lunes, 8 de agosto de 2011

Cuentos chilenos


Adiós a Ruibarbo
Guillermo Blanco:

Mañana a mañana, casi al filo del alba, el chico llegaba a sentarse en la acera empedrada, frente al portón de la panadería. Adoptaba siempre la misma postura: cruzadas las piernas, las manos cruzadas delante de ellas, la vista fija en el callejón que conducía a las caballerizas. Sus ojos eran hondos, eran negros, miraban de una manera extrañamente intensa. Esperaban, con esa mansa paciencia cristalina de los ojos de niño.
A veces, la brisa del amanecer le producía en el cuerpo un leve estremecimiento. A veces era el sol recién nacido el que le penetraba con quieta caricia. Todo él, sin embargo, se concentraba en la mirada en las pupilas inmóviles, atentas al punto por donde habrían de asomar los caballos , y sólo parecía retornar a la vida cuando se escuchaban desde dentro las voces de los conductores, y restallaban las fustas, y sobre los adoquines comenzaba a resonar el golpeteo de las herraduras.
Luego aparecía el primer carro
Iba saliendo muy despacio, pues el callejón era angosto, y al dueño le molestaba que los ejes rasparan el adobe de los muros. Los hombres lanzaban imprecaciones a cada maniobra, más quizá por costumbre, por una especie de rito del gremio, que por estar airados de verdad.
Pero el chico no los oía.
Nos los veía.
Él contemplara a los caballos únicamente, mientras en sus labios se insinuaba una sonrisa, o menos: la sombra, el soplo tierno de una sonrisa.
Si era posible, al pasar los tocaba. Apenas unas palmaditas fugaces en las paletas, en las ancas. Musitaba sus nombres, muy serio, igual que si fuesen un secreto entre ellos y él:
—Pintado. . .
—Canela. . .
—Penacho. . .
—Ruibarbo. . .
Eran cuatro. Dos salían trotando hacia un lado y dos hacia el lado opuesto. El muchacho también se marchaba, en cuanto los veía desaparecer a la distancia. Se iba paso a paso, y las piernas y el cuerpo se prolongaban a su espalda en una sombra interminable, imagen de su deseo de quedarse allí, junto al portón, aguardando.
Caminaba hacia la escuela, al lado oriente de la ciudad.
La ciudad era pequeña, de no muchos habitantes. Sólo diez o doce casas grandes, unas cuantas oficinas, un par de avenidas con pavimento de concreto. El resto era viejo o antiguo: calzadas polvorientas, construcciones de un piso, techos de tejas y verjas de hierro. Todavía algunos hombres y mujeres esquivaban ir al centro por recelo de los letreros luminosos, los automóviles, los dependientes pulcros de las tiendas.
El chico no iba casi nunca.
De la escuela bajaba al río, del río a almorzar, y luego de nuevo a la panadería.
Ahora era la tarde las cuatro de la tarde, o las tres y media y la sombra se le adelantaba, remedando a su impaciencia por volver. Era el rato de la siesta: los caballos reposaban, desuncidos, en los pesebres. Hasta su lado llegaba él, con ese andar lento, que era una excusa, y se les aproximaba, y otra vez les hablaba uno a uno:
—Canela.
—Ruibardo.
— Pintado.
—Ruibarbo.
Desentornaban los enormes ojos quietos para mirarlo.
Los dos más jóvenes parecían entenderle mejor, como si recogieran la ternura, el trémolo de bondad, que latía en su voz. Parecía que le escucharan, que le replicaran, en cierto idioma silencioso. Los viejos no: alzaban a duras penas esos párpados bajo los cuales semejaban dormir unas pupilas desprovistas de visión, y grises de un largo y ancho desgano. Estos eran sus predilectos, no obstante, y el chico escurría los dedos, acariciando a pausa sus pelambres húmedas de sudor. (Le agradaba el rastro que después iba dejándole aquel sudor en la piel. Le gustaba olfatearlo, guardarlo en las manos, dormirse por la noche percibiendo su eco).
— Manco, manco —murmuraba.
Algo quizá si apenas otra forma de silencio— respondía en Canela y Pintado, mientras las orejas inmóviles de Penacho y Ruibarbo dejaban escurrir, resbalar, su compasión.
—Penacho. . .
Nada.
—¿Ruibarbo?
Igual.
Era como si su voz se perdiera, cayera en unos pozos sin eco. Miraba a los caballos fijo, fijo, largo, con un dolor suyo por los malos tratos que les adivinaba recibiendo, por los interminables plantones quietos contra un muro, y luego ese ir y venir sin cambio calle abajo y calle arriba, y el nunca ver pasto vivo o agua que corre: todo aquello que a través de quizá cuántos años venía secándolos, vaciándolos, lo mismo que si fuesen un par de charcos secos en verano.
—Manco. . .
Le provocaba angustia notar el gesto amargo de sus belfos. Sin saber sabía que era una amargura inerte, no nacida en nostalgia de los árboles ni el viento ni de la alegría de los esteros, pues jamás pudieron conocer desde cerca esteros o árboles, y en la pequeña ciudad el viento servía sólo para levantar terrales.
La nostalgia habría sido hasta un alivio contra el tedio.
En cambio, cierta aridez yerta parecía haber ido quedándose en los dos caballos—como ese polvo sutil que acumula el tiempo en los rincones al arrastrarse sobre ellos los días y los días y los días parejos, hechos de horas parejas, sin minutos ni segundos, de esas horas inmóviles, que dan lo mismo, que se acumulan y aplastan desprovistas de alternativas y de esperanzas y de sorpresas.
Sí, les perdonaba su frialdad. Los intuía incapaces de otra reacción, de cualquier reacción: no le habrían podido odiar, igual que no le podían agradecer, responder.
—Manco. . .
Su mano iba recorriendo morosamente las ásperas pieles, sorteaba con afecto las mataduras, trataba de decir, pulso a pulso, lo que no cabía en la voz: esa amistad intensa que es sentir el dolor en carne propia, vivir la fusta y la soledad y el tedio, palpar la opresión de las cuatro paredes y el imposible de la sombra, los árboles, el quieto frescor de los esteros.
Lo conocían ya los hombres de la panadería, y lo dejaban quedarse allí.
—Entra, Potrillo —invitaban al verlo junto a la puerta.
Él pasaba sin articular palabra, con la clara elocuencia de sus ojos no más, y se movía suave, silenciosamente, y se ponía al lado de sus amigos.
En varias oportunidades le ofrecieron subirlo sobre el lomo de algunos de los caballos.
—¿Quieres dar una vuelta, Potrillo?
—No.
—¿Tienes miedo?
—No.
—¿Entonces?
—No quiero.
—¡Ah, tienes miedo!
Lo dejaban.
Por qué iba a tener miedo. Le daba, sí, una especie de vergüenza la idea de trepar en ellos, cansados como estaban. Era humillante, y era cruel.
No deseaba ser jinete, sino compañero suyo.
Le gustaba, por eso, que le llamaran Potrillo. Por eso le gustaba el olor que en su epidermis iba dejando el sudor de las ásperas pelambres.
Cuando iba al río, se echaba boca abajo sobre una piedra enorme —siempre la misma— y se dedicaba a soñar despierto. Imaginaba una suerte de invariable cuento de hadas: él era rico, muy rico, o muy poderoso, dueño de un reino con castillos y palacios y lagos tranquilos, y en medio del mayor de los lagos había una isla ancha, lisa, entera cubierta de césped, y allí enviaba él a los caballos, los de todas las panaderías de la comarca, y les tenía esteros y árboles y unos pesebres inmensos y hermosos, y nadie podía maltratarlos ni montarlos, porque él había impuesto pena de muerte a quien lo hiciera, y en un lugar maravilloso de la isla habitaban Ruibarbo, Pintado, Canela y Penacho, y a los ojos de Canela y Ruibarbo había vuelto la visión, y eran unos ojos vivos, alegres —mansos siempre: claro—, lustrosos de felicidad, plenos de paz, y él los observaba y les hablaba y ahora sí le entendían, y los dos se iban con él, andando, andando, bajo los olmos y las higueras, y se metían por unos vados pedregosos, y entre las ramas que se trababan por sobre sus cabezas veían el cielo, con un sol perenne y tibio, que no daba calor sino sólo infundía en el cuerpo una sensación de gozosa tibieza, y cuando llegaba la noche, él, el príncipe, dejaba a veces los asuntos de Estado para quedarse a dormir con sus amigos tendido en el pasto entre los cuerpos enormes y suaves, y al amanecer siguiente lo despertaban, en lugar de clarines, los relinchos de Ruibarbo y Canela, y al abrir los párpados se encontraba con el mágico espectáculo de las crines y las largas colas flotando en el aire mientras los animales galopaban por la llanura...
Un día, cuando salía al reparto el carro tirado por Ruibarbo, el anciano conductor dijo al chico:
—Despídete de él, Potrillo.
Su mirada preguntó por qué.
—El patrón lo vendió.
—¿A quién?
Quiso el hombre callar, pero las pupilas del niño no permitían huirle.
Con voz ronca explicó que lo llevarían al matadero mañana de alba, que harían charqui de él. Bueno, estaba tan viejo que...
Al matadero.
Se fue el muchacho pensativo calle abajo. Su hermana había ido al matadero una vez, y luego le contó cómo era, cómo un hombre que vestía un delantal ensangrentado se acercó a un buey y le clavó su enorme cuchillo en el pecho, y el buey no murió al primer golpe, y observaba con expresión apacible—sin rencor ni rebeldía— al verdugo. Parecía pedirle que acabara pronto. Mientras, la sangre fluía de la ancha herida y algo se apagaba a pausa en su vista.
Llegó el chico al río, se puso a andar por la orilla.
Una bandada de garzas alzó el vuelo sobre el cauce. Un perro lo siguió a corta distancia durante un trecho. Había un piño de cabras. Él no percibía nada. Sólo escuchaba retumbar en su mente la palabra matadero, y ante su vista flotaban el delantal manchado de rojo, el machete, la agonía que imaginaba a Ruibarbo.
Era la hora de la escuela.
No fue a la escuela.
Permaneció la mañana entera tendido en su roca de siempre, aunque sin soñar, como siempre: meditando, obsesionado, desesperado. Volvió a almorzar. Comió maquinalmente con la cabeza baja y la garganta estrecha de angustia. Nadie lo notó, ni le preguntaron.
Por la tarde se encaminó a la panadería y se quedó hasta que ya estuvo oscuro junto al viejo Ruibarbo, musitando su caricia inútil:
—Manco, manco, Ruibarbo...
De pronto oyó que cerraban la puerta. Colocaban trancas. Alguien se despedía:
—Hasta mañana patrón.
—Hasta mañana. ¿Les pusiste agua a los caballos?
—Sí.
—¿A los cuatro?
—No sé si al Ruibarbo. Total, para qué darles trabajo de más a los charqueadores.
Sonó una carcajada.
El chico se estremeció. No hizo ningún movimiento. Esperaría a que se fueran, y daría de beber a su amigo. Eso sí lo iba a entender.
Se escucharon pasos aún, voces que iban apagándose. Después, un largo rato durante el cual no hubo ruido alguno, fuera del que producían los animales con su lento masticar del forraje.
Se asomó al patio: una luna blanquecina emergía ya, y alumbraba todo vagamente.
Nadie.
Sigiloso, buscando los rincones, avanzó hacia la llave del agua. Al pasar frente al callejón de salida una idea le aceleró el pulso hasta la angustia: corrió, jadeante, al portón, y comenzó a hurgar a tientas. Por fin halló la tranca. Pesaba mucho. La alzó a duras penas. Cuando lo hubo conseguido, el madero se vino al suelo con estrépito.
Creyó que no podría evitar el llanto. Se contuvo porque era demasiado grande su miedo.
Trató de hacerse ovillo.
Esperó.
Al cabo de unos segundos oyó abrirse una ventana en el segundo piso. Apareció en ella el panadero, que oteó en torno, minucioso. Se volvió en seguida hacia adentro.
—No es nada, mujer dijo—. Sería uno de los caballos, que ha estado intranquilo.
Luego cerró.
El chico permaneció quieto por interminables minutos. Una campana de reloj dio la hora, pero él no atinó a contar los golpes. Aún resonó otro antes de que se atreviese a cambiar de postura.
Se levantó entonces con mil precauciones, fue hasta la caballeriza de Ruibarbo, desató la cuerda que lo ligaba a un poste y comenzó¿ a conducirlo hasta el portón. El animal se resistía al principio. Después le siguió, a paso lento. Le pareció al niño que nunca habían resonado tanto las herraduras sobre los adoquines.
La espesa hoja de madera se abrió con quejidos de vieja.
No se atrevió a cerrarla.
En la calle no había nadie, ni encontraron a nadie en el trecho breve que la panadería distaba del río. Así alcanzaron al puente, a cuyo extremo opuesto el llano y los cerros se abrían, libres, semejantes al reino con que el chico soñaba, y revestidos ahora de magia por la claridad de la luna.
Tenso de emoción, quitó la cuerda del cuello de Ruibarbo, le dio las últimas palmadas de afecto y murmuró cálidamente:
—Adiós.
El caballo permaneció unos momentos inmóvil, como si no entendiera. Después dio media vuelta y se fue trotando, trotando, hasta el portón de la panadería por el que desapareció.


