicia asiste
¡Oh diosa!, a los Frigios!" No dijo más; en tanto ya el renaciente
día precipitaba su abundosa luz y ahuyentaba la noche.
Lo primero ordena a su gente que tremole enseñas, cobre
aliento y se disponga a lidiar. De pie en la enhiesta popa,
tiene ya a la vista a los Teucros y sus reales; entonces con la
siniestra mano levanta en alto su rutilante escudo. Al verlo
los Troyanos desde sus muros lanzan un grito de alborozo
hasta las estrellas; la esperanza recobrada enardece sus iras y
empiezan a disparar dardos, que cruzan el espacio, semejantes
a una bandada de grullas del Strimón, cuando bajo las
negras nubes, a una señal dada, surcan ruidosas el éter huyendo
del noto con alegres clamores. Maravíllanse de aquella
novedad el rey rútulo y los capitanes ausonios, hasta que,
volviendo la cabeza, ven muchedumbre de popas vueltas
hacia la playa y una escuadra que avanza cubriendo toda la
mar. Arde la cimera de Eneas sobre su cabeza, el penacho
arroja llamas y del áureo escudo brotan grandes relámpagos,
no de otra suerte que cuando en una noche serena enrojece
el cielo con sangriento y lúgubre resplandor un cometa, o
cuando sale el ardiente Sirio, trayendo a los míseros mortales
sed y enfermedades, y contristando el cielo con su aciaga luz.
Mas no por eso desconfió el valeroso Turno de apoderarse
el primero de la playa y rechazar a los que venían, a
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cuyo fin alienta a los suyos, increpándolos de esta manera:
"¡Ahí tenéis a los que tanto anhelabais exterminar! El mismo
Marte ¡Oh guerreros! os los trae a las manos. Ahora acuérdese
cada cual de su esposa, de su hogar; recordad ahora los
grandes hechos, la gloria de nuestros padres; volemos al mar
mientras temblando saltan en tierra y estampan en ella sus
vacilantes pisadas primeras. La fortuna favorece a los valientes."
Dice y discurre qué gente deba llevar consigo contra
los invasores, y a cuáles deba confiar la guarda de los sitiados
muros.
En tanto Eneas manda echar escalas desde las altas naos
para el desembarco de sus compañeros, muchos de los cuales,
aprovechando la baja mar, se arrojan de un salto a los
vados o se descuelgan por los remos. Tarcón registra la playa,
y habiendo hallado en ella un sitio donde ni hay señal de
bajíos ni murmuran quebrantadas las olas, antes bien se desliza
apacible la mar en mansa creciente, endereza de pronto
el rumbo hacia él y anima y exhorta así a sus compañeros:
"Ahora, gente escogida, batid el remo con todo empuje, impelid,
lanzad vuestras naos, hendid con las proas esa tierra
enemiga, y que cada quilla se abra en ella un surco. No me
arredra estrellar mi bajel en esta costa, si con esto me apodero
de ella." Apenas habló Tarcón, échanse todos sobre los
remos y lanzan sus espumantes naves en los campamentos
latinos hasta tocar con las proas en seco, e ilesas las quillas se
clavan en la arena; mas no así tu nave ¡Oh Tarcón! porque,
encallada en un bajío, después de sostenerse y vacilar largo
rato como suspendida en aquel desigual asiento, fatigando
las olas, abrióse al fin y entregó al profundo abismo toda su
gente, que, embarazada por los pedazos de remos y las flotantes
tablas, no puede además hacer hincapié en tierra, porque
la arrastra la resaca.
Entre tanto Turno, dejándose de lentas dilaciones, impele
furioso toda su hueste contra los Teucros, y la forma en batalla
frente a ellos en la playa. Resuenan las trompetas; Eneas
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el primero arremete a las agrestes turbas, y ¡presagio de la
guerra! arrolla a los Latinos, después de dar muerte a Therón,
gigante que sin provocación alguna fue a acometerle:
Eneas de un tajo le parte el peto por una juntura y la túnica
escamada de oro, y le hunde la espada en el costado, de
donde la retira para herir a Licas, que sacado al nacer del
vientre de su madre ya muerta, te estaba consagrado ¡Oh
Febo! porque te plugo libertar al niño de morir a hierro. Poco
después da muerte al robusto Ciseo y al descomunal Gías,
que con sus clavas derribaban escuadrones enteros: de nada
les valieron las armas de Hércules, ni sus vigorosas manos, ni
el ser hijos de Melampo, compañero de Alcides, todo el
tiempo que por la tierra se ejercitó en duros trabajos. Dispara
luego un dardo y se lo clava en la boca a Faro, que la abría
para lanzar inútiles gritos. Tú también ¡Oh infeliz Cidón!
mientras vas siguiendo a Clicio, tus nuevas delicias; a Clicio,
cuyas mejillas dora el bozo primero, hubieras sucumbido
bajo la diestra del héroe troyano, olvidado para siempre de tu
insensata afición a los mancebos, si no se hubieran apiñado
delante de ti, para cubrirte, los siete hijos de Forco, disparando
a la vez sus siete dardos, de los cuales, unos rebotan,
sin causar estrago en el yelmo y en el escudo de Eneas, y
otros no hacen más que rozar su cuerpo, desviados por la
alma Venus. Entonces Eneas dice a su fiel Acates: "Apróntame
aquellos dardos que en los campos de Troya quedaron
clavados en los cuerpos de los Griegos; ni uno solo de ellos
lanzará en vano mi diestra contra los Rútulos"; y en esto ase
y dispara un gran venablo, que va volando a traspasar el férreo
escudo de Meón, rompiéndole juntamente la coraza y el
pecho. Corre a él su hermano Alcanor, y con la diestra le
sostiene en su caída; sigue el venablo todo ensangrentado su
impetuosa carrera y va a traspasar a Alcanor el brazo que
suspendido sólo de los nervios, le cuelga inerte del hombro.
Entonces Numitor arranca el venablo del cuerpo de su hermano
y arremete con él a Eneas; mas no pudo clavársele, y
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sólo consigue herir ligeramente en un muslo al grande Acates.
Llega con sus Sabinos en esta sazón Clauso, confiado en
su juvenil esfuerzo, y hiere desde lejos a Driope con su poderosa
lanza, que clavándosele debajo de la barba, y atravesándole
la garganta le arrebata a un tiempo mismo la voz y el
aliento vital: Driope bate el suelo con la frente y arroja por la
boca un raudal de espesa sangre. Derriba también en seguida
por varios modos a tres Tracios del más alto linaje de Boreas
y a tres hijos del Ida, que envió a aquella guerra su patria
Ismara. Contra él acuden Haleso, con su hueste de Auruncos,
y el hijo de Neptuno, Mesapo, con su brillante caballería.
Unos y otros pugnan por rechazarse mutuamente; el
límite mismo de la Ausonia es el campo de batalla. Cual en el
espacioso éter los desacordes vientos traban entre sí recia
pelea, con iguales empujes y brío, y ni uno ni otro ceja, ni
cejan tampoco las nubes ni el mar, la lid permanece mucho
tiempo dudosa y todo resiste con empeño tenaz, no de otra
suerte chocan entre sí las huestes troyanas y las latinas; trábanse
en tropel pie con pie y hombro con hombro.
Entre tanto, por otra parte, en la cual un torrente arrastraba
a los lejos rodadas peñas y arbustos descuajados de las
riberas, Palante, que veía a sus árcades no acostumbrados a
pelear a pie, y que por la fragosidad del terreno había dejado
sus caballos volver la espalda ante los guerreros del Lacio,
que los acosan, procura, único recurso en aquel apurado
trance, inflamar su valor, ora con súplicas, ora con denuestos:
"¿A dónde huís, compañeros? Por vosotros, por vuestros
altos hechos, por el nombre de vuestro caudillo
Evandro, por las victorias que habéis ganado y por la esperanza
que tengo de emular las glorias de mi padre, no pongáis
vuestra confianza en la fuga; por en medio de los
enemigos es preciso abrirnos camino con la espada, por allí
donde más densa se ve su muchedumbre; por ese camino
quiere nuestra noble patria que tornemos a ella vosotros y
yo, vuestro capitán. Ningún numen nos acosa, mortales soV
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mos y con mortales enemigos nos las habemos; tantas almas,
tantas manos tenemos como ellos. Por allí el ponto nos cerca
con su gran valladar de agua; ya nos falta tierra para huir.
¿Nos dirigiremos al mar o a la nueva Troya?" Dice, y se precipita
en medio de los enemigos por donde más espeso está
su tropel. El primero que se le pone delante, conducido por
su aciago destino, es Lago, a quien, en el momento en que
estaba arrancando una peña de enorme peso, traspasa con
un venablo por la parte en que el espinazo divide por mitad
las costillas, desclavándole en seguida de los huesos, en que
quedara hincado. No pudo Hisbón echarse encima, como
esperaba, pues Palante, ganándole la acción cuando le arremetía,
ardiendo en ira por la cruel muerte de su amigo, le
acomete de improviso y le hunde la espada en el hinchado
pulmón: en seguida embiste a Sténelo y a Anquémolo, del
antiguo linaje de Reto; a Anquémolo, que osó manchar con
un incesto el tálamo de su madrastra. También vosotros
caísteis en los campos rútulos ¡Oh Laris y Timbro, hijos de
Dauco, parecidísimos hermanos gemelos, cuya gran semejanza
daba ocasión a que os confundieran uno con otro,
dulce error, vuestros propios padres! Mas ¡Ay! de cuál cruel
manera os diferenció Palante, pues tu cabeza ¡Oh Timbro!
rodó segada por el acero de Evandro, y a ti ¡Oh Laris! te
busca tu diestra cortada a cercén, y cuyos dedos moribundos
se agitan trémulos y aprietan todavía el puño de tu espada!
Una mezcla de dolor y vergüenza impele a los Arcades, ya
inflamados con las palabras de Palante y con la vista de sus
hazañas; entonces el mancebo atravesó con su lanza a Reteo,
que pasaba huyendo en su carro de dos caballos, lo que solo
dilató por un momento la muerte de Ilo, pues contra éste
había dirigido de lejos su pujante lanza, cuando se interpuso
Reteo, huyendo de ti, valerosísimo Teutra, y de tu hermano
Tires; cae Reteo de su carro y con los yertos talones surca los
campos de los Rútulos. Como un pastor, cuando en verano
soplan a punto los vientos, prende fuego a los matorrales y
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devorados en un momento dilátase el horrible incendio por
los extenso llanos, mientras él, sentado en una altura, contempla
ufano las vencedoras llamas, no de otra suerte ¡Oh
Palante! todos los esfuerzos de tus compañeros se reconcentran
en un solo empuje, regocijando tu corazón. En esto
el fiero batallador Haleso se precipita sobre ellos, cubierto de
todo punto con sus armas, y da muerte a Ladón, a Fereteo y
a Demodoco; taja con su fulmínea espada la mano de Strimón,
que la tenía levantada para asirle la garganta; hiere con
una gran piedra a Toante en la cara y dispersa los huesos de
su cráneo mezclados con los sangrientos sesos. El padre de
Halaso, sabedor de lo porvenir, había ocultado a su hijo en
las selvas; mas luego que, vencido de la edad, hubo cerrado
en la muerte sus cansados ojos, las Parcas pusieron la mano
sobre Haleso y le predestinaron a ser víctima de las armas de
Evandro. Antes de acometerle prorrumpe Palante en esta
plegaria: "Da ahora fortuna ¡Oh padre Tiber! a este dardo
que estoy blandiendo, y ábrele camino por el pecho del fiero
Haleso; un roble de tu ribera, recibirá por trofeo sus armas y
sus despojos." Oyó el dios la plegaria; mientras Haleso cubría
con su escudo a Imaón, presentó ¡Infeliz! al dardo arcadio
su inerte pecho. Empero, Lauso, uno de los primeros
caudillos de aquella guerra, no consiente que se acobarden
sus huestes con la muerte de aquel tan gran varón, y el primero
arremete a inmola a Abante, que se le pone en frente, y
que era como el nudo de la lid y el principal obstáculo para
terminarla. Caen los hijos de la Arcadia, caen los Etruscos, y
vosotros también ¡Oh Teucros, reliquias escapadas de los
Griegos! Chocan entre sí las huestes con caudillos y fuerzas
iguales; los últimos aprietan con su empuje y condensan las
filas, y el tropel es tal, que no consiente mover las armas ni
aun las manos. Allí Palante alienta y aguija a los suyos; allí en
frente Lauso, ambos casi de la misma edad, ambos de hermosa
presencia, mas condenados por la fortuna a no tornar
a su patria. Sin embargo, el soberano del Olimpo no conV
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siente que peleen uno contra otro, pues los reservan sus hados
a sucumbir cada cual a manos de más insigne enemigo.
En tanto persuade a Turno su divina hermana la ninfa
Iuturna que acuda en socorro de Lauso, y cruzando el Rey
por medio de las huestes en su veloz carro, exclama, en
cuanto ve a sus aliados: "Cesad en la pelea, yo solo quiero ir
contra Palante; Palante se me debe a mí solo. ¡Ojalá estuviese
su padre aquí presente!" Dice, y los aliados se apartan, dejándole
el campo libre. Pásmase el mancebo de aquel arrogante
mandato, de la retirada de los Rútulos y de la repentina
aparición de Turno; clava la vista en aquel cuerpo gigantesco,
lo reconoce todo en contorno con sañuda mirada, y replica
al tirano estas palabras: "Pronto me loarán, o por haber arrebatado
óptimos despojos, o por haber conseguido gloriosa
muerte; iguales son a mi padre uno u otro destino; cesa,
pues, en tus amenazas." Dicho esto, avánzase a la mitad del
campo; hiélase a los Arcades la sangre en las venas. Apéase
de su carro de dos caballos; a pie y de cerca se dispone a
lidiar. Cual se arroja un león cuando desde su alta guarida ve
a lo lejos en los campos un toro dispuesto a la pelea, tal se
precipita Turno. Luego que le juzgó bastante cerca para alcanzarlo
con su lanza, anticipóse Palante a arremeterle, pensando
si la fortuna y la audacia suplirán la desigualdad de sus
fuerzas, y en estos términos dirigió una plegaria al cielo: "Por
la hospitalidad que te dio mi padre, por su mesa, a la que
fuiste a sentarte, yo te ruego ¡Oh Alcides! que me asistas en
esta mi primera grande empresa; véame Turno, moribundo,
arrebatarle sus sangrientas armas, y clave en su vencedor los
moribundos ojos." Oyó Alcides al mancebo, y en lo más
hondo de su pecho reprimió un gran gemido y derramó inútiles
lágrimas. Júpiter entonces dirigió a su hijo estas palabras
amigas: "A cada uno le están señalados sus días, breve e irreparable
es para todos el plazo de la vida; pero alcanzar con
grandes hechos fama duradera, obra es del valor. ¡Cuántos
hijos de dioses sucumbieron bajo las altas murallas de Troya!
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Con ellos cayó mi propio hijo Sarpedón. También a Turno le
llaman sus hados, y ya va llegando el término de la edad que
le está señalada." Dice, y aparta sus ojos de los campos
rútulos. Entre tanto Palante con vigoroso ímpetu arroja a
Turno su lanza y desenvaina la refulgente espada; va aquélla
volando a dar en la armadura por el sitio en que cubre los
hombros, y abriéndose paso por las orlas del broquel, hiere,
en fin, ligeramente el enorme cuerpo de Turno; éste entonces,
blandiendo largo rato un asta de roble con aguda punta
de hierro, la arroja contra Palante y exclama así: "¡Mira si mi
dardo penetra mejor que el tuyo!" Dijo, y con vibrante empuje
traspasa la punta por mitad del escudo de Palante, aunque
guarnecido de tantas chapas de hierro y de bronce,
aunque rodeado con tantas vueltas de piel de toro, y sin que
baste tampoco a impedirlo la loriga, le taladra el ancho pecho.
Vanamente el mancebo arranca de la herida el dardo,
caliente todavía; juntas se le van por un mismo camino la
sangre y la vida. Cae sobre su herida, haciendo sus armas al
caer, grande estruendo, y su ensangrentada boca muerde, al
morir, aquella tierra enemiga. Puesto en pie sobre él... "¡Oh
Arcades! les grita Turno, recordad bien y repetid a Evandro
estas palabras: "Cual lo tiene merecido, le devuelvo a Palante.
Mi generosidad le otorga que tribute a su hijo los honores
de un túmulo y que tenga el consuelo de enterrarle; aún así
no le habrá costado poco la hospitalidad que diera a Eneas."
Dicho esto, empujó el cadáver con el pie izquierdo y le arrebató
el ponderoso talabarte, en el que estaba representado
un horrendo crimen, la matanza de aquellos mancebos torpemente
sacrificados a la vez la noche misma de sus bodas, y
sus sangrientos tálamos, todo lo cual había cincelado en
gruesas láminas de oro Clono, hijo de Eurites. Apoderado ya
de aquel despojo, Turno se regocija y triunfa. ¡Oh mente
humana, ignorante del hado y de la suerte futura, tan fácil de
levantar por la fortuna próspera y que nunca sabe en ella
guardar mesura! ¡Tiempo llegará en que Turno compraría a
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gran precio la vida de Palante y maldecirá de estos despojos
y de este día! Entre tanto los compañeros de Palante en gran
número le colocan con abundantes gemidos y lágrimas sobre
un escudo y lo sacan del campo. ¡Oh cuánto dolor en tu
regreso, cuánta gloria para tu padre! Este fue el día primero
que te trajo a la guerra, y este mismo día te saca de ella sin
vida, mas dejando en el campo grandes montones de cadáveres
rútulos.
Llegan en esto a oídos de Eneas, no ya sólo el rumor,
mas noticias ciertas de tan gran desastre y de cómo los suyos
se encuentran en inminente peligro de muerte, sin que haya
momento que perder para acudir en socorro de sus arrollados
Teucros. Arremete al punto el héroe a cuanto tiene delante,
y furioso ábrese con la espada ancho camino por
medio de los escuadrones, buscándote a ti ¡Oh Turno! ensoberbecido
con tus recientes estragos. Ni un punto se apartan
de sus ojos las imágenes de Palante y de Evandro; recuerda
aquellas mesas, las primeras a que se sentó recién llegado a
Italia, y aquellas diestras dadas en señal de amistad. Coge allí
vivos, lo primero a cuatro mancebos, hijos de Sulmón, y a
otros cuatro hijos de Ufente, para inmolarlos a los manes de
Palante y rociar con su cautiva sangre las llamas de su hoguera
funeral. Arroja luego de lejos una pujante lanza a Mago,
que mañoso hurta el cuerpo, con lo cual pasa la lanza colando
trémula por encima de su cabeza. Abrázase Mago a las
rodillas de Eneas, y así le dice suplicante: "Por los manes de
tu padre, por las esperanzas que cifras en tu hijo Iulo, te ruego
que conserves esta vida a un hijo y a un padre. Tengo un
gran palacio, tengo soterrados muchos talentos de plata cincelada,
tengo grandes sumas de oro labrado y sin labrar; no
se libra en mi vida o en mi muerte la victoria de los Teucros;
una sola existencia no ha de decidir tan arduo empeño." Dijo
y en estos términos le replica Eneas: "Guarda para tus hijos
todos esos talentos de plata y oro que dices; ya Turno, el
primero, ha abolido tales pactos de la guerra dando muerte a
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Palante; así lo quieren los manes de Anquises, así lo quiere
Iulo." Y esto diciendo, le ase el yelmo con la izquierda y
hunde su espada hasta la empuñadura en la doblada cerviz
del suplicante. No lejos de allí estaba el hijo de Hemón, sacerdote
de Febo y de Diana, ceñidas las sienes con las sagradas
ínfulas, todo resplandeciente con vistosas ropas y armas.