El conjuro
Oscar Castro
En los ojos nocturnos de Celedonio Parra barájanse lentamente los naipes verdes del porotal. Esos ojos labriegos, ante la invasión jocunda de las guías trepadoras, ante los capis tiernos, que van inflándose soplados por la savia, se refrescan de una desnuda alegría. Alegría de agua cantante, de cielo liviano, de libre viento corredor. No es solamente la perspectiva de la copiosa cosecha, sino el florecer de su esfuerzo lo que pone campanillas de júbilo en el alma de Celedonio Parra. Aquella cuadra de tierra sembrada, con sus maizales de espadas relucientes, con sus zapallos que florecen copas de oro, con su jugosa gravidez, es obra de este hombre que ahora la mira, complacido, desde la cerca rústica que separa su casa del campo abierto.
Celedonio Parra tiene la carne de avellana y los nervios de boldo montañés. Su barba es amarillenta como un lino oxidado. Sus manos están pesadas de callos, veteadas de rugosidades como la corteza terrestre. Y sus espaldas tienen una curva liviana de colina en descenso. Si pudiésemos mirarlo hacia adentro, veríamos su espíritu riendo, tal una flor de quisco cercada de espinas. Es duro como las montañas; pero, como ellas, tiene también arroyos que llevan cielo en sus cristales.
El campesino piensa en su mujer y en sus hijos, y los sembrados van trasmutándose con lentitud en trapos de colores chillones, en monedas que sirven para pagar deudas, en comestibles distintos a los que produce el suelo.
Vuélvese el hombre pausadamente y penetra en su casa, que huele a humo, a pobreza a cebolla recién picada. En el fondo de sus pupilas, un viento invisible continúa jugando una brisca de esperanzas con los naipes verdísimos del porotal.
**
Y he aquí, de pronto, como una granizada imprevista, la noticia tremenda que hizo encogerse como un puño las almas labriegas. La trajo una mañana Juan Palacios, regador de la hacienda, y ella fue colándose como un viento por todas las puertas que se asoman al camino. Entró golpeando con sus puños inflexibles el pecho duro de cada campesino. Se hizo asombro, protesta, dolor sobre los rostros de canela. Gimió en las almas de las mujeres cansadas de tener hijos y de hacer todos los días idénticos menesteres.
—¡La cuncunilla!
—¡La cuncunilla!
—¡La cuncunilla!
Unos bichos voraces, implacables, de color plomizo y cuerpo peludo, habían aparecido sobre las hojas y los tallos que sostenían en sus brazos frágiles la venidera cosecha. Todos sabían lo que aquello significaba. Pronto las hojas estarían caladas, los tallos se doblarían impotentes, las legumbres y hortalizas no podrían fructificar.
Celedonio Parra era viejo y conocía muchas cosas. A él acudieron los campesinos en una vislumbre de desesperada esperanza. Celedonio, cogiendo en su mano dos o tres de los gusanillos, los pisoteó con una ojota rústica, en un gesto de impotencia desolada.
—¿Qué se puee hacer, Celedonio?
La pregunta salía de diez bocas anhelantes, y los ojos se colgaban de esos otros ojos que ahora tenían una negra nube sobre la negrura del iris.
—Mi padre me dijo que pa esto no hay remedio. Hay que dejar que la cuncunilla se llene y se muera sola.
—Pero son miles. No van a'ejar ni rastro en una semana.
Y uno, desolado:
—El porotal mío ya'stá pa nunca.
Y otro:
—¡Y la cosecha que venía tan güenaza este año!
Con la vista perdida en el océano verde extendido hasta el pie mismo de las montañas, Celedonio deja caer unas palabras:
—Lo único, lo único, sería hablar con el patrón pa que trajera un cura. Esos busanos del diablo le hacen caso, en veces, a los conjuros.
—¡Vamos pa'onde el patrón!
—¡Vamos!
—¡Pero al tiro!
La esperanza los lleva. Van por el camino con una fe grandiosa en las entrañas. Caminan, caminan, temerosos de perder un solo segundo. Y no hablan casi pues les parece que las palabras se les enredan en los pies. Allá, tras una hilera militar de álamos, aparecen, veinte minutos más tarde, las casas de la hacienda. Primero una reja, luego un pequeño parque, al final un corredor sostenido por pilastras de luma, asentadas sobre las bases de piedra. Allí está don Adolfo con su sonrisa bonachona y su manta de colores violentos. Es relativamente joven —cuarenta y cinco años—, a pesar de lo cual los inquilinos lo miran como a un padre. Sentado en su silla de mimbre, no se ha percatado de que sus inquilinos se aproximan. Al tornar la cabeza, distraído, encuentra a los once hombres que se han detenido frente a la reja. Sin levantarse y elevando su voz paternal y suave, dice a los que aguardan:
—¡Adelante, niños! ¿Qué se les ofrece?
Encogidos, con ese instintivo respeto al amo que distingue al verdadero campesino, se adelantan por la senda del parque. Ante el corredor, vuelven a detenerse torturando con sus manos ásperas el borde de las chupallas.
En voz baja, uno dice:
—Habla vos, Celedonio.
Pero no se deciden. Miran el mimbre de la silla la montura del caballero, desbordante de pellones que está en un rincón: los dibujos multicolores de los mosaicos...
—¿Qué hay, Celedonio? ¿Te comieron la lengua los traros?
Celedonio se ríe, escupe sobre un prado de violetas, y comienza:
—Usté sabe, patrón, que cayó la cuncunilla en la siembra...
—Sí, ayer me dijeron. Es una fregatina, pero no se conocen remedios para matarla.
—Es que nosotros habíamos pensao... No sé si usté crea en estas cosas... Habíamos pensao que un cura puee venir a echarle un conjuro a los busanitos esos. Algunas veces ha resultao. Y, al fin, na se pierde con hacele un empeño. Pior es dejar las cosas como'stán. ¿No le parece?
Una sonrisa quiere aflorar al rostro de don Adolfo; pero ésta la borra con rapidez, y dice a los solicitantes, con perfecta seriedad:
—Bueno, yo no tengo inconveniente ninguno. Esta tarde voy a la ciudad, y si quieren puedo traer un frailecito.
—Muchas gracias, patrón.
—Dios se lo pague, patrón.
Pero Celedonio no ha concluido su petición, y añade tras rascarse la cabeza y arrojar un nuevo escupitajo sobre las violetas:
—¡Ah!, otra cosa, señor. El curita tiene que ser sanfranciscano, porque son los únicos que tienen poer contra la cuncunilla. A los otros no les entienden esos busanitos. Así me dijo mi taita por lo menos, cuando yo era mocoso, disculpando el moo de hablar.
—Bien—remata don Adolfo—, váyanse tranquilos, a la noche tendrán aquí al frailecito.
—Entonces, hasta mañana, patrón.
—Y muchísimas gracias.
—Hasta mañana, niños.
**
Desde muy temprano, al siguiente día, los inquilinos comienzan sus preparativos. Desbordados los ojos de una fe rabiosa, anhelantes las bocas oscuras, salen de sus ranchos al encuentro de Celedonio, que los aguarda en el camino.
—A las ocho v'a ser la cosa.
—¿Serán como las seis ya?
Celedonio escruta la cordillera, en cuya cima va lentamente agrandándose un incendio de colores maravillosos.
—Farta toavía —responde.
Cantan las diucas y sus goterones de música desafinada caen sobre las aguas trémulas de la mañana. A la distancia mugen las vacas y se escucha el —¡ah, guacha loba, guacha loba!— con que los peones las obligan a tomar el camino de la lechería. Un jilguero endulza el viento con su chorro liviano de melodía: canta, canta, como una mazorca infinita de trinos.
De pronto, Celedonio deja escapar una exclamación:
—¡Ah, chupalla! ¡Se los había olvidao una cosa!
—¿Qué cosa? —inquieren sus compañeros.
—Los puentes pa que pase el conjuro a toas las siembras. Vayan a buscar tablones y palos. En toas las cequias y canales hay que poner uno. La'e no, lagua se lleva las palabras del curita.
Corren todos, presurosos; se desparraman por los potreros y, al cabo de una hora, no hay canal ni acequia regadora que no tenga su flamante puente de tablas, ramas o palos.
Los minutos se hacen largos, lentos, interminables. Hay en todos los ranchos una enorme expectación. Las mujeres de los inquilinos, desgreñadas, con los morenos brazos al viento, aparecen de vez en vez en las puertas con el cuchillo de picar papas en las manos. Los chiquillos escrutan ansiosos la carretera hacia el lado del norte. Y, de improviso, son voces infantiles las que dan la noticia:
—¡Ya viene el curita!
—¡Con el patrón y el patrón chico!
—¡Allá en la güelta vienen!
En efecto, el coche del patrón conduce al esperado personaje. Es un fraile de ojos escrutadores manos pálidas y boca delgada.
—¡Es sanfranciscano!
El cura saluda a los chiquillos, que se descubren reverentes. Pasa dejando una nube de polvo en pos y tras ella corren los rapaces. Al llegar a donde está Celedonio, el tumulto es ya considerable.
—Buenos días, hijos.
—Buenos días, niños.
—¡Güenos días, pairecito; güenos días, patrón!
Las chupallas aletean en el aire y no vuelven a cubrir las cabezas.
Revestido de toda su majestad, el sacerdote desciende del vehículo y mira los campos, buscando una ubicación conveniente para dar comienzo a la ceremonia. Los rapaces se han detenido a respetuosa distancia y cuchichean entre sí. Algunas mujeres acuden también, con el alma llena de repentina fe.
—Empezaremos por aquí —dice el fraile.
Saca del coche un hisopo y un tiesto con agua bendita. No se oye volar una mosca en torno. Los latinajos empiezan a salir con runruneo de colmena de la boca frailuna. Cada palabra es como una siembra de anhelos sobre las almas humildes. Algunos inquilinos tienen la cabeza baja; otros miran obstinadamente los sembrados en espera de un milagro nunca visto. Las mujeres se han arrodillado y revuelven en su boca todas las oraciones que conocen.
Uno de los labriegos, los ojos encendidos, dice al oído de Celedonio:
—Agora es cuando le v'a llegar al perno a la cuncunilla.
Y otro añade:
—¡Friéguense por tragonas! ¡Muéranse, reviéntense, animales del diablo!
Celedcnio, rápido, le advierte:
—No mente al Malo agora, mi amigo
El cura alza en ese momento el hisopo mojado y salpica en cruz el aire. Las mujeres se golpean el pecho, compungidas e insignificantes.
El mismo ceremonial se repite por los cuatro costados de la hacienda. Después, el cura sube de nuevo a su coche, y las pupilas campesinas, claras de gratitud, lo miran alejarse hacia las casas. En seguida, reunidos, desatan la lengua:
—¿Oyiste vos lo que icía?
—Algo le alcancé a pescar. En una parte por ey parece que las amenazaba con el infierno.
—Y yo me fijé que las hojas llegaban a remecerse cuando el pairecito les plantó la rociá.
Luego miran los campos sembrados, temerosos de averiguar lo que entre las hojas ocurre.
El sol, desde lo alto, desparrama agua luciente sobre los potreros, las bestias y los hombres con su hisopo de llamas.
**
Todavía la rama del cielo florecía desveladas estrellas cuando Celedonio Parra y Zoila, su mujer, abandonaron el lecho. Desde el hueco tenebroso de la puerta echaron una larga mirada a los sembrados, que parecían dormitar en el frío celeste del alba. Ese frío también adentraba finos puñales de inquietud en el corazón de hombre y mujer. No se miraban ni decían nada, pero sentíanse más unidos que nunca por la común angustia. Dos días habían pasado desde que el sacerdote viniera con su agua bendita y sus latines a encenderles la esperanza. La cuncunilla proseguía, no obstante, su labor devastadora, y cada labriego sentía el trabajo silencioso de los pequeños enemigos en el fondo vivo de sus entrañas. Junto con roer las hojas, los bichitos iban también horadando y reduciendo a polvo todos los proyectos hechos sobre el producto de las siembras...
Los campesinos andaban por ahí como almas en pena, mirando los brotes lacios, la nervadura desnuda de las hojas y el incesante bullir de las condenadas cuncunillas. En los atardeceres asomaban, por las puertas de las viviendas hembras cansadas de rezar o maldecir; chiquillos hambrientos que no comprendían bien la tragedia, pero que la sentían gravitar sobre sus cabezas; perros famélicos que iban pregonando el hambre en el acordeón de sus costillas. La protesta contra el destino no afloraba ya en las palabras, sino que relucía en los ojos y en los gestos desolados de todos.
Celedonio seguía con miedo el proceso del nuevo día que llegaba. Ese día, al abrir las compuertas de la luz, revelaría su sentencia definitiva. El varón y la hembra hubiesen querido que no terminara nunca de aclarar, para conservar siquiera el consuelo desolado de su incertidumbre. Pero los perfiles de la cordillera se precisaban más y más. La puntilla de la nube recibió un flechazo de luz; después otra y otra. Todas las cosas fueron dibujando sus contornos. Los gallos cantaban gloriosaniente. Afinaban las aguas su delgada y desnuda voz. Y los árboles maduraban trinos y gorjeos enloquecidos.
Sin una palabra, inmóviles los rostros ansiosos lentos los pasos, Celedonio y Zoila se llegaron hasta las primeras matas del porotal. ¡Dios mío! ¿Era posible? ¡No podían creerles a sus ojos y hubieron de palpar los cuerpos secos de las cuncunillas que colgaban de unas hilachas sedosas! Enfebrecidos de regocijo, siguieron explorando. Y en todo era lo mismo. ¡El enemigo se moría, se moría sin remedio! La mujer apenas podía mirar por entre las lágrimas: lágrimas calientes de gratitud, de consuelo, de... ¡qué sabía ella qué! Y al hombre le temblaban las manos y el corazón le batía tambores en el pecho. Pero no se paraban. Iban por cada hilera, presurosos, sin objeto, sonámbulos. Las guías les acariciaban el rostro como manos amigas. Y así llegaron hasta el final del sembrado. Allí, de espalda a la cordillera, se pararon. La mujer cayó de rodillas, tal si la tierra la hubiese llamado. El varón irguióse más sobre las columnas de sus pies, para ver los campos hasta el final.
Ambos componían el oscuro relieve de una medalla sobre el disco del sol, que levantaba sobre los Andes su ígnea custodia.
Cantaban todavía los pájaros.



El colocolo
Manuel Rojas

Negra y fría era la noche en torno y encima del rancho de José Maria Pincheira, uno de los últimos del fundo Los Perales. Eran ya más de las nueve y hacía rato que el silencio, montado en su macho negro, dominaba los caminos que dormían vigilados por los esbeltos álamos y los copudos boldos. Los queltehues gritaban, de rato en rato, anunciando lluvia, y algún guairao perdido dejaba caer, mientras volaba, su graznido estridente.
Dentro del rancho la claridad era muy poco mayor que afuera y la única luz que allí brillaba era la de una vela que se consumía en una palmatoria de cobre. En el Centro del rancho había un brasero y alrededor de él dos hombres emponchados. Sobre las encendidas brasas se veía una olla llena de vino caliente, en el cual uno de los emponchados, José Manuel, dejaba caer pequeños trozos de canela y cáscaras de naranjas.
-Esto se está poniendo como caldo -murmuró José Manuel.
-Y tan oloroso... Déjame probarlo -dijo su acompañante.
-No, todavía le falta, Antuco.
-¡Psch! Hace rato que me está diciendo lo mismo. Por el olorcito, parece que ya está bueno.
-No. Acuérdese que tenemos que esperar al compadre Vicente y que si nos ponemos a probarlo, cuando él llegue no habrá ni gota.
-¡Pero tantísimo que se demora!
-Pero si no fue allí no más, pues, señor. Tenía que llegar hasta los potreros del Algarrobillo, y arreando. Por el camino, de vuelta, lo habrán detenido los amigos para echar un traguito.
-Sí, un traguito... Mientras el caballero le estará atracando tupido al mosto, nosotros estamos aquí escupiendo cortito con el olor.
-Déjame probarlo, José Manuel.
-Bueno, ya está, condenado; me la ganaste. Toma.
Metió José Manuel un jarrito de lata en la olla y lo sacó chorreando de oloroso y humeante vino, que pasó a su amigo, el cual, atusándose los bigotes, se dispuso a beberlo. En ese instante se sintió en el camino el galope de un caballo; después, una voz fuerte dijo:
-¡Compadre José Manuel!
-¡Listo! -gritó Pincheira, levantándose, y en seguida a su compañero-: ¿No te dije, porfiado, que llegaría pronto?
-Que llegue o no, yo no pierdo la bocarada.
Y se bebió apresuradamente el vino, quemándose casi.
Frente a la puerta del rancho, el campero Vicente Montero había detenido su caballo.
-Baje pues, compadre.
-A bajarme voy...
Desmontó. Era un hombre alto, macizo, con las piernas arqueadas, vestido a usanza campesina.
-Entre, compadre; lo estoy esperando con un traguito de vino caliente.
-¡Ah, eso es muy bueno para matar el bichito! Aunque ya vengo medio caramboleado. En casa del chico Aurelio, casi me atoraron con vino.
Avanzó a largos y separados pasos, haciendo sonar sus grandes espuelas, golpeándose las polainas con la gruesa penca. A la escasa luz de la vela se vio un instante el rostro de Vicente Montero, obscuro, fuerte, de cuadrada barba negra. Después se hundió en la sombra, mientras los largos brazos buscaban un asiento.
-Está haciendo frío.
-Debe estar lloviendo en la costa.
-Bueno, vamos a ver el vinito.
-Sirve, Antuco.
Llenó Antonio el jarrito y se lo ofreció a Vicente. Éste lo tomó, aspiró el vaho caliente que despedía el vino, hizo una mueca de fruición con la nariz y empezó a bebérselo a sorbitos, dejando escapar gruñidos de satisfacción.
-Esto está bueno, muy bueno. Apuesto que fue Antuco el que lo hizo. Es buenazo para preparar mixturas. Creo que se ha pasado la vida en eso.
-No -protestó Pincheira-. lo hice yo, y si no fuera porque lo cuidé tanto, Antuco lo habría acabado probándolo.
Rió estruendosamente Vicente Montero. Devolvió el jarrito y Antonio lo llenó de nuevo, sirviéndole esta vez a José Manuel.
-Bueno, cuenta. ¿cómo te fue por allá?
-Bien; dejé los animales en el potrero y después me entretuve hablando con las amistades.
-¿Cómo está la gente?
-Todos alentados... ¡Ah, no! Ahora que me acuerdo, hay un enfermo.
-¿Quién?
-Taita Gil. Pobre viejo, se va como un ovillo.
-¿Y qué tiene?
-¡Quién sabe! Allá dicen que es el colocolo el que lo está matando, pero para mí que es pensión. ¡Le han pasado tantas al pobre viejo, y tan seguidas!
-Bien puede ser el colocolo.
-¡Qué va a ser, señor! Oye, Antuco, pásame otro traguito...
Volvió a circular el jarro lleno de vino caliente.
-¿Tú no crees en el colocolo?
-No, señor, cómo voy a creer. Yo no creo más que en lo que se ve. Ver para creer, dijo Santo Tomás. ¿Quién ha visto al colocolo? Nadie. Entonces no existe.
-Psch! ¿Así que tú no crees en Dios?
-Este... No sé, pero en el colocolo no creo. ¿Quién lo ha visto?
-Yo lo he visto -afirmó José Manuel.
-Sí, con los ojos del alma... ¡Son puras fantasías, señor! Las ánimas, los chonchones, el colocolo, la calchona, las candelillas... Ahí tienes tú: yo creo en las candelillas porque las he visto.
-¡No estés payaseando! -exclamó asustado Antonio.
-Claro que las vi.
-A ver, cuenta.
-Se lo voy a contar... Oye, Antuco, pásame otro trago.
-¡Así tan seguido se pierde el tañido!
-¿No lo hicieron para tomar? Tomémoslo, entonces.
José Manuel y Antonio se echaron a reír.
-¡Este diablo tiene más conchas que un galápago!
-Bueno, cuenta...
-Espérense que mate este viejo.
Se bebió el último sorbo que quedaba en el jarro, lanzó un sonoro ¡ah! y dijo:
-Cuando yo era muchachón, tendría unos diecinueve años, fui un día a la ciudad a ver a mi tío Francisco, que tenía un negocio cerca de la plaza. Allá se me hizo tarde y me dejaron a comer. Después de comida, cuando me vieron preparándome para volver a casa, empezaron a decirme que no me viniera, que el camino era muy solo y peligroso y la noche estaba muy obscura. Yo, firme y firme en venirme, hasta que para asustarme me dijeron:
-No te vayas, Vicente; mira que en el potrero grande están saliendo candelillas...
-¿Están saliendo candelillas? Mejor me voy; tengo ganas de ver esos pajaritos.
Total, me vine. Traía mi buen cuchillo y andaba montado. ¿Qué más quiere un hombre? Venía un poco mareado, porque había comido y tomado mucho, pero con el fresco de la noche se me fue pasando. Eché una galopada hasta la salida del pueblo y desde ahí puse mi caballo al trote. Cuando llegué al potrero grande, tomé el camino al lado de la vía, al paso. Atravesé el río. No aparecían las candelillas. Entonces, creyendo que todas eran puras mentiras, animé el paso del caballo y empecé a pensar en otras cosas que me tenían preocupado. Iba así, distraído, al trote largo, cuando en esto se para en seco el caballo y casi me saca librecito por las orejas. Miré para adelante, para ver si en el camino había algún bulto, pero no vi nada. Entonces le pegué al caballo un chinchorrazo con la penca en el cogote, gritando:
-¿Qué te pasa, manco del diablo?
Y le aflojé las riendas. El caballo no se movió. Le pegué otro pencazo. Igual cosa. Entonces miré para los costados, y vi, como a unos cien pasos de distancia, dos luces que se apagaban y encendían, corriendo para todos lados. Allí no había ningún rancho, ninguna casa, nada de donde pudiera venir la luz. Entonces dije: “Estas son las candelillas”.
-¿Las candelillas? -preguntó Antonio.
-Las candelillas... Pásame otro trago, por preguntón... Como el caballo era un poco arisco, no quise apurarlo más. Me quedé allí parado, tanteándome la cintura para ver si el cuchillo saldría cuando lo necesitara, y mirando aquellas luces que se encendían y se apagaban y corrían de un lado para otro, como queriendo marearme. No se veía sombra ni bulto alguno... De repente las luces dejaron de brillar un largo rato y cuando yo creí que se habían apagado del todo, aparecieron otra vez, más cerca de lo que estaban antes. El caballo quiso recular y dar vuelta para arrancar, pero lo atrinqué bien. Otro rato estuvieron las luces encendiéndose y apagándose y corriendo de allá para acá. Se apagaron otra vez sin encenderse un buen momento, y aparecieron después más cerca. Así pasó como un cuarto de hora, hasta que acostumbrándome a mirar en la obscuridad, empecé a ver un bulto negro, como una sombra larga, que corría debajo de las luces... “Aquí está la payasada”, me dije.
Y haciéndome el leso, principié a desamarrar uno de los pesados estribos de madera que llevaba; lo desaté y me afirmé bien la correa en la mano derecha. Con la otra mano agarré el cuchillo, uno de cacha negra que cortaba un pelo en el aire, y esperé.
Poco a poco fueron acercándose las luces, siempre corriendo de un lado para otro, apagándose y encendiéndose. Cuando estuvieron como a unos cuarenta pasos, ya se veía bien el bulto; parecía el de una persona metida dentro de una sotana. Lo dejé acercarse un poquito más y de repente le aflojé las riendas al caballo, le clavé firmes las espuelas y me fui sobre el bulto, haciendo girar el estribo en el aire y gritando como cuando a uno se le arranca un toro bravo del pillo: ¡Allá va, allá va valla valla vallaaaaa!
El bulto quiso arrancar, pero yo iba como celaje. A quince pasos de distancia revoleé con fuerzas el estribo y lo largué sobre el bulto. Se sintió un grito y la sombra cayó al suelo. Desmonté de un salto y me fui sobre el que había caído, lo levanté con una mano y zamarreándolo, mientras lo amenazaba con el cuchillo, le grité:
-¿Quién eres tú? ¡Habla!
No me contestó, pero se quejó. Lo volví a zamarrear y a gritar, y entonces sentí que una voz de mujer, ¡de mujer, compadre! me decía:
-No me hagas nada, Vicente Montero...
-¿Era una mujer?
-¡Una mujer, compadrito de mi alma! Y yo, bruto, le había dado un estribazo como para matar un burro. Pásame otro trago, Antuco. Al principio no me di cuenta de quién era, pero después, al oírla hablar más, vine a caer: era una mujer conocida de la casa, que tenía tres hijos y a quien se le había muerto el marido tres meses atrás. Le pregunté qué diablos andaba haciendo con esas luces, y entonces me contó que lo hacía para ganarse la vida. porque como la gente era tan pobre por allí, no tenía a quién trabajarle y no quería irse para la ciudad y dejar abandonados a sus niños. En vista de todo esto, había resuelto ocuparse en eso.
-¡La media ocupación que había encontrado!
-Se untaba las manos con un menjunje de fósforos y azufre que se las ponía luminosas y salía en el potrero a asustar a los que pasaban, abriendo y cerrando las manos y corriendo para todos lados. Algunos se desmayaban de miedo; entonces ella les sacaba la plata que llevaban y se iba... Total, después que se animó y se sacó la sotana en que andaba envuelta, la subí al anca y la traje para el pueblo... Y desde entonces, hermano Juan de Dios, cuando me hablan de ánimas y de aparecidos, me río y digo: ¡Vengan candelillas, ánimas y fantasmas, teniendo yo mi estribo en la mano! Sírveme otro traguito. Antuco...
-¡Pero, hombre, te lo has tomado casi todo vos solo!
-¿Pero no lo habían hecho para mí?
-Ahí tienes tú, Vicente; yo no creo mucho en ánimas, pero en el colocolo, sí. Mi padre murió de eso.
-Sería alguna enfermedad -dijo Vicente, desperezándose-. Me está dando sueño con tanto vino y tantos fantasmas. ¡Ah! -bostezó.
-Y te voy a contar cómo fue, sin quitarle ni ponerle nadita.
-Cuenta, cuenta.
-Hasta los cuarenta y cinco años, mi padre fue un hombre robusto, bien plantado, macizote. Cuando esto pasó, yo tendría unos diecinueve años. Vivíamos en Talca, cerca de la estación. Un día, por éstas y por las otras, mi padre decidió que nos cambiáramos a otra casa, a una que estaba al lado del presidio. La casa era de adobe, grande, aunque muy vieja; pero nos convenía el cambio, porque andábamos un poco atrasados. Cuando nos estábamos cambiando, vino una viejita que vivía cerca y le dijo a mi padre:
-Mira, José María, no te vengas a esta casa. Desde que murió aquí el zambo Huerta. nadie ha podido vivir en ella sin tener alguna desgracia en la familia. La casa está apestada; tiene colocolo.
Mi padre se rió con tamaña boca. ¡Colocolo! Eso estaba bueno para las viejas y para asustar a los chiquillos, pero a los hombrecitos como él no se les contaban esas mentiras.
-No tenga cuidado, abuela; en cuanto el colocolo asome el hocico, lo hago ñaco de un pisotón.
Se fue la veterana, moviendo la cabeza, y nosotros terminamos la mudanza. La casa era muy sucia, había remillones de pulgas y las murallas estaban llenas de cuevas de ratones... En el primer tiempo no sucedió nada, pero, a poco andar, mi padre empezó a toser y a ponerse pálido; se fue enflaqueciendo y en la mañana despertaba acalorado. De noche tosía tan fuerte que nos despertaba a todos. Le dolía la espalda y sentía vahídos.
-¿Qué diablos me está dando? -decía.
Mi madre le preparó algunos remedios caseros y le daba friegas. No mejoraba nada.
-¿Por qué no ves un médico, José María? -le decía mi madre.
-No, mujer, si esto no es nada. Debe ser el garrotazo el que me ha dado... Pasará pronto.
Pero no pasaba; al contrario, empeoraba cada día más. Después le vino fiebre y un día echó sangre por la boca. Se quejaba de dolores en la espalda y en los brazos. No pudo ir a trabajar. Una noche se acostó con fiebre. Como a las doce, mi madre, que dormía cerca de él, lo sintió sentarse en la cama y gritar:
-¡El colocolo! ¡El colocolo!
-¿Qué te pasa, José María? -le preguntó mi madre llorando.
-¡El colocolo! ¡Me estaba chupando la saliva!
Nos levantamos todos. Mi padre ardía en fiebre y gritaba que había sentido al colocolo encima de su cara, chupándole la saliva. Esa noche nos amanecimos con él. Al otro día llamamos un médico, lo examinó y dijo que había que darle éstos y otros remedios. Los compramos, pero mi padre no los quiso tomar, diciendo que él no tenía ninguna enfermedad y que lo que lo estaba matando era el colocolo. Y el colocolo y el colocolo y de ahí no lo sacaba nadie.
-¡Y dale con el colocolo! -murmuró Vicente Montero.
-Se le hundieron los ojos y las orejas se le pusieron como si fueran de cera. Tosía hasta quedar sin alientos y respiraba seguidito.
-No me dejen solo -decía-. En cuanto ustedes se van y me empiezo a quedar dormido, viene el colocolo. Es como un ratón con plumas, con el hocico bien puntiagudo. Se me pone encima de la boca y me chupa la saliva. No le he podido agarrar, porque en cuanto quiero despertar se deja caer al suelo y lo veo cuando va arrancando. ¡No me dejen solo, por Diosito!
En la casa estábamos con el alma en un hilo, andábamos despacito como fantasmas y no sabíamos qué diablos hacer. ¡No es broma ver que a un hombre tan fuerte como un roble se lo lleva la Pelada sin decir ni ¡ay!
Y así, hasta que mi padre pidió que llamáramos a la viejecita que le había aconsejado que no nos fuéramos a esa casa. Fuimos a buscar a la señora, vino, y cuando vio el estado en que se encontraba mi padre, le dijo:
-¿No te dije, José María Pincheira, que no te vinieras a esta casa, que había colocolo?
-Sí, abuelita, tenía razón usted... Pero ¿qué se puede hacer ahora?
-Ahora, lo único que se puede hacer es aguaitar al colocolo en qué cueva vive; a veces se sabe por el ruido que hace; se queja y llora como una guagua1 recién nacida. Cuando no grita, para encontrarlo hay que espolvorear el suelo con harta harina, echándola de modo que no quede ninguna huella encima. Al otro día se busca en la harina el rastro del colocolo y una vez que se ha dado con la cueva, se la llena de parafina mezclada con agua bendita... Con esto no vuelve nunca más.
¿Es un ratón el colocolo? -preguntó mí madre.
-No, mi señora, parece un ratón y no lo es; parece un pájaro y no es pájaro; llora como una guagua y no es guagua; tiene plumas y no es ave.
-¿Qué es, entonces?
-Es... el colocolo. Nace del huevo huero de una gallina. Cuando se deja abandonado un huevo así, sin hacerlo tiras, viene una culebra, se lo lleva y lo empolla; cuando nace, le da de mamar y le enseña a chupar la saliva de las personas que duermen con la boca abierta.
Se fue la señora, dejándonos más asustados de lo que estábamos antes. Esa noche llenamos de harina todo el piso de la pieza, desparramándola de adentro para afuera, de modo que no quedara rastro alguno. Mi hermano Andrés y yo nos tendimos en la puerta, de guardia, armados de piedras y palos, listos para entrar cuando mi padre llamara. Conversando y fumando, nos quedamos dormidos. A medianoche nos despertó el grito de mi padre:
-¡El colocolo! ¡El colocolo!
Entramos y no hallamos al dichoso bicho. Buscamos las huellas, pero había tantas, que nos salió lo mismo que si no hubiera ninguna. En todas las bocas de las cuevas había huellas de entradas y salidas de ratones. ¿Cómo íbamos a saber cuáles eran las del colocolo?
Al otro día se repitió la pantomima. Mi padre estaba muy mal, tosía y tenía una fiebre de caballo. Más o menos a la misma hora de la noche anterior, sentimos que se quejaba como una persona que no puede respirar. Escuchamos y oímos como un gemido de niño chico. De repente mi padre se sentó en la cama y dio un grito terrible. Entramos corriendo y vimos al colocolo; iba subiendo por la muralla hacia el techo.
-¡Allá va, Andrés, mátalo!
Mi hermano, que estaba del lado en que el animal iba subiendo, le dio un peñascazo con tanta puntería, que le pegó medio a medio del espinazo. Se sintió un grito agudo, como de mujer, y el colocolo cayó en un rincón. Si lo hubiéramos buscado en seguida, tal vez lo habríamos encontrado, pero con el miedo que teníamos y con lo que nos demoramos en tomar la luz, el colocolo desapareció, dejando rastros de sangre a la entrada de una cueva.
En la mañana murió mi padre. Vino el médico y dijo que había muerto de la calientita, que la casa estaba infectada y que nos debíamos cambiar de ahí.
Después que enterramos al viejo, hicimos una excavación en la cueva en que se había metido el colocolo, pero no encontramos nada. La cueva se comunicaba con otra.
Nos fuimos de la casa y un mes después, en la noche, volvimos mi hermano Andrés y yo y le prendimos fuego. Y dicen que cuando la casa estaba ardiendo, en medio de las llamas se sentía el llanto de un niñito...
Terminó su narración José Manuel Pincheira y en el instante de silencio que siguió a su última palabra se oyó un suave ronquido. Vicente Montero se había dormido.
-Se durmió el compadre.
-Debe estar cansado... y borracho.
-¡Eh! -le gritó José Manuel, dándole un golpe con la mano.
Dormido como estaba y medio borracho, el empujón hizo perder el equilibrio a Vicente Montero, que osciló como un barril, inclinándose hacia atrás. Alcanzó a enderezarse y saltó a un lado gritando:
-¡Epa, compadre!
-¿Qué le pasa, señor? -le preguntó irónicamente Antonio.
-¡Por la madre! Estaba soñando que un colocolo más grande que un ternero me estaba chupando la saliva como quien toma cerveza cuando tiene sed.
Se rieron José Manuel y Antonio. Vicente, desperezándose, dijo:
-Ya debe ser muy tarde.
Buscó en todos sus bolsillos, diciendo:
-¿Dónde está mi reloj?
-¿Tienes reloj, Vicente? Andas muy en la buena.
-Si, tengo un reloj que le compré al mayordomo. Aquí está.
Y sacó un descomunal reloj Waltham.
-¡Ja, ja! Ese no es un reloj, pues, señor... Eso es una piedra de moler. ¡Una callana!
-Sí, ríanse, no más... Este es un reloj macuco. Anda mejor que el de la iglesia. Cuando el de la iglesia da las doce, el mío hace ratito que las ha dado Me sirve muchísimo. Estuve como un año juntando plata para comprarlo. No lo dejo ni de día ni de noche. Cuando me acuesto lo cuelgo en la cabecera y le digo: Mañana a las seis, ¿no? Y a las seis en punto despierto. No lo cambio ni por un caballo con aperos de plata... Ya son las once y media. Me voy.
Se despidieron los amigos y después de dos tentativas para montar, Vicente Montero montó y se fue. Dejó que su caballo marchara al trote, abandonándose a su suave vaivén. Tenía sueño, modorra; el alcohol ingerido se desparramaba lentamente por sus venas, produciéndole una impresión de dulce cansancio. Inclinó la cabeza sobre el pecho y empezó a dormitar, aflojando las riendas al caballo, que aumentó su carrera. Insensiblemente se fue durmiendo, deslizándose por una pendiente suavísima. De pronto apareció ante sus ojos, en sueños, un enorme ratón con ojos colorados y ardientes que empezó a correr delante del caballo. Corría, corría, dándose vuelta de trecho en trecho para mirarlo con sus ojos ardientes. Después se paró ante el caballo y dando un salto se colocó sobre la cabeza del animal, desde donde empezó a mirarlo fijamente. Era un ratón horrible, con pequeñas plumas en vez de pelos, la cabeza pelada y llena de sarna y el hocico puntiagudo, en medio del cual se movía una lengua roja y fina como la de una culebra. Mucho rato estuvo allí, mirándolo sin cerrar los ojos, hasta que dando un chillido saltó y quedó colgando de la barba de Vicente Montero.
¡Eh! -gritó éste angustiosamente, tirando con todas sus fuerzas de las riendas.
Detenido bruscamente en su carrera, el caballo dio un fuerte bote hacia el costado y Vicente Montero, después de dar una vuelta en el aire, cayó de cabeza al suelo. La violencia del golpe y el estado de semiembriaguez en que se encontraba, hicieron que se desvaneciera. Rezongó unas palabras y allí quedó, medio desmayado y medio dormido.
Así estuvo largo rato... Después despertó, sintió un escalofrío, se restregó los ojos y miró a su alrededor, atontado. Vio a su caballo, unos pasos más adelante, mordisqueando unas hierbas.
-¿Qué diablos me habrá pasado?
El aire y el sueño le habían avivado la borrachera. Se puso de rodillas, tiritando, procurando explicarse la causa de su estada en ese sitio y en esa postura. Recordó algo, muy vagamente: el colocolo, un hombre que se había muerto porque se le había acabado la saliva, una vieja que echaba harina en el suelo, y un ratón con ojos colorados, sin saber si todo eso lo había soñado o le había sucedido.
Se afirmó en una mano para levantarse, y al ir a hacerlo, miró hacia el suelo. Allí vio algo que lo dejó inmóvil. A un metro de distancia, entre el pasto alto, un ojo claro y brillante lo miraba fijamente.
-Esta sí que es grande -murmuró, volviendo a caer de rodillas y mirando asustado aquel ojo amenazante. Recordó entonces el horrible ratón de ojos ardientes que había visto o soñó ver. Hizo: ¡Chis! queriendo espantar a aquel ojo fijo, pero éste continuó mirándolo. Si hubiera tenido la estribera. De pronto se estremeció de alegría: recordó que en el sueño, o en lo que fuera, alguien había muerto un colocolo de un peñascazo.
-Espérate, no más... ¡colocolo conmigo!
Tanteó en el suelo, buscando una piedra; encontró una de tamaño suficiente como para aplastar media docena de colocolos, y calculando bien la distancia la lanzó hacia aquel ojo luminoso y fijo, gritando:
-¡Toma! Se sintió un leve chirrido y él saltó hacia adelante, estirando la mano hacia el supuesto colocolo. Cogió algo frío y lleno de pequeñas puntas afiladas. Sintió un escalofrío de terror y lanzó violentamente hacia arriba lo que había tomado; en el momento de hacerlo, sin embargo; recordó algo que le era familiar al tacto en la forma y en la frialdad. Estiró la mano y recogió el objeto que descendía. Lo acercó a sus ojos y vio algo que le hizo darse un golpe de puño en el muslo, al mismo tiempo que gritaba con rabia:
-¡Por la misma remadre! ¡Mi reloj Waltham!
FIN