Eneas le persigue buen trecho, y derribándole en fin, se le
echa encima y lo inmola, cubriéndole con las grandes sombras
de la muerte. Seresto recoge sus armas y se las lleva en
hombros para ofrecértelas ¡Oh rey Gradivo! por trofeo. Reparan
las haces latinas, hijo de Vulcano, y Umbro, venido de
las montañas de los Marsos. Eneas los acomete furioso: ya
de un tajo había derribado la siniestra mano y todo el cerco
del escudo de Ansur, que con pronunciar algunas arrogantes
palabras creía haberse confortado con ellas, y levantaba su
ánimo hasta el firmamento, prometiéndose alcanzar larga
ancianidad. Ufano con sus refulgentes armas, Tarquito, hijo
de la ninfa Driope y de Fauno, morador de las selvas, avanza
contra Eneas, que arrojándole una lanza con gran brío, le
atraviesa la loriga y el ponderoso escudo. En vano Tarquito
le implora y quiere decirle muchas cosas; Eneas le derriba al
suelo la cabeza, y revolviendo con el pie el tronco, tibio todavía,
le dice con rencoroso pecho estas palabras: "Hete ahí
tendido ahora, formidable guerrero; no te enterrará tu amorosa
madre, ni dará a tu cuerpo un sepulcro en tu patria. Ahí
quedarás abandonado para pasto de las aves de rapiña, o
sumergido en el mar te arrastrarán las olas y los hambrientos
peces morderán tus heridas." Da en seguida tras Anteo y
Licas, vanguardia de Turno, y tras el fuerte Numa y el rubio
Camertes, hijo del magnánimo Volscente, el más rico de los
Ausonios en tierras y rey de los silenciosos Amicleos. Cual
Egeón, de quien dicen que tenía cien brazos y cien manos,
arroja llamas de sus pechos por cincuenta bocas cuando
contra los rayos de Júpiter presentaba otros tantos estrepitosos
broqueles y esgrimía otras tantas espadas; así Eneas venV
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cedor se ensañó en todo el campo, ya una vez caliente con
sangre su acero. He aquí que arremete a las cuadrigas y al
pecho de Nifeo; espantados los caballos al verle abalanzarse
a ellos a pasos gigantes e hirviendo en ira, revolvieron hacia
atrás, y derribando a su auriga, arrastraron el carro hasta la
playa. Lánzase en tanto en medio de las haces troyanas, en su
carro tirado por dos caballos blancos, Lucago y su hermano
Liger, el cual maneja las riendas, mientras el impetuoso Lucago
esgrime en derredor su desnuda espada. No llevó en
paciencia Eneas que hicieran tan fieros estragos; lánzase a
ellos y se les pone delante en toda su grandeza con la lanza
en ristre. Liger, le dice...:"No estás viendo los caballos de
Diomedes, ni el carro de Aquiles, ni los campos de la Frigia;
ahora en este suelo van a terminar la guerra y tu vida." El
viento se lleva estas palabras del insensato Liger; mas no
replica con otras el héroe troyano; antes bien dispara un venablo
en el momento en que, inclinado el cuerpo sobre los
caballos, los aguija Lucago, y avanzando el pie izquierdo, se
apresta a pelear; penétrale el venablo por las bajas orlas del
refulgente escudo y va a atravesarle la ingle izquierda: derribado
el carro, cae moribundo en la arena, y con estas acerbas
palabras le escarnece el pío Eneas: "No dirás, Lucago, que te
ha vencido y precipitado de tu carro la lenta fuga de tus caballos,
ni que los saca del campo de batalla el terror inspirado
por vanas sombras; tú mismo saltas de él y abandonas el
tiro." Dicho esto, ase del freno los caballos; el desdichado
Liger, que acaba de echarse del carro abajo, tendía a Eneas
las desarmadas manos, exclamando: "Héroe troyano, por ti
mismo, por tus padres, que tan grande te hicieron, déjame la
vida y compadécete de un suplicante." Con estas breves palabras
responde Eneas a sus ruegos: "No hablabas así poco
ha; muere, y cual hermano fiel, no abandones a tu hermano."
Y en seguida con la punta de su espada le abre el pecho,
oculta morada del alma. Tales destrozos iba haciendo por el
campo de batalla el capitán dardanio, embravecido cual toL
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rrente o cual negro torbellino, hasta que, por fin, se lanzan
de sus reales, en que inútilmente están sitiados el mancebo
Ascanio y la juventud troyana.
En tanto Júpiter provocaba a Juno con estas irónicas razones:
"Oh hermana y a la par dulcísima esposa mía! razón
tenías en decir que Venus conforta a los Troyanos: a la vista
está que esa gente no tiene ni recios brazos para lidiar, ni
ánimo esforzado, ni resistencia en los peligros." A lo cual
sumisa replicó Juno: "¿Por qué ¡Oh hermosísimo esposo
mío! acongojas así a esta triste, atemorizada ya con tus duras
palabras? Si me amases todavía como me amabas en otros
tiempos, como aun deberías amarme, no me negarías tú,
todopoderoso, que sacase de la batalla a Turno y pudiese
conservarle incólume para su padre Dauno, no; perezca y dé
su piadosa sangre en holocausto a los Teucros, aunque procede
de nuestro linaje y sea Pilumno su cuarto abuelo, y a
pesar de que muchas veces con generosa mano cubrió de
abundantes ofrendas los umbrales de tus templos." Así brevemente
respondió a Juno el rey del etéreo Olimpo: "Si me
pides que demore la muerte que amenaza a ese guerrero y el
plazo de su caída, y entiendes que así debo resolverlo, llévate
del campo a Turno por medio de la fuga, y sustráele de esa
suerte a los hados, que le acosan: es cuanto mi bondad puede
otorgarte; mas si bajo esas súplicas encubres más alto
empeño, y juzgas que voy a mudar todo el orden de esta
guerra, abrigas vanas esperanzas." Y Juno, llorando: "¡Ah! ¡Si
tu mente me otorgara lo que tus palabras se resisten a concederme,
y si esa vida quedase asegurada a Turno! Mas yo sé
que tienes reservado a ese inocente un triste fin, o mucho
me engaño. ¡Ay! ¡Ojalá me alucinasen falsos temores! ¡Ojalá
tú, que lo puedes todo, trocases por otros mejores tus acuerdos
primeros!" Dicho esto, se desprendió del alto cielo, envuelta
en vapores, impeliendo por las auras tempestuosos
nubarrones, y se dirigió a las haces troyanas y a los reales
laurentinos. Forma entonces la diosa con vana niebla un
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tenue fantasma sin consistencia, a semejanza de Eneas ¡Oh
asombroso prodigio! y le orna con las armas del héroe troyano,
con su escudo, con la cimera de su divina cabeza; dale
sus palabras y su voz, pero vanas y sin sentido; dale también
su ademán y su porte, cual es fama que vagan revoloteando
las imágenes de los muertos o las que fingen en sueños
nuestros sentidos aletargados. Va el fantasma con ufano
continente a gallardearse delante de las primeras haces, irritando
con sus dardos y provocando con denuestos a Turno,
que le acomete en fin y le arroja de lejos una silbadora lanza;
el fantasma vuelve la espalda y huye. Turno entonces, creyendo
que realmente va Eneas fugitivo, revuelve en su hinchado
pecho una vana esperanza y exclama: "¿A do huyes
Eneas? No abandones el ajustado himeneo, esta diestra te
dará la tierra, que has venido buscando por medio de las
olas." Con tales gritos le acosa, esgrimiendo el desnudo acero,
y no advierte que los vientos se llevan el objeto de su
alboroto. Hallábase, por dicha, amarrada al pie de un alto
risco, echando las escalas y aparejado el puente, la nao que
había traído al rey Osinio de las playas de Clusio; a lo más
hondo de ella se arrojó, despavorida la imagen del fugitivo
Eneas, mientras Turno, no menos diligente en perseguirle,
atropella por todo y salta por cima de los altos puentes; mas
no bien hubo puesto el pie en la proa, cuando la hija de Saturno
corta las amarras e impele por el revuelto mar la nave
ya arrancada de la playa. Eneas entre tanto andaba buscando
por el campo al ausente Turno y haciendo horrible estrago
en cuantos enemigos se le ponen delante. Ya entonces la leve
imagen no busca los escondrijos; antes, remontándose por
los aires, va a disiparse en medio de un negro nubarrón,
mientras un torbellino arrastra a Turno hacia la alta mar. Sin
saber lo que le pasa, ingrato a lo que es su salvación, vuelve
la vista atrás y exclama, tendiendo al cielo ambas manos:
"Omnipotente padre, ¿cómo has podido creerme digno de
tamaña ignominia e imponerme este tan duro castigo? ¿A
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dónde se me lleva? ¿De dónde vengo? ¿A dónde me conduce
esta fuga, y cómo volver a presentarme después de ella?
¿Tornaré a ver los muros de Laurento o mis reales? ¿Qué
van a pensar de mí mis guerreros, que me han seguido a mi y
a mis armas, y a quienes ¡Oh maldad! he abandonado a infanda
muerte? Viéndolos estoy dispersos, oigo los gemidos
de los moribundos... ¿Qué debo hacer? ¿Qué sima bastante
profunda se abrirá para tragarme? Vosotros ¡Oh vientos! sed
más piadosos conmigo; impelid mi nave a los riscos, a las
peñas (Turno os lo suplica con toda el alma), arrojadla a horribles
bajíos, donde ni los Rútulos ni nadie sepan nunca de
mí." Esto diciendo, fluctúa su ánimo de unos a otros pensamientos:
ya loco de vergüenza, quiere atravesarse con la espada;
ya precipitarse en las olas, llegar nadando a la corva
playa, y restituirse a do le llaman las armas troyanas. tres
veces intentó uno y otro, y tres veces le contuvo la poderosa
Juno, compadecida del animoso mancebo. Deslízase la nave,
surcando las bonacibles olas, y le lleva a la antigua ciudad de
su padre Dauno.
Entre tanto Mecencio, inflamado de bélico furor por inspiración
de Júpiter, ocupa el puesto de Turno en la batalla y
acomete a los Teucros, alborozados con la esperanza del
triunfo. Júntanse todas las haces tirrenas, y conjuradas contra
él solo, unidas por un odio común, le acosan todas a la par
con una lluvia de dardos. El, semejante a una roca, que, internada
en el basto ponto, expuesta a la furia de los vientos y
de las olas, arrostra inmoble todo el empuje y las amenazas
del cielo y del mar, postra en tierra a Hebro, hijo de Dolicaón,
y a Latago y a Palmo, que iba huyendo. A Latago le
deshace la boca y la cara con una gran piedra desgajada de
un monte; desjarreta y derriba en tierra al cobarde Palmo,
cuyas armas y cimera ciñe a Lauso. Inmola también al frigio
Evante y a Mimante, compañero de Paris y de su misma
edad, pues su madre Teano, esposa de Amico, le dio a luz en
la misma noche en que la reina, hija de Ciseo, dio a luz a
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Paris, creyendo llevar en su vientre una tea encendida. Paris
yace tendido en la ciudad de sus padres; las playas de Laurento
poseen los ignorados despojos de Mimante. Como un
jabalí, guarecido por largos años en el pinífero Vésulo y entre
los espesos cañaverales de los pantanos laurentinos, baja de
los altos montes, acosado por los colmillos de los perros, y
luego que ha caído en las redes, se para, ruge feroz y eriza
sus cerdosos miembros, sin que montero alguno se atreva a
acometerle ni aun acercarse a él, antes todos le hostigan de
lejos y en seguro con sus venablos y sus gritos, mientras él,
impávido, hace frente a todos lados, rechinándole los dientes
y rechazando con su duro lomo los chuzos; no de otra suerte
ninguno de aquellos para quienes Mecencio es objeto de
justa ira se atreve a acometerle cuerpo a cuerpo con la espada,
antes todos le acosan de lejos con sus dardos y su estruendoso
clamoreo. Acrón, guerrero griego, había venido
prófugo de los antiguos confines de Corito, renunciando a
un proyectado himeneo. Vióle Mecencio de lejos, revolviéndose
en medio de los escuadrones con sus purpúreas plumas
y su manto de grana, don de su prometida esposa, y cual
hambriento león, después de rondar largo tiempo alrededor
de las altas majadas, aguijado de rabiosa necesidad, si divisa
por ventura una fugitiva cabra montés o la enhiesta cornamenta
de un ciervo, se alboroza, abre sus horribles fauces,
eriza la crin, y arrojándose sobre su presa, se queda pegado a
sus entrañas, empapado de negra sangre la espantosa cabeza...;
tal el arrogante Mecencio se precipita en medio de los
apiñados enemigos. Cae derribado el infeliz Acrón, y bate
con los pies, en las ansias de la muerte, aquella odiosa tierra y
ensangrienta sus quebrantadas armas. No se digna Mecencio
derribar a Orodes, que iba huyendo, ni herirle por la espalda
arrojándole un dardo; mas saliéndole al encuentro, acométele
cuerpo a cuerpo, menos cauteloso, pero más fuerte en armas
que él. Luego que le hubo postrado, exclama, apoyando sobre
su cuerpo el pie y la lanza: "Ahí tenéis, guerreros, tendiL
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do en tierra al pujante Orodes, parte muy principal de esta
guerra." Prorrumpen con esto sus compañeros en jubilosos
himnos, mientras Orodes, moribundo: "No te regocijarás
largo tiempo, ¡Oh vencedor, quienquiera que seas! pues no
quedaré sin venganza; también a ti te aguarda suerte igual a
la mía, y pronto yacerás sin vida en estos mismos campos."
A lo cual respondió Mecencio con sonrisa mezclada de ira:
"Ahora muere; ya verá el padre de los dioses y rey de los
hombres qué ha de ser de mí" Esto diciendo, sacóle del
cuerpo la lanza; un duro descanso y un sueño de hierro pesan
sobre los ojos de Orodes, que se cierran para una eterna
noche. Cedico mata a Alcatos, Sacrator a Hispades, Rapo a
Partenio y al forzudo Orses; Mesapo a Clonio y a Ericetes de
Licaonia; aquél yacía en tierra caído de su caballo desbocado,
y éste peleaba a pie. Agis de Licia, que se había adelantado,
cae vencido por Valero, que no desdice del gran valor de sus
mayores. Salio inmola a Tronio, y a Salio Nealces, insigne en
disparar venablos y certeras saetas.
Llevaba a la sazón Marte por igual entre ambos bandos el
llanto y el estrago; por igual sucumbían y se precipitaban
vencedores y vencidos; pero ni éstos ni aquéllos huían.
Los dioses en tanto, congregados en la morada de Júpiter
se conduelen de la vana ira de unos y otros y de que estén
reservadas a los mortales tan grandes miserias. De una parte
Venus, de la otra Juno, hija de Saturno, contemplan la batalla;
la pálida Trisifone se embravece en medio de los escuadrones.
Sale en esto al campo Mecencio, furioso, blandiendo
una enorme lanza, semejante al gigantesco Orión cuando,
abriéndose camino a pie por en medio de los inmensos estanques
de Nereo, sobresalen sus hombros por cima de las
olas, o cual añoso quejigo de los altos montes, que hunde sus
raíces en la tierra y esconde su copa entre las nubes: tal se
adelanta Mecencio, cubierto de sus colosales armas. Eneas,
que le andaba buscando por las dilatadas haces, se dispone a
salirle al encuentro; Mecencio, impertérrito, se para aguarV
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dando a pie firme en su corpulenta mole a aquel magnánimo
enemigo. Medido que hubo con la vista el trecho que puede
alcanzar su lanza; "¡Asístanme ahora mi diestra, que es mi
dios, y esta lanza arrojadiza que estoy blandiendo! Si logro
arrebatar los despojos de ese bandolero, hago voto de vestirse
¡Oh Lauso! con los trofeos de Eneas." Dijo, y arroja desde
lo lejos la silbadora lanza, que repelida en su vuelo por el
escudo de Eneas, va a lo lejos a clavarse entre las costillas y
la ijada del ilustre Antor, antiguo compañero de Hércules,
que, venido de Argos, había trabado estrecha amistad con
Evandro y establecídose en una ciudad ítala. Cae el infeliz a
impulso de un golpe destinado a otro, y alzando los ojos al
cielo, acuérdase al morir de su dulce Argos. Entonces el piadoso
Eneas dispara a Mecencio una lanza, que atravesándole
las tres chapas de bronce, los forros de lino y las triples correas
de piel de toro que guarnecen su cóncavo broquel, va a
clavársele en la ingle, donde se embota su empuje. Alborozado
Eneas al ver correr la sangre del Tirreno, desenvaina la
espada que le pendía sobre el muslo y acosa lleno de ardor a
su ya trémulo enemigo. Lauso, al verlo lanzó un hondo gemido,
arrancado por el amor a su querido padre, y se le cubrió
el rostro de lágrimas. No pasaré en silencio, no, en esta
ocasión, ni tu nombre ¡Oh mancebo digno de eterna memoria!
ni el duro trance de tu muerte, ni tus heroicos hechos, si
las futuras edades pueden dar crédito a tan ínclita hazaña.
Inválido ya, arrastrando el pie, doblado el cuerpo por la violencia
del dolor, retirábase Mecencio, llevando clavada en el
escudo la enemiga lanza, cuando se precipita el joven entre
uno y otro armado guerrero, en el momento en que Eneas,
alta la diestra iba a descargar sobre Mecencio un tajo; párale
Lauso y mientras sus compañeros le aplauden con grandes
clamores, retírase el padre protegido por la rodela del hijo.
Disparan aquéllos a Eneas un diluvio de dardos, acribillándole
de lejos; él hirviendo en ira, se mantiene firme, cubierto
con su escudo: tal, cuando se precipitan los nubarrones
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deshechos en granizo, huyen de los campos todos los labradores
y zagales; el caminante se guarece en seguro abrigo, ya
en las escarpadas riberas de un río, ya bajo la bóveda de un
prominente peñasco, mientras el pedrisco inunda la tierra,
para poder luego, cuando reaparezca el sol, volver a la diaria
faena; así Eneas, cercado de dardos por todas partes, sostiene
aquella nube guerrera que descarga y truena sobre él, y en
estos términos increpa y amenaza a Lauso: "¿Por qué corres
así a la muerte u osas a más de lo que tus fuerzas alcanzan?
¡El amor filial te ofusca, incauto mozo!" No por eso mengua
la arrogancia del insensato Lauso, y como va ya subiendo de
punto la cólera en el capitán troyano, y ya las Parcas han
devanado los últimos estambres de la vida del mancebo,
clávale Eneas en mitad del pecho su pujante espada hasta la
guarnición, atravesándole el escudo, arma leve para tantas
bravatas, y la loriga, que su madre le había bordado con hilos
de oro. Llenósele el pecho de sangre, y abandonando el
cuerpo, voló triste su espíritu por las auras a la región de los
manes; y cuando el hijo de Anquises vio el rostro moribundo,
aquel rostro ahora cubierto de asombrosa palidez, exhaló
un gemido de profunda compasión, y oprimido su pecho
por el recuerdo de su hijo querido, tendió la mano a Lauso,
diciéndole: "¿Qué podrá ahora el pío Eneas hacer por ti ¡Oh
desventurado mancebo! que sea digno de la gloria que has
alcanzado y de tu noble condición? Quédate con tus armas,
que te daban tanto gozo; yo haré que vayas a juntarte con los
manes y las cenizas de tus padres, si algo es esto para ti: consuele
también tu miserable muerte ¡Oh joven infeliz! que has
sucumbido a manos del grande Eneas." Al mismo tiempo
increpa a los compañeros de Lauso, que tardan en acudir a
recogerle, y le levanta del suelo, chorreándole horrible sangre
la trenzada cabellera.
Entre tanto su padre Mecencio, sentado a la margen del
Tíber, estaba lavándose la herida en las aguas y daba descanso
a su cuerpo, recostado en el tronco de un árbol; lejos de
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allí pende de una rama su férreo yelmo y yacen en el prado
sus ponderosas armas. Rodéale la flor de sus jóvenes guerreros;
él doliente, jadeando, sostiene con dificultad el cuello,
cayéndole suelta sobre el pecho la peinada barba. A cada
instante pregunta por Lauso, y envía mensajeros para que se
lo traigan y le lleven las órdenes de su acongojado padre. En
esto ya algunos de sus guerreros, anegados en llanto, traían
tendido sobre un pavés el cadáver de Lauso, noble y grande
mancebo, vencido a impulso de una grande herida. Reconoció
de lejos Mecencio aquellos gemidos, y su mente le presagió
la horrible catástrofe; cúbrese de sucio polvo la cana
cabellera, y levantando al cielo ambas palmas, se aferra sobre
el cadáver de su hijo exclamando: "¡Tanto me subyugaba el
amor de la vida, que consentí, hijo mío, que tú, a quien engendré,
cayeses por mí bajo una diestra enemiga! ¡Por esas
tus heridas me he salvado yo, tu padre, y por tu muerte vivo!
¡Ay mísero de mí, ahora sí que lamento mi destierro, ahora sí
que es profunda mi herida! ¡Yo mismo, hijo mío, yo mancillé
tu nombre con mis crímenes; yo, arrojado por el odio de los
míos del solio y del imperio de mis padres! Debido era mi
castigo al odio de mi patria y de los míos, y ¡Ah! de buena
gana hubiera sacrificado con todo linaje de muertes mi culpable
vida. ¡Y ahora vivo, y aun no abandono a los mortales
ni la luz del día, pero los abandonaré!" Esto diciendo, se
incorpora sobre su destrozado muslo, y aunque el dolor de la
herida le entorpece y retarda, logra sostenerse en pie y manda
que le traigan su caballo. Era éste su orgullo y su consuelo:
caballero en él había vuelto vencedor en todas las guerras.
En estos términos habla Mecencio al abatido bruto: "Mucho
tiempo hemos vivido ¡Oh Rebo! si algo hay que dure mucho
entre los mortales. O vencedor traerás hoy sobre ti la cabeza
y los sangrientos despojos de Eneas, y serás conmigo vengador
del desastre de Lauso, o si ningún esfuerzo nos abre
camino, sucumbiremos junto; porque no creo ¡Oh fortísimo
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caballo! que quieras someterte a ajeno yugo ni tener por
amos a los Teucros."