Santo remedio
Eduardo Barrios

Se me ocurre que mientras dormimos también el espíritu suele quedar en una mala postura, y que por ello, algunas mañanas, aun cuando el cuerpo esté ágil y normal, amanecemos con el espíritu trabado de incomodidad. Nos movemos todo el tiempo entre los seres y las tosas con el tino zurdo, predispuestos a toda clase de fracasos. Y aun se diría que atraemos malas situaciones o conducimos nuestros pasos cabalmente allá donde hallaremos sucesos desagradables.

Convencido de esto por la experiencia, no debí yo ir aquel día a la oficina... Tamarugal. La llamaré así, Tamarugal, porque aún vive alguien que se lastimaría si no alejase yo toda referencia valedera para identificarlo con algún personaje de este recuerdo.

A la oficina Tamarugal fui, pues, a parar, obediente al mandato de la misteriosa zurdería.

Por lo demás, se me había hecho un hábito el salir a cambiar ambiente, apenas concluían las tareas del fin de mes. El 30, los empleados nos amanecíamos en el escritorio, liquidando sus libretas a los trabajadores y saldando el libro de jornales; de suerte que el 1°, sin esperas o interrupciones, y a las horas de rigor, se dieran saldos y fichas y el mecanismo burocrático rodara como si no hubiese habido balance mensual ni labor alguna extraordinaria.

Luego, cumplido el afán cotidiano como siempre, un baño y un desayuno reparaban fatigas, y disponíamos de la tarde para el descanso.

Yo prefería, repito, mudar de aires. Y tras de mucho pensar adonde iría, terminaba por dirigirme a la Tamarugal, porque la vía férrea la comunicaba con mi oficina, y, así, no era preciso cabalgar. Un pequeño tranvía tirado por caballos y dirigido por el sereno me conducía muellemente.

Y sólo había, para mi preferencia, esta razón de molicie sobre cansancio.

No era que la tertulia de la Tamarugal me atrajese. Más bien me aburría. No había caracteres allí que me acomodasen. Aunque..., ¿acaso los había en otra parte?

Soy —y lo fui desde niño— uno de los seres que, dondequiera se sitúen, siempre se sienten en “la tierra de nadie”. Los unos aquí, allá los otros; antagonismos o concordancias; bandos, banderas y banderías... Yo, en medio ajeno, ecuánime por comprender demasiado, irremediablemente solo en “la tierra de nadie”.

Sin embargo, no se puede vivir fuera del mundo. Hay que ir adonde la complicidad de lo exterior con nuestras voliciones determina.

Y fui a la Tamarugal aquella vez, como tantas. Al poner pie en la plazoleta de la administración, advertí ya que algo inusitado sucedía. Desde luego, el aire parecía detenido. No lo estremecía el menor ruido. Ni las chancadoras marcaban su compás de sordas mandíbulas. Ni los winches chirriaban elevando vagonetas sobre los planos inclinados. Tampoco acezaba la locomotora, ni carreta alguna derrumbaba el estrépito de su caliche buzones adentro. Había cesado todo tráfago y sólo allá, bajo nivel de suelo, ante la aglomeración parda de la maquinaria que veinte años de polvo cubrían y frente a la primera chancadora, una multitud se apretujaba en silencio. Apenas medio cuerpo arriba del bajo sobresalía, y un estandarte con crespones asomaba entre las cabezas.