Dijo, y ayudado de los suyos, asentó en los lomos del
corcel el acostumbrado peso de su cuerpo, y tomó en ambas
manos dos agudas jabalinas, cubierta la cabeza con un refulgente
yelmo de bronce, coronado de un penacho de crines.
Así armado lanzóse de una carrera en medio de los escuadrones
enemigos; en su corazón hierve gran vergüenza,
mezclada con rabia y dolor, y juntamente le abrasan el amor
paternal, agitado por las Furias, y la confianza en su propio
denuedo. Tres veces llamó allí con grandes voces a Eneas, el
cual, reconociéndole, invoca, lleno de gozo, a los númenes.
"¡Ojalá hagan el padre de los dioses y el alto Apolo que
conmigo trabes batalla...! Dicho esto, sálele al encuentro
lanza en ristre. Y entonces Mecencio: "¿Cómo quieres amedrentarme,
bárbaro feroz, después de haberme arrebatado a
mi hijo? Ese solo camino tenías por donde poder perderme;
ni me horroriza la muerte ni invoco auxilio de ningún dios.
Deja, pues, esas bravatas; a morir vengo, mas antes te traigo
estos dones." Dijo, y arrojó un dardo al enemigo, y luego
otro y otro, y vuela en torno de él en ancho giro; pero el
áureo escudo de Eneas sostiene el ataque. Tres veces hizo
caracolear su caballo con rápidas vueltas a la izquierda de su
enemigo, que le aguarda a pie firme; tres veces el héroe troyano
hace girar en torno de su cuerpo la horrible selva de
dardos clavados en su ferrado escudo. Luego, corrido e irritado
de tanta tardanza y de arrancar tantas flechas, viéndose
así acosado en aquella desigual pelea, revolviendo mil pensamientos
en su mente, arremete, en fin, y arroja la lanza
entre las cóncavas sienes del guerreador caballo, el cual se
levanta de manos, azota el viento con los cascos y cae de
cabeza sobre el derribado jinete, sofocándole con el peso de
su cuerpo. Troyanos y Latinos levantan al cielo ardientes
clamores; acude volando Eneas, desenvaina la espada, y de
pie sobre su enemigo, "¿Dónde está ahora, exclama, aquel
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fogoso Mecencio? ¿Qué se ha hecho de aquella indómita
pujanza?" A lo cual el Tirreno, luego que, alzando los ojos al
cielo, hubo aspirado un poco de aire y recobrado el sentido,
replicó así: "¿Por qué me insultas, rencoroso enemigo, y me
amenazas de muerte? Mátame, puedes hacerlo sin desdoro;
ni vine a la guerra para que me perdonases la vida, ni tales
pactos hizo contigo mi Lauso. Una cosa te ruego, si es que
hay alguna merced para los enemigos vencidos: permíteme
que mi cuerpo sea enterrado; sé que me rodean los acerbos
odios de los míos; defiéndeme, te ruego, de su furor, y concédeme
tener por compañero a mi hijo en el sepulcro." Dijo,
y sabedor de la suerte que le espera, recibe la espada de
Eneas en la garganta y vierte el alma entre raudales de sangre
sobre sus armas.
L A E N E I D A
253
UNDECIMO LIBRO DE LA ENEIDA
Alzábase ya del mar en tanto la naciente aurora, y Eneas,
aunque estimulado por la impaciencia de dar sepultura a sus
compañeros, y conturbado su espíritu por tantos desastres,
estaba ofreciendo vencedor sus votos a los dioses desde el
primer rayar del día. Hace hincar en la cima de un collado
una corpulenta encina, limpia de todas sus ramas, y suspende
de ella las brillantes armas, despojos del capitán Mecencio,
trofeo consagrado a ti ¡Oh gran dios de la guerra! En él coloca
el penacho del guerrero, chorreando sangre, sus rotos
dardos y su coraza agujereada y rota por doce partes; enlaza
a la izquierda su escudo de bronce y le suspende del cuello la
ebúrnea espada. En seguida arenga en estos términos a sus
entusiastas compañeros, rodeado de toda la apiñada muchedumbre
de sus capitanes: "Ya está hecho lo más ¡Oh guerreros!
deponed todo temor; eso sólo nos resta ahora. Ahí
tenéis esos despojos, primicias de un rey soberbio; ahí tenéis
a Mecencio tal cual le han parado mis manos. Marchemos
ahora a la ciudad del rey latino; apercibid las armas y anticipad
el fin de la guerra con vuestro esfuerzo y confianza, para
que ningún impedimento os conturbe, ni os retrase y amedrente
ningún suceso por cogeros desprevenidos, en mandando
los dioses que levantemos pendones y saquemos del
campamento a nuestra gente. Entre tanto entreguemos a la
tierra los insepultos cuerpos de nuestros compañeros, único
honor que dura allá en el profundo Aqueronte. Id, añade, y
pagad el postrer tributo a aquellas ilustres almas que con su
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sangre nos dieron esta patria; mas antes enviemos a la desolada
ciudad de Evandro al esforzado Palante, que un aciago
día nos arrebató, sumergiéndole en acerba muerte."
Dice así llorando, y encamina sus pasos a los umbrales
donde custodiaba los inanimados restos de Palante el anciano
Acestes, escudero del árcade Evandro, y a la sazón, bajo
menos felices auspicios, ayo de su querido hijo. En torno
estaba toda su servidumbre, multitud de Troyanos y las mujeres
de Ilión con gran duelo, y destrenzando el cabello según
la usanza. Apenas entró Eneas por el alto pórtico,
cuando alzaron sus alaridos hasta las estrellas, golpeándose el
pecho y haciendo crujir la estancia con sus lamentos: él, en
cuanto vio la cabeza sostenida y el rostro blanquísimo de
Palante, y la herida abierta por una lanza ausonia en aquel
hermoso pecho, exclama así, anegado en llanto: "¡Que así me
vede la fortuna, cuando más propicia se venía a mí, oh mísero
mancebo, que veas mi reinado y restituirte vencedor a tu
patria morada! No es esto lo que al partir prometí a tu padre
Evandro, cuando estrechándome en sus brazos me prometía
la conquista de un vasto imperio, pero advirtiéndome temeroso
que iba a pelear con gente brava y tenaz. Acaso ahora,
llevado de una vana esperanza, ofrece votos a los dioses y
acumula ofrendas en los altares, mientras nosotros, doloridos,
tributamos vanos honores a este mancebo exánime, que
ya nada debe a dioses algunos. ¡Infeliz, que verás las crueles
exequias de tu hijo! ¿Es esto lo que te prometías de mi vuelta?
¿Son estos los triunfos que esperabas? ¿Es ésta la gran fe
que tenías en mi? Mas al menos ¡Oh Evandro! no verás a tu
hijo muerto a impulsos de afrentosas heridas, ni desearás
para ti crudo fin, viéndole salvo, pero sin honra. ¡Ay de mi! y
cuánta fortaleza has perdido ¡Oh Ausonia! y tú también ¡Oh
Iulo!"
Luego que en estos términos se hubo lamentado, mandó
alzar el mísero cuerpo, confiando el honor de su última
custodia a mil guerreros elegidos entre todo su ejército, para
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255
que le acompañen y asistan al llanto del triste Evandro, pequeño
consuelo en tan grande quebranto, pero debido a un
desventurado padre. Otros diligentes entretejen zarzos con
flexibles ramas de madroño y de encina a modo de blando
féretro, que cubren con un sombrío toldo de verdura, y colocan
en aquel rústico lecho al noble mancebo, semejante a
la flor cortada por los dedos de una virgen, blanda violeta o
lánguido jacinto, que aun conservan su brillo y hermosura,
aunque la madre tierra no los sustenta ni les da fuerza. Sacó
entonces Eneas dos delicadas túnicas de grana recamadas de
oro, que con sus propias manos labró gozosa para él en otro
tiempo la sidonia Dido; lleno de dolor viste una de ellas al
mancebo por postrimera honra y cubre con un manto su
cabellera, destinada a las llamas; en seguida manda reunir y
que le traigan con gran pompa multitud de despojos bélicos
ganados en los campos de Laurento, a que añade los caballos
y las armas arrebatadas a los enemigos. Allí estaban también,
amarradas las manos detrás de la espalda, los cautivos destinados
al sacrificio por los manes de Palante, y cuya sangre
debía regar su hoguera funeral. Manda además que sus capitanes
mismos traigan troncos vestidos con las armas ganadas
a los enemigos, y que en ellos se escriban los nombres de
éstos. Síguelos, sostenido por los que le acompañan, el triste
Acestes, abrumado por la edad, y que unas veces se desgarra
el pecho con las manos, ya el rostro con las uñas, ya desplomado
se deja caer cuan largo es en tierra. Va detrás el carro
de Palante, regado con sangre rútula; síguele, sin jaez, su
caballo de batalla, Etón, triste y regando su faz gruesas lágrimas.
Unos llevan su lanza y su escudo, pues sus otras armas
están en poder del vencedor Turno; detrás van, afligida
falange, los Teucros y los Tirrenos, y los Arcades con las
armas vueltas en señal de luto. Cuando iba ya largo trecho
delante la fúnebre comitiva, paróse Eneas y así exclamó,
lanzando un profundo gemido: "A otras lágrimas nos destinan
todavía los crudos hados de esta guerra; salve por siemV
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256
pre ¡Oh noble Palante! adiós para siempre." No dijo más, y
encaminándose hacia los altos muros, dirigió el paso a sus
reales.
Ya en esto habían venido de la ciudad latina emisarios
ceñidos de oliva, pidiendo por merced se les dejase recoger
los cuerpos de los suyos, que muertos a hierro, yacían tendidos
en el campo, y darles sepultura, pues, ya no había lid
posible con unos vencidos y privados de la luz del cielo, y
debía tener piedad de los que le habían dado hospedaje y
cuya alianza había solicitado. Juzgando atendibles sus ruegos,
concédeles el bondadoso Eneas la merced que piden y así les
dice: "¿Cuál injusta fortuna ¡Oh Latinos! os ha lanzado a esta
desastrosa guerra y retraídos de tenernos por amigos? Me
pedís paz para los muertos, para los que han sucumbido a
los azares de la guerra, y en verdad que yo quisiera concedérsela
hasta a los vivos. No hubiera venido aquí si los hados no
me hubieran designado este territorio para fijar en él mi
asiento, ni muevo guerra a esta nación; vuestro Rey fue
quien quebrantó las leyes de la hospitalidad, prefiriendo poner
su confianza en las armas de Turno: más justo fuera,
pues, que Turno arrostrara la muerte que ésos han hallado. Si
quería dar término a la guerra con su diestra y arrojar de Italia
a los Teucros, debió cruzar conmigo sus armas, y hubiera
quedado con vida aquel a quien se la dieran los dioses y su
brazo. Ahora volveos y entregad al fuego los cuerpos de
vuestros míseros ciudadanos." Atónitos y en silencio escucharon
los emisarios estas razones de Eneas y quedaron mirándose
unos a otros, hasta que el más anciano de ellos,
Drances, siempre enconoso enemigo del joven Turno, responde
en estos términos: "¡Oh varón troyano, grande por tu
fama y más grande aún por tus armas! ¿Con qué loores te
ensalzaré en el firmamento? ¿Te admiraré más por tu justicia
o por tu esfuerzo en la guerra? Sí, agradecidos llevaremos tus
palabras a nuestra ciudad patria, y si algún camino abre para
ello la fortuna, te enlazaremos con el rey latino: búsquese
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257
Turno otras alianzas. Y a más nos será grato ayudarte a levantar
las grandes murallas que te están prometidas por los
hados y llevar en hombros piedras para la nueva Troya" Dijo
así, y todos unánimes aplaudieron con entusiasmo sus palabras,
ajustaron una tregua de doce días, y, a favor de aquella
paz, Teucros y Latinos vagaron juntos impunemente por las
selvas y los collados. Resuena el fresno herido del hacha;
caen los pinos erguidos hasta las estrellas, y ni cesan de rajar
con cuñas el roble y el oloroso cedro, ni de transportar quejigos
en rechinantes carros.
Ya en tanto la voladora Fama, nuncia de tan gran desastre,
había llevado su noticia a oídos de Evandro y llenado
con ella su palacio y la ciudad, después de haber poco antes
difundido por el Lacio la victoria de Palante. Precipítanse los
Arcades a las puertas asiendo, según la antigua usanza, teas
funerales; relumbra el camino una larga hilera de llamas, que
ilumina a lo lejos las campiñas. Júntase aquella dolorida muchedumbre
a la de los Frigios, que era ya llegada, y las matronas,
luego que las vieron entrar en las casas, llenaron de
férvidos clamores la desolada ciudad. No hay fuerzas entonces
que basten a sujetar a Evandro, el cual, metiéndose por
medio de la multitud, se precipita sobre el féretro de Palante,
ya puesto en tierra, y abrazándose a él con lágrimas y gemidos,
exclama así, apenas el dolor abre por fin camino a la
voz: "¡No era esto, oh Palante, lo que prometías a tu padre,
cuando protestabas que serías cauto en confiar tu vida al
crudo Marte! No se me ocultaba a mí cuánto seduce el ansia
de la primera gloria, cuánto es dulce el triunfo en un primer
combate. ¡Oh miserables primicias de tu juvenil ardor! ¡Oh
duro, aprendizaje de una vecina guerra! ¡Oh votos y oh ruegos
míos, desoídos por los dioses! ¡Oh virtuosísima esposa
mía, feliz tú, que con tu muerte, no estás reservada a este
acerbo dolor, y a diferencia de mi, triste padre, que, contra
orden natural de los hados, sobrevivo a mi hijo! ¡Si yo hubiera
seguido las armas de mis aliados los Troyanos, abríanV
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258
me los Rútulos abrumado con sus dardos, yo solo habría
entregado el alma, y esa pompa funeral me traería a mí, no a
Palante, a mi palacio! Mas no os acuso ¡Oh Teucros! ni me
pesa haber hecho alianza con vosotros, ni de haberos dado la
mano en prenda de hospitalidad; esta suerte era debida a mis
cansados años, pues ya que tan prematura muerte aguardaba
a mi hijo, dichoso fue al menos en morir habiendo antes
dado muerte a millares de Volscos y conducido a los Teucros
al Lacio. Yo mismo ¡Oh Palante! no te hubiera honrado
con más digno funeral que el que te aparejan el pío Eneas y
los animosos Frigios, y los capitanes tirrenos y todo su ejército,
trayendo esos grandes trofeos de los que inmoló tu
diestra. ¡Oh Turno! estarías ahora aquí, bajo la figura de un
gran tronco vestido de tus armas, si Palante te hubiera igualado
en edad y fuerzas. Mas, ¿para qué ¡infeliz! detengo a los
Teucros lejos del campo de batalla? Id, y acordaos bien de
decir a vuestro Rey, en mi nombre, estas palabras: "Si
muerto Palante, conservo aún esta odiosa vida, es porque
espero en tu diestra; ya ves que debes al padre y al hijo la
sangre de Turno: este solo medio os queda a ti y a la fortuna
para darme algún consuelo. No anhelo, ni sería justo, las
alegrías de la vida; mas quiero llevar ésta al hijo mío a la profunda
mansión de los manes."
En tanto la aurora había restituido su alma luz a los míseros
mortales, trayéndoles nuevamente sus trabajos y ejercicios.
Ya el caudillo Eneas, ya Tarcón habían levantado las
piras en la corva playa, donde cada cual, según la usanza
patria, hizo llevar los cuerpos de los suyos, y al levantarse las
llamas funerales, se envuelve el cielo en tenebrosa humareda.
Tres vueltas dieron a pie, ceñidos de refulgentes armas, alrededor
de las ardientes hogueras; otras tres dieron a caballo
en torno de los tristes funerales, lanzando alaridos, regando
sus lágrimas la tierra y sus armas: los clamores de los hombres
y el ruido de las trompetas llegan al cielo. Unos echan al
fuego los despojos arrebatados a los Latinos vencidos, yelL
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259
mos, ricas espadas, frenos, rápidas ruedas; otros, prendas
conocidas, los escudos de los mismos que ardían en las piras
y sus dardos, de que tan sin fortuna habían usado. En derredor
inmolan en ofrenda a la muerte multitud de toros; degüellan
en las llamas cerdosos puercos y alimañas cogidas en
los campos. Por toda la playa contemplan la quema de cuerpos
de sus compañeros y guardan las hogueras medio consumidas,
sin acertar a arrancarse de aquellos sitios, hasta que
la húmeda noche tachona el cielo de rutilantes estrellas.
De la propia suerte los míseros Latinos levantaron en diverso
sitio innumerables piras. Entierran una parte de sus
cadáveres, llevan otros a los campos inmediatos, y a la ciudad,
y queman el resto, sin distinción ni cuenta, en inmenso
y confuso montón; por doquiera relumbran a porfía con
abundantes hogueras los dilatados campos. Cuando la luz del
tercer día ahuyentó del cielo las frías sombras, fueron, desolados,
a sacar de entre los altos montones de ceniza los revueltos
huesos, para cubrirlos, tibios todavía, con un túmulo
de tierra. Pero donde son mayores el túmulo y la desolación
es en la ciudad, en el palacio del prepotente rey latino. Allí
madres, míseras esposas, allí amorosas y afligidas hermanas y
niños huérfanos, maldicen aquella horrible guerra y el proyectado
enlace con Turno, pidiendo que él sea, quien corra la
suerte de las armas, pues reclama para sí el reino de Italia y
los supremos honores. En lo mismo insiste el rencoroso
Drances, asegurando que a Turno, sólo a Turno, llama
Eneas a la lid. Al mismo tiempo, y por el contrario, muchos
hablan en favor de Turno, amparado del gran nombre de la
Reina, y a quien apoya además la alta y merecida fama que ha
ganado con sus trofeos.
En medio de aquellas turbulencias y en el hervor de
aquellos bandos, he aquí que llegan los embajadores enviados
a la gran ciudad de Diomedes, tristes con la respuesta
que traen de que nada han conseguido después de tantos
afanes y de apurados todos los medios; de nada han valido ni
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las dádivas, ni el oro, ni las más rendidas súplicas; de que es
fuerza, en fin, a los Latinos buscar el auxilio de otras armas o
solicitar la paz del rey troyano. a esta nueva, desfallece de
dolor el rey Latino: la ira de los dioses y tantos túmulos recientes,
levantados ante sus ojos, le demuestran que Eneas es
en efecto el verdadero dominador que traen los hados a Italia.
Llama, pues, a un gran consejo, en su palacio, a los próceres
de su reino, que acuden en gran número, llenando
todas las calles; en medio de ellos se sienta, nublada de tristeza
la frente, el rey Latino, el más entrado en años y el primero
de todos en autoridad. Manda introducir a los
emisarios recién llegados de la ciudad etolia y que repitan
menudamente y por su orden las respuestas que traen; entonces,
en medio de un silencio general, Vénulo, obediente,
comienza su relato en estos términos:
"Hemos visto ¡Oh ciudadanos! a Diomedes y el campamento
argivo, y arrostrando los azares del camino, hemos
tocado aquella mano a cuyo empuje cayó la ciudad de Ilión
en ocasión en que el vencedor estaba edificando en los campos
de Yapigia, al pie del monte Gárgano, la ciudad de Argiripa,
denominada así en recuerdo de su antigua patria.
Introducidos a su presencia y autorizados a hablar, presentamos
los regalos que llevábamos y declaramos nuestros
nombres y nación; quiénes habían traído la guerra a nuestro
suelo, y el motivo que nos llevaba a Arpos. Oído esto, respondiónos
así con apacible continente: "¡Oh nación afortunada,
reino de Saturno, antiguos Ausonios! ¿Qué destino
fatal os inquieta hoy y os impele a guerrear con gente desconocida?
Todos los que talamos con el hierro los campos de
Ilión, sin contar las desventuras que apuramos peleando bajo
sus altos muros, y los guerreros que oprime el Simois bajo el
peso de sus olas, vamos purgando por todo el orbe nuestras
culpas con todo linaje de infandos castigos, a tal punto, que
el mismo Príamo tendría compasión de nosotros: sábenlo la
triste estrella de Minerva y los escollo eubeos y el vengador
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261
Cafereo. Desde que concluyó aquella guerra, arrojados a
diversas playas, el atrida Menelao se ve desterrado allá en las
remotas columnas de Proteo; Ulises ve los Cíclopes del Etna.
¿Recordaré el reinado de Neptolemo; los revueltos penates
de Idomeneo; a los Locros, hoy moradores de la playa
líbica? El mismo caudillo de los valerosos griegos, el rey Micenas,
pereció en el umbral de su palacio bajo la diestra de su
pérfida esposa; el adúltero ocupa el trono de la vencida Asia.