Pronto supe a qué atenerme. Era el funeral de un “chanchero” muerto por descuido entre las muelas de su “chancho”.

Experimenté una violenta angustia, seguida de cólera. Otra vez, aún, la chancadora, el “chancho”, como la apodaban los obreros por su movimiento de masticación para moler el mineral, hacía una víctima.

Solo, pues que nadie pudo haber para mi recibimiento, me dirigí al grupo.

Cuando llegué, acabada de enrojecer un discurso en sus estandartes el delegado de la Mancomunal Obrera. La Providencia me había hecho gracia de oírlo. En cambio, lamenté no haber escuchado las veinte palabras, de seguro tan precisas como sorprendentes, de “el Hombre”, como llamaban al administrador, don Jesús Morales.

Jesús Nazareno fue “el Hijo del Hombre”; éste era el Hombre mismo, en crudo y desnudo, sin la más remota luz de divinidad, sino terreno, despierto, simple y cabal. Solía opinarse que, por su franqueza rayana en el cinismo, encarnaba el perfecto bruto; pero contradecían la afirmación quienes, concordes con el anónimo autor del apodo, preferían lidiar con él la vida entera antes que con tanto miserable recamado de urbanidad. A mí, unas veces me incomodaba por su dureza, tan falta de savia sentimental; otras, me sorprendía divertidamente, y, en tal cual momento, hasta me había soplado al oído interior la pregunta de si debería ser en realidad así el hombre en total salud y perfecto equilibrio.

Me acerqué a él y tomé lugar en la fila administrativa.

Nos abríamos todos en abanico frente a una vagoneta colmada de molido caliche. Habían traído de la maestranza un gigantesco y estrafalario ataúd de roble forrado en zinc por su interior, en el cual debían caber restos del difunto y grava salitral, todo ello junto y mezclado, por haberlo hecho inseparable la molienda y haberlo evacuado así la chancadora dentro de la vagoneta.

Ya las miradas interrogaban todas al Hombre; de manera que éste dio la voz:

—Adelante.

El mayordomo sacó entonces la chaveta de la tolva del carrito, y se yació en el suelo la trágica carga.

Entreverados con el polvo y los pedruscos debían encontrarse los restos del chanchero. Y sus cuatro camaradas de cuadrilla empuñaron palas, y, decidido el gesto, vencedores de la repugnancia, emprendieron la faena.

Pronto descubriéronse las primeras manchas de sangre embebida en el mineral Luego, poco a poco, ropas y trozos de carne, ropas y huesos triturados, ropas y entrañas. Un zapato hecho un barquillo manaba una borra viscosa. Tras él se dio con lo que debió ser el tronco, sanguinolenta masa de tierra, cascajo, intestinos, piltrafas de pantalón con vísceras. Una media boliviana chorreante pendió por varios segundos en un tornillo y después cayó como reptil despanzurrado.

Los peones trabajaban con fiebre.

—¡Más cuidado! —les gritaron.

Pero ellos continuaron, enloquecidos en su labor.

Y nadie insistió.

No atinábamos sino a mirar, a pesar del deseo de no ver. Los rostros estaban verdes y sentíase la emoción temblar en todo,, hombres y cosas. Mas en el momento de reconocerse el cráneo, masticado con el gorro de lana, muchos tuvimos que volver la cara. Mis ojos se habían detenido en un viejo corpulento que lloraba sobre su abdomen, cuando de entre la multitud subió un alarido al cielo.

—¡Las mujeres! ¡Llévense a las mujeres, carajo! —rugió alguien.

El Hombre levantó los brazos.

—¡Chit! Calma —ordenó, y fue obedecido.

Ahora ya no febrilmente, sino con respetuoso cuidado, manejaban los braceros sus palas, escogiendo el material con despojos y llenando con él la enorme caja. Colmada quedó de carnes, tierra y guijas. Por fin, le soldaron el zinc y le atornillaron la tapa. Media tonelada pesaría cuando la subieron al carrito en que viajaría al cementerio.

Allí la veíamos ya, cual obra cumplida, en toda su importancia, monumental y negra, con su. gran cruz blanca y el nombre al pie:
FROILÁN JORQUERA
Q.E.P.D.

Algo como el alivio de un suspiro final sosegó a la gente, y la actividad de los impasibles, que habían permanecido a la espera, encontró empleo en la ordenación del funeral. Con otros semblantes, se organizaron las filas, los endomingados recompusieron sus trajes, dos mulas se engancharon al carro y el cortejo partió por la vía férrea, hacia Huara, donde estaban la estación y el cementerio, y hallarían paz el difunto y unas copas de “quitapenas” la concurrencia.

Viéndolos alejarse bajo aquel sol que ponía en el desierto un refulgir de ascua; que agrietaba los salares y fundía en sudor los cuerpos, permanecimos algunos minutos.

Luego nos llevó el Hombre a beber, a la sombra del corredor, la cerveza inglesa de la Compañía.

Se cambiaron allí comentarios. Se repitieron vulgaridades. Y tan pronto el Hombre divisó al boletero en lo alto de la rampa, se despidió. Quería reanudar cuanto antes las faenas.

Opté por abandonar la tertulia y seguirlo. Forma siempre la rampa un montículo de diez a. doce metros sobre el piso natural; más construcción que cerro. Por un lado, funciona el ascensor para las vagonetas que la locomotora trae desde los acopios, y que se vuelcan en seguida dentro de los buzones. Otra casa está constituida por el muro, en cuya base empotran las chancadoras, las fauces abiertas al buzón receptor del mineral, las bocas de expulsión abajo, encima de la línea donde otras vagonetas reciben el molido, para subir con él un plano inclinado y vaciarse en los cachuchos hirvientes que darán sus caldos ricos en yodo y salitre. Y el costado que bautiza el total es la verdadera rampa, por donde las carretas trepan y van a despeñar también su pedrazón en los buzones. Después, sólo una garita para el boletero que recibe, cuenta y da la contraseña de constancia.

—Las dejé cosiendo los vestidos de luto —contaba el boletero al reunirnos a ellos—. Están muy agradecidas.

—¿ Agradecidas?

—Sí, señor; por los quinientos pesos.

—¡Hombre! A mí que no me den las gradas. Es la Compañía quien paga. No me gusta adornarme con plumas ajenas.

—Sin embargo, usted ordena con buen corazón...

—Ordeno lo que ordeno porque me pagan para pensar, no para sentir; para proceder con buen ojo, amigo, a fin de evitar complicaciones y hacer ganar siempre dinero a los accionistas. Yo no miento, ni simulo, ni me consigo afectos. No soy bueno.

—¡Cómo!

—Ni bueno ni malo. Algunos dicen que soy malo. Soy buen administrador. No hago maldades porque no cometo torpezas. Y a propósito, ¿qué familia queda?

—Ellas, no más. Las tres Jorqueras.

—La viuda y las dos hijas. ¿Y el muchachón?

—¿Segundo? Anda por Negreiros.

—Que lo llamen. Mientras tanto, pueden seguir ellas con su cantina. ¿Tienen muchos pensionistas?

—Comen ahí como quince solteros.

—Están muy bien. Ganan bastante. Pero el muchacho, que lo busquen. Le daremos el trabajo del padre. A ver si él no se mata. Escarmentará con la muerte del viejo.

—El finado nunca escuchó advertencias. ¡ Inútil, señor!

—Porque son unos boquiabiertos porfiados pasan estos accidentes — añadió el Hombre, volviéndose a mí.

Caminamos unos pasos, hasta situarnos a la orilla del buzón.

La desgracia se había producido como ciento se produjeran ya. En la gran zanja que es el buzón, los caliches se derraman por una ladera de mucho declive.

Cada chanchero, valiéndose de un largo garfio de hierro, debe ir dirigiendo las colpas hacia la boca de su chancadora. Para esto anda sobre los trozos de caliche, pisa en ellos, resbala, se equilibra, mas no ha de colocarse jamás ante las fauces, pues una mala pisada le hará rodar y caer dentro.

—Y este hombre, pues, señor, dale con que sabía lo que hacía. Pasaba siempre encima de los bolones en bajada. Se creía maromero; señor.

—¿Usted lo vio caer?

—Yo salí de la garita a los gritos. Cuando llegué, Tiburcio y Joaco lo tenían de los brazos, forcejeando. La máquina, como usted sabe, cuando agarra no suelta; tira para adentro. Por algo se llama chancho. Tira para adentro, masca y masca, y no hay fuerzas que le quiten la presa. Nosotros tiramos mucho. ¡Inútil! Se lo comió, no más. Si yo hubiese tenido un hacha, le corto las piernas desde un principio.

—Un hacha...

—Digo yo. Más hubiese, valido que perdiese las piernas y no la vida. Además, desde un comienzo se le había ido el sentido, con el sufrimiento. La imaginación pintó en mí tal cuadro de horror, que no atendí a pormenores. Así, tan sencillamente, ocurrían siempre las desgracias.

Largo rato conversaron ellos. El trabajo se había reanudado bajo el sol tostador, entre las nubes de polvo y los ruidos de la ferretería, al compás sordo de los chanchos. Los chancheros del turno, en silencio, ponían toda precaución en sus movimientos.

El Hombre calló hasta que nos retiramos.

—¿Ve usted? —me dijo en el camino—. Testarudos, brutos. Se habla de dispositivos protectores. Pamplinas. Se han puesto rejas sobre los cachuchos, porque los trabajadores solían caer al caldo hirviente. Ahora pierden las piernas como antes las perdían, porque andan sobre las rejas. Los técnicos no siempre son psicólogos. El remedio hay que buscarlo en forma que obre dentro de las cabezas. Yo veré de hallarlo.

“Y es capaz de idear un buen medio”, pensé. No sé qué tenía, ese hombre brutal, que inspiraba fe. Su aspereza resultaba muy a menudo desagradable; pero algo había en su faz de moro, en su corpachón blanco pero afinado como el de un bajá, aun en las arrugas de interior blanquísimo que ocultaban sus facciones tostadas, por todo lo cual se adivinaba una capacidad de raza. Pocos le querían. Tampoco yo. Su conducta demasiado abierta, sin prudencias ni reservas, su hábito de hablar sin miramientos para nadie, como si reflexionase a solas, le presentaban áspero, agrio, agresivo.

Recordé que cierta vez, ante la investigación de unas cuentas, un cajero había formulado protestas de honradez.

—Nadie me ha podido decir ladrón hasta hoy, señor.

Y él, tranquilo y con la cara llena de risa, le repuso:

—Hijo, nadie es ladrón hasta que lo cogen.

Esto, sin maldad, sin objeto de ofender. Sólo porque él era así, todo a la vista. Tanto, que en aquella ocasión había terminado jugando al póquer con gran naturalidad y en muy cordial camaradería con el subalterno.

Se le conocía mucho, para ofenderse con él.

En todo caso, el día me había fracasado. No acepté quedarme a comer.

Y regresé a mi oficina tan pronto como el tranvía me fue dispuesto.

Por muchos meses evité volver a la Tamarugal. Aunque mi espíritu hubiese dormido en la más cómoda de las posturas, el mal recuerdo me desganaba.

Pero había de regresar un día. Y ocurrió que en tal ocasión necesité subir a la rampa del accidente.

Hablaba con el boletero, a causa de mi personal diligencia, cuando descubrí en el muro de las chancadoras, colgante de un gancho, un objeto extraño: un hacha descomunal.

—¿Y eso? —pregunté.

—¡Hem! ¡Cosas del Hombre!

—¿Un hacha?

—El la nombra “el verdugo”. O de no, “la mano de Dios”.

Cuando volví la cara, estaba el propio administrador a mi espalda. Soltó una carcajada ante mis ojos espantados.

—Y ahora —dijo— la puedo llamar además “el santo remedio”.

Era el dispositivo psicológico, que operaba dentro de las cabezas, que gritaba su amenaza de caer sobre las piernas y hacía cuidadosos a los testarudos, por obra del espanto.

—Pues no ha vuelto a ocurrir ningún accidente, amigo. ¡ Santo remedio! —concluyó, arrastrándome del brazo a beber el amargo schop de la Compañía.



Candelilla

Federico Gana

Un mediodía de primavera, mi padre, que se paseaba, como era su
costumbre, por el corredor interior de las casas del fundo, me dijo:
-Tienes que ir luego a los potreros de abajo, a Los Montes. Anda
con el Candelilla para que te señale bien.
Llamé en voz alta y tendí mis miradas por el largo corredor, en cuyo
extremo se agrupaban los peones que esperaban el pago, y no vi,
entre ellos, al llamado Candelilla. Sólo estaban allí, afirmados en los
pilares o paseándose, algunos trabajadores que conocía desde la
niñez.
El apodado Candelilla, a causa tal vez de sus ojos claros y rubios
cabellos, era una especie de vagabundo, casi siempre invisible para
mí, y muy popular en esos contornos. Sabía yo vagamente que era
algo así como un ayudante del cuidador de animales, sin sueldo, y
con ración solamente cuando trabajaba; sabía que muchas noches
llegaba a la cocina de las casas a comer cualquier cosa de los restos;
que en los veranos, cuando llegaba la época de los cortes y cosechas
de trigo, emigraba al Sur, a Traiguén, a Victoria, la Frontera, en
busca de trabajo, llegando después, en invierno y entrada de
primavera, refugiarse al calor del fogón hospitalario de las cocinas,
como tantos otros.
De pronto, del grupo de peones, una voz ronca, alegre, burlona,, de
acento despreciativo, dijo:
-Patrón, allá viene el Candelilla…
Se escucharon risas contenidas… Dirigí la vista por todo el amplio patio plantado de enormes
eucaliptus y pequeños duraznos florecidos, y vi a Candelilla que salía
de la cocina y avanzaba hacia el corredor con la cabeza descubierta.
Se detuvo frente a mí con un afectado además de respetuosa
obediencia. Yo caminaba ahora con interés al respecto de ese
hombre que antes había mirado con indiferencia. Era un individuo de
regular estatura y anchas espaldas, delgado, recio; vestía una ropa
a la que el largo uso había dado un color indefinible; sus pies
estaban calzados con ojotas. Y a pesar de la tibieza del día, cubríale
el torso una gruesa manta de invierno, rota y deshilachada. Se
inclinaba ante mí, pero sus redondos ojos verdes, muy claros,
fijábalos con risueña expresión expresión interrogativa en mi
semblante. Imposible habría sido definir la edad de aquel sujeto,
pues los ásperos y lucientes cabellos, el grueso mostacho, las
espesas cejas de un rubio claro, denunciaban la juventud, al par que
las hondas mejillas fatigadas, sueltas, picadas de viruelas, la
estrecha frente, en que las marcadas arrugas parecían cicatrices,
hablaban de largos años de trabajo y padecimientos.
Le expliqué, rápidamente, lo que teníamos que hacer; y mientras me
ponía las espuelas, le pregunté:
-¿Hay mucho barro todavía allá abajo?
-Algo queda, señor, porque el invierno ha sido malo.
Subimos a caballo; y al montar Candelilla la flojísima yegua, casi
inválida, que cabalgaba, del grupo de peones, alguien le dijo con voz
fuerte: -¡No se te vaya a cargar la bestia!
Candelilla sonrió vagamente a la broma, mostrando su gruesa
dentadura amarillenta.
Marchábamos lentamente aspirando con delicia el aire puro
campesino. Mi vista se extendía por el vasto potrero de las casas
donde pacía el terneraje. A lo lejos, al Sur, divisaba el caserío del
pueblo que se proyectaba amontonándose a los pies de los enormes
murallones de cal y ladrillo de la iglesia inconclusa aún. En el confín
de la costa sucedíanse los cercados de perales florecidos de blanco,
de sauces cubiertos de hojitas nuevas, los grandes álamos, la tupida
zarzamora; aquí y allá los pequeños ranchos de paja de los inquilinos,
destacaban con profunda claridad, sus manchas sombrías sobre el
cielo pálido y tranquilo.
Al fin llegamos a nuestro destino, el potrero de Los Montes o La
Crianza, como indistintamente se le denominaba. Y vi a Candelilla
esforzándose en vano por bajar las gruesas varas de un tranquero.
Me desmonté de mi caballo y entre los dos corrimos, con dificultad,
los pesados largueros.
Le dije sonriendo:
-¡Estás muy falso, hombre! -Es que este brazo lo tengo malo -me contestó, indicándome, con su
izquierda, la mano derecha, en la que observé, inmediatamente, una
grande y profunda cicatriz en la muñeca y algunos dedos encogidos
y engarrotados.
-¿Y de qué te vino eso?
-Fue de un balazo que me pegaron hace años. Aquí en el hombro
tengo otro, continuó, y por eso no tengo fuerzas.
-¿Dónde te pegaron los balazos?
Se alegre rostro se iluminó con una sonrisa tímida y contestó entre
dientes:
-Ahí le contestaré eso más tarde…
Y yo, atravesando el hondo y sombrío estero cubierto de espeso
bosque que aún nos separaba de Los Montes, pensaba en que tales
desperfectos debían haber sido causados por una riña colosal.
El potrero a que entrábamos formaba extraño contraste con los que
acabábamos de atravesar. Los arrayanes, las pataguas, el maqui, el
canelo y el litre crecían silvestres, libres y opulentos en las
hondonadas pantanosas. Las tórtolas y las torcazas, que aún no
emigraban a la montaña, volaban lentamente, descuidadas, de árbol
en árbol, sobre nuestras cabezas.
Fatigados de marchar por atajos, pantanos y boscosos vericuetos,
llegamos por fin a un pequeño alto donde crecían algunos maitenes
jóvenes, cubiertos de espesos quintrales. Alrededor de las rojas
flores, color de sangre fresca, de los hermosos parásitos,
zumbaban bandadas de picaflores que volaban siempre inquietos
yendo rápidos de un árbol a otro, lanzando estridentes gritos de
alegría, de íntima embriaguez. Candelilla se acercó a mí; permanecimos silenciosos a la sombra de
los árboles. Le dije:
-Cuéntame al fin cómo te pegaron esos balazos.
Su rostro animado, alegre enigmático, sus ojos ingenuos, casi
infantiles, se ensombrecieron; parecía haber enrojecido de súbito;
se sacó el viejísimo sombrero, rascóse fuertemente la cabeza,
suspiró, e inclinando el rostro, exclamó, como hablándose a sí
mismo:
-¡Yo he sido muy padecido, patrón! Si le contara…
Yo escuchaba atento…
Alzó la cabeza, miró a su alrededor, y continuó:
-Yo nací aquí, en este fundo. De aquí son mis padres; mi familia vivía
en esta tierra cuando el dueño era el finado don Antonio Pando. A la
muerte de don Antonio, los hijos y las hijas se empobrecieron,
según habla la gente, porque había poco trabajo entonces, apenas
para poder comer un pan. Yo estaba aquí cuando llegó el patrón de
hoy que les compró a todos los Pando… Yo era joven como el patrón,
como su padre; era el quesero de este fundo -continuó, alzando
orgullosamente la voz al recuerdo de aquellos felices tiempos de
juventud, de abundancia…- . Me ocupaban en todo: ¡qué Camilo, aquí,
que Camilo, acá! ¡Con qué gusto trabajaba!
Meditó un instante, y en seguida continuó con una voz misteriosa,
con los ojos brillantes, encendidos, tal vez al recuerdo de una
felicidad lejana, perdida para siempre. -Usted no debe acordarse de todo esto porque era muy mediano,
apenas se levantaba del suelo. Un día llega la señora de Santiago.
¡Qué bulla en la casa con los arreglos, qué trajines! Traía una
chiquilla, al Tránsito, muy joven y muy buena. Me casé con ella, pues,
señor. En esto viene la guerra del Perú y principian a enganchar
gente en el pueblo. Entonces no entraba nadie a la fuerza. ¡Cómo se
llenaba el cuartel! Hacía dos meses no más que me había casado,,
cuando un sábado que, lo confesaré, andaba un poco alegre desde
temprano, ¿no me da por ir a meterme a la estación? Pues allí había
una bolina de gente y músicas, porque pasaba un batallón de los que
iban a pelear al Norte. Los enganchadores, muy amables, agasajaban
a todo el mundo. Sale un futre y se monta a un carro y dice que a la
patria la tienen traicionada, que la van a cautivar, que todos
tenemos que correr a defenderla porque somos sus hijos, que
nuestra sangre es poca para darla; y aquí me tiene usted embarcado
para la guerra. Mi mujer, a la que noticiaron que me iba, alcanzó a
llegar cuando el tren ya estaba andando. Y así la vi, señor, por
última vez, llorando sin consuelo y levantando los brazos como si
quisiera sujetarme. Vino la noche en el camino. ¡Ya no había remedio!
Cuando llegué al Norte, me destinaron al 2° de línea, y en él hice la
campaña con mi finado comandante Ramírez.
Guardó silencio un instante, profundamente absorto en sus
recuerdos y, en seguida, continuó con grave acento:
-Y allá fuimos mandados a pelear, en Tarapacá. Y vamos marchando,
niños, muy contentos por aquellos desiertos que parecían brasas
encendidas; brasas, patrón, en la cabeza, en las espaldas y en la
boca reseca como un a yesca. ¡Hubiera visto, señor, algunos
compañeros que quedaban rezagados, buceando el agua en la arena,
con los dos manos, como locos!
“Cuando tuvimos al enemigo al frente, ya no nos quedaba agua en las
caramayolas; el sol siempre en la cabeza y la boca amarga como la
hiel. Y bala y bala. De repente mandan bajar a una quebrada: “ahí está el agua”, decían: los compañeros corren sin obedecer orden
ninguna y se ponen de boca a beber hasta empiparse, cuando a los
dos lados de la barranca aparecen los enemigos como moscas, que
nos estaban cateando. ¡Hubiera visto, patrón! Todos los sedientos
quedaron ahí, muertos como patos en bandadas. Yo con mi teniente
Arrieta y un subteniente Valenzuela, logramos guarecernos de las
balas que caían como granizo, en una casita de tejas que había
arriba. Allí había mucho de los nuestros. A los peruanos los
teníamos siempre tan cerca, que les veíamos las caras y les
escuchábamos las voces. Nos veíamos rodeados; las balas
atravesaban las murallas de adobe y el que se asomaba a la puerta
era hombre muerto. Mi capitán Necochea estaba allí herido de
muchos tiros y pedía a gritos agua y que lo mataran; y nosotros sin
poder darle nada, saltábamos por encima de él y disparábamos
defendiendo la vida a más y mejor. De repente, por una ventana,
veo, patrón, como en una estampa, que mi estandarte, el estandarte
del 2°, se lo está peleando la guardia del regimiento con una niebla
de enemigos, no a tiros, sino a culatazos, guantadas y tirones,
pedacito a pedacito. ¡Qué le diré, patrón! Al ver esto sentí yo lo
mismo que el día que me enganché allá en el pueblo; y casi sin saber
cómo, corrí solo hacia mi estandarte como si me hubiese vuelto loco.
Iba corriendo con el fusil bien apretado, cuando escucho una
descarga cerrada y siento aquí, en el pecho, como si me hubiesen
dado un trancazo tan fuerte, que me hizo dar mil vueltas y perder
el sentido. Cuando volví en mí y levanté la cabeza, ya no estaban los
que peleaban y del estandarte ni había ni señas. Ahí cerca no vi sino
un rimero de muertos hechos pedazos y chorreando sangre. Con la
descarga me hicieron las dos heridas en la muñeca y en el hombro.
¡Así fue como me pegaron estos balazos, patrón!
Después de la campaña, me vino esa fiebre de tiritones que todavía
me da, y me mandaron a Chile.
Cuando llegué aquí, me encontré solo, sin casa y sin mujer, porque la
pobre Tránsito se había muerto de viruela. Y así estoy solo desde
hace más de veinte años, sin nadie en este mundo, viviendo aquí y
allá. ¡Qué hacerle! ¡Ésa habrá sido mi suerte!
Durante esta relación, el sol se puso; el crepúsculo manchaba ya de
sombras el horizonte; las primeras estrellas principiaban a brotar
dulcemente en el cielo. Regresamos en silencio.
Y al llegar a las casas, le digo:
-Pásame tu mano.
Me la tiende en silencio y yo estrecho con fuerza, en la oscuridad,
aquella diestra mutilada de un héroe humilde e ignorado como
tantos otros…
FIN