Y a mí mismo ¿No me han vedado los dioses que, de vuelta
en mi patria, volviese a ver a una esposa deseada y a mi hermosa
Calidonia? Aun ahora me persiguen espantables visiones,
y mis perdidos compañeros, transformados en aves,
surcan el éter con sus alas y ¡Oh tremendo suplicio de los
míos! vagan por los ríos y llenan los riscos con sus lacrimosas
voces. A todo debí, en verdad, esperarme desde aquel día
en que ¡Insensato! arremetí con mi espada a los númenes y
herí a Venus en la diestra. No, ¡No! no me excitéis a la contienda;
derruida ya Pérgamo, no quiero ya la guerra con los
Teucros, ni me regocijo ya de sus antiguos desastres. Esos
presentes que me traéis de vuestro suelo patrio, llevadlos a
Eneas: frente a frente nos hemos visto, hierro a hierro, brazo
a brazo; creed a quien ha probado por experiencia propia
cuán terrible se levanta armado con su escudo, con qué pujanza
fulmina el dardo. Si el suelo del Ida hubiera producido
otros dos guerreros como Héctor y Eneas, el Dárdano hubiera
pasado a las ciudades de Inaco, y la Grecia llorara trocados
destinos. Lo que retrasó por diez años la victoria de
los Griegos junto a los muros de la fuerte Troya, fue el valor
de aquellos dos, ambos insignes por su esfuerzo y sus proezas,
pero superior Eneas por su piedad. Tenedle, pues, por
aliado a cualquier costa: mas guardaos bien de trabar batalla
con él." Ya has oído ¡Oh el mejor de los reyes! la respuesta
que traemos y lo que Diomedes opina de esta gran guerra.
Apenas hablaron los legados, empezó a circular vario
rumor por los turbados labios de los Ausonios, como cuanV
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do, atajada con piedras la rápida corriente de los ríos, hácese
un sordo murmullo en el obstruido cauce, y con el estrépito
de las olas se estremecen las vecinas riberas. Luego que se
sosegaron los ánimos y cesó el tumulto, el Rey, después de
invocar a los dioses, habló así desde su alto solio:
"Ciertamente ¡Oh Latinos! querría yo, y nos hubiera estado
mejor, que antes de ahora se tratara de este importantísimo
punto; pues no es ocasión de celebrar consejo cuando el
enemigo asedia nuestros muros. Empeñados estamos ¡Oh
ciudadanos! en importuna guerra con varones invictos, descendientes
del linaje de los dioses, gentes a quienes ningunas
batallas fatigan y que ni aun vencidos pueden deponer la
espada. Si alguna esperanza fundabais en los socorros de
armas pedidos a los Etolios, renunciad a ella; ponga en sí
cada cual toda su esperanza, y ya veis cuán pocas podemos
todos abrigar. A la vista tenéis, tocando estáis la gran ruina
de todos nuestros recursos. Ni culpo a nadie; cuanto pudo
hacer el más heroico valor, lo hemos hecho; hemos peleado
con todas las fuerzas del reino. Ahora pues voy a deciros en
cuál parecer se fija mi mente incierta; escuchadme; pocas
palabras me bastarán para enteraros de él. Poseo de antiguo
un dilatado territorio, contiguo a las márgenes del toscano
río, que se extiende hacia el ocaso hasta los confines sicilianos;
cultívanle los Auruncos y los Rútulos, labrando con la
reja sus duros collados, y apacientan sus rebaños en aquellas
asperezas. Cedamos a los Teucros, en precio de su amistad,
toda aquella región, con su alta montaña cubierta de pinos, y
ajustando con ellos equitativa paz, llamémoslos a formar
parte de nuestra nación; fijen aquí su asiento, ya que tanto lo
desean, y constrúyanse una ciudad. Si es su intento dejar
nuestro suelo, cosntruyámosles de roble ítalo veinte naves, o
más, si pueden llenarlas: dispuesto está todo el material a la
orilla del río; señalen ellos mismos el número y la calidad de
las naves; nosotros les suministraremos hierro, operarios y
todo lo preciso. Es además mi voluntad que vayan cien legaL
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dos de las principales familias latinas, con ramos de pacífica
oliva en las manos, a llevarles nuestras proposiciones, a
ajustar con ellos alianza y ofrecerles en donativo talentos de
oro y marfil, y juntamente el solio y la trabea, insignias de mi
poder real. Consultad ahora entre vosotros y venid en auxilio
de este decadente Estado."
Levántase entonces Drances, enemigo mortal de Turno,
cuya gloria le tenía devorado de secreta envidia; rico de hacienda
y aún más de facundia, pero cobarde en la guerra;
tenido por hábil en el consejo y diestro en fraguar sediciones;
de alta nobleza por su madre, ignorábase quien fuera su
padre. Puesto, pues, en pie, agrava más y más con estas palabras
la irritación de los ánimos:
"A nadie se oculta, ¡Oh buen Rey! ni necesita el testimonio
de mi voz, el grave punto de que estás tratando. Todos
sabemos, pero ninguno osa decir, lo que reclama el bien de
la nación. Dejemos libertad de hablar y rebaje sus fieros
aquel cuyos infaustos auspicios y por cuya fatal influencia (lo
diré, sí, aunque sus armas me amenacen con la muerte) sucumbieron
tantos ilustres caudillos y vemos a toda la ciudad
anegada en llanto; mientras él prueba a atacar los reales troyanos,
confiado en la fuga, y amenaza con sus armas al cielo.
A esos numerosos presentes que dispones destinar a los
Dárdanos ¡Oh el mejor de los reyes! añade uno, uno solo; y
no te retraiga ajena violencia de dar ¡Oh padre! tu hija a un
esclarecido yerno, digno de ella, y de ajustar así la paz con
eterna alianza. Si el terror que Turno te inspira es tal, que no
osas hacerlo así, supliquémosle, imploremos de él mismo por
merced, que ceda, que deje al Rey usar de su derecho y sacrifique
su interés al bien de la patria. ¿Por qué lanzas en inevitables
desastres a nuestros míseros ciudadanos, ¡Oh tú!
origen y causa de todas las desventuras del Lacio? No hay
para nosotros salvación posible en la guerra; todos te pedimos
la paz ¡Oh Turno! y con ella la única prenda inviolable
de la paz. Yo el primero, yo, de cuya enemistad estás persuaV
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dido, y no niego que con razón, te dirijo esta súplica: compadécete
de los tuyos, depón esos bríos, y vencido retírate;
bastantes derrotas y desastres hemos sufrido ya; harto desolados
están ya nuestros extensos campos. O si tanto te tira el
amor de la gloria, si es tan esforzado tu corazón, si aun insistes
en que la que sea tu esposa te ha de traer por dote un
trono, lánzate y confiado opón tu pecho al enemigo que te
aguarda. ¡Bueno fuera que para que Turno obtenga una esposa
de sangre real, nosotros, almas viriles, turba insepulta y
de nadie llorada, quedáramos tendidos en los campos de
batalla! ¡No! si hay alguna fortaleza en ti, si conservas algo
del valor de tu linaje, ve a verte cara a cara con el que te está
desafiando..."
Subió de punto con tales razones el furor de Turno, el
cual, bramando de ira, rompió a hablar en estos acentos,
arrancados de lo más hondo de su pecho: "Cierto que siempre
¡Oh Drances! tienes gran flujo de palabras cuando la
guerra pide manos; siempre acudes el primero a las juntas de
los próceres; pero no es ocasión de llenar la sala del Consejo
con esa multitud de pomposas palabras, que muy seguro
echas a volar, mientras la valla de los muros detiene al enemigo
y no rebosan en sangre los fosos. ¡Truene pues, según
costumbre, tu elocuencia; motéjame de cobarde; tú Drances,
tú, cuya diestra ha aglomerado tantos sangrientos montones
de cadáveres teucros y cubierto aquí y allí los campos de
tantos insignes trofeos! No estará de más, sin embargo, que
probemos lo que da de sí tu impetuoso brío; no tendremos
que ir a buscar lejos los enemigos; por donde quiera rodean
nuestras murallas. ¿Vamos a su encuentro? ¿Qué te detiene?
¿Siempre tu bélico ardor ha de estar, por ventura, en tu fanfarrona
lengua y en esos fugaces pies?... ¡Yo vencido! ¿Y
quién, infame, podrá con razón motejarme de vencido, después
de haber visto crecer hinchado el Tíber con sangre troyana,
derrumbarse con su linaje toda la casa de Evandro y a
los Arcades despojados de sus armas? No me encontraron
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tal como dices Bicias y el corpulento Pandaro y los mil guerreros
que arrojé, vencedor, al Tártaro, aquel día en que me
vi encerrado en los muros enemigos, cercado de una furiosa
muchedumbre. ¡No hay para nosotros salvación posible en la
guerra! ¡Insensato! Ve a halagar con esas palabras los oídos
del caudillo dárdano y de tus parciales; no te detengas en
conturbar a todos con tu gran miedo, en ensalzar la pujanza
de unas gentes dos veces vencidas, ni en deprimir las armas
de los Latinos. ¿Y por qué no añades que los caudillos de los
Mirmidones, y el hijo de Tideo y Aquiles de Larisa, tiemblan
de las armas frigias, y que el río Aufido hace retroceder su
corriente, medrosa de las ondas adriáticas? ¡Artífice de maldades,
aparenta que no se atreve a hablar contra mi causa, y
con su fingido miedo encona los ánimos contra mí! No
tiembles, no huyas; nunca esta diestra te arrancará esa alma
vil; more contigo y quédese en ese pecho, digno de ella.
Ahora, ¡Oh gran Rey! vuelvo a ti y a tu consulta. Si ninguna
esperanza pones ya en nuestras armas, si tan perdidos estamos,
y porque una vez volvimos la espalda, hemos caído tan
completamente, que ya la fortuna no tiene desquite para
nosotros, imploremos la paz y tendamos al vencedor las
inertes manos, aunque... ¡Oh, si aun nos quedase algo de
usado brío!... ¡Feliz el que, por no presenciar estas miserias,
cayó sin vida en la batalla y con su boca mordió la tierra! Mas
su aun nos quedan recursos, si aun está entera nuestra juventud,
y las ciudades y los pueblos de Italia pueden darnos
auxilios; si los Troyanos han ganado gloria a costa de mucha
sangre; si también ellos han tenido sus funerales, y todos
hemos corrido igual borrasca, ¿Por qué desfallecemos sin
pudor ahora que empieza la guerra? ¿Por qué nos damos a
temblar antes de que la trompeta toque el arma? El tiempo y
la trabajosa sucesión de los días han traído muchas cosas a
mejor estado; a muchos la fortuna, después de hacerlos juguete
suyo, asistiéndolos y abandonándolos alternativamente,
acabó en fin por colocarlos en una sólida prosperidad.
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266
No nos auxiliará el Etolio ni la ciudad de Arpos, pero serán
con nosotros Mesapo y el afortunado Tolumnio y tantos
caudillos como nos han enviado los pueblos de Italia; no
será escasa la gloria en seguir a los elegidos del Lacio y de los
campos laurentinos. Con nosotros está también Camila, de la
ilustre nación de los Volscos, que acaudilla un escuadrón de
jinetes, gente lucida y bien armada de hierro. Mas si sólo
conmigo quieren pelear los Teucros, si os place que así sea, y
si tan grande obstáculo soy al pro comunal, no es tan esquiva
con estas manos la victoria, que me arredre prueba alguna a
trueque de tan grandes esperanzas. Contra él iré animoso, y
más que supere en esfuerzo el grande Aquiles y, como él, se
vista de armas forjadas por Vulcano, yo, Turno, no inferior
en valentía a ninguno de mis mayores, os consagro esta mi
vida a vosotros y a mi suegro el rey Latino. A mí solo me
desafía Eneas; desafíeme, yo lo pido. Si me persigue la cólera
de los dioses, no es razón que los aplaque Drances con su
muerte; y si hay virtud y gloria que ganar en este trance,
tampoco es razón que me las quite."
Mientras de esta suerte disputaban acaloradamente sobre
su apurada situación, levantaba Eneas sus reales y ponía en
movimiento su ejército, y he aquí que de pronto se precipita
en las regias estancias un mensajero con gran tumulto, llenando
de espanto a toda la ciudad, con la nueva de que los
Teucros y la hueste tirrena, en orden de batalla, han dejado el
río Tíber y se acercan, cubriendo las dilatadas campiñas.
Contúrbanse los ánimos; la multitud se altera y agita: el furor
aguija todos los pechos. Trémulos de ira, todos requieren sus
armas, por armas brama la briosa juventud; contristados los
ancianos, lloran y murmuran por lo bajo; por donde quiera
se alzan en los aires discordes clamores; bien así como cuando
se posan en un espeso bosque multitud de aves, o cuando
en el río de Padua, abundante en peces, los roncos cisnes
atruenan las parleras marismas. Aprovechando Turno aquella
ocasión, "Así, ciudadanos, exclama, celebrad consejo, y senL
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tados en vuestras sillas, alabad las ventajas de la paz, mientras
las armas enemigas invaden el reino." No dice más, y
arrójase rápido fuera de la estancia. "Tú, Voluso, le dice, haz
que se armen las huestes de los Volscos y trae a los Rútulos;
Mesapo, y tú Coras, con tu hermano, cubrid los llanos con la
caballería. Defiendan unos las avenidas de la ciudad y ocupen
las torres, y quédense los demás para seguirme adonde
yo los mande." Con esto, la población entera se precipita a
las murallas; el mismo rey Latino abandona el consejo y
conturbado con las calamidades de los tiempos, aplaza aquellas
grandes deliberaciones. Acúsase agriamente de no haber
acogido de buen grado al dárdano Eneas y asociádole en
calidad de yerno a su imperio. Otros abren zanjas delante de
las puertas, o acarrean piedras y estacas; la ronca bocina da la
sangrienta señal de la lid; las mujeres y los niños se suben en
tropel a los adarves; a todos concita aquel postrero trance.
Rodeada de una muchedumbre de matronas, dirígese la Reina,
llevando ofrendas, al templo y al alto alcázar de Palas; a
su lado va la virgen Lavinia, causa de aquel tan gran desastre,
clavados en tierra los hermosos ojos. Van entrando por su
orden las matronas en el templo, que perfuman con inciensos
y desde el alto atrio comienzan a entonar estos tristes
lamentos: "¡Armipotente árbitra de la guerra, virgen hija de
Tritón, quebranta con tu mano las armas del frigio robador,
y derríbale en el suelo, y póstrale bajo esas altas puertas!"
Entre tanto, ardiendo en ira, cíñese Turno las armas para la
pelea; ya se ha vestido la coraza rútula, erizada de escamas de
bronce, y se ha rodeado a las piernas las grebas de oro, desnudas
todavía las sienes; ya se había ceñido la espada al costado,
y rutilante bajaba corriendo desde el alto alcázar,
rebosando de ufanía y seguro ya de vencer al enemigo. No
de otra suerte, cuando, rotas sus ligaduras, se escapa de la
cuadra, libre en fin, un caballo, apodérase del abierto campo,
o se dirige a las dehesas y a las yeguadas, o corre a bañarse
en las aguas del conocido río, dando botes, relinchando alV
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borozado, aguzadas las orejas y encorvada la cerviz, cayéndole
en desorden las crines por cuello y brazos. Sale a su
encuentro, seguido de su escuadrón de Volscos, la reina Camila,
la cual se apea de su corcel en las mismas puertas de la
ciudad, siguiendo su ejemplo toda la cohorte, y dice así a
Turno: "Si puede tenerse confianza en la propia fortaleza, yo
la tengo en la mía, y te prometo hacer frente a las huestes de
Eneas y marchar sola contra la caballería tirrena. Consiente
que yo sea quien arrostre los primeros peligros de la guerra;
tú quédate con los peones en las murallas y guarda la ciudad."
Clavados los ojos en la terrible virgen, respóndele así
Turno: "¡Oh virgen, gloria de Italia! ¿Cómo podré agradecerte,
cómo podré pagarte tan gran merced? Ven, pues que
tu aliento es superior a todo; ven a compartir conmigo estos
grandes afanes. Según las voces que corren y las noticias que
me han traído mis exploradores, el pérfido Eneas ha adelantado
un destacamento de caballería ligera que recorra el
campo, mientras él se dirige a la ciudad por las desiertas
cumbres del monte. Yo le preparo una celada en el recodo
que forma el camino del bosque, cubriendo ambos lados de
gente armada; tú lleva tus pendones contra la caballería tirrena;
contigo irán el impetuoso Mesapo, las escuadras latinas y
la hueste tiburtina; tú acaudillarás esas fuerzas." Dice así, y
con semejantes razones exhorta a pelear a Mesapo y a los
capitanes aliados; en seguida marcha al encuentro enemigo.
Hay en lo más fragoso del monte una quebrada, lugar adecuado
para emboscadas y asechanzas de guerra, que rodean
por ambos lados negros y espesos matorrales; conduce a él
una angosta senda, encubierta y peligrosa boca. Sobre ella, y
en la cumbre de uno de los cerros que la rodean, se extiende
una planicie oculta, segura guarida, ya para acometer de improviso
a derecha o a izquierda, ya para destrozar desde
aquella altura al enemigo, haciendo rodar sobre él enormes
piedras. Allí se dirige Turno por caminos conocidos, y apoderado
del llano, se embosca en aquellas pérfidas espesuras.
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Entre tanto, en las mansiones celestiales, la hija de Latona,
llama a la ligera Opis, una de las vírgenes, sus sagradas
compañeras, y llena de tristeza le dirige estas palabras: "Camila
¡Oh virgen! se encamina a una guerra cruel, y vanamente
ciñe nuestras armas. Camila me es cara más que otra
virgen alguna, y no es nuevo este cariño, ni nacido de súbito
en el corazón de Diana. Cuando arrojado del trono por el
odio de sus vasallos, nacido de su soberbia y tiranía, salió
Metabo, su padre, de la antigua ciudad de Triverno, huyendo
por en medio de los combates, llévasela niña todavía, por
compañera en su destierro, y la llamó Camila, del nombre un
tanto alterado de su madre Casmila. Llevándola en brazos,
encaminábase por las largas cordilleras de los desiertos bosques,
siempre acosado por los fieros dardos de los Vloscos,
que sin tregua le iban dando alcance. Encuéntrase en esto
atajado en su fuga por el río Amaseno, que desbordado con
las deshechas lluvias, cubría de espuma sus dos riberas: Metabo
se dispone a cruzarle a nado, pero le detiene el amor de
su hija; tiembla por aquella querida carga, y discurriendo qué
hacer en tal trance, al cabo se fija en esta resolución: en mitad
de la robusta y nudosa lanza de roble curado al fuego que
blandía en sus batallas, y llevaba a la sazón con pujante brazo,
ató mañoso, a su hija bien rodeada de cortezas de alcornoque
silvestre; vibrando fuego la lanza con vigorosa diestra,
exclama así, fijos los ojos en el firmamento: "¡Oh alma virgen,
hija de Latona, moradora de las selvas, yo te consagro
esta niña, de quien soy padre; pendiente por primera vez de
tus armas, te implora huyendo de sus enemigos por el viento;
acoge, oh diosa, yo te lo ruego, acoge esta prenda tuya,
que ahora se confía a las inseguras auras!" Dijo, y echando
atrás el brazo, arroja con ímpetu la lanza; resonaron las olas;
por cima del rápido río huye la infeliz Camila, asida a la rechinante
asta; en seguida Metabo, acosado ya muy de cerca
por la turba de sus perseguidores, se precipita en el río, y
pronto vencedor, arranca de la yerba su lanza, y con ella la
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niña, ya consagrada a Diana. Nadie le dio asilo bajo su techo,
ninguna ciudad le recibió en sus murallas, ni él, tal era su
fiereza, habría admitido hospitalidad alguna; como los pastores,
pasaba la vida en los solitarios montes. Allí, entre malezas
y cavernosos riscos, criaba a su hija con la leche de una
yegua bravía, exprimiéndole las ubres en los tiernos labios de
la niña. Apenas empezó ésta a afirmar en el suelo las tiernas
plantas, armó sus manos con un agudo venablo, pesado para
ellas, y suspendió de sus pequeñuelos hombros arco y flechas;
en vez de diadema de oro, en vez de flotante manto,
una piel de tigre le pendía de la cabeza sobre la espalda. Ya
entonces con la tierna mano disparaba infantiles dardos, y
blandía en torno de su cabeza la honda de cuero retorcido,
derribando, ya la grulla estrimonia, ya el blanco cisne. Vanamente
muchas madres de las ciudades tirrenas la desearon
para nuera; contenta con ser sólo Diana, abriga intacto en su
pecho un invencible apego a las armas y a su virginidad. Bien
quisiera que no se hubiese empeñado en esa terrible guerra
que quiere hacer a los Teucros, y hoy sería una de mis queridas
compañeras; mas ya que pesan sobre ella los crueles hados,
ea pues, ¡Oh ninfa! deslízate del firmamento y ve a
visitar los confines latinos, donde va a trabarse bajo infausto
agüero la tremenda lid. Toma este arco, y saca de mi aljaba
una flecha vengadora, y armada con ella, sea quien fuere el
que ose herir el sagrado cuerpo de Camila, sea Troyano o
Italo, corra su sangre en mi desagravio; luego yo llevaré a un
túmulo en una nube el cuerpo y las intactas armas de la desventurada,
y la restituiré a su patria." Dijo, y deslizándose
por las auras la leve ninfa con sonoro vuelo, bajó del cielo,
circundada de un negro turbión.
Acércanse entre tanto a los muros el ejército troyano y
los capitanes etruscos y toda la caballería, formada en escuadras;
hierve el campo todo en briosos corceles, que revolviéndose
aquí y allí, van tascando el freno que los oprime;
erízase el llano a lo lejos de ferradas lanzas, y todo él centeL
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llea con las puntas de las armas. A su encuentro salen Mesapo,
los veloces Latinos y Coras, con su hermano, y la hueste
de la virgen Camila, formada en alas, todos con las lanzas en
ristre y vibrando los dardos: a medida que se acercan crece el
ardimiento en hombres y caballos. Páranse uno y otro ejército
a tiro de dardo, y prorrumpen en súbito alarido y aguijan
los animosos caballos; por ambas partes cae, a manera de
apretada nieve, un diluvio de dardos, con cuya sombra se
encapota el cielo. Al punto Tirreno y el fogoso Aconteo,
enristradas las lanzas, se arremeten los primeros y chocan
entre sí con gran ruido, estrellándose sus caballos pecho
contra pecho; derribado Aconteo con la rapidez del rayo, o
como proyectil lanzado por una catapulta, va a rodar gran
trecho y exhala el alma en los aires. Turbadas con esto de
súbito las escuadras latinas, échanse a la espalda las rodelas y
revuelven los caballos hacia la ciudad, alanceadas por los
Troyanos al mando del caudillo Asilas; y ya se acercaban a
las puertas, cuando por segunda vez los Latinos alzan gran
clamor y hacen volver de pronto a sus caballos los flexibles
cuellos. Huyen los Teucros, y a todo escape se repliegan a
gran distancia: no de otra suerte el mar en sus continuos
vaivenes, ya desborda por las playas y con sus espumosas
olas cubre los riscos y anega las últimas arenas, ya retrocede
rápido, y sorbiendo en revuelto remolino los arrastrados
peñascos, abandona resbalándose la orilla. Dos veces los
Toscanos arrollaron a los Rútulos hasta las murallas; dos
veces rechazados volvieron la espalda cubriéndose con sus
rodelas; y mas al tercer encuentro, trábanse unas con otras
todas las escuadras, cada guerrero elige su adversario, y ya
entonces se oyen los gemidos de los moribundos, y en un
lago de sangre se revuelcan mezclados hombres y caballos
expirantes, entre montones de armas, y se enciende un combate
crudísimo. Orsíloco, temeroso de atacar frente a frente
a Rémulo, arroja una lanza a su caballo y se la clava debajo
de la oreja, a cuya herida empínase furioso el trotón y bracea
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impaciente enhiesto el pecho; su jinete cae derribado en tierra;
Catilo mata a Iolas y a Herminio, grande por su esfuerzo,
grande por su corpulencia y sus armas: desnuda lleva la cabeza,
que cubre roja cabellera, y desnudos los hombros, pues
no le espantan las heridas; siempre se opone por blanco a las
armas enemigas. La lanza de Catilo va vibrando a atravesar
de parte a parte sus anchas espaldas, y con la violencia del
dolor le obliga a encorvarse. Por todas partes corren raudales
de negra sangre, todos los combatientes hacen horrible estrago
con las armas, y buscan, arrostrando heridas, una honrosa
muerte.
Embravécese en lo más recio del combate la amazona
Camila, ceñida la aljaba, descubierto un pecho para la lidia, y
ora dispara con su mano multitud de flexibles dardos, ora
ase con infatigable diestra una poderosa hacha; pendientes
de su hombro resuenan el arco de oro y las armas de Diana:
si rechazada alguna vez tiene que retroceder, todavía en su
fuga vuelve el arco y va asestando flechas. En torno suyo
avanza la flor de sus compañeras, la virgen Lavinia, Tula y
Tarpeya, que blande una segur de bronce; ítalas todas y que
la misma divina Camila eligió para honrarse con ellas, sus
fieles auxiliares en paz y en guerra; semejantes a las amazonas
tracias, que recorren las márgenes del Termodonte y
guerrean con sus pintadas armas ya en derredor de Hipólito,
ya cuando la belicosa Pentesilea vuela en su carro, y en pos
de ella se embravecen con grandes alaridos sus mujeriles
huestes, armadas de lunados broqueles. ¿A quién el primero
¡Oh formidable virgen! a quién el último derribaste con tus
dardos? ¿Cuántos cuerpos moribundos postraste en la tierra?
Fue el primero Euneo, hijo de Clitio, al cual, como se le pusiese
delante, traspasó con su larga pica el descubierto pecho:
cae Euneo vomitando arroyos de sangre, muerde la sangrienta
tierra, y con las ansias de la muerte se revuelca sobre
su herida. Acomete en seguida a Liris y a Pagaso, los cuales,
en el momento en que el primero, derribado de su caballo,
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herido en el vientre, se ansía a las riendas, y el segundo acudía
en su auxilio, tendiendo al caído una inerme mano, ruedan
juntos al suelo. Rueda, a más de ellos, Amastro, hijo de
Hipotas, y aunque de lejos, persigue y amaga con su lanza a
Tereas, a Harpalico, a Demofoonte y a Cromis. Cada dardo
que disparó la virgen costó la vida de un guerrero frigio.
Peleaba a gran distancia con desconocidas armas, y montado
en un caballo de Apulia, el cazador Ornito: cubría sus anchos
hombros una piel de toro, y su cabeza las enormes fauces
abiertas de un lobo, con las quijadas guarnecidas de
blancos dientes; un agreste venablo arma su diestra: revuélvese
en medio de la muchedumbre, y su cabeza entera sobresale
por encima de todos. Alcánzale Camila fácilmente,
pues ya estaba desbandada su hueste, le atraviesa de parte a
parte, y así le dice con saña acerba: ¿Pensabas Tirreno, que
esto era acosar a las alimañas en las selvas? Ya llegó el día en
que las armas de una mujer te volviesen al cuerpo tus arrogantes
palabras; no será, sin embargo, poca gloria para ti el
poder decir a los manes de tus mayores que has sucumbido a
las armas de Camila." Arremete al punto a Orsíloco y a Butes,
los dos troyanos de mayor estatura; Butes a caballo hacíale
frente, cuando le clavó ella su lanza entre el yelmo y la
loriga, en la parte por donde se la descubre el cuello y de que
pende la rodela sobre el derecho brazo. Huyendo de Orsíloco
a favor de un gran rodeo, córtale de pronto el paso, y a su
vez persigue al que la perseguía antes; entonces, irguiéndose
en su caballo, descarga su poderosa segur sobre las armas y
los huesos del guerrero, que mucho la imploraba; al fiero
golpe, rocíanle el rostro los calientes sesos. Sobreviene en
esto, y queda inmóvil de terror a la súbita aparición de Camila,
un guerrero, hijo de Auno, morador del Apenino, no el
último de los Ligures mientras los hados le consintieron
ejercitarse en dolos; el cual, en cuanto vio que no le quedaba
camino de eludir el combate con la fuga, ni de apartar a la
Reina, que ya se le venía encima, discurre un ardid para enV
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gañarla, y dícele así: "¿Qué lauro esperas, mujer, si pones tu
confianza en ese brioso caballo? Renuncia a la fuga y ven a
probarte aquí en tierra conmigo de igual a igual, en combate
de cerca y a pie; pronto verás la gloria que sacas de tu arrogancia."
Dijo. Furiosa Camila y ardiendo en acerbo dolor, da
el caballo a una de sus compañeras, y se presta a una lid
igual, a pie, desnuda la espada e impertérrita bajo su limpia
rodela; mientras el mancebo, persuadido del logro de su estratagema,
vuelve las riendas sin perder momento y echa a
huir a todo escape, atarazando con los ferrados talones los
ijares de su veloz caballo. "Pérfido Ligur, jactancioso y cobarde,
vanamente has recurrido a las mañas propias de tu
nación; no te valdrá tu ardid para tornar incólume al lado de
tu artero padre Auno." Dice así la virgen, y veloz como el
rayo, se adelanta al caballo en la carrera, y asiéndole el freno,
acomete de frente al jinete y se venga de él derramando su
enemiga sangre. No con mayor facilidad el gavilán consagrado
a Marte persigue, volando desde una alta peña, a la paloma,
que en su fuga va a perderse en las nubes, y la ase en fin
y la despedaza con sus corvas garras, juntas caen por los
aires sangre y arrancadas plumas.
Contemplando en tanto aquellos hechos con cuidadosos
ojos el padre de los hombres y de los dioses, sentado en el
excelso Olimpo, inflama al tirreno Tarcón en bélico furor y
aguija al más alto punto sus iras. Con esto Tarcón, cruzando
a caballo en medio de la matanza por entre sus huestes, que
ya empezaban a cejar, las alienta con sus palabras, llamando a
cada cual por su nombre, y rehace las desbandadas filas.
"¿Qué pavura, qué inercia se ha apoderado de vuestras almas,
¡Oh Tirrenos! siempre cobardes, siempre sin vergüenza
de vuestra cobardía? ¿Una mujer os dispersa y rompe esas
huestes? ¿Para qué esas espadas, qué valen esas inútiles armas
en vuestras manos? Pues a fe que no sois flojos en las
nocturnas lides de Venus, o cuando la corva flauta os brinda
a los coros de Baco y aguardáis los festines y las copas de la
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abundosa mesa. Sólo eso os gusta; vuestro solo afán es que
el favorable arúspice os anuncie los sacrificios y que una
pingüe víctima os llame a lo profundo de los sagrados bosques."
Dijo, y decidido a morir, lanza su caballo en medio de
los escuadrones enemigos, arremete como un turbión a
Vénulo, se abraza con él, le arranca de su corcel y se lo lleva,
apretándole con toda su fuerza contra su pecho. Alzase al
cielo gran clamoreo, y todos los Latinos fijan sus miradas en
Tarcón, que vuela por el campo como un rayo, llevándose al
guerrero y sus armas; al mismo tiempo le rompe la ferrada
punta de su lanza, y busca los lados descubiertos por donde
pueda herirle de muerte, mientras Vénulo relucha y forcejea
por apartar de su garganta la mano que le oprime. Cual rojiza
águila se remonta llevando clavada en sus garras apresada
serpiente, la cual, herida, se retuerce y enrosca, eriza sus escamas
y silba, irguiendo la cabeza, sin que por eso la atarace
menos el águila con el corvo pico, mientras bate el éter con
las alas; no de otra suerte Tarcón triunfante se lleva su presa,
arrebatada a la hueste tiburtina. Incitados por el ejemplo y la
hazaña de su caudillo, vuelan a la lid los Meonios; entonces
Arrunte, predestinado a cercana muerte, empieza a girar
cautelosamente alrededor de la veloz Camila, buscando la
ocasión propicia de alcanzar con la astucia una fácil victoria.
Adonde quiera que se dirige la fogosa virgen por medio de
las huestes, allí se dirige Arrunte, siguiendo silencioso sus
pisadas; adonde quiera que torna vencedora, dejando atrás al
enemigo, allí vuelve el mancebo furtivamente las riendas de
su veloz caballo, y por todas partes, sin cesar un punto, va
siempre rodando en pos de ella el traidor, blandiendo en su
mano un certero dardo. Por dicha a la sazón se apareció a lo
lejos Cloreo, consagrado a Cibeles, y en otro tiempo su sacerdote,
todo esplendente con sus magníficas armas frigias,
caballero en un espumante corcel, enjaezado con una piel
entretejida de oro y bronce, formando escamas a modo de
plumaje: él, vistoso con los vivos colores de su extranjera
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grana, iba disparando con su ballesta lisia flechas cretenses.
Pendiente de los hombros del vate resuena un arco de oro, y
de oro es también su almete; recogidos lleva con un broche
de rojizo oro los crujientes pliegues de su amarilla clámide y
de su marlota de lino: la aguja había recamado sus vestiduras
y sus grebas a la extranjera usanza. Ya fuese por el deseo de
suspender en sus templos armas troyanas, ya por el de engalanarse
en sus cacerías con aquellas áureas ropas, sólo a Cloreo
perseguía la incauta virgen en medio de la recia batalla y
por todo el campo, ardiendo en mujeril codicia de aquella
presa y de aquellos despojos. Entonces el insidioso Arrunte,
que ve llegada la ocasión propicia, blande su dardo, alzando
a los dioses esta plegaria: "¡Oh el más poderoso de los númenes,
Apolo! custodio del sagrado Soracte; tú, a quien damos
culto los primeros y en cuyo honor hacemos arder
perpetuamente hogueras de hacinados pinos; tú, por cuyo
favor podemos tus adoradores andar ilesos sobre ascuas,
concédeme, Padre omnipotente, borrar este desdoro de
nuestras armas. No codicio los despojos ni el trofeo de la
debelada virgen ni ningún otro botín; otras proezas me darán
fama: con tal que mi dardo destruya esa fiera plaga, me resigno
a tornar sin gloria a las ciudades de mi patria." Oyóle
Febo y otorgóle en su mente que lograse una parte de su
voto; mas dispersó la otra por las leves auras: concedió a sus
preces que postrase con súbita muerte a la desprevenida
Camila, mas no que tornase a ver su noble patria: estas palabras
se llevaron los notos en sus procelosas alas. Resonó por
fin, cruzando las auras, el dispersado dardo; todos los
Volscos volvieron hacia la Reina los irritados ánimos y los
ojos; ella, empero, no advierte el silbido del dardo en el aire
ni le ve venir, hasta que se hincó debajo del cortado seno y
se empapó profundamente en su virgínea sangre. Trémulas
sus compañeras acuden al punto y sostienen a su desfallecida
señora, mientras Arrunte, despavorido, huye de todos, lleno
de alegría mezclada con miedo, sin atreverse ya ni a confiar
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en su lanza ni a arrostrar los dardos de la virgen. Bien así
como, antes de que le acosen los enemigos venablos, va corriendo
por extraviadas sendas a esconderse en las hondas
breñas el lobo que ha dado muerte a un pastor o un gran
novillo, y como quien conoce su atrevido delito, todo trémulo,
recogida la cola entre las piernas y pegada al vientre,
huye a las selvas, no de otra suerte Arrunte, conturbado, se
sustrae a la vista de todos, y atento sólo a la fuga, fue a confundirse
entre la muchedumbre de los suyos. Camila, moribunda,
quiere arrancarse el dardo con la mano; pero la
ferrada punta está clavada con honda herida entre las costillas.
Doblégase su cuerpo con la gran pérdida de sangre; ciérranse
sus ojos con el frío de la muerte, y el color, antes
púrpura, abandona su rostro. Entonces, próxima a expirar,
habla así a Acca, una de sus compañeras, la que le es más fiel
entre todas y con quien solía compartir sus cuidados: "Hasta
aquí, Acca hermana, he tenido fuerzas; ahora me mata esta
cruel herida, y todo en torno de mi se cubre de densas tinieblas.
Corre y lleva a Turno estas mis postreras palabras; dile
que me reemplace en la lid y ahuyente de la ciudad a los Troyanos;
¡Y ahora, adiós!" Esto diciendo, suelta las riendas e
involuntariamente se desliza del caballo al suelo; luego poco
a poco se va la vida desprendiendo de su aterido cuerpo,
doblégasele el flexible cuello, su cabeza se rinde al peso de la
muerte, deja caer las armas, y exhalando un gemido, huye su
indignado espíritu a la región de las sombras. Alzase entonces
un inmenso clamor, que va a herir los dorados astros;
muerta Camila, enciéndese aún más la lidia; todos a la par, en
apiñado tropel se precipitan unos contra otros, los Teucros,
los caudillos tirrenos y los escuadrones árcades de Evandro.
Hacía ya tiempo, en tanto, que la ninfa de Diana, Opis,
desde la cumbre de un enhiesto monte, contemplaba impávida
la batalla. Tan luego como vio a lo lejos, entre los clamores
de los enfurecidos mancebos a Camila, víctima de
dolorosa muerte, exhaló un gemido y arrancó de lo más
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hondo del pecho estos lamentos: "¡Ah! con harto cruel castigo
has pagado ¡Oh virgen! tu empeño de guerrear contra los
Troyanos. No te valió pasar la vida en la soledad de las selvas,
dada al culto de Diana, ni ceñir al hombro nuestras saetas.
Sin embargo, tu reina no te abandona sin gloria en este
último trance, ni tu muerte quedará desconocida y obscura
entre las gentes, ni pasarás por la ignominia de no haber sido
vengada, pues sea quien fuere el que ha herido tu sagrado
cuerpo, lo pagará con la muerte, que tiene merecida." A la
falda de un alto monte se alzaba un gran túmulo de tierra,
sepulcro de Derceno, antiguo rey Laurento, cubierto por una
sombría encina; allí fue donde se dirigió primero con rápido
vuelo la bellísima diosa, y buscando con los ojos a Arrunte
desde el alto túmulo, no bien le hubo visto, resplandeciente
con sus armas y muy engreído de su fácil proeza. "'Por qué
andas así tan huido? le dijo; encamina aquí tus pasos, ven
aquí a morir, ven a cobrar el premio debido al matador de
Camila. ¡Y que tú también hayas de sucumbir a los dardos de
Diana!..." Dijo así la ninfa tracia, y sacando de la áurea aljaba
una voladora saeta, tendió airada el arco, apartándolo de sí
gran trecho, hasta que dobladas sus dos empulgueras, vinieron
a juntarse, teniendo ella a la par asido con la mano izquierda
el casquillo, y sujeta la cuerda al seno con la diestra:
de súbito Arrunte oye a un tiempo mismo el crujir del dardo
y el son del aire, y va el hierro a hincarse en su cuerpo; sus
compañeros le abandonan, dando entre gemidos las últimas
boqueadas en el desconocido polvo de los campos. Opis se
remonta en sus alas al etéreo Olimpo.
Huye la primera, perdida su señora, la caballería ligera de
Camila; huyen los Rútulos, huye el impetuoso Atinas; desbandados,
confundidos, caudillos y escuadrones sólo atienden
a ponerse en salvo, y revuelven a escape sus caballos
hacia las murallas. Ninguno es poderoso a atacar ni a hacer
frente a los Troyanos, que los van acosando y causándoles
fiera mortandad; antes todos llevan pendientes de los desfaL
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llecidos hombros los arcos desarmados; el casco de los caballos
bate en su carrera el polvoroso campo. Rueda el polvo
en negros torbellinos hasta los muros, donde las matronas,
subidas en las atalayas, alzan hasta los astros sus mujeriles
clamores, golpeándose los pechos. Los primeros que en su
fuga se precipitan a las puertas francas, caen arrollados por el
tropel de enemigos que se les viene encima, y no logran esquivar
una miserable muerte; antes en los mismos umbrales,
dentro de las murallas de su patria, en el seguro de sus propias
casas, exhalan las vidas acuchillados. Unos cierran las
puertas y no se atreven a franquear el paso a sus compañeros
ni acogerlos en los muros a pesar de sus ruegos; hácese una
espantosa carnicería de los que con las armas impiden la
entrada y de los que se precipitan sobre ellos. Rechazados de
la ciudad, a la vista de sus llorosos padres, unos, arrastrados
por las desbandadas reliquias de los suyos, caen despeñados
y revueltos en los hondos fosos; otros, ciegos y despavoridos,
embisten a rienda suelta contra los muros y van a estrellarse
con sus caballos en las herradas puertas. Las mismas
matronas, en aquel desesperado trance, luego que vieron
desde los muros a Camila, movidas de verdadero amor patrio,
empiezan a arrojar proyectiles con trémula mano; a falta
de hierro, precipitan maderos y estacas de duro roble, endurecidas
a fuego; y son las primeras en el ardiente deseo de
morir en defensa de la ciudad.
Acca, en tanto, lleva a Turno, emboscado en la selva, la
horrible nueva de aquel gran desastre, que le llena de terror;
dícele cómo se habían desbandado las huestes volscas con la
muerte de Camila; cómo furioso el enemigo, se venía encima,
y con el favor de Marte los arrollaba todo; cómo, en fin,
tenía ya consternada a la ciudad misma. ciego de furor (así lo
dispone el terrible numen de Júpiter), abandona el angosto
desfiladero y sale del fragoso bosque. No bien había dejado
aquel punto y ocupado el llano, cuando entra el caudillo
Eneas en la espesura, ya libre de celadas, traspone el monte y
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sale de la opaca selva; de esta suerte ambos se encaminan a la
ciudad rápidamente con todas sus fuerzas y separados por
pocos pasos de distancia; a un tiempo mismo Eneas descubrió
a los lejos los campos cubiertos, a manera de humo, de
una espesa polvareda, y divisó los escuadrones laurentinos, y
Turno reconoció por sus armas al formidable Eneas, y oyó
las pisadas de los peones y el relincho de los caballos. Y en
aquel mismo punto hubieran trabado la batalla y probado la
suerte de las armas, si ya el rosado Febo no bañara en el mar
iberio sus cansados caballos, y declinando ya el día no trajese
la obscuridad de la noche. Uno y otro sientan sus reales delante
de la ciudad y los cercan de empalizadas.