Francina de Marta Brunet


Hija de una madre enfermiza, el padre siempre ausente en largos viajes de negocio, Francina, en la enorme casona, vivía a su antojo, malamente vigilada por una institutriz.
Alta, fuerte, con largos brazos de mono, la cara de manzana, los pelos engrifados y los ojos demasiados claros, demasiado extáticos, la chiquilla tenía una sola preocupación: leer.
Devoraba todo lo que no fuera texto de enseñanza. Diarios, revistas, cuentos, novelas eran su anhelo. Lo otro, aquello que Mademoiselle quería obligarla a leer --¿eso?--, no le interesaba. Que la tierra fuera redonda, que en el año tal los godos asolaran Europa, que el agua se llamara H2O en la fórmula química, que el rastro que deja el punto al ponerse en movimiento fuera la raya, ¿para qué saberlo?
A ella le gustaba lo maravilloso, lo que no tenía explicación posible sino en el poder de seres, de fuerzas ocultas. Y como no encontrara lo maravillosa en su vida de muchachita burguesa, se hurtaba a ella para vivir las aventuras de cuantos libros podía leer.
Tendida de bruces en el suelo, sobre una alfombra, cuando el frío la retenía en el interior, en el pasto de los prados cuando el calor la echaba al parque de la casona, contraída por la atención, con la sensibilidad alerta, hiperestesiada, Francina leía, encarnándose en cada personaje, con el músculo de acero, el ceño duro y el alma de valor cuando un héroe la entusiasmaba de batallas; llena de amarguras por la tristeza de un enamorado en desgracia; sintiendo el corazón lleno de odio y gesto salobre de un ruin envidioso; toda ternura con el suspirar de una cautiva maravillosamente bella; rebosando clarinadas por la boca de un guerrero vencedor; audaz de piraterías en el abordaje de un corsario; todas las vidas que encierran todos los libros que un niño puede leer las vivía Francina alucinada.
Luego de leer venía la holgazana, inmovilizada de ensoñaciones. Pero al correr del tiempo fue tomándole gusto a representar lo que leía y ensoñaba y --desde que diera con este nuevo placer-- las horas eran de cabalgatas en un palo, de envolverse en una colcha, con una tapa de sopera en la cabeza y un plumero en la mano; de decirle "varilla de virtud" a cualquier ramita que encontrara en el camino; de aguardar la medianoche para ir a ver los elfos salir de las flores; de adornarse con tiras de papel y a grandes saltos danzar el rito religioso de unos salvajes; de mirar con ansias debajo de todos los pedruscos buscando a los gnomos guardadores de tesoros.
No la arredraba la realidad; mejor dicho, no llegaba a verla. Era tan grande su fantasía, que cuando imaginaba se le tornaba palpable, y así el palo era un brioso caballo que la hacía jadear, y la colcha el más hermoso manto de armiño, y la tapa de la sopera una corona de perlas, y el plumero un cetro de oro, y la ramita le concedía cuando pidiera, y en la medianoche veía a los elfos bailar rondas de locura con las hadas y el rito sagrado le dejaba un fetichismo que la hacía adorar cualquier cosa, desde el sol hasta una raíz de forma extraña, y los gnomos solían traerle gemas estupendas.
Así era la vida de Francina.
A veces la institutriz protestaba y llegaba quejosa hasta la señora enferma o hasta el señor en sus cortas estadas en la casa. La madre sólo sabía disculpar a la niña, buscando motivos de perdón y tolerancia en su propia gran terneza. El padre --con su voz de imperio-- tronaba amenazas y represiones sobre la chiquilla, que lo oía muy seria, muy abiertos los ojos, muy distante el pensamiento. Se decía "Parece Barba Azul. Pero no, ahora, con los bigotes erizados, es igual al rey Almaviva, el de los elefantes de oro"
Y no demostraba arrepentimiento ni prometía enmienda. Las caricias de la madre y las represiones del padre no le dejaban huella alguna. La institutriz acabó por aburrirse y abandonarla a su placer.
A los catorce años, descompaginada por el crecimiento, fea y sin gracia, Francina tenía un alma de niña en un cuerpo de mujer. Seguía siendo una desarraigada de la vida, una ensoñadora aferraba a lo maravilloso ahincadamente.
Pasó la gran crisis de la pubertad sin ninguna inquietud: no sentía la obscura atracción del hombre que sólo existía para ella en la quimera. No se ocupaba de adornarse. Le gustaba vestir un mameluco que le dejara libre los movimientos, y en las noches, para las comidas familiares que se celebraban de tarde en tarde --la madre seguía enferma y el padre viajando--, como único signo de coquetería mostraba una cinta atada al cuello, un lazo que ella le parecía de gato regalón, tal vez de "Micifuz" el de las botas.
Habituada a los seres imaginarios, las gentes reales la amedrentaban. Apenas atinaba a saludar y a esconderse. Solo sabía hablar por boca de sus héroes. El barullo de las calles la azoraba. Una vez la llevaron al cine y tuvo tal impresión, que cayó enferma con fiebre nerviosa, y la madre, asustada, nunca más la dejó ir al teatro. La música era su encanto, dándole arrobos que eran casi éxtasis. Pero la total dicha seguía encontrándola en los libros.
Hasta que un día Francina dio con Marcial Luco y su vida cambió.
Estaba en el parque, tirándoles piedras a unos micos imaginarios que molestaban al bueno de Robinson en su isla. Robinson era ella. De pronto, a su espalda, una voz llamó:
--Francina...
Se volvió admirada.
Cerca, vistiendo traje de montar, alto, moreno, con los dientes deslumbradores en la boca fresca de juventud, con los ojos atentos y bondadosos, un hombre la miraba. Era el príncipe Floridor... ¡El príncipe Floridor! ¡El príncipe Floridor! ¡Qué gentil venía! Y batió palmas y le sonrió y le hizo un saludo de corte, igual a los que hacía la princesa Corysanda.
--Señor --dijo--, sed bien venido en mi isla. Habláis con Robinson.
El joven la miraba atónito.
--Pequeña, ¿no me recuerdas? Soy tu tío Marcial, el primo de tu padre. No me mires con ese aire de espanto.
Francina recordaba... y despavorida trató de huir, que era mucha vergüenza haber hablado como lo había hecho. Pero el joven previó el movimiento y la inmovilizó apoyando una mano sobre su hombro.
--¿Estabas jugando? -- preguntó.
--Sí... No... Es que... -- y no puedo decir más, sofocada de miedo y pena.
Quería esconderse, quería huir, quería morirse antes de seguir sintiendo la mano del joven apoyada en su hombro y los ojos mirándola inquisidores.
Y como no hallara otra forma para hurtarse a ese examen, se tapó la cara con las manos y rompió a llorar desconsolada.
--No llores, pequeña... ¿Te he causado miedo?
Tenía una voz grave que hacía vibrar los nervios. ¿Entonces alguien, algún humano, podía poseer esa voz que ella creía privilegio de sus príncipes legendarios? ¿Podía un hombre acercarse a ella y darle esa onda de calor que la anegaba en una dicha desconocida?
--¿Te he causado mucho miedo? -- insistía el joven.
--No... No... --Lloraba siempre, a pesar de la dicha que sentía, porque era otra nueva dulzura entreverlo a través de las lágrimas, inquieto y consolándola.
--¿Qué niegas? ¿El miedo? ¿O es que no quieres que te vea la cara llorosa? ¿Es eso? Vamos, escápate a lavarte los ojos y a empolvarte. Almuerzo con ustedes. Mientras te arreglas me quedo aquí, fumando. No te demores. Hasta luego.
Retiró la mano que apoyaba en el hombro, retiró la mano que acariciaba la cabeza. Se alejó parque adentro. La chiquilla lo miraba irse. No era el príncipe Floridor de sus sueños: era su tío Marcial en carne y hueso. No era quimera: era la realidad.
¿Qué le había dicho? ¿Arreglarse? ¿Ponerse polvos? ¿Esperarla? ¡Oh!
Se miró las manos llenas de arañazos. Se miró las piernas flacuchentas y los pies enormes en los zapatos de tenis. Se miró el mameluco de brin deslavado. Y se avergonzó de sí misma. Un impulso que la hizo correr a la casa, con el corazón aún aturdiéndola por el golpeteo sordo de la emoción. Llegó a la pieza anhelante, tembloroso el cuerpo, ardiendo las mejillas, deslumbrados los ojos.
Buscó en el ropero, volvió al tocador, abrió cajones, volcó cajas, trajinó febrilmente hasta juntar un vestido, unos zapatos, unas medias, un gran lazo que ponerse. Entonces, con ansia angustiosa, se asomó al espejo a mirarse.
Francina niña había encontrado a Francina mujer.





Cuento Vásquez de Guillermo Labarca
En este sitio un power entretenido con el cuento, vocabulario y ejercicios de comprensión

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