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DUODECIMO LIBRO DE LA ENEIDA
Viendo Turno a los Latinos, quebrantados por sus desastres
en la guerra, decaer de ánimo, reclamarle el cumplimiento
de sus promesas y que todos fijan en él sus miradas,
arde con indecible coraje y da nuevos bríos a su esfuerzo.
Cual en los campos africanos un león a quien los monteros
han abierto ancha herida en el pecho, se apresta a vengarse,
pasada la primera sorpresa, sacude arrogante la larga melena
en la cerviz, rompe impávido el hincado venablo del artero
cazador y ruge con sangrientas fauces; no de otra suerte se
desliza el furor en el abrasado pecho de Turno, que fuera de
sí, dirige al Rey estas palabras: "Pronto está Turno a la lid; no
hay para qué retracten sus palabras los cobardes Troyanos, ni
rehusen cumplir lo pactado. Yo vuelvo al campo; tú ¡Oh
padre! ofrece sacrificios a los dioses, y dicta las condiciones
del duelo. O con esta diestra precipitaré en el Tártaro al Troyano,
desertor del Asia (Latinos, asistid impasibles y confiados
al combate), y yo solo con mi espada vengaré el común
ultraje, o domínenos vencidos, y suya sea mi prometida Lavinia."
Con reposado continente le responde el rey Latino: "¡Oh
animosísimo mancebo! cuanto tú descuellas en heroico ardimiento,
tanto debo yo proceder con maduro consejo y
pesar prudentemente todas las eventualidades. Posees el
reino de tu padre Dauno y muchas ciudades ganadas por tu
esfuerzo; cuentas también con el oro y la voluntad del rey
Latino. Otras vírgenes hay en el Lacio y en los campos lauV
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rentinos, cuyo linaje no desmerece del tuyo; permíteme,
pues, que, depuesto todo engaño, te diga cosas duras, y grábalas
bien en tu mente. No me era lícito unir a mi hija a ninguno
de los antiguos pretendientes; así me lo decían a una
los dioses y los hombres. Vencido del amor que te profeso,
vencido del parentesco que nos une y del llanto de mi afligida
esposa, rompí todos los lazos y arrebaté a mi futuro yerno,
Eneas, la esposa que le había prometido, y moví contra
él impía guerra. Viendo estás ¡Oh Turno! cuántos duros
trances, cuántas guerras me ha arrancado aquella resolución;
cuántos afanes te cuesta a ti el primero. Dos veces vencidos
en recia batalla, apenas guardamos seguros en esta ciudad las
esperanzas de Italia; todavía están calientes con nuestra sangre
las aguas del Tíber y las dilatadas campiñas blanquean
nuestros huesos. ¿A qué recuerdo esto tantas veces? ¿Cuál
locura tuerce sí mis pensamientos? Si, muerto Turno, estoy
dispuesto a llamar a esos nuevos aliados, ¿Por qué más bien
no ceso en estas guerras antes de que ellas te paren da{os?
¿Qué dirán mis deudos los Rútulos, qué dirá el resto de Italia,
si (¡Ojalá desmienta la Fortuna mis palabras) te ocasiono
la muerte a ti, que me pides mi hija y mi alianza? Considera
los varios trances de la guerra; ¡Compadécete de tu anciano
padre, que lejos de ti arrastra una triste vida en su patria Ardea!"
No se doblega con estas palabras la violenta condición
de Turno; antes bien con el remedio se exacerba y encona su
mal. Apenas pudo hablar, replicó en estos términos: "Depón,
¡Oh el mejor de los reyes! depón, yo te lo ruego, ese
cuidado que te tomas por mí, y déjame morir por la gloria.
También yo ¡Oh padre! sé esgrimir las armas con no flaca
diestra; también brota sangre de las heridas que yo abro.
Alguna vez no tendrá al lado Eneas a la diosa su madre para
que con una nube le cubra en su medrosa fuga como a una
mujer, escondiéndose ella también en vanas sombras."
Lloraba entre tanto la Reina, aterrada con aquellos nuevos
aprestos de guerra, y moribunda sujetaba entre sus braL
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zos a su impetuoso yerno, diciéndole: "¡Oh Turno! por estas
lágrimas, por el honor de Amata, si en algo le tienes, yo te
ruego que no me arrebates la sola esperanza, el único arrimo
de mi desvalida ancianidad; tú eres la gloria y la fuerza del
rey Latino; en ti estriba nuestra decadente casa. Una sola
cosa te ruego; renuncia a trabar batalla con los Teucros. La
suerte, sea cual fuese, que te está reservada en este trance,
esa misma ¡Oh Turno! me esté reservada a mí; juntamente
contigo abandonaré esa odiosa luz del día, ni cautiva veré a
Eneas ser mi yerno." Inundadas de lágrimas las mejillas, oyó
Lavinia estas palabras de su madre, y aumentando con ellas
el rubor que abrasaba su frente, se extendió en un momento
por todo su encendido rostro. Cual el índico marfil se tiñe de
roja púrpura, o cual se coloran las blancas azucenas mezcladas
entre muchas rosas, tal brillaba encendido el rostro de la
virgen. Clava Turno en ella los ojos, y el amor conturba sus
sentidos, con lo que inflamado más y más su bélico ardimiento,
dirige a Amata estas breves palabras: "¡Oh madre! yo
te lo ruego, no me hostigues con tus lágrimas ni con esos
terribles agüeros en el momento en que voy a arrostrar los
trances del duro Marte; no es ya en mano de Turno demorar
el plazo de su muerte. Idmón, ve de mensajero a anunciar al
tirano Frigio estas mis palabras, que a fe no le serán gratas:
"Cuando la aurora del día de mañana colore el cielo con las
púrpuras ruedas de su carro, no saque a los Teucros contra
los Rútulos, descansen las armas de Teucros y Rútulos; dirimamos
los dos esta guerra con nuestra sangre, y gane en el
campo de batalla uno de los dos por esposa a Lavinia."
Dicho esto, retiróse al punto a su palacio, pidió sus caballos
y se regocijó viéndolos estremecerse de gozo ante él;
caballos preciosos, que la misma Oritia diera en otro tiempo
a Pilumno, y que aventajaban a la nieve en blancura, y en
velocidad a las auras. Rodéanlos sus diligentes aurigas, que
con las huecas palmas les baten el pecho y les peinan las
largas crines. Viste en seguida de oro y blanco latón, cíñese la
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espada, embraza el escudo y corona su cabeza con dos rojos
penachos; espada que el mismo dios ignipotente forjara para
su padre Dauno y templara aún candente en las ondas Estigias.
Ase en seguida con briosa mano recia lanza que pendía
de una alta columna en medio de su palacio, despojo del
aurunco Actor, y exclama blandiéndola: "Ya es llegado el
gran momento, ¡Oh lanza, que jamás burlaste mis deseos!
Tiempo fue en que te empuñaba el grande Actor; hoy te
empuña Turno. Concédeme debelar el cuerpo y destrozar
con pujante mano izquierda la arrancada loriga de aquel medio
hombre frigio, y manchar en el polvo sus cabellos rizados
con caliente hierro y perfumados con mirra." Así se agita
furioso, y de su rostro todo saltan chispas; fuego brotan sus
feroces ojos. No de otra suerte, cuando se apresta a su primera
lucha, lanza un toro terribles mugidos y prueba irritado
las astas topando el tronco de un árbol, desgarra el viento a
cornadas, y con la arena que esparcen sus pies preludia la
pelea.
Entre tanto Eneas, vestidas las armas que le diera su madre,
se inflama no menos en fiero ardor bélico y da rienda
suelta a su ira, regocijándose, empero, a la idea de terminar la
guerra con el pactado duelo. Consuela a sus compañeros, y
desvanece los temores del afligido Iulo, declarándoles lo que
tiene anunciado el destino; en seguida manda que fieles mensajeros
lleven su respuesta al rey Latino, y las condiciones de
la paz.
Apenas la aurora del siguiente día doró con su resplandor
las cimas de los más altos montes, a la hora en que los caballos
del sol asoman levantándose del profundo abismo del
mar, soplando por la erguida nariz torrentes de luz, Rútulos
y Teucros en número igual estaban ya disponiendo bajo los
muros de la gran ciudad el palenque para el duelo. Levantan
en el centro hogueras y altares de césped en honor de sus
comunes dioses; otros, cubiertas las cabezas con velos de
lino y ceñidas de verbena las sienes, llevaban el agua y el
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fuego para los sacrificios. Sale el primero el ejército ausonio,
cuyas armadas haces se extienden por el llano desde las
puertas que llenan su muchedumbre; en seguida todo el ejército
troyano y el tirreno, con diversas armas, se precipitan
también de sus reales, no de otra suerte armados cual si los
aguardase recia batalla: por entre las apiñadas filas circulan
rápidamente, con vistosos arreos de oro y púrpura, los capitanes
Mnesteo, del linaje de Asaraco, y el fuerte Asilas y Mesapo,
domador de caballos, hijo de Neptuno; luego que a
una señal dada, cada cual se retira al espacio que le está señalado,
todos hincan las lanzas en tierra y reclinan en ellas
los escudos: entonces las matronas, aguijadas de gran curiosidad,
y el vulgo inerme y los débiles ancianos se agolpan a
las torres y a los tejados de las casas, mientras otros trepan a
las más altas puertas de la ciudad y del campamento.
Entre tanto Juno, desde la cumbre del monte que hoy se
llama Albano, y que a la sazón no tenía nombre, ni culto, ni
gloria, contemplaba todo el campo, y las dos huestes de Laurentinos
y Troyanos, y la ciudad del rey Latino; luego de
repente habló así a la hermana de Turno, diosa también, que
preside en los lagos y en los sonoros ríos; sacro honor que le
concediera Júpiter, alto rey del éter, en pago de su robada
virginidad: "Ninfa, ornamento de los ríos, gratísima a mi
ánimo, bien sabes cómo entre todas las vírgenes latinas que
han subido al lecho infiel del magnánimo Júpiter, tú eres la
que he preferido y a quien he dado gustosa un lugar en el
cielo; oye ahora, ¡Oh Iuturna! y no me inculpes por ello, el
dolor que te aguarda. Mientras la fortuna parecía consentirlo,
y permitían las Parcas que todo cediese al Lacio, cubrí con
mi egida a Turno y tus murallas; ahora veo al mancebo próximo
a arrostrar desiguales trances, y que se acerca el día que
le han señalado las Parcas y la enemiga fuerza del hado. Yo
no puedo ver con mis ojos esa lid ni los pactos que le seguirán;
tú, si algo grande osas hacer por tu hermano, hazlo;
debes hacerlo; acaso lleguen mejores días para los desgraciaV
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dos." Oído que hubo estas palabras, rompió Iuturna a llorar,
y tres y cuatro veces se golpeó con la mano el hermoso pecho.
"No es ocasión ésta de lágrimas, prosiguió la hija de
Saturno; date prisa, y si puedes, libra a tu hermano de la
muerte, o provoca de nuevo la guerra y rompe los recientes
pactos. Mío es este atrevido pensamiento." Después de
exhortarla así, dejóla indecisa y conturbada la mente con tan
dolorosas nuevas.
Salen en tanto los dos reyes: Latino, ceñidas las sienes de
una corona de doce refulgentes rayos de oro, imagen de su
abuelo el Sol, va en un soberbio carro que arrastra una cuadriga,
y Turno en otro, tirado por dos caballos blancos,
blandiendo en su mano dos dardos de anchas puntas de hierro.
Deja en seguida los reales y va a su encuentro el caudillo
Eneas, origen de la romana estirpe, espléndido con su rutilante
escudo y sus divinas armas, acompañado de Ascanio,
otra esperanza de la gran Roma; el sumo sacerdote, vestido
de blanco, lleva en sus brazos un lechoncillo y una cordera
de largo vellón, y los conduce a las encendidas aras. Vueltos
los ojos al sol naciente, traen ambos reyes la sagrada mola,
cortan con un cuchillo la cerviz de las reses, y con las copas
hacen libaciones en los altares. Entonces el piadoso Eneas,
desenvainando el acero, prorrumpe en estas preces: "Sedme
ahora testigos, ¡Oh sol y oh tierra de Italia, que invoco y por
la que tantos y tan grandes afanes he arrostrado! y tú, ¡Oh
padre omnipotente, y oh Juno, hija de Saturno, diosa a quien
ruego que me seas menos adversa! y tú, ¡Oh ínclito Marte,
que riges con tu numen todas las guerras; y oh fuentes y ríos,
y oh vosotras, divinidades todas del alto éter y del cerúleo
ponto! Si la fortuna diere la victoria al ausonio Turno, los
vencidos se retirarán a la ciudad de Evandro. Iulo abandonará
estos campos, y los soldados de Eneas nunca harán armas
contra ellos como rebeldes ni talarán a hierro estos reinos;
pero si la victoria se declarase en favor de nuestras armas
(como lo creo, y ¡ojalá confirmen los dioses mi creencia!), no
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mandaré a los Italos que obedezcan a los Teucros, ni reinaré
sobre ellos; regidas por las mismas leyes ambas invictas naciones,
se unirán con eterna alianza. Yo daré a Italia nuestro
culto y nuestros dioses; mi suegro Latino conservará sus
armas, conservará su solemne imperio, y los Teucros me
edificarán una ciudad, a la cual dará Lavinia su nombre. Habló
así primero Eneas; luego prosiguió Latino en estos términos,
alzando al cielo los ojos y las manos: "Yo también
¡Oh Eneas! juro por la tierra y el mar y las estrellas, por los
hijos de Latona y por el bifronte Jano, por el poder de los
dioses infernales y por los santuarios del inexorable Dite!
Oiga estas palabras el supremo Padre, que sanciona los pactos
con su rayo. Con la mano en el ara, pongo por testigos a
estos fuegos sagrados y a todos los númenes de que en ningún
tiempo, suceda lo que suceda, quebrantarán los Italos
esta paz, estos pactos, que acepto con libre voluntad; juro
que ninguna fuerza bastará nunca a apartarme de ellos, aun
cuando un diluvio anegara la tierra y el firmamento se desplomara
en el Tártaro. Mi palabra es como este cetro (pues a
la sazón lo tenía en la diestra), que nunca ya brotará ramas,
ni dará sombra, desde que, cortado de raíz en la selva, perdió
su madre la tierra y a impulso de la segur depuso cabellera y
brazos; árbol en otro tiempo, hoy en la mano del artífice le
ha guarnecido de magnífico bronce, y dádole a empuñar a
los reyes latinos" Con tales palabras afirmaban aquella alianza,
en presencia y en medio de sus próceres; en seguida, conforme
a los ritos, degüellan en la llama las sagradas víctimas,
arráncanles aún vivas las entrañas y aglomeran en los altares
bandejas cargadas de ofrendas.
Tiempo ha ya, empero, que aquel combate empieza a parecer
desigual a los Rútulos, agitados de varios movimientos;
y ahora, que lo ven tan cercano, consideran más que nunca
desproporcionadas las fuerzas de los dos rivales. Aumentan
sus temores el aspecto de Turno, que se adelanta con callado
paso y se postra ante el altar, bajos los ojos, marchito el rosV
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tro y cubierto de palidez su cuerpo juvenil. Apenas vio su
hermana Iuturna que iban creciendo aquellos rumores y mudándose
las volubles disposiciones de la multitud, tomó la
figura de Camerto, guerrero de alta prosapia, cuyo nombre
hicieran célebre el gran valor de su padre y su propio esfuerzo,
y metiéndose por medio de las filas, va sembrando con
maña varios rumores, diciendo: "¿No os da vergüenza ¡Oh
Rútulos! exponer por vosotros todos las vida de un solo
hombre? ¿No les igualamos en número y fuerzas? Helos a
todos allí, Troyanos y Arcades, y la Etruria, hueste fatal,
conjurada contra Turno. Si peleamos con ellos uno a uno,
apenas tendremos enemigos para todos. Hasta los mismos
dioses llegará la fama del que se consagre en sus aras, y su
nombre correrá en vida de boca en boca, una vez perdida la
patria, tendremos que obedecer a unos soberbios dominadores,
en premio de estarnos ahora tendidos y ociosos en
nuestros campos." Estas razones inflaman más y más a la
juventud guerrera; sordo murmullo circula por las huestes;
múdanse las voluntades, los mismos Laurentinos, los Latinos
mismos, que antes esperaban el término de la guerra como la
salvación del Estado, piden ahora armas, reclaman el rompimiento
de los pactos y se conduelen de la injusta suerte de
Turno. A estos elementos de discordia añade Iuturna otro
mayor, cuya señal da en el alto cielo, suscitando un prodigio,
que exaltó al más alto punto la imaginación de los Italos.
Ocurrió, pues, que volando por el inflamado éter la roja ave
de Júpiter, perseguía a los pájaros de las riberas y a la resonante
turba del batallón alado, cuando de pronto, desplomándose
feroz sobre las olas, arrebató en sus garras un
hermosísimo cisne. Recobráronse los Italos al ver ¡Oh portento!
cómo todas las aves, reuniéndose con grandes clamores
y obscureciendo el éter con sus alas, acosan al enemigo,
apiñadas a manera de negra nube por las auras, hasta que
vencido por su empuje y por el peso de su presa, la soltó de
las garras, dejándola caer en el río, y huyendo fue a internarse
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en el firmamento. Saludan los Rútulos con gran clamoreo
aquel agüero y empuñan las armas. El augur Tolumnio el
primero, "esto era, exclama, esto era lo que tantas veces pidieron
mis votos; acepto el presagio y reconozco en él la
voluntad de los dioses; seguidme, esgrimid las espadas, infelices
a quienes un pérfido extranjero tiene aterrados con esta
guerra, como a una bandada de débiles aves. A viva fuerza
tala hoy vuestras playas; mas pronto apelará a la fuga, dando
la vela a lejanos mares. Vosotros unánimes agrupaos en recio
tropel y acudid a defender con las armas al Rey que os arrebatan."
Dijo, y adelantándose, disparó un venablo contra los
enemigos que tenía enfrente; resuena el rechinante proyectil
y certero corta las auras; álzase al propio tiempo un clamor,
revuélvense todas las huestes y el tumulto enardece los corazones.
Va el asta en su vuelo a caer casualmente en medio de
los nueve hermosísimos hermanos, habidos por el árcade
Gilippo de una tirrena, su fiel esposa, e hiriendo a uno de
ellos, gallardo mancebo, cubierto de lucientes armas, allí
donde el sutil tahalí ciñe el vientre y donde la hebilla muerde
los dos cabos de la corres, le atraviesa las costillas y lo derriba
en la roja arena. Sus hermanos, animosa falange, inflamados
por el dolor y ciegos de ira, se precipitan unos con
espada en mano, otros blandiendo sus dardos: salen a su
encuentro las escuadras laurentinas; en seguida se lanzan
como un torrente en apiñado tropel los Troyanos, los Etruscos
y los Arcades con sus pintadas armas; un mismo bélico
furor arrastra a todos. Ruedan los altares; una tempestad de
dardos obscurece el cielo; una lluvia de hierro cae sobre ambos
ejércitos. Llévanse las aras y los vasos sagrados; huye el
mismo rey Latino, llevándose los dioses ultrajados por el
impío rompimiento de los pactos. Unos enganchan los carros
o montan de un salto a caballo, y espada en mano acuden
a la lid. Mesapo, impaciente por romper las paces,
embiste con su caballo al rey tirreno Aulestes, que llevaba las
insignias reales; cae éste al choque cuando se disponía a reV
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troceder, y tropezando en los altares, va a dar de cabeza y
con los hombros en medio de ellos; acude con su enorme
lanza el fogoso Mesapo, y cogiéndole entre los pies de su
caballo y alanceándole a pesar de sus súplicas, exclama así:
"Muerto es ya; ¡ésta es la mejor víctima que hemos ofrecido
a los grandes dioses!" Acuden los Italos y despojan su cadáver
caliente todavía. Corineo coge del ara un tizón y abrasa
con él la cara a Ebuso, que acudía sembrando estrago; prende
la llama en su larga barba, de que se exhala un fuerte olor;
precipítase en seguida Corineo sobre su conturbado enemigo,
y asiéndole de la cabellera con la izquierda, lo derriba en
tierra, y sujetándolo así con la rodilla, le hinca en el costado
la recia espada. Podalirio acosa de cerca con el acero desnudo
al pastor Also, que en la primera fila se precipitaba por
en medio de los dardos; mas éste, revolviendo la segur, le
divide por mitad la frente y la barba, y con su vertida sangre
riega sus armas. Un duro reposo y un sueño de hierro abruma
sus ojos, que se cierran para eterna noche.
En tanto el piadoso Eneas, desnuda la cabeza, tendía a
los suyos la desarmada diestra y los llamaba a gritos, diciéndoles:
¿A do os precipitáis? ¿Qué súbita discordia es ésta que
se suscita? ¡Ah! ¡Refrenad las iras! ajustados están ya los
pactos, arregladas todas las condiciones; sólo yo tengo derecho
para lidiar; dejadme que acuda a la lid y deponed todo
temor; yo afianzaré el tratado con mi mano; estos sacrificios
me aseguran que mediré mis armas con Turno." Esto decía,
cuando de pronto llega silbando y le hiere una saeta, disparada
no se sabe por quién, traída no se sabe por qué empuje.
Ignórase cuál azar o cuál dios diera a los Rútulos tamaña
prez; perdida fue la gloria de aquella proeza, pues ninguno se
jactó de haber herido a Eneas.
Turno, viendo a Eneas retirarse del campo y conturbados
a sus caudillos, arde en súbita esperanza; pide sus caballos y
sus armas, de un salto se precipita soberbio en su carro y ase
las riendas. En su rápida carrera da muerte a multitud de
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fuertes guerreros, derriba a muchos medio muertos, arrolla
con su carro los batallones y clava en los fugitivos las lanzas
que les ha arrebatado. Cual el sanguinoso Marte, cuando en
la margen del helado Hebro golpea enfurecido su escudo y
provocando guerras, lanza sus ardientes caballos, que vuelan
por el tendido campo dejando atrás a los notos y al céfiro;
treme al batir de los cascos la Tracia hasta en sus últimos
confines, y giran en torno, comitiva del dios, el negro Miedo,
las Iras, las Asechanzas; tal en lo más recio de la pelea aguija
Turno ufano sus caballos humeantes de sudor, insultando a
sus enemigos miserablemente sacrificados; el rápido casco de
sus caballos esparce sangriento rocío y estampa sus huellas
en la tierra empapada de sangre. Ya había dado muerte a
Stenelo, a Tamiris y a Folo; a estos dos cuerpo a cuerpo, al
primero de lejos; de lejos también a Glauco y Lades, hijos de
Imbraso, a quienes su mismo padre había criado en la Licia y
vestido de iguales armas, y enseñándoles a pelear y a correr a
caballo más veloces que el viento. Precipítase por otra parte
en medio de la lid Eumedes, hijo del viejo Dolón, raza preclara
en armas; revivían en él, con el nombre de su abuelo, el
valor y esfuerzo de su padre, el cual, en otro tiempo, habiéndose
metido como espía en los reales de los Griegos, osó
reclamar por merced el carro del hijo de Peleo; pero otro
premio dio el de Tideo a su proeza y ya no aspira Dolón a
los caballos de Aquiles. Apenas le hubo divisado turno a los
lejos en el dilatado campo, fuéle en vano persiguiendo largo
trecho con una ligera lanza; logrando al fin atajar su tiro,
salta del carro y derriba a Eumedes medio muerto, se precipita
sobre él, y poniéndole un pie en el cuello, le arranca la
espada de la diestra y se la hunde centelleante en la garganta,
exclamando: "Estos son, ¡Oh Troyano! éstos son los campos,
ésta es la Hesperia que has venido a conquistar y que
ahora mides con tu cuerpo postrado en tierra; éste es el premio
reservado a los que osan provocarme con la espada; ¡Así
levantan murallas!" Asesta en seguida un dardo y envía a
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Asbutes a acompañar a Eumudes y también a Cloreo, s Sibaris,
a Dares, a Tersíloco y a Timetes, arrojado por la cerviz
de su arrodillado corcel. Cual al empuje del Bóreas que sopla
del monte Edón, retumba el mar Egeo y refluyen las olas
hacia la playa y se disipan las nubes en el cielo, tal cejan y
sucumben arrollados los escuadrones troyanos por donde
quiera que acomete Turno y se abre paso; su propio ímpetu
le arrebata, y el aura que sopla de frente a su carro le agita el
flotante penacho. No pudo Fegeo llevar en paciencia tanta
audacia y tales bríos y echándose al encuentro del carro, asió
del espumante freno a los velocísimos caballos, torciéndoles
la carrera; y mientras arrastrado por ellos, y colgado del yugo,
descubre el pecho, alcánzale la poderosa lanza de Turno, que
rompiéndole la recia loriga, le hiere ligeramente; él, empero,
cubriéndose con su broquel y vuelto de cara a su enemigo,
dejábase arrastrar espada en mano, gritando socorro, hasta
que el rápido empuje del eje le precipita al suelo y le atropellan
las ruedas; Turno entonces va a él y de un revés, dado
entre el almete y el peto, le corta la cabeza y abandona en la
arena el inerte tronco.
Mientras Turno vencedor hace en el campo de batalla
tales estragos, Mnesteo, el fiel Acates y Ascanio se llevaban a
los reales a Eneas ensangrentado y apoyándose a cada paso
en su larga lanza. Lleno de ira, pugna por arrancarse del
muslo el roto dardo y pide socorro, pero pronto, ¡Pronto!
¡Que le sajen la herida con una ancha espada; que le abran un
hondo boquete para extraer la punta; que le restituyan
pronto a la pelea! Ya se hallaba junto a él Iapis, hijo de Iaso,
predilecto de Febo, a quien en otro tiempo el dios, llevado
de un vehemente amor, dio ufano sus artes y todos sus dones,
los agüeros, la cítara y las veloces saetas; él, pro prolongar
la vida de su desahuciado padre, prefirió conocer las
virtudes de las yerbas y los usos de la medicina, y ejercer este
arte calladamente y sin gloria. Bramaba Eneas rabioso, apoyado
en su robusta lanza, rodeado de una multitud de gueL
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rreros y del desconsolado Iulo, inmóvil y anegado en lágrimas,
mientras el anciano Iapis, recogido atrás el manto a la
manera de los alumnos de Esculapio, cata vanamente con
trémula y sabia mano la herida y le aplica las poderosas hierbas
de Febo; vanamente también tira del dardo con la diestra
y aun logra asirle con recia tenaza. Ni la fortuna le abre camino,
ni le asiste su maestro Apolo; y en tanto crece por
momentos el horror de la batalla, y amenaza más de cerca el
peligro. Ya ven el cielo cubierto de polvo; ya llega la caballería
de Turno y cae en medio de los reales una densa lluvia de
dardos; hasta los astros sube el triste clamor de los guerreros
y de los que sucumben al rigor del duro Marte. Entonces
Venus, condolida del inmerecido penar de su hijo, va a coger
en el cretense Ida las vellosas hojas y la purpúrea flor del
díctamo, bien conocido de las cabras monteses, heridas por
veloz saeta. Trájolas Venus, envuelta en obscura niebla, las
deslíe con agua en una fúlgida copa, les infunde ocultas virtudes
y rocía el remedio con el saludable zumo de la ambrosía
y con la fragante panacea; lava el anciano Iapis con él la
llaga, sin conocer las virtudes, y de pronto huye del cuerpo
todo el dolor; restáñase la sangre en el fondo de la herida, y
siguiendo de suyo a la mano sin esfuerzo alguno, despréndese
la saeta y Eneas recobra el usado vigor. "¡Luego, luego
aprontas sus armas al héroe! ¿Qué os detiene? exclama Iapis,
el primero en inflamar los ánimos contra el enemigo; no es
obra de humano auxilio ni de arte maestra esto que habéis
visto; no es mi mano ¡Oh Eneas! la que te salva; obra es de la
fuerza superior de un dios, que te reserva a mayores empresas."
Sediento de lidiar, cíñese el héroe las áureas grebas;
maldice toda demora y vibra la lanza; luego que ha embrazado
el potente escudo y vestido la cota, estrecha a Ascanio
entre sus brazos, cubiertos de acero, y besándole amorosamente
la cabeza cuanto se lo consintió el ceñido yelmo, le
habló de esta manera: "¡Aprende, hijo, de mí, valor y verdadera
fortaleza; de otros fortuna! mi diestra va ahora a lidiar
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en tu defensa, y luego te asociará al glorioso galardón de
estos afanes. Tú, cuando llegues a la edad madura, acuérdate
de mis hechos, y alientes tu ánimo a seguir el ejemplo de los
tuyos, la memoria de tu padre Eneas y de tu tío Héctor."
Dicho est, échase fuera del campo en toda su grandeza y
majestad, blandiendo una enorme lanza, y con él se precipitan
en tropel Anteo, Mnesteo y toda la muchedumbre, abandonando
los reales; envuelve el campo densa nube de polvo
y retiembla la tierra bajo sus pies. Vióles Turno venir desde
una altura frontera; viéronlos también los ausonios y un frío
terror circuló por la médula de sus huesos. Antes que todos
los Latinos, oyólos Iuturna, y conociéndolos por el ruido,
huyó despavorida. Vuela Eneas y arrastra su negra hueste
por el abierto campo; no de otra suerte rueda hacia la tierra
desde la alta mar un turbión desprendido del rasgado firmamento;
estremécense los corazones de los míseros labradores,
presagiando de lejos ruinas para los árboles, asolación
para los sembrados; todo en torno quedará arrasado; delante
vuelan los vientos, llevando sus rugidos hasta las playas. Tal
el capitán troyano impele su escuadrón contra los enemigos;
trábanse todos cuerpo a cuerpo en apretados pelotones.
Timbreo hiere con su espada al corpulento Osiris, Mnesteo a
Arquetio; Acates inmola a Epulón, Gías a Ufente; cae el
mismo augur Tolumnio, el primero que asestó sus armas
contra os enemigos. Alzase el vocerío hasta el cielo, y desbandados
a su vez los Rútulos por los campos, vuelven la
espalda al enemigo en polvorosa fuga. No se digna Eneas ni
dar muerte a los fugitivos ni acometer a los que esperan a pie
firme y todavía le asestan dardos; sólo a Turno busca con
afán entre la densa polvareda, sólo con Turno quiere pelear.
Turbada por su espanto la virgen Iuturna, derriba entre los
jaeces a Metisco, auriga de Turno, y le abandona a gran distancia,
caído del carro, poniéndose ella en su lugar y tomando
en un todo la voz, el cuerpo, las armas de Metisco. Cual
negra golondrina que revolotea alrededor de la gran casa de
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un rico, recorriendo en su vuelo los altos atrios en busca de
menudo pasto para su gárrulo nido, y ora resuena el batir de
sus alas en los desiertos pórticos, ora en torno de los húmedos
estanques; tal Iuturna va en su carro por en medio de los
enemigos, acudiendo a todos lados en su rápida carrera y
ostentando, ora aquí, ora allí su triunfante hermano, mas sin
dejarle pelear, y logrando así alejarle del campo de batalla. en
fuerza de dar no menos vueltas y revueltas, pónesele Eneas
delante a cada momento, siempre ansioso de cerrar con él y
llamándole a gritos por medio de los rotos escuadrones;
cuantas veces consigue echar la vista a su enemigo, o prueba
a alcanzar a sus caballos alados para la fuga, otras tantas Iuturna
tuerce el siempre contrapuesto carro. Vanamente
fluctúa su espíritu en un mar de confusiones sobre lo que ha
de hacer ¡ay! en aquel trance; mil varios pensamientos le impelen
a encontradas resoluciones. En esto el rápido Mesapo,
que llevaba acaso en la izquierda dos flexibles venablos con
puntas de hierro, blande uno de ellos y se lo asesta con certera
puntería. Párase Eneas y se cubre con sus armas, doblando
una rodilla, con lo que fue el venablo a darle en la cimera
del almete, llevándose las más altas plumas del penacho. Subió
de punto, con est, su furor; y hostigando con tales insidias,
viendo que no cesaban de huir los caballos y el carro de
Turno, toma repetidas veces por testigos a Júpiter y a sus
altares de aquella violación de lo pactado, y se precipita en
mitad de la pelea; y terrible con el favor de Marte, no pone
límites a sus estragos y suelta todas las riendas a su cólera.
¿Cuál dios, cuál, inspirará mis cantos para que diga ahora
tantos acerbos casos, tantos estragos diversos y tantos caudillos
inmolados en el campo de batalla, ya por Turno, ya por
el héroe troyano? ¡En tal conflicto te plugo poner, oh Júpiter,
a naciones destinadas a vivir en eterna paz! Eneas sin
más demora, arremete por el costado al rútulo Sucrón (y esta
primera embestida afirma en su puesto a los Troyanos), y
con la fiera espada traspasa las costillas y las junturas del
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pecho, que es la parte por donde más rápido penetra la
muerte. Turno echa pie a tierra y pelea con Amico, derribado
de su caballo, y con su hermano Diores, a quienes hiere, a
aquél con una larga lanza, a éste con la espada, y cuelga de su
carro las cortadas cabezas de ambos, que se lleva chorreando
sangre. Eneas da muerte, en un solo combate, a tres, Talón,
Tanais y el fuerte Cetego, y también al triste Onites, guerrero
tebano, hijo de Peridia. Turno inmola a unos hermanos que
habían venido de la Licia y de los campos de Apolo, y al
joven Menetes, nacido en la Arcadia, que en vano aborrecía
la guerra, y cuyo oficio era la pesca a orillas del lago de Lerna,
donde habitaba una pobre choza, sin conocer las moradas
de los poderosos; su padre cultivaba una heredad
arrendada. Cual dos hogueras encendidas en los opuestos
límites de una seca espesura, entre resonantes ramas de laurel,
o como dos espumosos torrentes derrumbados de los
altos montes y corren con estruendo por el llano, arrasando
uno y otro su camino, no con menor ímpetu se precipitan
Eneas y Turno en medio de la batalla: entonces más que
nunca arden sus pechos en ira; de ellos se les saltan los jamás
vencido corazones, y echan en la matanza el resto de su brío.
Ase Eneas de un enorme peñón, y con él hiere y derriba en
tierra a Murrano, muy preciado de su antiguo abolengo, y
que se decía descendiente de los reyes latinos; cae bajo las
riendas y el yugo de su carro, y atropellado por las ruedas,
pisotéanle los ardientes cascos de sus propios caballos, olvidados
de que es su amo. Turno cierra con Hilo, que iba a
acometerle ciego de furor, y le asesta una lanza en las sienes,
cubiertas de un yelmo de oro, atravesándole con ella y dejándosela
hincada en el cerebro. No bastó tu diestra para
liberarte de Turno, ¡Oh Creteo! el más fuerte de los Griegos,
ni protegieron a Cupenco sus dioses cuando vino sobre él
Eneas, que le abrió el pecho con su pesada espada, sin que
aprovechase al mísero la defensa del herrado broquel. También
a tí, Eolo, te vieron caer los campos laurentinos y cubrir
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gran trecho la tierra con tu cuerpo; ¡Tú, a quien no pudieron
postrar ni las falanges argivas, ni Aquiles, el destructor del
reino de Príamo, sucumbes aquí; aquí había señalado el destino
término a tu vida; tenías un gran palacio al pie del Ida,
un gran palacio en Lirneso; en el suelo laurentino tienes un
sepulcro. Todas las huestes, todos los Latinos, todos los
Troyanos se traban en fiera lid; Mnesteo, y el impetuoso
Seresto, y Mesapo, domador de caballos, y el fuerte Asilas, y
la infantería toscana, y la caballería árcade de Evandro, todos
luchan cuerpo a cuerpo con desesperado brío, sin descanso,
sin tregua, en grande y recia batalla.
En esto inspiró a Eneas su hermosísima madre la idea de
que se dirigiese a la ciudad de Laurento, de que volviese rápidamente
sobre ella sus huestes y con súbito estrago confundiese
a los Latinos: él, mientras con vivo afán iba
persiguiendo a Turno, por medio de los escuadrones y dirigiendo
los ojos por todos lados, vio la ciudad segura al lado
de tantos horrores e impunemente sosegada. Inflámale al
punto la imagen de mayor batalla, y llamando a los capitanes
Mnesteo, Sergesto y el fuerte Seresto, se sube a un collado, al
que acude el resto de los Troyanos, sin soltar ninguno el
escudo ni los dardos, y puesto en medio de ellos, les habla
así desde su altura: "Hágase al punto lo que voy a decir: Júpiter
es con nosotros: nadie tarde en obedecerme, pues la
empresa requiere gran diligencia. Si hoy esa ciudad, causa de
la guerra y capital del rey Latino, no declara que quiere recibir
el yugo y obedecer vencida, la destruiré y arrasaré sus
humeantes edificios. ¿Por ventura habré de estar aguardando
a que plazca a Turno pelear conmigo, y a que, vencido ya,
pruebe fortuna segunda vez? Ahí está ¡Oh ciudadanos! la
cabeza, ahí el alma de esta nefanda guerra. Traed pronto
hachas, y reclamad con incendios el cumplimiento de lo
pactado." Dijo, y todos, impulsados de igual brío, se forman
en cuña, y apretados unos contra otros, se encaminan a la
ciudad. Aparecen de improviso escalas y hogueras: unos se
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precipitan a las puertas y acuchillan a los primeros que encuentran;
otros disparan dardos, y con su muchedumbre
anublan el cielo. Eneas entre los primeros tiende la diestra
hacia las murallas y con grandes voces increpa a Latino; toma
a los dioses por testigos de que por segunda vez le obligan
a lidiar, de que por segunda vez le hostilizan los Italos y
de que aquél es el segundo pacto que han roto. Suscítase
discordia entre los amedrentados ciudadanos; unos quieren
que se le entregue la ciudad, que se abran las puertas a los
hijos de Dárdano, y traen por fuerza a las murallas al mismo
Rey; otros se arman y corren a defender los adarves. No de
otra suerte cuando un pastor busca y descubre un enjambre
metido en esponjosa peña, y la llena de amargo humo, azoradas
las abejas se agitan y discurren por sus reales y se embravecen
con grandes zumbidos; ondea el negro y oloroso
vapor por sus moradas, resuenan el interior de la peña con
sordo murmullo, y sube el humo por el aire vano.
Sobrevino en esto a os fatigados Latinos un desastre que
llenó de aflicción a toda la ciudad. La Reina, que ve desde su
palacio venir a los enemigos en son de acometer las murallas;
que cunde el incendio por las casas, y que no aparecen por
parte alguna las huestes rútulas, ni la gente de Turno, cree,
infeliz, que éste ha sido muerto en la batalla, y conturbada su
mente con súbito dolor, se acusa de ser la causa primera y
criminal de tantas desventuras, y fuera de sí, exhalando en
gritos mil su desesperación, rasga con su propia mano, destinada
a cercana muerte, su purpúreo manto, y suspende de
una alta viga el nudo que ha de poner término horrible a su
vida. Apenas las míseras Latinas supieron aquella catástrofe,
acudieron al palacio en furioso tropel. Lavinia, la primera, se
mesa los rubios cabellos y se desgarra las rosadas mejillas;
todas alrededor del cuerpo de la Reina, llenan de lastimeros
alaridos el palacio. Cunde de allí la horrible nueva por toda la
ciudad; acude el rey Latino, rasgadas las vestiduras, anonadado
a la vista del cruel destino de su esposa, y de la ruina de
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su ciudad, y cubriendo de inmundo polvo su cabellera cana,
se acusa una y mil veces de no haber acogido antes al dardanio
Eneas, y de no haberle, de grado, admitido por yerno.
En tanto el belicoso Turno, en el otro extremo del campo,
persigue a algunos pocos desbandados, ya más lento y
cada vez menos ufano de la velocidad de sus caballos. Trájole
entonces el aura aquel clamoreo de dolor lleno de vagos
terrores e hirieron sus atentos oídos el estruendo y el tristísimo
murmullo de la conturbada población: ¡Ay de mí! ¿Qué
desastre aflige a la ciudad? ¿Por qué se elevan tales clamoreos
de todo su ámbito?", exclama, y párase como insensato,
tirando a sí las riendas: entonces su hermana Iuturna, que
bajo la figura del auriga Metisco, regía el carro, los caballos y
las riendas, se vuelve a él y le habla en estos términos: ¡Oh
Turno! demos alcance a los Troyanos por este camino que
nos abre nuestra primera victoria: otros defenderán la ciudad.
Eneas embiste a los ítalos y les da recia batalla: hagamos
nosotros fiero estrago en los Teucros; no te retirarás del
campo ni con menos gente ni con menos honra que Eneas."
Turno le responde: "¡Oh hermana! pues ya ha tiempo que te
reconocí, desde que a favor de un ardid rompiste mis pactos
y tomaste parte en esta batalla, vanamente ¡Oh diosa! quieres
también engañarme en este instante. Mas ¿Quién pudo hacerte
dejar el Olimpo y arrostrar tamaños afanes? ¿Vienes
acaso a presenciar la cruel muerte de tu infeliz hermano?
porque, ¿Qué puedo hacer? ¿Que esperanza me ofrece ya la
fortuna? Yo he visto con mis propios ojos sucumbir a impulsos
de una gran herida el gran Murrano, el más querido
de mis amigos, pidiéndome auxilio. También cayó el infeliz
Ufente por no ver mi deshonra, su cuerpo y sus armas están
en poder de los Teucros. ¿He de consentir(esto solo falta a
mi ignominia) la destrucción de esa ciudad? ¿No ha de desmentir
mi diestra las palabras de Drances? ¿Habré de volver
la espalda? ¿Y esta tierra ha de ver a Turno huir? ¿Por ventura
es un mal tan grande la muerte? Sedme propicios vosoV
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tros, ¡Oh dioses del Averno! pues se ha apartado de mi el
favor de los númenes celestiales. Alma santa e inocente de
este crimen, descenderé a vosotros, siempre digno de mis
grandes progenitores."
No bien hubo pronunciado estas palabras, cuando he
aquí que llega a escape por en medio de los enemigos, en su
caballo cubierto de espuma, Saces, herido de un flechazo en
la cara, implorando el nombre de Turno. "En ti ¡Oh Turno!
estriba nuestra postrera esperanza: ten compasión de los
tuyos: Rayo de la guerra, Eneas amenaza destruir y asolar los
altos alcázares de Italia. Ya el incendio vuela por las techumbres:
a ti, sólo a ti vuelven el rostro y los ojos los Latinos; el
mismo rey Latino titubea y duda cuál yerno elija, a qué alianza
se incline: además la Reina, parcialísima tuya, se ha dado
con su propia mano desesperada muerte; solo Mesapo y el
fiero Atinas sostienen el combate en las puertas, cercadas de
apiñadas huestes y de una horrible valla de espadas desnudas,
mientras tú paseas tu carro por esta solitaria pradera."
Confuso Turno con la imagen de aquellos varios desastres,
quedó como petrificado, mudo y con los ojos fijos, hirviendo
juntamente en su corazón la vergüenza, el frenesí mezclado
de dolor acerbo, su amor exaltado por las furias y el
sentimiento de su propio valor. Disipadas aquellas primeras
sombras y recobrada la luz del entendimiento, vuelve con
sombrío ademán los ardientes ojos a las murallas y contempla
desde su carro la gran ciudad. Alzase ondeando, de entre
las fortificaciones de madera, un furioso remolino de llamas
y envuelve una torre que él mismo había labrado con trabados
tablones, sustentada por ruedas y defendida por altos
puentes. "Los hados, exclama, los hados triunfan, ¡Oh hermana
mía! renuncia a detenerme: volemos adonde un dios y
la fortuna adversa me están llamando. Resuelto estoy a pelear
con Eneas; resuelto a arrostrar la muerte, por más acerba
que sea; no me verás ¡Oh hermana! deshonrado por más
tiempo; ¡Déjame, te ruego, déjame desfogar, antes de morir,
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esta rabia que me abrasa!" Dijo, y saltando ligero de su carro,
precipítase al encuentro de las armas enemigas; abandona a
su afligida hermana, y con rápida carrera rompe por medio
de las huestes contrarias. cual peñasco derrumbado de la
cumbre de un monte, ya impelido del viento, ya de furioso
aguacero, ya carcomido su asiento por los años, rueda al
abismo con poderoso empuje y rebota en el suelo, arrastrando
en su caída selvas, ganados y hombres; tal se precipita
Turno hacia los muros de la ciudad por en medio de los toros
escuadrones, hollando un suelo hondamente empapado
de sangre, entre innumerables dardos, que van silbando por
el viento. Hace una señal con la mano, y dice así en alta voz:
"Teneos, ¡Oh Rútulos! y vosotros ¡Oh Latinos" deponed las
armas; sea cual fuere la fortuna que nos aguarda, esa fortuna
es la mía; justo es que yo solo pague por vosotros la pena del
quebrantado pacto y que lidie yo solo." Con esto se retiran
todos a los lados, dejando en medio un gran espacio.
Entonces el caudillo Eneas, oído el nombre de Turno,
sale de la ciudad, abandonando el ataque de las altas torres;
no se da tiempo para nada y suspende los trabajos del asedio
y rebosando alborozo, hace retumbar con son horrendo sus
armas, tan grande y majestuoso como el monte Atos, como
el Erix o como el mismo padre Apenino cuando bate el
viento sus relucientes encinas y levanta ufano al firmamento
su nevada cumbre. Ya, por fin, Rútulos y Troyanos y los
Italos todos vuelven los ojos al lugar del combate, lo mismo
los que guarnecían los adarves que los que estaban batiendo
con el ariete el pie de los muros; todos desciñen de sus
hombros las armas; el mismo rey Latino contempla suspenso
a aquellos dos grandes guerreros, nacidos en diversas partes
del orbe, prontos a cruzar el hierro en fiera lid. Tan luego
como vieron el campo libre, arrójanse de lejos sus lanzas y se
arremeten con impetuosa carrera, chocándose escudo con
escudo, hierro contra hierro. Gime la tierra, martíllanse uno
a otro con las espadas; vense allí en su más alto punto unidos
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valor y fortuna. Cual en la dilatada selva de Sila o en la cima
del Taburno, cuando se topan en furiosa pelea dos toros, se
retiran los vaqueros, medrosos, quédase inmóvil, muda de
espanto, toda la torada, y dudan las novillas cuál quedará
dominador del bosque, a cuál habrá de seguir toda la manada;
ellos, en tanto, con brioso empuje se acribillan de heridas,
se traban de los cuernos y uno a otro se bañan con
arroyos de sangre cuello y brazos; el bosque entero retumba
con sus mugidos, que repiten los ecos. No de otra suerte
chocan con sus escudos el troyano Eneas y el heroico hijo de
Dauno; el gran fragor de sus armas atruena el viento. Júpiter,
en tanto, mantiene la balanza en el fiel y pone en ella los
hados de los dos combatientes, para ver a cuál condena el
resultado de aquella lid, de qué lado se inclina el peso de la
muerte. Da Turno un salto, juzgando la ocasión propicia, y
erguido el cuerpo, y alta la espada, tira un tajo a Eneas. Prorrumpen
en clamores los Troyanos y los trémulos Latinos, y
crece la angustia en ambos ejércitos; más rómpese la pérfida
espada, dejando al ardiente Rútulo abandonado en aquel
trance, sin haber logrado herir a su contrario y sin más recurso
que apelar a la fuga, y huye, en efecto, más rápido que el
euro, viendo en su desarmada diestra una empuñadura desconocida.
Es fama que cuando precipitadamente subió a su
carro para volar a los primeros combates, dejando inadvertido
la espada de su padre, asió en su fogosa impaciencia, la de
su auriga Metisco, la cual le bastó por mucho tiempo, mientras
huían los Teucros desbandados; mas cuando tuvo que
cruzarse con las armas forjadas por Vulcano, aquella espada,
obra de un mortal, saltó al primer golpe, frágil como el hielo;
sus pedazos resplandecen sobre la roja arena. Huye, pues
Turno desatentado y sin dirección por todo el campo, en
raudos giros, pues por todas partes le está cerrada la salida:
de un lado le cerca la espesa muchedumbre de los Troyanos;
por aquí una ancha laguna, por allí las altas murallas de Laurento.
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Con no menos ligereza le persigue Eneas, aunque a veces
se resiente de su herida, dificultándole el correr, y lleno de
ardor acosa con su pie el pie de su acobardado enemigo. No
de otra suerte el ventor, cuando encuentra a un ciervo atajado
por la margen de un río o por el espanto que le produce
el valladar de rojas plumas, le persigue y acosa con sus ladridos;
huye el venado despavorido del engaño y de la escarpada
ribera, y busca mil y mil escapes; mas el ligero sabueso de
Umbría se le echa siempre encima, abiertas las fauces,
pronto a hacer presa de él a cada momento, dando dentelladas,
cual si ya le hubiera asido, y mordiendo en vago. Alzase
entonces de los dos ejércitos un gran vocerío, que repiten las
riberas y el vecino lago, atronando todo el firmamento. Va
Turno en su huida increpando a los Rútulos, llamando a
cada uno por su nombre y suplicando que le traigan su
acostumbrado acero; pero Eneas amenaza exterminar en el
acto al que intervenga en la lid; aterra a todos, jura que reducirá
a polvo la ciudad, y herido como está, persigue sin tregua
a su enemigo. Cinco veces dan la vuelta entera a la arena
en un sentido, y otras tantas emprenderán en otro la misma
carrera, como quienes no contendían por cosa liviana o de
juego, sino por la vida y la sangre de Turno. Había, por dicha,
en aquel sitio un acebuche de amargas hojas consagrado
a Fauno, árbol venerado en otro tiempo de los mareantes,
que salvados de las olas, acostumbraban clavar en él sus
ofrendas a aquella divinidad de Laurento y suspender ropas
votivas de sus ramas; mas ignorantes de esto los Teucros,
habían derribado el sagrado árbol con los demás, con objeto
de despejar el campo de batalla; en él quedó fija la lanza de
Eneas; que, asestada con recio ímpetu, fue a hincarse en las
tortuosas raíces. Bajóse Eneas y pugnó por arrancarla para
arrojársela a su enemigo, a quien no podía alcanzar a la carrera:
entonces Turno, loco de pavura, "¡Oh Fauno! exclamó,
compadécete de mi; y tú ¡Oh tierra excelente! retén esa lanza,
si siempre os di el debido culto que los secuaces de Eneas
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han profanado con esta guerra." Dijo, y no en vano invocó
el auxilio del dios, pues por más que forcejeó contra la tenaz
raíz, no pudo Eneas arrancarle su presa, y mientras pugna
rabioso y se obstina por conseguirlo, la diosa hija de Dauno,
trocada segunda vez en figura del auriga Metisco, acude y
entrega a su hermano la espada paterna. Venus, entonces,
indignada de lo que había osado hacer la Ninfa, acude también
y arranca de la honda raíz la clavada lanza; ellos entonces,
erguidos y arrogantes, reparados con nuevas armas y
bríos nuevos, fiado uno en su espada, formidable y poderoso
el otro con su lanza, recomienzan, jadeando, la empeñada
lucha.
En tanto el Rey del omnipotente Olimpo habla en estos
términos a Juno, que estaba contemplando la batalla desde
una rutilante nube: "¿Cuál será, esposa mía, el término de
esta guerra? ¿Qué resta aún por fin? Bien sabes, y tú misma
lo confiesas, que Eneas ha de subir al Olimpo, y que los hados
le reservan un asiento encima de las estrellas. ¿Qué tramas,
pues? ¿Qué esperanza te tiene fija en esta fría región de
las nubes? ¿Estuvo bien, por ventura, que profanase a un
numen herida abierta por mano mortal? ¿Fue bien restituir a
Turno su espada (pues sin ti ¿que hubiera podido Iuturna?),
y acrecer la pujanza de los vencidos? Desiste ya de tu empeño,
en fin, y déjate vencer de mis ruegos; no te entregues por
más tiempo a esa callada pena que te devora, antes bien tu
dulce boca deposite en mí tus tristes cuidados; ya es llegado
el momento supremo: hasta ahora pudiste acosar por tierras
y mares a los Troyanos, encender esa guerra impía, deshonrar
la casa real de Latino y ensangrentar las preparadas bodas:
te prohibo nuevos intentos." Así habló Júpiter, y de esta
manera le responde la hija de Saturno, con sumiso continente:
"Porque sabía ¡Oh poderoso Júpiter! esa tu voluntad,
abandoné a pesar mío, a Turno y dejé la tierra; de otra suerte,
no me verías sola en esta aérea región, devorar indignos
ultrajes; antes, cercada de llamas, me presentaría en el mismo
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ejército y arrastraría a los Teucros a tremendas lides. Confieso
que persuadí a Iuturna acudir al socorro de su infeliz
hermano y aprobé que intentase aún más para salvarle la
vida, pero no que recurriese al arco y a las flechas: lo juro
por la implacable fuente de las aguas Estigias, único culto a
que están sujetos los dioses celestiales. Cedo, pues, en fin, y
abandono esa guerra, que ya aborrezco. Una sola cosa, y que
no está subordinada a ley alguna del hado, te suplico por el
Lacio, por la majestad de los tuyos, y es que cuando un feliz
enlace (¡Sea!) venga a ajustar las paces; cuando ya hayan unido
a ambos pueblos leyes y pactos comunes, no exijas que
truequen su antiguo nombre los Latinos, hijos de este suelo,
ni se tornen Troyanos, ni se llamen Teucros, ni tampoco que
muden lengua ni traje. Subsista el Lacio; subsistan siglos y
siglos los reyes albanos; sea poderoso el linaje romano por el
valor de los Italos. Troya pereció: permite que con ella perezca
su nombre."
Así le replica, sonriéndose, el Hacedor de los hombres y
de las cosas: "Eres hermana de Júpiter, eres como yo hija de
Saturno, y ¡tales torrentes de ira revuelves en tu pecho! ¿Ea,
pues, aplaca ya ese vano furor; te concedo lo que deseas, y
vencido y de grado me rindo a tu voluntad: los Ausonios
conservarán su lengua y las costumbres de sus padres! conservarán
también el nombre que llevan; los Teucros no harán
más que embeberse en ese gran cuerpo de nación;
añadiré a su religión algunos de los antiguos ritos troyanos, y
formaré de todos ellos un solo pueblo, que se denominará
Latino. La descendencia que de ahí nacerá, mezclada con la
sangre ausonia, verás que excede en piedad a los hombres y
aun a los dioses: ningún linaje celebrará jamás con igual
pompa tus honores." Condescendió con esto Juno, inclinando
la frente en señal de anuencia, y llena de gozo, abrió su
mente a otros pensamientos; luego, abandonando la nube en
que estaba, se remontó al cielo. Hecho esto, revuelve otras
ideas en su mente al Padre de los dioses y se dispone a aparV
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tar a Iuturna de las armas de su hermano. Dos plagas hay,
denominadas Furias, a quienes la negra Noche dio a luz en
un mismo parto con la infernal Megera, y a quienes, como a
ella, ciñó de víboras la cabeza y dio alas ligeras como el
viento. Estas asisten junto al solio de Júpiter, en los umbrales
de su formidable morada, y aguijan el miedo en los míseros
mortales, ya cuando el rey de los dioses previene horrible
mortandad y enfermedades, o espanta con la guerra a las
ciudades culpables. Júpiter envió desde el supremo Olimpo a
una de ellas, veloz, y le mandó que se presentase a Iuturna
como funesto agüero. tiende ella su vuelo y se lanza a la tierra
en rápido torbellino. No de otra suerte, impelida del arco
cruzando las nubes, la saeta, que empapada en la hiel de fiero
veneno dispara el Parto o el Cidón, causa de mortal herida,
surca de improviso las leves sombras, silbando veloz; tal la
hija de la Noche se dirigió a la tierra. Tan luego como vio
que las huestes troyanas y los escuadrones de Turno, trocóse
de pronto en la figura de aquella avecilla que, posada por las
noches en los cementerios o en los tejados de las casas
abandonadas, importuna las sombras con su lúgubre canto.
Así transformada, empieza la Furia a girar con ruidoso vuelo
alrededor de la cabeza de Turno, rozando las alas en su escudo:
con esto un desconocido terror embota los miembros
del guerrero; erízansele los cabellos y la voz se le pega a la
garganta. Apenas Iuturna reconoció de lejos el chillido y
vuelo de la Furia, mesóse los destrenzados cabellos arañándose
el rostro y golpeándose el pecho. "¿En qué puede ¡Oh
Turno! en qué puede tu hermana ayudarte ahora? ¿Qué me
queda ya, triste de mí? ¿Con cuál arte me será dado prolongar
tu vida? ¿Puedo por ventura oponerme a ese monstruo?
Huyo, huyo de este campo de batalla. Dejadme, no me aterréis
más, impuras aves; reconozco el crujir de vuestras alas,
presagio de muerte; ni se me ocultan tampoco los soberbios
mandatos del magnánimo Júpiter: ¡Así me paga mi robada
virginidad! ¿Por qué me concedió eterna vida? ¿Po r qué me
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exceptuó de la condición de morir? Ahora podría poner seguro
término a tantos dolores y acompañar en la mansión de
las sombras a mi mísero hermano. ¿Yo mortal? ¿Y qué dulzura
me queda ya en el mundo? ¡Oh hermano mío! ?Oh si
hubiese alguna tierra bastante profunda para tragarme y sumirme,
aunque diosa, en los abismos infernales!" Dicho esto,
cubrióse la cabeza con un cerúleo manto, y exhalando dolorosos
gemidos, fue a ocultarse en el profundo río.
En tanto el grande Eneas acosa a Turno blandiendo su
enorme y refulgente lanza y clama así con sañudo pecho:
"¿Por qué te detienes ahora? ¿Por qué ¡Oh Turno! no acudes
a la lid? No es ocasión ésta de correr, sino de pelear de cerca
con terribles armas. Toma cualesquiera semblanzas; echa
mano de todos tus recursos, ya de valor, ya de artificio; pide
a os dioses que te den alas para remontarte a los astros o que
te sepulten en los huecos senos de la tierra." Meneando la
cabeza, así le responde Turno: "No me aterran, feroz enemigo
tus arrogantes palabras; me aterran los dioses, me aterra el
enemigo Júpiter." No dijo más, y mirando en derredor, vio
una enorme piedra que por dicha yacía en el llano, término
señalado de antiguo a una heredad para evitar litigios: doce
hombres de los más forzudos que hoy produce la tierra, escasamente
hubieran podido sustentarla sobre sus cuellos.
Turno ase de ella con trémula mano, se empina cuanto puede,
y corriendo precipitado la arroja contra su enemigo; mas
es tal su turbación, que ni él mismo sabe si corre o acomete,
si levanta la enorme piedra con su mano y la arroja. Dóblanse
sus rodillas, helada la sangre se le cuaja en las venas: así
fue que la piedra, girando por el espacio vacío, ni cruzó todo
el trecho que le separaba de Eneas, ni llegó a herirle. Y como
de noche, entre sueños, cuando un lánguido letargo abruma
nuestros ojos, se nos figura que pugnamos en vano por correr
afanosos, y en medio de nuestros conatos sucumbimos
con doliente angustia, y ni acertamos a hacer uso de la lengua,
ni sostienen el cuerpo las acostumbradas fuerzas, ni
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podemos gritar ni hablar; así Turno, por más que se esfuerce
con valor por hallar camino para salir de aquel trance, le cierra
la infernal Furia toda salida. Entonces mil varias ideas se
revuelven en su atribulado pensamiento; tiende la vista a los
Rútulos y a la ciudad, pero el miedo le ataja y se estremece al
amago de la lanza de Eneas. No discurre cómo escapar, ni se
siente con bríos para embestir a su enemigo, ni ve su carro,
ni a su hermana, que antes le servía de auriga. Eneas, aprovechándose
de su indecisión, con certera mirada, vibra contra
él su fatal lanza y se le arroja desde lejos con toda su
fuerza: jamás murallas de piedra batidas por el aire crujieron
en tal manera; jamás estalló el rayo con tan horrísono estampido.
Vuela a semejanza de negro turbión la mortífera lanza,
y traspasando los bordes de la loriga y los siete cercos del
escudo, se le entra rechinando por mitad del muslo: dobladas
las rodillas, cae en tierra herido el gigantesco Turno. Prorrumpen
los Rútulos en gemidos, retumba en torno todo el
monte, y los profundos bosques repiten el estruendo con
lejanos ecos. El, humilde y suplicante, tendiendo a Eneas la
vista y las manos desarmadas, "Merezco lo que me sucede, le
dice; no te imploro, haz uso del derecho que te da la suerte;
mas si alguna compasión puede inspirarte un padre desventurado
(y también fue el tuyo Anquises), yo te ruego que te
compadezcas de la ancianidad de Dauno: devuélveme a los
míos, o a lo menos devuélveles mi cuerpo exánime. Venciste,
y ya los Ausonios me han visto tenderte, vencido, las
palmas: tuya es Lavinia; no vayan más allá tus rencores."
Detúvose con esto el formidable Eneas, volviendo a una y
otra parte los ojos, suspensa la diestra, indeciso sobre lo que
debía hacer, y ya las palabras de Turno empezaban a ablandarle,
cuando se ofrece a su vista en el pecho caído el infausto
talabarte del mancebo Palante, reluciente con sus
conocidos resaltos de oro; de Palante, a quien Turno diera
muerte después de haberle vencido, y cuyos enemigos y ricos
despojos llevaba pendientes de los hombros. No bien Eneas
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hubo devorado con la vista aquellos despojos, ocasión para
él de acerbo dolor, inflamado por las Furias y terrible en su
cólera, "¿De escaparte me hablas, cuando te veo vestido con
estos despojos de los míos? exclamó. Palante, Palante es
quien te inmola con esta herida, y con tu criminal sangre
toma venganza." Esto diciendo, húndele, ciego de ira, la espada
en el pecho; un frío de muerte desata los miembros de
Turno, e indignado su espíritu, huye, lanzando un gemido, a
la región de las sombras.